COMENTARIOS Y ESTUDIOS SOBRE JOSÉ ASUNCIÓN SILVA

 

Tomado de: Silva, José Asunción: Poesía y prosa con 44 textos sobre el autor.
Edición a cargo de Santiago Mutis Durán y J. G. Cobo Borda. Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura, 1979.

 

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TABLA DE CONTENIDO

Miguel de Unamuno. José Asunción Silva
José Asunción Silva
Eduardo Castillo. Los precursores del modernismo
Jorge Zalamea. Una novela de José Asunción Silva
Armando Solano. José Asunción Silva
Baldomero Sanín Cano. Una consagración
Rufino Blanco Fombona. José Asunción Silva (1865-1896)
I Silva, autor desconocido
II Silva, íntimo
III Entre todos, solo
IV Elvira y el poeta
V Silva y Rubén
VI La poesía y la filosofía de Silva
VII El suicidio
Alcides Arguedas. La muerte de José Asunción Silva
Emilio Cuervo Márquez. José Asunción Silva, su vida y su obra
Baldomero Sanín Cano. Recuerdos de J. A. Silva
Juan Ramón Jiménez. José Asunción Silva
Warren Carrier. Baudelaire y Silva
Juan Lozano y Lozano. José Asunción Silva
Camilo de Brigard Silva. El infortunio comercial de Silva
Eduardo Mendoza Varela. José Asunción Silva
Rafel Maya. Mi José Asunción Silva
Max Grillo. Recuerdo de José Asunción Silva
Pablo Neruda. Silva en la sombra
Pedro Emilio Coll. El recuerdo
Baldomero Sanín Cano. Notas a la obra de Silva
Daniel Arias Argáez. La última noche de José Asunción Silva
Guillermo Valencia. José Asunción Silva
Fernando de La Vega. Silva en Cartagena
Donald F. Fogelquist. José Asunción Silva y Heinrch Heine
Luis Alberto Sánchez. La idea de la muerte en José Asunción Silva
José Umaña Bernal. En busca de José Asunción Silva
Eduardo Cote Lamus. Silva
Tomás Carrasquilla. Por el poeta
Alfonso Reyes. El llanto de América
Donald McGrady. Una caricatura literaria de José Asunción Silva
Juan Loveluck. "De sobremesa" novela desconocida del Modernismo
Jaime Jaramillo Escobar. ¿Qué valores tiene Silva para las nuevas generaciones?
Camilo de Brigard Silva. Silva en Caracas
Hernando Téllez. ¿Qué hacemos con Silva?
Eduardo Castillo. Dos palabras acerca de Silva
"De sobremesa"
Amado Nervo. José Asunción Silva
José Juan Tablada. José Asunción Silva
Publio González Rodas. Orígenes del modernismo en Colombia: Sanín Cano, Silva y Darío
Luis Cardoza y Aragón. "Nocturno" de José Asunción Silva y de Porfirio Barba Jacob
Victor M. Londoño. A José A. Silva
Guillermo Valencia. Leyendo a Silva
Julio Flórez. José A. Silva
¿Por qué se mató Silva?
J.G. Cobo Borda. Silva vuelto a visitar

 


COMENTARIOS Y ESTUDIOS SOBRE JOSE ASUNCION SILVA

 

MIGUEL DE UNAMUNO

JOSE ASUNCION SILVA a

   Cuando D. Hernando Martínez, colector de los escritos en verso y prosa de José Asunción Silva me escribió pidiéndome para ellos un prólogo, le contesté, no solo aceptándolo sino dándole las gracias por el encargo. Me parecía poder decir muchas cosas sobre el dulce poeta bogotano. Y me parecía poder decirlas porque en las lontananzas de mi memoria, entre rumor de hojas secas, susurraban retazos de sus cantos. Su letra se me había volado, pero me quedaba su música íntima, su música silenciosa, música de alas.

   Mas ahora, con la blancura del papel delante, encuentro tan en blanco como él mi espíritu y apenas sé por donde empezar. ¿Cómo reducir a ideas una poesía pura, en que las palabras se adelgazan y ahílan y esfuman hasta convertirse en nube que la brisa del sentimiento arremolina y hace rodar bajo el sol, que en su colmo la blanquea y en su puesta la dora? Porque aquí hay versos blancos de mediodía y rojos de atardecer; más rojos que blancos.

   Comentar a Silva es algo así como ir diciendo a un auditorio de las sinfonías de Beethoven lo que va pasando según las notas resbalan a sus oídos. Cada cual vierte en ellas sus propios pensares, quereres y sentires.

   Lo primero, ¿qué dice Silva? Silva no puede decirse que diga cosa alguna; Silva canta. Y ¿qué canta? He aquí una pregunta a la que no es fácil contestar desde luego. Silva canta como canta un pájaro, pero un pájaro triste, que siente el advenimiento de la muerte a la hora en que se acuesta el sol.

   Y puros, purísimos son por lo común los pensamientos que Silva puso en sus versos. Tan puros que como tales pensamientos no pocas veces se diluyen en la música interior, en el ritmo. Son un mero soporte de sentimientos.

   Y cuando estos pensamientos se acusan, cuando resalta de relieve el elemento conceptual de Silva, es cuando Silva me gusta menos. Su melancolía, su desesperación no son melancolía y desesperación reflexivas como eran las de Antero de Quental, que como Silva, se abrió por su mano la puerta de las tinieblas soterrañas. El portugués pensó su huída; el colombiano la sintió.

   Y gusto de Silva además porque fue el primero en llevar a la poesía hispano-americana y con ella a la española, ciertos tonos y ciertos aires, que después se han puesto en moda degradándose.

   "Todos los hegelianos han sido tontos menos Hegel", suele decir un amigo mío, y aun cuando no esté del todo conforme con el aforismo reconozco su gran fondo de verdad.

   No sé bien qué es eso de los modernistas y el Modernismo, pues llaman así a cosas tan diversas y hasta opuestas entre sí, que no hay modo de reducirlas a una común categoría. No sé lo que es el Modernismo literario, pero en muchos de los llamados modernistas, en los más de ellos, encuentro cosas que encontré antes en Silva. Sólo que en Silva me deleitan y en ellos me hastían y enfadan.

   Y es que uno dice una cosa y con ella ilumina o calienta a sus hermanos, la repite otro y les deja a oscuras y fríos. La idea es la misma; se le apagaron fuego y luz al pasar de uno a otro y de brasa ardiente y luciente que era se quedó en carbón frío y oscuro.

   Y no es que la originalidad de Silva esté ni en sus pensamientos ni en el modo de expresarlos; no está ni en su fondo ni en su forma. ¿Dónde entonces?, se me preguntará. En algo más sutil y a la vez más íntimo que una y otro, en algo que los une y acorda, en una acierta armonía que informa el fondo y ahonda la forma, en el tono, o si queréis, en el ritmo interior.

   En el ritmo interior, digo, y no en el ritmo meramente acústico de sus versos; no en el sonsonete más o menos brizador en que cifran su afán tantos versificadores que aspiran a poetas. La música de Silva es música de alas, casi silenciosa, o sin casi.

   Y ello cuando Silva dejó qué su mano corriera sobre el papel al empuje del sentimiento, no cuando la refrenó y puesta la vista en la técnica -y en una técnica extraña y pegadiza- urdió versos como aquellos alejandrinos pareados de "Un poema".

* * *

   ¿Y este hombre, será olvidado? Me lo hace temer su delicadeza misma, su delicadeza interior. Porque también está olvidado el poeta español que más me le recuerda, el dulcísimo y delicadísimo Vicente Wenceslao Querol. Leed las Rimas de Querol y decidme luego si las "Vejeces" de Silva no es un poema queroliano. Y a Querol le han ahogado trompeterías de clarines y guitarreos de serenata morisca, amén de virtuosismos de bandolina de café-concierto.

   Y este Silva, como aquel Querol, como todo poeta de raíz, tenía su infancia a flor de alma. Porque un poeta ¿qué es sino un hombre que ve el mundo con corazón de niño y cuya mirada infantil, a fuerza de pureza, penetra a las entrañas de las cosas pasaderas y de las permanentes? Leed la poesía de Silva "Infancia", leed la carta de Querol a sus hermanas, o aquella maravilla de sentimiento que llama "Ausente".

   Y era acaso esta santa permanencia de la infancia en su alma lo que le hacía añorar a Silva el reposo eterno de allende la tumba. Cuanto más largos son hacia atrás nuestros recuerdos y más dulces, más largas y más dulces son hacia adelante nuestras esperanzas. Es la brisa que nos viene de más atrás de nuestro primer vagido, de más allá, hacia el ayer, de nuestro nacimiento, la que nos trae recuerdos que convertidos en esperanzas al pasar sobre nuestro corazón van, con la brisa misma, brisa de eternidad y de misterio, más adelante de nuestro último suspiro, más allá, hacia el mañana de nuestra muerte. El amor a la infancia y el amor a la muerte se abrazaron en Silva, y ¿quién lo sabe? -solo Dios- tal vez se cortó la vida por no poder seguir siendo niño en ella. Y

   Preguntemos más bien; ¿qué dejarán las almas?

   La de Silva nos dejó estos cantos.

   ¿Y qué encontró allá?

¡Oh las sombras de los cuerpos que se juntan con las sombras de las almas! ¡Oh las sombras que se buscan en las noches de tristezas y de lágrimas!...

   Este hombre cantó lo que ya no era o lo que aún no era, el pasado o el porvenir y en las cosas viejas, tristes, desteñidas, sin voz y sin color, que saben secretos de las épocas muertas, de las vidas que ya nadie conserva en la memoria, buscó acaso el secreto del mañana que fue a buscar con anhelo al dejar, con voluntaria resolución, esta morada de paso y de aflicciones. Y se hundió en la naturaleza.

   ¿Lo veis? ¿Veis cómo une una vez más la cuna con el sepulcro? ¿Veis cómo lleva su infancia como ofrenda a la muerte?

   ¿Encontró la llave del misterio? ¿Leyó el sino en el fondo de las pupilas inmóviles de la eterna esfinge?

* * *

   Murió José Asunción Silva en Bogotá, su pueblo natal, despojándose por libre albedrío de la vida, el 24 de mayo de 1896, a los treinta y cinco años, cinco meses y veintisiete días de edad.

   Días antes, pretextando consultarse sobre una enfermedad, hizo que el médico le dibujara en la ropa interior el corazón, por el que vivía y por el que iba a morir. Metió en él una bala. La noche antes leyó, como de costumbre, en la cama. Dejó el libro abierto, como para continuar la lectura. Era una mañana de domingo, su familia en tanto asistía a los oficios religiosos del culto católico, a rogar por los vivos y los muertos.

   Dos o tres años antes había muerto su hermana Elvira llevando a la tumba aromas de la común infancia y dejándole soledades. No pudo José Asunción conformarse con el hado. El "Nocturno", -¿qué historia habrá dentro de él? - fue su adiós a la vida. Iba allá donde acaso las sombras de las almas se juntan en uno y hacen una sola sombra larga, muy larga, infinita, eterna, divina, una sombra tal vez radiante de luz.

   ¿Qué hizo en su vida? Sufrir, soñar, cantar. ¿Os parece poco? Sufrir, soñar, cantar y meditar el misterio.

   Porque el misterio da vida a los mejores de sus cantos, y persiguiendo el misterio se cansó del camino de la tierra. Persiguiendo el misterio y tratando de encerrar en sus estrofas las pálidas cosas que sonríen, de aprisionar en el verso los fantasmas grises según iban pasando, como nos lo dice él mismo.

   Fue una vida de soñador y de poeta, y de Silva cabe decir que es el poeta puro, sin mezcla ni aleación de otra cosa alguna. Y el mundo le rompió con el sueño la vida.

   Murió de muerte; murió de tristeza, de ansiedad, de anhelo, de desencanto; murió tal vez para conocer cuanto antes el secreto de la muerte y de la vida.

   Se lo preguntó muchas veces, "arrodillado y trémulo" a la Tierra, aguardando en las soledades de ella la respuesta y

   Y como nada le contestase la Tierra, bajó, en busca de contestación, a su seno, cuna y sepulcro de cuanto vive, adonde duerme "lo que fue y ya no existe", a dormir a sus anchas, -¿sabedor acaso ya del enigma?-.

   Y murió también de hambre. De hambre, sí; de hambre de saber sabiduría sustancial y eterna. Murió del mal del siglo, de un desaliento de la vida que en lo íntimo de él arraigó, del "mismo mal de Werther, de Rolla, de Manfredo y de Leopardi",

   Y para este terrible mal le recetaron los doctores madrugar, dormir largo, beber bien, comer bien, cuidarse, diciéndole que lo que tenía era hambre (v. "El mal del siglo"). Y hambre era en verdad, hambre de eternidad.

* * *

   Tal es la nota profunda de los cantos de Silva, el que se despojó por propia mano de la carga del vivir. Todas las demás son a modo de acordes o armónicas de ella. Y entre éstas la nota erótica, o, más bien amorosa, en cuanto se trate de amor a mujer.

   Silva no es un poeta erótico, como no lo es, en rigor, ninguno de los más grandes poetas. Y estos grandes poetas, que no han hecho del amor a mujer ni el único ni siquiera el central sentimiento de la vida, son los que con más fuerza y originalidad y más intensidad de sentimiento han cantado el amor ese.

   Se ha dicho que para aquellos que aman poco -a mujer se entiende- ese amor les llena casi toda la vida, mientras que en aquellos que aman mucho el amor es una cosa subordinada y secundaria. Y no es paradoja, sino cuestión de capacidad espiritual. Este puede amar triple que aquél y sin embargo, no ocuparle el amor sino un tercio y en el otro dos tercios.

   El amor en Silva, como en Werther, como en Manfredo, como en Leopardi, era un modo de dar pábulo a otros sentimientos; en el amor buscó -estoy de ello seguro- la respuesta de la esfinge. Silva, en sus versos al menos, no se nos aparece un sensual, mucho menos un carnal. Es en ellos casto, castísimo.

   No hay rastro en él de esa peste de la carnalidad que no sólo mancha, sino arramplona y vulgariza las poesías de tantos de los que le han seguido.

   Junto al eterno misterio ¿qué es una noche de placer? A lo sumo un modo de acallar el susurro de él y Silva no trató de acallarlo sino al despojarse de la vida.

   Los jóvenes cuando salen de la infancia y antes de entrar en la virilidad, en esa edad indecisa y ambigua en que se dejó ya de ser niño y aun no se es hombre, se imaginan que los ojos de la novia son las estrellas mellizas en torno de las cuales gira sumiso el universo todo. Y llegan a creerse que todo arte y toda poesía se encienden no más que en la luz de esos ojos. Y, sin embargo, no es la hermosura de Elena sino la ira de Aquiles el centro de la Ilíada, ni es, en rigor, Beatriz más que un pretexto para la Divina comedia, ni es el amor el quicio cardinal único de las tragedias de Shakespeare, ni Dulcinea es más que un fantasma en el Quijote, ni Margarita otra cosa que un episodio en el Fausto.

   Cuando en la literatura de un pueblo se da en cantar ante todo y sobre todo a la mujer por sí misma, es que ese pueblo está enervándose y rebajándose, hasta en el amor.

   Y Silva parece como si no pasara por esa edad indecisa y ambigua en que sin serse ya niño no se es tampoco aún hombre, sino que su infancia, de la que tan dulces recuerdos cantan en sus cantos, se prolongó en su edad madura. ¿Madura? Cortó la madurez al sentir acaso que le ahogaba el verdor, al sentir como Leopardi que estamos despojando del verde a toda cosa.

   Fue, en rigor, la tortura metafísica la que mató a Silva.

   Silva de una manera balbuciente y primitiva, con un cierto candor y sencillez infantiles, es un poeta metafísico, aunque haya estetas impenitentes que se horroricen de verme ayuntar esos dos términos. Silva me parece un niño grande que se asoma al brocal del eterno misterio, da en él una voz y se sobrecoge de sagrado terror religioso al recibir el eco de ella prolongado al infinito y perdiéndose en lontananzas ultracósmicas, en el silencio de las últimas estrellas.

* * *

   Y este hombre ¿dónde se hizo? En Bogotá, en el fondo de Colombia, lejos del tumulto de las grandes avenidas de los pueblos, en un remanso, que aunque no sin sus tempestades interiores, se mantiene aparte de nuestras tormentas de más estrépito que sustancia.

   Esa remota Colombia, a la que conocemos sobre todo por la María de Jorge Isaacs, es para muchos de los que volvemos ojos inquisitivos a la América española un país de encanto. No ha mucho volvía yo a visitarlo en una novela de Tomás Carrasquilla y me parecía volver a la España campesina de hace unos siglos.

   Bogotá -me lo han dicho los que la conocen- da la impresión de una ciudad antigua española, con su reposo cantado por el campaneo de los conventos. Para llegar a ella desde cualquier punto de la costa se necesita varios días, parte de navegación fluvial, parte de jornadas en diligencia o caballería. Y para ir de unas a otras capitales largos viajes también, por escasear los medios rápidos de traslado.

   Una población escasa, diseminada en un vasto territorio adonde no llegan las oleadas de emigrantes que inundan otras tierras americanas, una población que ha conservado tal vez más que ninguna otra de la América española las tradiciones y sentimientos de la apacible colonia. Su lengua, el castellano que se habla y escribe en Colombia, es el que más dejos de casticismo tiene para nosotros; conserva ciertas voces y giros arcaicos que aquí van desapareciendo. Al leer novelas y relatos, sobre todo de la región antioqueña, en el corazón de los Andes, de Carrasquilla, de Latorre, de Rendón, me ha parecido verme trasportado a rincones de una España que se fue o está yéndose.

   En estas tierras, tan favorables para el arte y la poesía, las novedades europeas llegan, pero llegan despacio y llegan, acaso, tamizadas. De nosotros conocen las obras, no los hombres, es decir, lo mejor. Cuando va a dar a sus manos el último número de la última revista o el libro reciente ya no huele a tinta fresca de imprimir.

   Su vida social y política interior trascurre con una cierta relativa independencia de los movimientos que a la vez que agitan encadenan las historias de nuestros respectivos pueblos y es una vida que tiene, por lo tanto, su sello propio. Un sello que a los españoles nos resulta conocido. Cuando leí los recuerdos de la última guerra civil de allá, de Max Grillo, resurgían a mi mente los recuerdos de nuestra última guerra civil carlista. No pueden darse dos cosas más parecidas. Y allí parece presentarse el que llamamos problema religioso con los mismos caracteres con que aquí se presenta, y lo mismo que aquí creo que allí se presenta el fenómeno del paso de aquella sociedad recogida y patriarcal, pero timorata y tal vez gazmoña e hipócrita, a otra sociedad más batida y aireada a soplos de las hojas todas de la rosa de los vientos del espíritu.

   Me imagino, creo que bien, lo que fuera una familia y la vida familiar en el seno de aquella sociedad en los tiempos en que Silva abría su alma al mundo, que son casi los mismos, con diferencia de sólo cuatro años, en que yo abrí la mía en un ambiente que estimo no muy distinto del suyo. Y me imagino los vagabundeos del espíritu del poeta en la quietud tranquila de la vida bogotana, en los días iguales

   Digo en los días iguales porque a los que hemos nacido y vivido en estas latitudes, de largos días de verano y largas noches de invierno, de este acortarse y alargarse las jornadas del sol, cambio que pone una cierta novedad, siempre vieja, en el curso de nuestra vida, cambio que distribuye nuestro régimen, a nosotros nos es difícil representarnos lo que esa isócrona repartición del día y de la noche, lo que ese ritmo acompasado y siempre igual de la luz y las tinieblas -como balance de un péndulo- ha de influir en el ánimo. Un poeta colombiano no puede decir como un poeta escocés que el crepúsculo de la puesta se abrazaba con el del alba en la breve ausencia del sol. La noche de San Juan ni la de Navidad pueden tener allí el sentido que aquí tienen, porque la naturaleza no sirve a la tradición que llevaron los colonos, aunque la tradición perdure.

   Pero esta monotonía, este ritmo pendular de los días y las noches, trae consigo una eterna primavera, una apacibilidad constante. ¿No se brizan y aduermen en ella las eternas inquietudes? ¿Y cuando se despiertan, no lo hacen acaso con cierto sobresalto, en la apacible y monótona procesión de los días y los meses?

   No es difícil, repito, a los que hemos nacido, nos hemos criado y vivimos en zonas de invierno de largas noches y nieves, de verano de largos días y bochornos, que esperamos en cada estación la venidera y según sus vicisitudes arreglamos nuestras ocupaciones, nos es difícil imaginarnos la impresión que esa constancia de la naturaleza ha de imprimir en el espíritu.

   Algo de esta impresión puede rastrearse, creo, en el ritmo pendular de los versos de Silva, en la marcha sosegada de sus estrofas, por dentro de las cuales circula la tristeza monótona del eterno sucederse de los días iguales de una inalterable primavera. ¿Hay acaso, a la larga, nada más triste que la eterna e imperturbable sonrisa de la tierra? ¿Hay nada más enigmático, nada más esfíngico?

* * *

   Después de todas estas reflexiones que he ido dejando caer de mi espíritu lleno de las dulces resonancias de los cantos de Silva y ungido con la unción de su poesía, pensé en un principio hablar de cosas técnicas, de la factura del verso, de su música para el oído carnal, de otras cosillas análogas. Pero ahora me doy cuenta de que no es de este lugar.

   Eso solo importa a los profesionales y no es a éstos a quienes ahora me dirijo. Ni quiero degradar la memoria de Silva tratándole como a un virtuoso de la literatura en verso. Todas las disputas de escuelas, de conventículos y de cotarros pasarán, pasarán los que creyeron conquistar un puesto en el Parrnaso por haberse dejado llevar de la rutina de mañana, despreciando la de ayer, pasará el vocerío de los jóvenes profesionales -de esos que hacen de la juventud profesión llamándose a sí mismos con ridícula petulancia "nosotros, los jóvenes"- pasarán las caramilladas hueras, pasará el seudo-paganismo afrancesado, pasará... y quedará Silva que clavó sus ojos en los ojos de la eterna esfinge y bañó su corazón en el lago -lago de terrible quietud y calma de sobrehaz- de las perdurables e imperecederas inquietudes. Y quedará, además, porque esas inquietudes eternas las cantó como un niño, con simplicidad, porque el tuétano de sus sentimientos no va ligado a formas de escuela filosófica alguna. Silva volvió a descubrir lo que hace siglos estaba descubierto, hizo propias y nuevas las ideas comunes y viejas. Para Silva fue nuevo bajo el sol el misterio de la vida; gustó, creo, el estupor de Adán al encontrarse arrojado del paraíso; gustó el dolor paradisíaco.

   Y Silva será un día orgullo de esta nuestra casta hispánica, que le produjo allá, en el sosiego primaveral de la jugosa Colombia, en el remanso de Bogotá. ¿Quién sabe si cuando claman al cielo las lenguas broncíneas de sus campanarios no se unen a su canto los cantos de José Asunción Silva como un entrañable miserere?

   Miserere, Domine; compadécete, Señor, de tu siervo y concédele la dulce paz de la infancia, por la que tanto suspiró en los cantos que Tú le inspiraste.

Salamanca, marzo de 1908.

 

JOSE ASUNCION SILVA b

   Alguna otra vez he hecho notar el hecho de que mientras los americanos todos se quejan, y con razón, de lo poco y lo mal que se les conoce en Europa y de las confusiones y prejuicios que respecto a ellos por aquí reinan, se da el caso de que no se conozcan mucho mejor los unos a los otros y abriguen entre sí no pocas confusiones y prejuicios.

   Lo vasto de la América y la pobreza y dificultad de sus medios de comunicación contribuyen a ello, ya que Méjico, verbigracia, está más cerca de España o de Inglaterra o de Francia que de la Argentina.

   Me refería hace poco un escritor argentino, Ricardo Rojas, que de los ejemplares que remitió de una de sus obras desde Buenos Aires a lugares de las "tierras calientes", apenas si llegó alguno a su destino.

   Por otra parte, el sentimiento colectivo de la América como de una unidad de porvenir y frente al Viejo Mundo europeo, no es aún más que un sentimiento en cierta manera erudito y en vías de costosa formación. Hubo, sí, un momento en la historia en que toda la América española, por lo menos toda Suramérica, pareció conmoverse y vivir en comunidad de visión y de sentido, y fue cuando se dieron la mano Bolívar y San Martín en las vísperas de Ayacucho; pero pasado aquel momento épico, y una vez que cada nación suramericana quedó a merced de los caudillos, volvieron a un mutuo aislamiento, tal vez no menor que el de los tiempos de la Colonia.

   En ciertos respectos sigue todavía siendo Europa el lazo de unión entre los pueblos americanos, y el panamericanismo, si es que en realidad existe, es un ideal concebido a la europea, como otros tantos ideales que se dan como americanos.

   Todo esto se me ocurre a propósito de la reciente publicación, en un volumen, de las Poesías del bogotano José Asunción Silva, que acaba de editarse en Barcelona.

   Apenas habrá lector de estas líneas, con tal de ser algo versado en literatura americana contemporánea, que no haya leído alguna vez algunas de las poesías de Silva, que andaban desparramadas y perdidas por antologías y revistas. Hasta hay alguna, como el "Nocturno", que ha llegado a hacerse famosa en ciertos círculos.

   Si hablamos de eso que se ha llamado modernismo en literatura, y respecto a lo cual declaro que cada vez estoy más a oscuras acerca de lo que sea, preciso es confesar que de Silva más que de ningún otro poeta, cabe aquí decir aquello de que fue quien nos trajo las gallinas. Se ha tomado de él, más acaso que de otro alguno, no tan sólo tonalidades, sino artificios, no siempre imitables.

   Silva se suicidó en su ciudad natal, Bogotá, el 24 de mayo de 1896, a los treinta y cinco años y medio 1, sin que hayamos podido averiguar los móviles de tan funesta resolución. Aunque leyendo sus poesías se adivina la causa íntima, no ya los motivos del suicidio. Pues sabido es con cuánta frecuencia los motivos aparentes a que se cree obedece una determinación grave, y a los que la atribuyen a los mismos que la toman, no son sino los pretextos de que se vale la voluntad para realizar su propósito. La voluntad, en efecto, busca motivos. Y hay voluntad suicida, voluntad reñida con la vida. O que tal vez huye de esta vida por amor a una más intensa.

   Leyendo las obras de los escritores suicidas, se descubre casi siempre en ellas la íntima razón del suicidio. Tal sucede entre nosotros con Larra, en Francia con Nerval y en Portugal con Antero. Y tal sucede con Silva.

   A Silva, de quien no cabe decir que fuese un poeta metafísico, ni mucho menos, le acongojó el tormento de la que se ha llamado la congoja metafísica, y le atormentó como ha atormentado a todos los grandes poetas, cuyas dos fuentes caudales de inspiración han sido el amor y la muerte, de los que Leopardi dijo que

["Amore e Morte", v. 1-2]

   La obsesión del más allá de la tumba; el misterio detrás de la muerte, pesó sobre el alma de Silva, y pesó sobre ella con un cierto carácter infantil y primitivo. No fue, creo, ese peso resultado de una larga y paciente investigación; no fue consecuencia del desaliento filosófico, sino que fue algo primitivo y genial. La actitud de Silva me parece la de un niño cuando por fin descubre que nacemos para morir.

se preguntó el poeta, pero se lo preguntó como un niño.

   Un ambiente de niñez, en efecto, se respira en las poesías de Silva, y las más inspiradas de ellas son a recuerdos de la infancia, o mejor dicho, es a la presencia de la infancia a lo que su inspiración deben. Basta leer las cuatro composiciones que en ésta, la primera edición de sus Poesías completas, figuran bajo el título común de "Infancia".

   Tal vez se cortó Silva por propia mano el hilo de la vida por no poder seguir siendo niño en ella, porque el mundo le rompía con brutalidades el sueño poético de la infancia. Y aquí cabe recordar aquellas palabras de Leopardi en uno de sus cantos: ¿Qué vamos a hacer ahora en que se ha despojado a toda cosa de su verdura?

   Cuando Silva, saliendo de la niñez fisiológica, pero siempre niño de alma, como lo es todo poeta verdadero, se encontró en el duro ámbito de un mundo de combate y presa, debió de sentirse su alma delicadísima, como se encontraría un Adán al verse arrojado del Paraíso. Fuera del paraíso y a la vez con la inocencia perdida.

   Y esa angustia metafísica se expresó en los versos de Silva del modo más ingenuo, más sencillo, más infantil y hasta balbuciente, no con las frases aceradas con que se manifiesta en los esquinosos sonetos de Antero de Quental, llenos de fórmulas que denotan la lectura de obras filosóficas.

   No digo que Silva careciera de cultura, antes más bien se ve claro en sus poesías que era un espíritu cultísimo; pero dudo mucho que su inteligencia se hubiese amaestrado en una rígida disciplina mental. Sus estudios universitarios, nos dice Gómez Jaime que fueron breves, y luego parece se dio a leer por su cuenta, y sospecho que más que otra cosa, literatura, y literatura francesa. No parece, sin embargo, que careciese de un cierto barniz de cultura filosófica, y tengo motivos para suponer que había leído a Taine, por lo menos, y algo a Schopenhauer, a quien cita en una de sus composiciones llamándole su maestro.

   Y no digo que Schopenhauer le suicidase o contribuyera a hacerlo, porque estoy convencido que no son los escritores pesimistas y desesperanzados los que entristecen y amargan las almas como la de Silva, sino que más bien son las almas desesperanzadas y tristes las que buscan alimento en tales escritores.

   En la poesía titulada "El mal del siglo", es Silva mismo quien nos habla del desaliento de la vida que nacía y se arraigaba en lo íntimo de él, del mal del siglo; el mismo mal de Werther, de Rolla, de Manfredo, de Leopardi, "un cansancio de todo, un absoluto desprecio por lo humano, un incesante renegar de lo vil de la existencia..., un malestar profundo que se aumenta con todas las torturas del análisis". Y a esto le responde el médico:

   "Eso es cuestión de régimen: camine de mañanita; duerma luego; báñese; beba bien; coma bien; cuídese mucho, ¡lo que usted tiene es hambre!".

   Y hambre era, en efecto; hambre de eternidad. Hambre de eternidad, de vida inacabable, de más vida, que es lo que a tantos ha llevado a la desesperación y hasta al suicidio.

   Porque es cosa curiosa el observar que es a los más enamorados de la vida, a los que la quieren inacabable, a los que se acusa de odiadores de la vida. Por amor a la vida, por desenfrenado amor a ella, puede un hombre retirarse al desierto a vivir vida pasajera de penitencia en vista de la consecución de la gloria eterna, de la verdadera vida perdurable, y por hastío de la vida, por odio a ella, se lanza más de uno a una existencia de placeres. Podrá estar equivocado el anacoreta, y o no existir para nosotros vida alguna después de la muerte corporal, o aun en caso de que exista, no ser el camino que él torna el mejor para conseguirla feliz; pero acusarle de odiador de la vida no es más que una simpleza.

   El paganismo, el hoy tan decantado paganismo por los que hacen profesión de anticristianos, vino en sus postrimerías a dar en un hastío y desencanto de la vida, en un tétrico pesimismo. Pocas cosas hay más sombrías que el crepúsculo del paganismo. Y si la religión de Cristo prendió, arraigó y se extendió tan pronto, fue porque predicaba el amor a la vida, el verdadero amor a la vida, que no es otro sino el de la resurrección final. Más agudo y perspicaz era Schopenhauer al combatir el cristianismo por optimista, que aquellos espíritus ligeros que le acusan de haber entenebrecido la vida. La esperanza de resurrección final fue el más poderoso resorte de acción humana, y Cristo el más grande creador de energías.

   Ese amor a la vida, mamado por Silva en el apacible remanso de Bogotá, en aquella encantada Colombia, la de los días iguales y la perenne primavera, la de costumbres arraigadas; ese amor debió de padecer sobresaltos, merced al sosiego mismo y a las brisas heladas que desde Europa le llegaban.

   Hay una circunstancia, además, que nos explica el que se exacerbara su tristeza ingénita, y es que un año antes de haberse despojado voluntariamente de la vida, en el naufragio de L´Amerique, ocurrido en las costas de Colombia en 1895, se perdieron los más de los escritos de Silva, tanto en verso como en prosa. Se puede, pues, decir, que el libro ahora editado es el resto de un naufragio. Y es menester haber pasado años vertiendo al papel lo mejor de la propia alma para comprender lo que haya de afectarle a uno el verse de pronto sin ello.

   Hay un fragmento en prosa de Silva, el titulado De sobremesa, que nos hace sospechar si acaso no presintió la locura y para huir de ella se quitó la vida. Concluye así:

   "¿Loco?... ¿y por qué no? Así murió Baudelaire, el más grande para los verdaderos letrados de los poetas de los últimos cincuenta años; así murió Maupassant, sintiendo crecer alrededor de su espíritu la noche y reclamando sus ideas... ¿Por qué no has de morir así, pobre degenerado, que abusaste de todo, que soñaste con dominar el arte, con poseer la ciencia y con agotar todas las copas en que brinda la vida las embriagueces supremas?".

   En este párrafo hay, entre otras cosas significativas, una que lo es mucho, cual es la de llamar a Baudelaire el más grande, "para los verdaderos letrados", de los poetas de los últimos cincuenta años, cuando en esos años hubo en Francia otros poetas a quienes suele ponerse por encima de Baudelaire. Y digo en Francia, porque de los poetas de otros países, ingleses, italianos, alemanes, escandinavos, rusos, etc., no era cosa de pedir a Silva, dado el ambiente americano de su tiempo, un regular conocimiento. Es muy fácil que de Browning o de Walt Whitmann, pongo por caso, no conociera ni el nombre -no andaban, ni anda aún más que en parte uno de ellos, traducido al francés- y de Carducci acaso poco más que el nombre.

   Y fue lástima. Porque es seguro que de haberlos conocido, de haberse familiarizado algo con la maravillosa poesía lírica inglesa del pasado siglo -tan superior en conjunto a la lírica francesa, en el fondo, lógica, sensual y fría- habría encontrado otros tonos. ¿Qué no le hubieran dicho a Silva Cowper, Burns, Wordsworth, Shelley, lord Byron -a éste lo conocía-, Tennyson, Swinburne, Longfellow, Browning, Isabel Barret Browning, Cristina Rossetti, Thomson (el del pasado siglo, no el otro), Keats, y en general, todo el espléndido coro lírico de la poesía inglesa del siglo XIX? Es muy fácil que le hubieran levantado el ánimo tanto como Baudelaire se lo deprimió y abatió.

   ¡Pobre Silva!

EDUARDO CASTILLO

LOS PRECURSORES DEL MODERNISMO c

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JORGE ZALAMEA

UNA NOVELA DE JOSE ASUNCION SILVA d

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ARMANDO SOLANO

JOSE ASUNCION SILVA e

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BALDOMERO SANIN CANO

UNA CONSAGRACION f

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RUFINO BLANCO FOMBONA

JOSE ASUNCION SILVA g

(1865-1896)

 

I

SILVA, AUTOR DESCONOCIDO

   El caso del poeta colombiano José Asunción Silva es uno de los más trágicos que puede darse en la historia de las letras.

   Se trata de un poeta de extrema sensibilidad y admirablemente dotado para el arte a quien, en vida, se le consideró mero diletante. Su existir, del cual hubiera querido hacer el joven poeta una obra de arte y de felicidad, estuvo llena de contrariedades, de luchas, de sombras, de infortunio.

   El ambiente social y de familia en que se movió no fue propicio a la producción. Y lo poco que produjo se perdió en un naufragio. Por último, se suicidó en plena mañana de la vida, a los treinta y un años, cuando en realidad iba a decirnos su mensaje.

   Lo juzgamos sin conocerlo. O lo que es peor: conociéndolo mal. Conociéndolo por fragmentos sin discriminar, de distintas épocas de su corta existencia. Ignoramos si mucho de lo poco que nos deja es la obra de un jovenzuelo o de un hombre de treinta años. Desconocemos la evolución de su pensamiento y de su técnica.

   Para que nada falte a destino tan patético, no existe una buena edición de lo que se pudo salvar de su doble naufragio en el mar y en la vida. Y editores y parientes lo apuñalan, ya muerto, en la obra de su espíritu.

   Así, en uno de los "Nocturnos", hito de la poesía americana en lengua española, el poeta evoca en "la nupcial alcoba", viva y amorosa, a la niña amada, ya para siempre inmóvil. La familia, sin el divino impudor del poeta, pero con peor gusto, la coloca, no en "la nupcial alcoba", sino en "severo retrete".

   ¡El colmo de la desdicha! Si José Asunción Silva resucita y conoce la profanación, se vuelve a suicidar. Retrete en castellano tiene, como sabemos una acepción escatológica.

   ¡Qué poeta será Silva cuando ha resistido a todo! A todo, incluso los expurgos de la familia y los aplausos de un señor de Bogotá llamado don Roberto Cuévano... Don Roberto Cuévano, a menos que sea don Mamerto Liévano 2.

II

SILVA, INTIMO

   José Asunción Silva, ni por su carácter, ni por el carácter de su poesía, ha sido un poeta popular.

   En vida, y fuera de un círculo restricto, quizá nadie lo supo apreciar en todo su valer en cuanto poeta. Ni siquiera en su ciudad nativa, adonde pasaba por mero aficionado más bien, que como escritor de carrera y vocación decidida. Profesional de las Letras, en puridad, nunca lo fue: de ahí acaso la confusión.

   Era Silva un hombre de excelente familia, rica, orgullosa. Hombre de costumbres y gustos muy poco igualitarios, sin que estos gustos de exquisito riñesen con su ideología francamente democrática.

   Le gustaba la sociedad, como buen charlador; el lujo, como persona de exquisitez; los placeres, como sensualista e imaginativo. Vestía con elegancia. El tipo físico era de suma distinción. Poseyó la hermosura corporal, de par con la hermosura de espíritu, regalos que los dioses combinan rara vez en un mismo presente a los mortales. Apuesto, flexible, pálido, el perfil ático, la corrida barba crespa y castaña, se le ha encontrado parecido con el Lucio Vero de las repeticiones del Louvre; con el busto de barba y cabellos rizos de aquel prestigioso vir en piedra 3.

   De dandy se le ha calificado, no sin razón. Pero este Brummel tenía el alma de Leopardi. "Poeta yo -exclamaba-. Llamarme a mí con el mismo nombre con que los hombres han llamado a Esquilo, a Homero, al Dante, a Shakespeare, a Shelley... ¡Qué profanación y que error!".

   No era, pues, un cursi satisfecho de sí, echando bocanadas de orgullo literario porque ha compuesto un par de sonetos. Era lo contrario: un insatisfecho. Alma ardiente y de anhelo infinito, lo amaba, lo ambicionaba todo con cierto delirio de grandeza, en una sed divina y humana que nada iba a mitigar.

   "Como me fascina y atrae la Poesía -escribe-, todo me atrae y fascina irresistiblemente: todas las artes, todas las ciencias, la política, la especulación, el lujo, los placeres, el misticismo, el amor, la guerra; todas las formas de la actividad humana, todas las formas de la vida; la misma vida material, las mismas sensaciones que por una exigencia de mis sentimientos, necesito de día en día más intensas y más delicadas".

   La fortuna de la familia fue mermándose. Silva, que no se casó nunca, vino a ser, a la muerte del padre, jefe de aquel hogar de madre y hermanas. El idealista debía convertirse en hombre práctico; el poeta ganar dinero.

   Ganar dinero fue casi obsesión. Hizo más proyectos que Balzac. En su ansiedad, practica nueve oficios en tres años. Naturalmente, concluyó de arruinarse.

* * *

   Mundano, inteligente, sin dinero, se acogió a la diplomacia.

   En 1894 se le encuentra como secretario de la Legación de Colombia en Caracas. Las cartas confidenciales que envió desde esta ciudad a Sanín Cano, su amigo, algunas de las cuales se publicaron, muerto ya Silva, son maravillosas de observación, de ironía. Nada tan íntimo y veraz para conocer a Silva.

   La idea de rehacer la fortuna por el trabajo no abandona al iluso. En una de esas cartas escribe a Sanín Cano sobre la facilidad de negocios que entrevé en Venezuela:

   "Ha pasado un mes desde que llegué y me siento como avergonzado de no haber ideado todavía uno que me permita sacar unos cuantos millones de bolívares en limpio para traerme a V... y a la Ch... Usted, que a Dios gracias, y para bien de su alma no es ambicioso, no sabe cómo es la fiebrecita de ganar dinero que le entra a un struggleforlífero cuando le pasan por la mano onzas peluconas y luises nuevos... Convide al maestro Vargas Vega a hacerle una novena a San Marcos el Romano, por mi intención, a ver si en el curso de un año encuentro yo el primer negocio fructuoso". (Caracas, 7 de octubre de 1894).

   Más adelante escribe a su amigo:

   "...Cada día vale por seis meses, por la ausencia de V... y de Ch... Si una combinación que vengo preparando sale, en seis meses podré traérmelas. Supóngase usted la vida de hotel, la entrada a las once de la noche por los corredores desiertos, al cuarto frío y trivial; las comidas frente a un libro; la idea permanente de una enfermedad de ellas... Atroz. Pero cuando recuerdo los dos últimos años, las decepciones, las luchas, mis cincuenta y dos ejecuciones, los embargos; el papel moneda, los chismes bogotanos, aquella vida de convento, aquella distancia del mundo, lo acepto todo con la esperanza de arrancar a mis viejas encantadoras de esa culta capital".

   Pronto, en la misma carta, va el autor, sin proponérselo, a lo único esencial en él: cosas del espíritu; y al único ambiente en que se complacen su erotomanía y su locuacidad: el mundano.

   Dice a su corresponsal, dándole noticias de la ciudad adonde arriba:

   "Anoche -después de haber recorrido todas las librerías y la Biblioteca Nacional-, perdida ya la esperanza de encontrar un libro legible, tuve una sorpresa deliciosa. Hay una biblioteca pública, fundada por un señor Revenga, donde se encuentra usted completos a Renan, Taine, Melchor de Vogué, Bourget, Rod; toda la serie de la Internacional de Emilio Aglavé; ¿recuerda?... Spencer, Wundt, De Roberty, Secchi, etc.; todo Ribot, todo Paulhan, todo Guyau... En fin, una mina de oro, inverosímil, por donde fui caminando de sorpresa en sorpresa, pellizcándome para ver si no era sueño; hasta dar con Barrès, Chiampoli, D'Annunzio, Trezza, La Serao, Graff... ¡Juzgue usted de mi felicidad! Entre eso, y un mundo de revistas y libros que he pedido a Francia e Inglaterra, y de los cuales va usted a ser partícipe, voy a pasar los ratos que me deje libre el trabajo de la Legación, bastante pesado por cierto. Necesito estudiar mucho y regar con toda especie de abonos violentos el jardín interior para no sentir tan intensamente el vacío de esta vida... ".

   Después del intelectual y del desesperado, aparece el dandy, el aficionado a mujeres.

   Los informes al corresponsal son minuciosos.

   ''El femenino aristocrático indeciblemente delicioso. ¿Oye, Brake?... Un modo, una familiaridad de buen tono, una mezcla de dejo tropical y de elegancia parisiense (porque todas han vivido en París), unas casitas pálidas, con los ojos que brillan como diamantes negros y las bocas frescas como fresas; unas vocecitas arrulladoras, y todo eso en decoraciones de Julio Duval, el tapicero del Boulevard Montmartre, y bronces legítimos, y "toilettes" venidas por el último vapor que no le dejarían nada que desear al feminista más exigente. Por ese lado, lo que hay compensa ampliamente lo que falta por los otros. Ya tengo tres salas, de las más difíciles de abrirse a los extranjeros... ".

   Después, observador, pinta al mundillo diplomático:

   "El Encargado de Negocios de Alemania: un baroncito rubio, el pelo al rape, los ojos azules, pálidos; las manos finísimas, que lee a Wundt y viaja por la Cordillera; un ministro francés, gran cráneo pulido y liso, enorme barba castaña, sedosa, ojos verdosos, con la nostalgia de Petersburgo y de su nieve, que dice a media voz versos de Pouchkine, y lee a Tolstoi en ruso y ha recorrido las estepas en 'troïka', y con seis años de vida petersburguesa, viene siendo un eslavófilo furioso...".

   Como Silva era un ironista acerado y un charlador delicioso, la correspondencia, que es la literatura de los conversadores, lo retrata en la intimidad fluente parlanchín, el ojo perspicuo, sagitario que no marra blanco.

   Del suave clima de Caracas, opina: "es una temperatura-bromuro".

   De los tipos ridículos que va descubriendo promete croquis, que de seguro envió y serán interesantísimos.

   Pero las conversaciones de estos imbéciles es lo que más le hiere. Con regocijado desprecio las recoge y las deja palpitantes de vida. Su pluma de ironista hace salir pus y ridículo de tantas almas podridas y grotescas.

   "...En el resto de los diálogos emprendidos, o mejor dicho sufridos por su atento servidor, éste se ha limitado a excitar a los adversarios con: ¡No me diga usted eso!... Cuénteme detalles, porque es muy interesante... ¡Cómo cansado! No, señor; léame usted otros... ¿Y eso le sucede a usted frecuentemente?... Con que cuatro en una noche, ¿eh?... Obteniendo en respuesta narraciones de treinta minutos, encabezadas respectivamente así: , señor; es que yo soy un hombre de carácter violento (o dulce o alegre)... Le contaré a usted: por allá, a principios de 1856, estaba yo, etc... Comenzaré con un romance titulado "Desesperación", y después le mostraré 28 sonetos del estilo de los de Numa Pompilio Llona..., yo escribo... and so forth".

   De los literatos dice:

   "Priva el gusto bizantino (de los que creen que Bizancio era una cosa de comer). Lo más curioso de todo es que en conjunto la producción literaria tiene como sello la imitación de alguien (inevitablemente), y que si usted tiene la paciencia de leer, no encuentra una sola línea, una sola página, vividas, sentidas o pensadas. Hojarasca y más hojarasca; palabras, palabras y palabras, como decía el melancólico príncipe. Si curioso usted de darse cuenta del por qué, se da el trabajo de estudiar un poco la sicología de los productores, la razón salta a la vista: cultivo científico y lectura de los grandes maestros, cero; vida interior y de consiguiente necesidad de formas personales, cero; atención siquiera al espectáculo de la vida, cero partido por cero. Unas imaginaciones de mariposa, una vida epidérmica".

   Ese es el mejor capítulo, en síntesis, de la historia literaria de Venezuela, para la época en que arribó allí Silva, ¿Ulteriormente? Sigue siendo el mejor capítulo, en síntesis, de la historia literaria de Venezuela.

III

ENTRE TODOS, SOLO

   Ya lo hemos visto en la intimidad de su correspondencia. Por poco que sepamos mirar lo descubrimos desnudo, como fue: sociable, atormentado, agudo, sensual, observador, planeador de negocios quiméricos, amigo de buenas lecturas, hombre de ideas, alma de hiperestésica sensibilidad.

   Lo vemos derrochando su tiempo y su espíritu y lo presentimos engolosinado con aquellas mujercitas frívolas y graciosas, de las cuales decía: "el brillo de los ojos y de los dientes y el color sonrosado y las muequecitas acariciadoras de cualquiera ella le hacen a usted olvidar si el ruidito de la voz que sale de la boca fresca y, rosada debe o no significar algo...".

   Y aquellos hombres y aquellas mujeres no suponen, con todo y oírlo atenciosamente, al hombre que tienen por delante.

   Se cuenta que el ministro del Ecuador en Colombia se asombró mucho, a la muerte de Silva, de que lo celebrasen como poeta: él lo tenía por un economista. La anécdota no es imposible. Porque si José Asunción Silva sabía hablar, también sabia oír. Aunque después de sus largas paciencias de auditor comentase: "el adversario lo juzga a uno (que oye calmoso las necedades), un joven muy, estimable, y uno (a él), un idiota".

   Además, la intimidad, la verdadera intimidad de su espíritu y su amor al arte y aun su producción, Silva, los reservaba para una electa minoría. Como sabemos, no le gustaba ni publicar. Y a este despego, en cuanto artista, del público incomprensivo, se debe el que lo mejor de su obra pudiera perderse para siempre en un naufragio. Estaba inédito.

   Hay unos versos de Silva, titulados "Un poema", sátira tremenda contra la crítica incomprendedora. Así, pues, se da la paradoja viviente de que Silva, en medio de todos, estaba solo.

   Según Guillermo Valencia, el otro excelso poeta del modernismo en Colombia, "Silva, como Wilde, puso genio en su vida y a escribir consagró sólo talento".

IV

ELVIRA Y EL POETA

   En su vida hay una página delicada, controvertida. Una de las hermanas de Silva, Elvira, era también muy bella, ¡la más linda mujer de Bogotá! "Elvira n'était pas belle, c'était la Beauté", ha escrito un primo hermano, Alfredo de Bengoechea. (Mercure de France, may 1903).

   Esta preciosa criatura murió a los veintidós años. Silva cayó, después de esa muerte, en la más negra melancolía; escribió algunos poemas apasionados e imprudentes. .. Poco después se suicidó.

   En suma, parece que se enamoraron el uno del otro. ¿Fue aquello la mera atracción espiritual de dos seres excepcionales? ¿Llegó más allá? ¿Se amaron como Lucila y Chateaubriand? Que existió entre ellos un lazo más fuerte que la muerte, resulta evidente; pero, ¿fue culpable? ¿Quién puede en casos tales asegurar: "yo sé, yo vi"? Todo son inducciones. El "Nocturno" -uno de los "Nocturnos"- es ya una pieza, si no probatoria, de mucha autoridad, como ese poema haya sido escrito -lo que no sabemos- pensando en Elvira. Y en cuanto al suicidio... Tal vez concurrieran otras causas; pero la muerte de la hermana, el apagarse de aquella "tu boca que fue mía", según el "Nocturno" confidencial, no resulta de las menores. Silva pertenecía a la gran familia de los neurópatas: delirante, ansioso, erotómano, y, por último, suicida. "Cada día necesito sensaciones más refinadas", escribe a un amigo.

   Debe tenerse en cuenta que muchos amigos de Silva niegan toda posibilidad de otro afecto entre Silva y Elvira que no fuera el fraterno 4.

   Hay otras razones para desechar la hipótesis pecaminosa.

   La de Bogotá es sociedad muy puritana, y la familia de Silva, por ambas ramas, de notoria severidad moral. Sólo que Silva fue un hombre de excepción. Y no parece lógico aplaudir la excepcionalidad en unos aspectos y no admitirla, ni siquiera como posible, en otros.

   Recuérdese que desde que el mundo es mundo los excepcionales tienen manga muy ancha; y el mundo, por lo general, se las tolera. La filosofía, por boca de un pensador cruel, ha hablado de dos morales, una para los señores y otra para los esclavos; lo que vale decir, una para los seres superiores y otra para todo el mundo.

   También la religión, implícitamente, reconoce una moral de mayor latitud para el hombre de genio. ¿No decía Clemente VII que a Benvenuto podían perdonársele sus fechorías sangrientas por ser hombre único en su arte, aquel "bandido con manos de hada"?

   En el caso de estos amores hipotéticos nada justifica la insistencia. Llevar demasiado lejos la sospecha equivale a creer o fingir creer su veracidad. No incurramos en semejante error.

V

SILVA Y RUBEN

¿Qué suerte de literatura produjo el hombre Silva?

   Desde luego, y ante todo, hay que situarlo en su época. Veremos cómo corresponde a su espíritu de exquisitez y de sufridor su poesía. Veremos que Silva no escribió línea que no sintiera; y que hombre de temperamento delicadísimo y, además, sincero y no vil retórico, tuvo la necesidad de expresarse en formas nuevas y buscó y encontró nuevas formas.

   Sus tentativas primeras llevan fecha de 1882, 1883, 1884, 1885. Los versos de Rubén para entonces son pésimos, Recuérdese la "Oda a Bolívar" cuando el Centenario del Libertador (1883). ¡Deplorable! Los de Silva, sin parecer de un futuro tan noble poeta, son mejores y aun pueden leerse y se leen. Encontramos en ellos personalidad en asomo.

   A una mujer que pide cantos al bello adolescente de diez y ocho años, le responde:

   Poco a poco Silva se fue buscando y encontrando a sí mismo. La forma vacila en cuanto a novedad, aunque ya el pensamiento aletea. La forma aún recuerda como en don Juan de Covadonga a Campoamor y como en algunas estrofas sueltas a Bartrina. Silva adelanta y, sin mayor esfuerzo, por obra y gracia de su temperamento amigo de lo novedoso del pensar y el expresarse, encontró su ecuación personal. Al pomo cincelado corresponde la esencia pura. La expresión en Silva no fue nunca afectada. Tampoco llegó a las maravillas verbales de Darío; pero contribuyó a formarlas.

   En efecto, entre las múltiples influencias que concurrieron en el genio lírico de Darío -único en virtuosidad, en nuestra lengua, como Poe en la suya-, puede contarse José Asunción Silva.

   Silva, desde temprano, se encara con el misterio y se pregunta, como Pascal, qué somos y qué seremos:

   ¿Qué somos, dónde vamos, por qué hasta aquí vinimos?

   Rubén formulará la misma pregunta, en sus años maduros, con el mismo temblor de angustia:

   Indirectamente ambos poetas reiteran la misma pregunta y vuelven a plantear el insoluble problema.

   Antes de entrar al análisis de la poesía de Silva continuemos, en breves líneas, situándolo con relación a Darío para concederle a Silva el puesto de iniciador del modernismo. Este puesto lo comparte con Julián del Casal, su gemelo en arte, en pesimismo y en muerte prematura; pero a quien Silva supera en hondura de pensamiento y en preocupación filosófica.

   Darío escribió un soneto lindo, titulado "Parsifal". Los cuartetos y el primer terceto dicen así:

   ¿No evoca esa enumeración la enumeración de "Vejeces", del malogrado poeta de Colombia?

   En otros poemas de Darío el metro adquiere la propia música de Silva.

   ¿Quién no recuerda aquel maravilloso poemita de Rubén:

   Ese poemita de Rubén es uno de los más sutiles y alígeros que hizo en sus tiempos de juventud. Mucho, y con justicia, celébrase en tales versos "el aire efectivamente acariciador, como escribe Rodó, que simula en ellos el ritmo". Pues bien, ese aire ya se había insinuado, suave y acariciador, aunque no con tanta fortuna, en versos de Silva. El poeta, en "Crepúsculo", recuerda los divinos cuentos infantiles que todos aprendimos de boca de nuestra madre, o de nuestra abuela, y por donde pasan Barba Azul, Ratoncito Pérez, Caperucita Encarnada y la Cenicienta. De esta última, abandonada en la cocina, mientras los demás parten al baile, refiere Silva, por medio de una vocecilla "argentina y pura" que súbito se le presentó el hada, su madrina, y le dio:

   Después, el poeta suspira, añorando:

   Es el mismo aire que Rodó aplaudía, por suave y acariciador, en aquella noche de fiesta versallesca en que reía la divina Eulalia entre el vizconde de los desafíos y el abate de los madrigales.

   En el poema "Día de difuntos" -cuya fecha fija ignoramos- Silva se adelanta, en cuanto factura, a todos los modernistas; y, desde luego, a Rubén Darío. En ese poema multimétrico empleó Silva, el primero, diversos metros, no aisladamente, sino entrelazándolos: el de ocho con el de nueve, como lo usará Darío, muchos años después, en el "Canto a la Argentina". En el tercer "Nocturno" también precedió la técnica que Rubén iba a emplear en su wagneriana "Marcha triunfal". La diferencia consiste en que Silva desarrolló versos a base de cuatro sílabas y Rubén de tres.

   Queda, pues, Silva colocado en su puesto de precursor lírico, de iniciador.

   Otros poetas, como Amado Nervo, le deberán mucho y coincidirán con él en preocupaciones morales y en angustia metafísica. Amado Nervo reconoce la grandeza de Silva con palabras dignas de uno y otro poeta

   "Pocas veces la misteriosa voz de la poesía, que es acaso la de ese divino extranjero que hay en nosotros, la de ese deus absconditus que mora en nuestro espíritu, ha tenido aciertos tan grandes, ha dado con expresiones tan perfectas".

* * *

   Hemos visto que Silva, junto con Casal, fue, cronológicamente, de los primeros creadores del modernismo en lengua española.

   También fue de los primeros modernistas en cuanto poeta. Ninguno de los modernistas, ni en América ni en España; ninguno, ni Rubén Darío, lo superó en lírica virtud. Darío le aventajó en virtuosidad verbal, no en cuanto manantial de poesía. Ni tampoco en calidad de sensibilidad. Son diferentes. El ideal de Rubén Darío, en sus mejores épocas, fue el maridaje de la gracia verbal novedosa y sugerente con la densidad inaparente del pensar poétíco. El ideal de Silva era una expresión llana, de elegancia muy simple, sin arrequives, tan difícil, que a veces llega a confundirse con los cantos de cuna ("Los maderos de San Juan"), los balbuceos infantiles y el farfullar de los abuelos. Debe confesarse que en ocasiones la forma se depaupera, desmerece. Aquella sencillez suele complicarse con causticidad desilusa, con una ironía trascendental, con una intención poética de toro de Miura.

   La musa de Darío fue una dogaresa sensual de carne fresca y cubierta de brocado. La de Silva, una princesa melancólica y mordaz, ataviada con sencillez, que mira desde lo alto de su torre el horizonte, lleno el pecho de suspiros y la boca de preguntas. Sabe que porta en sus carnes sonrosadas la mordedura de la lepra. Que ha de sufrir, que tiene de morir joven.

   La expresión de Nervo se acerca más a la de Silva que la de Rubén, pero ni Rubén, ni menos Nervo, ni ninguno de los poetas modernistas lo supera en el fino y ojival chorro de lirismo patético.

   Y no debemos olvidar que Darío, Nervo, Valencia, Herrera Reissig; y en España, Juan Ramón Jiménez, Marquina, Machado han vivido, dejan obra luenga, conclusa.

   Silva, no. A Silva lo conocemos por fragmentos, de muy desigual valor, salvados de su doble naufragio en el mar y en la vida. Hay que recordar la fecha de ambas catástrofes; la marítima, en el buque Amérique, en aguas de Colombia, a su regreso de Venezuela, en 1895. El otro naufragio, el de la vida, en Bogotá, un año más tarde.

VI

LA POESIA Y LA FILOSOFIA DE SILVA

   Hemos preguntado: ¿Qué poesía produce este poeta? En efecto, ¿cuál es el carácter de su poesía?

   El carácter de su poesía transparenta el del hombre, a quien ya conocemos. Por donde se ve su sinceridad artística.

   El sujeto, según un médico de Silva, que tenía razones para conocerlo: sufre porque piensa.

   Extraña dolencia que no a todos acosa, ni a todos mata.

   La hija del médico, una rubia, ha preguntado: ¿qué padece aquel joven melancólico? y el padre, responde:

Ese señor padece un mal extraño
que ataca rara vez a las mujeres
y pocas a los hombres, hija mía;
sufre este mal: pensar...

   Agrega el doctor:

   Y no se curará sino hasta el día
en que duerma a sus anchas...
lejos del mundo y de la vida loca,
entre un negro ataúd de cuatro planchas,
con un montón de tierra entre la boca.

   Es decir, el poeta, según aquel doctor, es un enfermo del mal de vivir y del mal de pensar. Su poesía denuncia estigmas de ambas dolencias. Es la poesía de un enfermo de la siquis, de un sicopático. Poesía para que la analicen, más que críticos, siquiatras.

* * *

   El poeta es filósofo. Ve más allá de lo que alcanzan a ver los otros; ríe de lo que los demás apenas columbran y sufre por cuanto él mismo no logra vislumbrar. A veces ríe y sufre en el mismo instante. Su ironía se entremezcla de inconformidad, de anhelos insatisfechos. Es ironía dolorosa. El poemita "La respuesta de la Tierra", ilustra el juicio.

   Era un poeta lírico "grandioso y sibilino" que, ante el misterio del ser y del no ser, interroga a la Tierra:

   Yo, sacerdote tuyo, arrodillado y trémulo,
en estas soledades aguardo la respuesta.
   La Tierra, como siempre, displicente y callada,
al gran poeta lírico no le contestó nada.

   La actitud más constante de su pensamiento, frente a la naturaleza, es la del interrogador. Como no puede resolver todos los problemas que se propone su espíritu inquieto y pesimista, Silva rompe en sonrisa de impotente ironía. Pero a veces parece angustiarse con la mudez de la esfinge:

   Estrellas, luces pensativas,
estrellas, pupilas inciertas,
¿por qué os calláis si estáis vivas
y por qué alumbráis si estáis muertas?

   El jugo filosófico que se exprime de las meditaciones de este poeta, es semejante a aquel que amargó a Salomón en su felicidad y a Leopardi en su infortunio. Pero mezclado con un terrón de ironía que le presta nuevo sabor. La vida es un mal, un mal incurable ("Lázaro"). La naturaleza no sólo permanece muda ante las interrogaciones, sino devora en su crueldad de esfinge a los que no logran interpretarla. Pensar mata ("Sicopatía"). Todo es uno y todo lo mismo ("Realidad"). Las cosas duran más que las almas ("La Ventana"). El problema de la muerte no tiene solución. Tampoco la tiene el problema de la vida ("Filosofías").

   Lo aqueja, dice:

   ...el mismo mal de Werther,
de Rolla, de Manfredo y de Leopardi;
un cansancio de todo, un absoluto
desprecio por lo humano, un incesante
renegar de lo vil de la existencia,
digno de mi maestro Schopenhauer;
un malestar profundo que se aumenta
con todas las torturas del análisis.

   A ese hombre que padece torturas morales, a ese insatisfecho que desearía que todas las mujeres tuviesen una sola boca para besarla y toda la vida un solo goce para apurarlo y todo el misterio un solo problema para resolverlo; a ese neurópata que se lamenta de sufrir el mal de Leopardi -lo que prueba que se conocía- y que terminará sus días como Rolla y como Werther; el mundo no lo comprende. Esta incomprensión acrece la infelicidad del infeliz. Porque tiene visión clara de sí, de los demás. Y si sufre por lo que sabe, y sufre por lo que no sabe, sufre también por lo que de él no sabrán nunca los otros. Mucha perspicacia demostró Sanín Cano, su amigo, cuando dice: "logró convertir su organismo en la más delicada y exquisita máquina de sufrir". Eso fue Silva, en efecto, "la más delicada y exquisita máquina de sufrir".

   Y el producto de esta máquina, la poesía de este poeta no podía haber sido sino lo que es; una larga angustia lírica. No halla, materialmente, cuerda con qué ahorcarse. A la angustia de la muerte, a la angustia del más allá, a la angustia metafísica, se une la angustia de vivir.

   ¿Qué camino tomar en la vida? ¿Darse al placer, a los amores fáciles? ¿A la mesa? ¿A la botella? ¿Al trabajo? ¿Al arte? ¿A la filosofía?

   Para todo encuentra una respuesta desconsoladora. Nada vale la pena. El esfuerzo es inútil; más aún, absurdo.

   El que se da al placer llega a la prematura ataxia; el que se da a la copa pierde el magín; el que se da al trabajo pierde el magín, la salud y la vida. ¿El arte? Pasa con la moda. ¿La ciencia?

   Lograrás este hermoso resultado:
no creer ni en ti mismo.

   ¿La religión? Compra un giro contra la vida eterna:

   Entonces, ¿qué? ¿La paz del espíritu? ¿El nirvana? ¿El egoísmo? ¿La inacción?

   Y cuando llegues en postrera hora
a la última morada,
sentirás una angustia matadora
de no haber hecho nada.

   La vida, pues, no tiene solución. Lo mismo que la muerte. Y el problema del presente resulta para el poeta casi tan grave como el del más allá.

* * *

   La desesperación de Silva no es nada cejijunta. Asume la sonrisa. Sobre su extraño mal consulta al médico, en vez de consultar al sicólogo. Los médicos abundan en Silva, como los locos en Shakespeare. El poeta sonríe de la respuesta materialista y obtusa.

   Eso es cuestión de régimen: camine
de mañanita; duerma largo, báñese;
beba bien, coma bien, cuídese mucho,
lo que usted tiene es hambre.

   Este poeta que tiene hambre, un hambre desconocida para el vulgo, aunque sea vulgo doctorado, hambre de infinito, prevé su fin. Lo acosa el anhelo de alzar con el cañón de una pistola el velo de Isis, Y, sin embargo, sonríe. Sonríe de la respuesta del médico asnal, sonríe de su propio pensamiento, sonríe de todo. Y esta sonrisa, naturalmente, como cargada de tedio, resulta más amarga que una lágrima.

   Hay una obrita de Silva titulada "Un poema", mordisco de los más burlescos y terribles que Homero haya infligido jamás a Zoilo.

   Soñaba en ese entonces en bordar un poema,
de arte nervioso y nuevo, obra audaz y suprema.

   El poeta evocó todos los ritmos. Escogió la más bella forma de estrofa.

   ...Por regalo nupcial
le di unas rimas ricas de plata y de cristal.
En ella conté un cuento, que huyendo lo servil,
tomó un carácter grave, fantástico y sutil;
era la historia triste, desprestigiada y cierta
de una mujer hermosa, idolatrada y muerta...
Bordé frases de oro, les di música extraña,
como de mandolinas que un laúd acompaña,
cruzar hice en el fondo las vagas sugestiones
de sentimientos místicos y humanas tentaciones...
Complacido en mis versos con orgullo de artista;
Les di olor de heliotropos y color de amatista...
Le mostré mí poema a un crítico estupendo,
y lo leyó seis veces, y me dijo... ¡No entiendo!

   Qué desdén le merecían los pedantes. Y lo prueba sin frases, muy al modo de Silva, con un irónico plegar de labios.

* * *

   La sensualidad también es muy de Silva. Sensualidad y tristeza; amor y muerte se hermanan en sus versos. Saca de los jugos nutricios del amor, savia, que corre por muchos de sus cantos e hincha los tallos y lustra de verdegay o de verde-oscuro las hojas trémulas de su poesía.

   Dime, quedo, en secreto, al oído, muy paso,
con esa voz que tiene suavidades de raso:
Si entrevieras en sueños a aquel con quien tú sueñas
tras las horas de baile, rápidas y risueñas,
y sintieras sus labios anidarse en tu boca
y recorrer tu cuerpo; y en su lascivia loca
besar todos tus pliegues de tibio aroma llenos,
y las rígidas puntas rosadas de tus senos;
si en los locos, ardientes y profundos abrazos,
agonizar soñaras de placer en sus brazos,
por aquél de quien eres todas las alegrías.
¡Oh, dulce niña pálida! di, ¿te resistirías? 5.

   No entremos ahora a preguntar a quién se dirigían esas frases apasionadas y perturbadoras. Baste saber que llamean sensualismo.

   Y la sensualidad de Silva es doble: de temperamento y de ideología. No siente sólo el deseo de la carne, sino que piensa que la carne tiene derechos. Para la juventud, lo que es de la juventud: el amor.

   ¿Son sabios los místicos rezos,
y las humildes madrugadas
en las celdas sólo adornadas
con una cruz y cuatro huesos?
   No, soñadores de infinito,
de la carne el supremo grito
hondas vibraciones encierra;
dejadla gozar de la vida
antes de caer, corrompida,
en las negruras de la tierra.

   Los "Nocturnos" se cree fueron inspirados por su hermana. Uno de ellos, el primero, puede citarse con triple intención, como bello ejemplo del arte de Silva, como muestra de la sensualidad en cuanto elemento artístico, y si fuera cierto que la hermana lo inspiró, como alegato de la carnalidad de sus relaciones.

* * *

   Silva no es siempre el poeta de exaltación erótica, ni de irónicas interpretaciones de la vida. A veces medita, serena, objetivamente, en verso. Se complace en seductores discursos líricos, nada enfáticos ni palabreros, sino de sosegado fluír melancólico. Es otra manera suya. El poema "La ventana" es de este linaje. También lo es "Día de difuntos", También "Al pie de la estatua".

   En "La ventana", de la antigua Santa Fe, hoy Bogotá, divisa el poeta la vieja ventana entre los balcones modernos. Evoca los días de la Colonia, la dama de España que se asomaba al ventanón, nostálgica de la remota Sevilla de donde llega. La ventana vio pasar generaciones y generaciones. La filosofía de este poema parece ser ésta: que las almas sólo perduran en las cosas que crean.

   En "Día de difuntos" hay un verso que denuncia la gravedad de la meditación:

Contra lo imposible, ¿qué puede el deseo?

   Este es el poema de la fugacidad del dolor. Las campanas, interpretadas por el poeta, poseen voces propias. Pero todas dicen lo mismo: el hombre olvida; el dolor de los que quedan por los que se van vive lo que las rosas de Malherbe: el espacio de una mañana.

Y eso es lo angustioso e incierto
que flota en el sonido;
esa es la nota irónica que vibra en el concierto
que alzan los bronces al tocar a muerto
por todos los que han sido.

   Estas meditaciones sugieren la imagen de un hombre, las sienes en las manos. Algunos de esos poemas cogitabundos, evocan en cierto modo lejanos acentos de la poesía inglesa. Roberto Browning, por ejemplo, Elizabeth Barret-Browning y uno más alto, Shelley, meditan, a su modo, en verso. Pero Silva se diferencia, por varias razones, de ellos. De Robert Browning, hasta por las características del genio latino. De Elizabeth, aunque no fuera sino por la disparidad de sentir y de ver que se revela entre una dama que, después de los cuarenta años, piensa en casarse y se casa, y un joven que antes de los treinta y dos piensa en matarse y se mata. En cuanto a Shelley, para este poeta, que predica on the necessity of atheism, la civilización es un mal, como obra del hombre al fin. Para Silva el mal es la vida misma.

   Quizá se vincule más bien a poetas latinos como Antero de Quental y Leopardi. Pero si siempre resultan aventurados estos parentescos con que los críticos suelen -a veces con excesiva arbitrariedad- entrelazar a los escritores, para simplificar y clasificarlos como miembros de una misma familia de espíritus, parece absurdo en el caso de Silva: de Silva no quedan sino fragmentos dispersos, de distintas épocas, aún no precisadas; no se conoce la evolución paulatina de su ser intelectual. No puede, no digo comparársele, ni emparentársele a derechas con poetas y pensadores de obra definitiva.

* * *

   La única vez que Silva tocó la nota patriótica, fue en una de estas meditaciones. ¡Con qué discreción lo hace y qué lejos su filosofar de las charangas militares y patrioteras!

   Es una larga meditación sostenida con aliento y singular nobleza. La composición se titula "Ante la estatua". No sabemos qué fecha asignar a tal poema y es sensible. ¿En qué época de su vida sintió este escéptico el sentimiento patrio? Se trata de la estatua de Bolívar, por Tenerani, el discípulo amado de Cánova, erigida en Bogotá. Cuéntase que Cánova dijo a su discípulo:

   -Tenéis la fortuna de ser contemporáneo de un héroe. Habéis nacido para inmortalizar los rasgos de Bolívar.

   Y así fue.

   La composición de Silva iba a suscitar el recuerdo de la "Oda a a la estatua del Libertador", por Miguel Antonio Caro; oda que es otra estatua clásica, no inferior a la de Tenerani. La obra de Silva no alcanza a la de Caro, pero ¡cuán noble es!

   Unos niños juegan al pie del bronce. El poeta lo observa, sin antítesis a lo Víctor Hugo, sino en lengua reposada y maestra:

   Nada la escena dice
al que pasa a su lado indiferente,
sin que la poetice
en su alma el patrio sentimiento...

   En cambio, el poeta fija en tal escena sus miradas y piensa, ante el espectáculo de la vida, en lo que expresa el alma de las cosas. El poeta escucha en su interior una voz que le habla del héroe, de la manera menos heroica:

   El viento de los siglos
que al soplar al través de las edades
va tornando en pavesa
tronos, imperios, pueblos y ciudades,
se trueca en brisa mansa
cuando su frente pensativa besa.

   Recuerda las somnolentes generaciones coloniales y cómo una sola generación, por su voluntad de sacrificio, se empinó sobre todas ellas y pudo redimirlas. Ve erguirse la figura del Padre de la América y quiere rememorar y rememora; no las horas de felicidad y de triunfo, sino las de infinita amargura en que se abrevó aquella alma selecta.

   Di tú las hieles,
tú que sabes la magia soberana
que tienen las ruinas,
y el placer huyes y su pompa vana,
y en la tristeza complacerte sueles;
di en tus versos, con frases peregrinas,
la corona de espinas
que colocó la ingratitud humana
en su frente, ceñida de laureles.

   Silva quiere un canto encendido y purificador, vivaz y purificador como una llama, un canto que abrase los labios. Es necesario redimirnos por el dolor. El genio y el martirio tienen derecho a homenajes.

   Hazlo un grano de incienso
que arda, en desagravio
a su grandeza, que a la tierra asombra,
y al levantarse al cielo un humo denso
trueque en sonrisa blanda
el ceño grave de su augusta sombra.

   Lógico parece que si un poeta de la estirpe intelectual de Silva cantase a Bolívar cuya vida entera, según la expresión de Unamuno, "rezuma poesía", se fijara de preferencia, no en el lado brillante y epopéyico, sino en el segmento sombrío, en la amargura que devoró, no sólo por obra de los hombres, sino también por su propia naturaleza de sensitivo y de neurópata. Porque Bolívar tuvo de veras, la tristeza salomónica, la tristeza del fuerte, la tristeza del sabio, la tristeza en medio de las prosperidades. En la cima del poder y de la gloria, sintiendo la inanidad del triunfo y la infinita vanidad de todo, escribe una carta melancólica y exclama en ella: "Mis tristezas provienen de mi filosofía", Es la amargura del Eclesiastés la que corre desde ese año (1825) por su pluma, antes de ilusión, y áloe lo que fluye de su espíritu, antes optimista. ¿Qué mucho que Silva, cuya mente tuvo concomitancias con la mente, ya desilusa, del Libertador simpatizara con las angustias espirituales del héroe? Tanto más simpatiza con ellas cuanto el poeta las atribuye a la corona de espinas,

que colocó la ingratitud humana
en su frente, ceñida de laureles.

   Esa misma corona de espinas, en aquellos mismos países y por obra de aquella misma gente, incomprendedora y perversa, la estaba advirtiendo el poeta sobre su propia frente. ¿Cómo no iba a sentirse movido a pensar en aquel dolor que comprendía? El poeta no abandona la serenidad. Su meditación es grave.

   El grito no descompone las líneas del rostro a su musa pensativa ni el movimiento desordenado altera los pliegues del peplo. Cuando va a terminar el poeta su meditación advierte de nuevo el correteo de la muchedumbre infantil en torno y al pie de aquel bronce,

alzado de los hombres para ejemplo.

   El poeta, como el héroe, también cree en la inanidad del esfuerzo y exclama, conversando de pensamiento, con el Libertador:

Te sobran nuestros cantos...

   Entre tanto, la vida, efímera y bulliciosa, en forma de criaturitas, discurre:

   Y la tristeza del lugar alegra
al agitarse en cadenciosas rondas,
forjando con las risas y los gritos
de las húmedas bocas encarnadas,
con las rizosas cabecitas blondas
y las frescas mejillas sonrosadas,
un idilio de vida sonriente
y de alegría fatua
al pie del pedestal, donde imponente
se levanta hacia el cielo transparente
...la estatua.

   Tal es la manera como encara la musa de José Asunción Silva temas que son pábulo a comentarios generosos, a solemnes y amenas divagaciones.

VII

EL SUICIDIO

   El poeta, no más feliz que el héroe, apuró también la copa socrática.

   Si fue querido por las mujeres, fue envidiado por los hombres. En Caracas -donde fue secretario de Legación durante corto tiempo (en 1894-1895)- los ratés lo apodaron la casta Susana; en Bogotá, la canalla de pluma y la de plumas se conjuraron contra el poeta. A los poetillas se aliaban los petimetres, y a los petimetres los acreedores. El recuerda, con horror, los embargos, sus cincuenta y tantas ejecuciones.

   Aunque algunas de estas enemigas hubieran sido más imaginarias que reales, en la sensibilidad exacerbada del poeta debieron parecer atroces. ¡Y se sentía tan solo!

   Era soberbio. Conocía su mérito; aunque no fuese un vanidoso vulgar, sino todo lo contrario. Cuando lo acosaban acreedores o adversarios, solía exclamar:

   "A mí me verán primero muerto que pálido".

   Pero la vida lo derrotó.

   La pobreza cerníase sobre su hogar. Sus heroicos y múltiples esfuerzos por someterla resultaron fallidos. Para colmo de infortunio, murió Elvira, la hermana bienamada, acaso malquerida. Silva no pudo más.

   La mañana de un domingo -el 24 de abril de 1896- lo encontraron muerto en su cama. Se había partido el corazón con una bala.

   La víspera, la noche del sábado, estuvo tertuliando en la sala de su hogar con su familia y varías personas amigas que llegaron de visita. Se tomó té, a las diez, como es costumbre en Bogotá (ten o'clock tea); platicóse hasta las once, o poco más, y cada quien se retiró. Antes de media noche Silva estaba en su dormitorio. Al día siguiente, a las ocho de la mañana, lo encontraron muerto en su lecho.

   ¿Se había matado en la noche o al amanecer? Cuando arribó el medico, a las ocho y media, el cadáver estaba yerto y rígido, lo que inclina a creer que el suicidio ocurrió en la noche. La cabeza, ladeada sobre el hombro, ya no pudo ser enderezada. Hubo que cortar un tendón del cuello para que el cuerpo entrase en la urna.

   Elegante hasta en sus últimos momentos, se mató, con tan estudiadas precauciones que su lecho, el lecho en que acababa de expirar, no estaba desarreglado. La bala cumplió su estrago con eficacia. La detonación ahogóla entre las frazadas con que envolvió el revólver antes de disparar. Se evitó lágrimas fraternas y maternales sobre su agonía y curiosidad o aspavientos de servidumbre. Murió como había vivido: en medio de todos, solo.

   Del corazón, herido, había brotado un arroyito que empurpuró las blancas sábanas. Un hilo de sangre, como una culebrita roja, serpenteaba en el suelo. ¡Ay! En ese arroyito bermejo se había ahogado una juventud; ese hilo rojo ataba una vida a la tumba.

   Desaparecía el último descendiente de Oberman y de René; el último poeta que sintió, sin fingimiento, aquel mal que llamaron los latinos tœdium vitœ.

   Mal ejemplo el de su arte y el de su vida -necesario es confesarlo- para pueblos paralíticos, casi todos, de voluntad, que necesitan maestros de energía y doctores del ideal práctico. Mal ejemplo sobre todo si aquellas sociedades extreman ahora el afecto que se le negó en vida, en la peor de las formas admirativas: la imitación.

   De haber conocido al poeta de los "Nocturnos" el doctor Max Nordau, hubiera diagnosticado severamente el caso de Silva. Y ahora aparecería éste, en las clínicas literarias del doctor, entre los sicopáticos, no lejos de María Baskhirtseff, como un delirante, un loco moral, con exaltación erótica morbosa. Por fin, suicida.

 

ALCIDES ARGUEDAS

LA MUERTE DE JOSE ASUNCION SILVA h

   Bogotá, junio 17 de 1930

   Hasta ayer reposaba José Asunción Silva, "el más grande de los poetas colombianos" -dice El Tiempo-, en el cementerio maldito de los suicidas. Y ayer, silenciosa y discretamente, fueron trasladadas sus cenizas al panteón de la familia, en el cementerio general de los católicos.

   Un repórter de la agencia de información, Sin, describe el acto de la apertura del ataúd y cuenta que encontraron el esquelto "admirablemente bien conservado", pero las ropas habían desaparecido, devoradas por los gusanos. "Sólo el calzado aparecía en admirable estado de conservación. La piel estaba apergaminada; como detalle curioso puede citarse el del orificio de la bala encima del corazón, que causó la muerte del poeta y que podía verse con toda nitidez".

   "Allí (al cementerio) -agrega el repórter- fueron llevados también, el mismo día, los restos de la señorita Elvira Silva, la musa del gran poeta, quedando los unos al lado de los otros...".

   Muy grande es el miedo a los suicidas en este país; y las gentes sencillas buscan por lo común las causas de una muerte voluntaria en razones, que a veces tienen muy poco que ver con las creencias religiosas. La marca cristiana perdura aquí firme y sólida: el suicida es un réprobo de Dios y su alma anda errante y en pena, y nunca puede hallar paz...

   Esta idea domina y no hay poder humano que la destruya de pronto. Por eso, sin duda, la familia no ha querido hacer publicar la noticia de la exhumación de los restos del poeta, para el que los periódicos vienen pidiendo desde hace tiempo la consagración del mármol y del bronce .

   Curiosa vida la de este poeta.

   Su padre era comerciante, dado a lecturas y llenaba sus ocios escribiendo artículos de costumbres, que, naturalmente, se vendían menos que los artículos de moda de su tienda, preferida entre todas las de su género por las gentes ricas y de tono, pues se vendían cosas finas, de calidad y buenas marcas.

   Al morir su padre en 1887, hácese cargo José Asunción del negocio y la tarea debió de resultar un poco ardua para él.

   "Me quedan deberes graves que llenar y me he puesto a la obra con todas mis fuerzas" - escribía a un amigo íntimo del finado al responder su carta de condolencia.

   Un afamado sudamericano, nervioso, impresionable y de pluma ágil, suelta y combativa, Rufino Blanco Fombona, escribió que José Asunción estuvo enamorado de su hermana Elvira, con amor de pecado, y muchos creen que se mató el poeta por la desesperación que le produjo la muerte de Elvira.

   Murió la moza el 6 de enero de 1892 y los detalles de su muerte los tuve un día de labios del doctor Abadía Méndez, el primer magistrado de esta República letrada, en el Palacio de la Carrera.

   Era el mes de diciembre de 1891 y Bogotá ardía de ansiedad, porque en su cielo había aparecido un cometa intensamente luminoso de cauda larga y bella. Se presentaba en todo su esplendor pasada medía noche y la gente había de levantarse del lecho para contemplar el magnífico espectáculo celeste, en el que muchos creían ver el augurio de sucesos memorables.

   Elvira pernoctó una noche y cogió frío, pues era algo frágil. Se le declaró la pulmonía y hubo da guardar cama. Era una mujer supremamente bella y estaba enamorada de un primo suyo, varón arrogante, rico y de alta posición social.

   Inútiles resultaron la asistencia de los médicos y los afanes de la familia. Cuando su madre vio que todo estaba perdido para la pobre doncella, quiso darle la última satisfacción y le preguntó con este estilo bogotano tan lleno de modismos curiosos y originales:

   -¿Qué quieres? ¿Te provoca ver a Julio?...

   La enferma dijo que sí y el rostro de su galán fue, acaso, la última bella y consoladora visión que tuvo.

   Murió Elvira el 6 de enero de 1892, a los 22 años de edad y la gente supersticiosa y agorera dijo que el cometa se la había llevado, celoso de su belleza...

   "A la cámara mortuoria llegóse Silva -cuenta Liévano, recogiendo la noticia de un confidente del poeta-, en la compañía de un amigo íntimo. Y allí, a cubierto de profanas miradas, ungió el cadáver con ricos perfumes y lo cubrió de ofrendas florales, gemelas de las manos y de las sienes de la muerta". (El Espectador, 18 julio 1929).

   "Silva cayó después de esa muerte, en la más negra melancolía; escribió algunos poemas apasionados e imprudentes... Poco después se suicidó..." -escribe Fombona dando corta extensión de tiempo a su frase "poco después", siendo así que trascurrieron cuatro años largos entre la muerte de Elvira y el suicidio del poeta, tiempo suficiente para la cicatrización de toda herida...

   Daniel Arias Argáez, uno de los íntimos del poeta, confesó hace poco a otro buen poeta, Roberto Liévano, que "en el amor de José Asunción para su hermana había un poco, y quizás un mucho, de delectación estética, de admiración de poeta y de artista".

   Y agrega este detalle significativo:

   "Cuando ella iba a teatro, a un palco, él solía pasarse a la platea, para arrobarse en su hermosura, contemplándola desde lejos, como se contempla una estrella". (El Espectador, 15 agosto 1929).

   Sin duda la muerte de esta bella mujer fue una catástrofe para Silva. Galante, enamorado, soñador y mujeriego se tornó de pronto, y por breve tiempo, huraño e insociable.

   No vino solo esta desgracia. También perdió una gran parte de su fortuna en malos negocios, y hubo de preocuparse de buscar otros medios de vida.

   Ingresó a la carrera diplomática y fue enviado a Caracas como secretario de la Legación de su país y un año después de haber muerto Elvira. Sus relaciones con el jefe no debieron ser muy cordiales en un comienzo, aunque después, se compusieron un poco... "Mi jefe -escribía- es... dogmático, formalete, que no ha hecho amistades, a quien no le gusta Venezuela".

   En Caracas y por esta época lo conoció el exquisito Pedro Emilio Coll y nos lo presenta elegante, atildado y rigurosamente vestido de negro, con flores en el ojal de la solapa.

   Volvió a ser hombre mundano, ahora acaso por exigencias de su cargo y a llevar vida noctámbula, de placeres y correrías galantes con sus amigos. Se mostraba gustador de buenos vinos y de complicados manjares, y los excesos de su vida regalona y no bien ordenada, provocaron en su organismo los amagos de un precoz artritismo.

   Ni los deberes de la carrera, ni los placeres le impedían pensar en los negocios y su obsesionante preocupación era hallar la manera de hacer fortuna lo más rápidamente posible, acaso para poderse librar de la esclavitud del puesto.

   De esta época hay algunas cartas de Silva. Se publicaron por primera vez en la Universidad, la extinta e interesante revista bogotana, en junio del pasado año, y ellas explican en parte el drama de su vida, algo distinto de lo imaginado por Fombona.

   En efecto, el 2 de noviembre de 1894 escribe a su amigo Luis Durán Umaña, dándole instrucciones para vender un piano en 800 pesos y pasar 250 pesos mensuales a "las viejas". Se queja de la "maldita pobreza", le anuncia que vive apenas con su sueldo y con la diaria preocupación de reducir sus gastos. Le dice, además, que se vio obligado a salir del país, porque sus negocios andaban mal y que no tenía ni la más remota idea de volver a él. Se iría más bien a Buenos Aires, donde la vida era tres veces menos cara que en Bogotá. Y, luego, le exponía el plan algo embrollado de un negocio de compra de monedas en la frontera venezolana y de giros sobre París, y en el cual, según él, podía ganarse sumas fabulosas... Y agrega una frase que muestra su obsesión por los negocios lucrativos: "Primero dejaré de respirar, que de pensar cómo se le hace la cacería al dollar",

   En estas preocupaciones de hombre moderno y ayanquizado, y donde se creería ver atavismos antioqueños, la gran región negociante y emprendedora de Colombia, no aparece, ni por asomo, el aspecto enfermizo y nostálgico del sentimental, que vive con el corazón convertido en ánfora de un solo recuerdo, el enamorado ideal y soñador a lo Efraín, huérfano de una gran pasión y que la pluma insuperable de Jorge Isaacs supo describir con cariño tan grande, con estilo tan delicado que el mismo José Asunción dijo que sólo el autor de María sería capaz de pintar un ser tan delicado y tan bello, física y moralmente, como su hermana Elvira...

   Claro que tampoco sería prudente sostener que el recuerdo de Elvira se le había borrado de la memoria; no. El retrato de la hermana era lo primero que sorprendían los visitantes en la alcoba de José Asunción. El recuerdo de la Confidente, de la Bien amada, en el sentido que le da Liévano a la linda frase, vivía siempre en él; pero discreto, apacible, silencioso. Ese recuerdo, en los primeros momentos de la desgracia, le ha inspirado sus mejores estrofas; con él ha compuesto el famoso "Nocturno" lleno de misterio, infinitamente evocador, impregnado del horror por el misterio, "el alma llena de las infinitas amarguras y agonías de su muerte", y cuya génesis supo tan bien explicar y describir la pluma sabia, impecable y vigoroso del bueno de Sanín Cano, otro amigo y confidente de José Asunción.

   La vida en Caracas le place y vive a sus anchas, en pleno ruido mundano, cual se desprende de un párrafo de su carta a Umaña, en 1894:

   "Tuve la fortuna de que al llegar me visitaran todos los exigentes más exigentes, los que dan la nota aquí en la vida social. Sin duda les caí en gracia. Lo cierto es que no ha llegado la primera noche, en que no tenga alguna invitación y que no he pasado un día sin recibir mil atenciones... Entre la gente del gobierno tengo buenos, muy buenos amigos. El cuerpo diplomático es para mí como gente de la casa..."

   Razones de familia, o quizás el mal estado de sus negocios y asuntos, le obligan a viajar a Colombia haciendo uso de una licencia.

   Se embarca en el Amérique; mas entonces no llega a su destino, porque el barco se hunde cerca a las costas de su patria y en el naufragio pierde los manuscritos de la obra que había logrado componer en Caracas.

   Iba como pasajero de ese barco otro escritor, el travieso Gómez Carrillo, y los dos hombres no pudieron avenirse: había entre ellos diferencias fundamentales de temperamento, carácter y acaso manera de concebir la vida y el destino humanos.

   "Si pisar la costa bienamada -cuenta Pedro Emilio Coll-, en un velero retornó Silva a Caracas. Pero ya sus ojos no parecían contemplar los mismos horizontes luminosos y hasta en su traje mismo se notaba como un desaire de las apariencias mundanas. Sus barbas descuidadas y su enflaquecido rostro, eran los de un asceta".

   A poco vuelve a Bogotá, con licencia, y es en este punto donde se enlazan los elementos del drama en una trabazón lógica, que se descubre en otra frase de la carta del poeta a su amigo Luis Durán Umaña, predilecto entre todos: "Tú, que a Dios gracias me conoces como a tus manos...". Y, a continuación, y luego de contarle algo de su vida en Caracas y decirle que vive embargado en labores, que le distraen y le evitan el tener que buscar distracciones y placeres baratos (subrayado con intención por él), que le dan asco, agrega esta frase que explica todo el drama:

   "No pudiendo vivir en grand seigneur, vivo sin placeres, con ocupaciones para cuatro y muy contento, a pesar de la falta de mis viejos, porque NO ESTOY EN COLOMBIA".

   Esta última frase, decisiva, está puesta por José Asunción con caracteres grandes, firmemente subrayados, como para concentrar en ella toda la atención de su amigo. Y es ella la que explica el resto, y abre ancha puerta para esclarecer definitivamente el misterio y la penumbra de esa vida, no tan agitada ni romántica como piensan muchos, y ver que lo que ha empujado a la muerte al poeta es el mal estado de sus negocios y, sobre todo, la estrechez del ambiente, el cansancio de la vida de ciudad pequeña, donde ningún hombre, es de veras libre.

   Todo se combina en orden y se encadena con lógica sucesión después de esta frase escrita en Caracas el 2 de noviembre de 1894, fecha que es preciso retener. Y la cadena se eslabona así:

   Silva ha nacido en casa rica y de joven viaja por Europa, donde adquiere gustos refinados, siente el amor por las lecturas y las gimnasias del espíritu, conoce las aventuras sensuales y sentimentales, todo lo que resalta en su novela autobiográfica De sobremesa, en forma de Diario y donde es artificioso, convencional, no obstante su carácter autobiográfico y acaso por esto mismo.

   El padre muere en 1887 y José Asunción se hace cargo de los negocios. Es el tiempo de la vida brillante y movida de los versos trabajados con paciencia, constancia y cariño. Mientras tanto los negocios se ponen mal.

   El 6 de enero de 1892 muere Elvira y la catástrofe sentimental, completada por la material, le hace concebir el vehemente anhelo de marcharse y buscar una situación diplomática no tanto, acaso, para vivir exclusivamente de ella como para zafar del ambiente bogotano, huir de él.

   Cae bien en Caracas y de esta vida sabrosa, algo indolente y algo laboriosa ha de arrancarse a poco para acudir a Bogotá a poner en orden sus asuntos embrollados y con la intención de volver cuanto antes a reasumir su cargo en Caracas, pues le escribe el 1º. de septiembre de 1893 a su predilecto amigo Pedro Emilio Coll:

   "Confío volver pronto a esa y sentir, con la caricia voluptuosa del clima, las simpatías que me hicieron como una segunda patria de su querida tierra. Si no estoy en esa desde hace un mes, no es por falta de deseos; ocupaciones y negocios para mí importantes me han detenido. Confío en gozar pronto de Caracas y de mis buenas y cordiales amistades venezolanas...".

   Muchas y graves decepciones le esperaban en Bogotá. Por lo pronto, adquirió la certeza de que ya no le sería posible reasumir su cargo diplomático, porque esos cargos, en la mayoría de nuestros países, son de circunstancia y sirven para pagar servicios electorales, complacer a los parientes y amigos, y sólo se dan a los que saben merecerlos o solicitarlos. No pudiendo, entonces, volver a Caracas, estaba condenado a vivir siempre en la ciudad gris de la sabana, donde...

Con sus hilos penetrantes la ciudad desierta y fría.
Por el aire tenebroso ignorada mano arroja
Un oscuro velo opaco de letal melancolía,
y no hay nadie que, en lo íntimo, no se aquiete y se recoja
Al mirar las nieblas grises de la atmósfera sombría...

   El clima indudablemente es un enemigo mortal para ciertos temperamentos. José Asunción no debió sentirse nunca satisfecho con este de Bogotá, porque la lluvia fina y lenta, la niebla rala, el brillo del empedrado bajo la capa de sutil lodo, todo parece conjurarse para cerrar en las almas la perspectiva risueña de una esperanza o de un consuelo.

   "No se puede imaginar cuánto seis u ocho grados de latitud en menos evitan miserias al cuerpo y tristezas al alma", decía Taine al comparar las diferencias de civilización entre Francia e Inglaterra.

   Esta predisposición a la tristeza y a la misantropía por influjo del clima, se exaspera más todavía, cuando se lleva el recuerdo de otros cielos más claros, de otro ambiente moral más propicio al vuelo de la fantasía y de otras costumbres más abiertas a los desbordes del entusiasmo artístico, de la pasión o del sentimiento...

   Nada de esto encontraba José Asunción en Santa Fe de Bogotá.

   Porque Bogotá es una ciudad triste, no tanto como ciudad misma, como, repito, por su cielo cambiante, muy a menudo entoldado y su aire húmedo y malsano.

   Triste es en estos tiempos en que calles, plazas y avenidas están bañados de noche por la alegre luz de la electricidad; pero hace 35 años la iluminación de las ciudades interiores se hacía con bujías. Y esa luz amarillenta mortecina daba a las ciudades vacías y silenciosas un aspecto desolado y terrible.

   Faltaban entonces, además, tres elementos, tres fuerzas activas, mejor, que hoy prestan alguna animación, alguna variedad, algún movimiento a la vida de nuestras pequeñas ciudades andinas, situadas en las cubres de mesetas áridas o en el fondo de valles calientes y extensos. Esas tres fuerzas han cambiado casi totalmente la vida social de estos tiempos, le han dado más variedad, mayor interés a esa vida ociosa, monótona, lánguida de nuestras pequeñas ciudades ateridas de frío en ciertos desgraciados parajes o abrasadas de calor y con feas alimañas en los trópicos...

   Faltaba, en primer lugar, la pasión del deporte colectivo, fenómeno actual en nuestros pueblos. El deporte ocupa hoy las horas muertas, infunde entusiasmo en las gentes de poca imaginación y hasta les hace concebir ilusiones de grandeza desde las proezas del equipo uruguayo en Europa, hace años, y hoy no hay villorrio de los Andes que no tenga sus héroes de la pelota, de la raqueta, del boxeo, héroes elevados a altas categorías y que viven soñando con encuentros famosos y con lluvia de oro... y se mueren o envejecen los más, por no decir todos, acariciando esta ilusión...

   Luego, el radio, cosa grande entre las invenciones del genio humano y que no nace de las arenas de los circos, sino de las universidades y de los laboratorios... El radio pone a nuestros montañeses, a nuestros rústicos en contacto íntimo y diario con los sucesos del mundo, a medida que se van sucediendo y realizando en el vasto escenario de la tierra y aun del cielo.

   Y, por fin, y lo más importante y trascendental después del radio, el cinema, la religión moderna, que abre nuevos horizontes a la imaginación, la transporta lejos de la realidad del propio medio, le hace vivir algunas horas en un mundo convencional y arbitrario de situaciones humanas reñidas con la realidad cuotidiana, prosaica hasta la vulgaridad, muchas veces ordinaria y, por lo común, triste, espantosamente triste...

   Estas tres cosas, estos tres elementos, animan hoy la vida sedentaria de nuestros pueblos con vértigo inusitado, les dan movimiento, color y relieve. Y todo esto va ayudado poderosamente por la prensa, que registra día por día y hasta hora por hora la marcha de los negocios públicos, de los conflictos sociales y de la ascensión misma de la vida, si se quiere, y les da, con la divulgación de sus proezas, a los héroes deportivos, a las estrellas de las pantallas, la convicción algo ingenua de que constituyen el eje del mundo y han de vivir siempre en la posteridad por un gesto, una patada o un puñetazo...

   Nada de esto había entonces. Y la vida era implacablemente vacía, monótona con ferocidad, terriblemente estancada.

   ¡Aburrirse!

   Aquí está la clave de muchos enigmas; de esta palabra desolada proviene el sarro que a veces inunda las almas.

   No sentir interés por nada, porque los medios para emprender faltan; ver que el tiempo pasa y que el tono del ambiente no concuerda con nuestro temperamento..., ¡aburrirse, en fin!

   Y si por lo menos el aburrimiento pudiera matar la inteligencia, la voluntad, la sensibilidad y, sobre todo, el recuerdo. ¡Pero no! Todo esto se aviva más bien, y las cosas pasadas se presentan a los ojos nimbadas con resplandores de oro, infinitamente bellas; y los seres que quisimos y ya no volveremos a encontrar, los amores desvanecidos, las amistades rotas, las ilusiones tronchadas, todo revive en la memoria, idealizado, embellecido, agrandado, purificado...

   José Asunción tiene treinta años y ninguna fe en la vida, ni la esperanza de ningún éxito, porque sabía que estaba condenado a vivir en la ciudad de las nieblas frías y de los páramos tediosos, siempre, siempre, siempre... ¡Oh, Dios mío!... y cómo parece largo el tiempo y las horas se hacen interminables!... ¡Y no poder irse, cambiar de cielo, ver otras cosas!...

   Querer y no poder; sentir la necesidad y también la impotencia de realizar un deseo, es cosa corriente en la mayoría de las gentes ordinarias, fáciles al consuelo y a la resignación, pero resulta trágica para el sentimental y el artista de imaginación tumultuosa, de aspiraciones nuevas y elevadas...

   Y es entonces cuando en José Asunción se avivan los recuerdos de su muerta y ve cerrado por todos lados el horizonte de su vida; entonces siente el miedo indominable, el santo espanto, el aburrimiento sin nombre de la pequeña ciudad, donde las gentes curiosas, impertinentes, afanosas en el mal y torcido pensar, vivían pendientes unas de otras, desnudándose moralmente y comentando las deformidades del espíritu.

   El monólogo shakesperiano, "¡dormir, soñar tal vez; morir..., dormir y luego... nada!"..., se lo repite para sí, como una obsesión.

   Y un día de gala en otoño, un domingo de luz indecisa quizás, el 23 de mayo de 1896, al despertar adolorido y desabrido por la noche de agitación que había pasado recibiendo a sus amigos en su casa, probó acaso fortalecerse, consultando, una vez más todavía, a ese gran señor del espíritu, maestro insuperable de sabiduría, templanza y desprendimiento de cosas terrenas, don Miguel de Montaigne, y, al querer releer ese capítulo XIII del libro segundo, en que se habla de la "muerte ajena", sus ojos hastiados tropezaron con estas líneas:

   "El Emperador Adriano ordenó a su médico que le marcara en una tetilla el lugar preciso en que había de herirse, para que la persona que le matara, supiera dónde había de señalar...".

   Fue un rayo de luz y no vaciló ya más. Se vistió y acicaló, y con paso indolente, pero decidido, se fue a casa de un médico amigo, el doctor Manrique y, despojándose de sus prendas, se puso a hablarle de unos dolores fingidos, que decía sentir en el pecho y que él no podía localizar, y se imaginaba fuesen en el mismo corazón. Le pidió le dibujase sobre la epidermis el sitio exacto que ocupaba la víscera, como el otro, el emperador de Roma. Hízolo así Manrique, asegurándole que no tenía nada y Silva pareció hallarse tranquilizado.

   -Muy bien. Acaba usted de hacerme un inmenso favor... - dijo simplemente.

   Lo era, en efecto. Porque eso de adoptar una resolución de este calibre y verla frustrarse o malograrse por un detalle, era un perfecto absurdo.

   Volvió a su casa, tarde, se vistió de frac, se tendió en su cama y, envolviendo el revólver viejo en una sábana para amortiguar el ruido, apuntó en el sitio marcado y disparó...

* * *

    El Tiempo da hoy una fotografía impresionante de la cabeza del suicida.

   Era un hombre varonil, arrogante. Una barba negra y poblada pone marco a su rostro de blancura transparente y debió de tener ojos magníficos y de mirada profunda; ojos que sabían interrogar ansiosamente las sombras de la muerte... 6.

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   Estas páginas sobre Asunción Silva se publicaron, algo abreviadas, en el primer número de Ulenspiegel (enero de 1934), la elegante revista hispano-belga dirigida por Armando Solano, o sea el incomparable Maître Rénard del periodismo bogotano.

   Inmediatamente dos ilustres colombianos, escritor de fina y elegante pluma el uno, Emilio Cuervo Márquez, y diplomático y gran señor del mundo el otro, Alvaro Holguín y Caro, enviaron nutridas y muy interesantes cartas a la revista, el uno, para cumplimentarme directamente por mi interpretación del drama y aportar nuevos datos a su esclarecimiento; el otro, para rectificar algunas apreciaciones mías sobre los móviles que empujaron al poeta y pintar, con más acierto, acaso el medio social bogotano de la época de Silva con "mucha distinción, y mucha elegancia, y mucho refinamiento, y mucho buen gusto. Quien sabe -agrega- si un poco más que ahora, cuando abundan el deporte, la radio y el cinematógrafo"...

   Algunos datos interesantes trae esta carta de 17 páginas sobre Silva y siento no reproducirlos todos; pero van dos de los principales y más significativos:

   "Arguedas -dice Holguín y Caro dirigiéndose al director de Ulenspiegel- prescinde de otros dos factores importantísimos, y que unidos a la catástrofe económica sí fueron seguramente decisivos para que la tomara. Me refiero a dos aspectos de la personalidad de Silva. El uno proveniente de su carácter; el otro, de su inteligencia.

   "Primero, la vanidad. Porque Silva fue un hombre vanidoso. Vanidoso de su familia, de su posición, de su talento, de sus versos, de su figura física -mirada, barba, manos, fuerza varonil-.

   "Vaya un ejemplo a este respecto. Como hombre de su época y de su medio, montaba bien a caballo, aunque distaba mucho de ser un jinete a la altura de no pocos de sus amigos. Pero él, poco conforme con esta notoria inferioridad, pugnaba por aparecer como el más apuesto y audaz de los 'cachacos' bogotanos que en ágiles bridones cruzaban la sabana o corrían en las que llamábamos carreras de honor. Y así, cuando poco antes de su muerte, estableció en los alrededores de la ciudad una fábrica de baldosines -negocio que concibió en Caracas y que acabó por dar al traste con sus últimas esperanzas-, era de vérsele en nuestras calles en un brioso caballo tordillo, aderezado con galápago 'Camille', aciones de cuero crudo, estribos 'cola de pato', bridas, retranca y cabestro de rejo tejido, freno de Suesca, y luciendo él guantes de piel de perro, de los más finos y últimamente llegados al almacén de Rodríguez & Pombo, amplios zamarros de cuero de león, zurriago en la mano izquierda, jipijapa de anchas alas y copa alta y donosamente echado al hombro una legítima ruana de Samará oliente todavía al vellón recién esquilado, como diciendo: ¡Nadie monta como yo!

   "Especialísima fruición sentía también cuando sacaba su lujosa petaca de plata martillada repleta de los cigarrillos turcos más exóticos y caros, delante de algunos señores, muy respetables, muy ricos y muy prudentes, que modestamente fumaban 'La Legitimidad' o Boccaccio, u otros más baratos todavía, de la fábrica cubana de Prudencio Rabelle. Un gesto de esta clase era para Silva el placer de los dioses... Remedador felicísimo, aún se le recuerda contando los graves y serios consejos que a este respecto le daba alguna vez uno de aquellos caballeros, muy respetable, muy rico y muy prudente. ¡Qué gracia tenía!

   "Y agréguese a esta vanidad casi enfermiza, el hecho de que como poeta no conoció los laureles del triunfo. Nuestros vates mayores, fuertemente asidos a la tradición clásica, no sólo no hallaban de su agrado sus versos, sino que a él mismo no lo tomaban a lo serio. Esta es la verdad. Apenas si un reducido grupo de amigos oíaselos con placer. Pero, claro, pagado de su genio, él se avenía muy mal con esta especie de opacidad literaria a que fatalmente veíase condenado.

   "Y el otro factor decisivo, el proveniente de su entendimiento y del que también prescinde Arguedas al establecer las causas del suicidio, fueron sus ideas religiosas.

   "¿Era Silva creyente? Suya es esta estrofa que con gusto hubiera firmado Louis Veuillot, por ejemplo:

Mas si os cansó lo rudo del camino,
y si está el corazón agonizante,
Pensad que sólo sois un peregrino,
¡Y seguid adelante!...

   "Pero la idea netamente cristiana que inspiró esta estrofa, y que desde luego no se compadece en manera alguna con la fría y premeditada resolución de un suicidio, es casi seguro que en él carecía de un sólido, de un hondo raigambre. Me atrevo a pensar, por tanto, que si hasta cierta época de su vida fue creyente, poco a poco el abuso de tales y cuales lecturas, el olvido de las antiguas prácticas, y aun la práctica insincera de ellas, acabaron por relajar, primero, y luego por extirpar de su pecho los relámpagos de fe que en otro tiempo lo inflamaran. La práctica insincera he dicho. Porque persona que debe saberlo, me contaba en días pasados que cierto misticismo de que hizo alarde en su última época no pasó de ser una 'pose', muy estudiada y mal calculada.

   "De suerte que para mí no hay duda de que teniendo en cuenta estos dos factores de que prescinde Arguedas -la vanidad personal y la falta de creencias religiosas-, sí es fácil establecer las circunstancias que en lógico encadenamiento lo llevaron a dispararse un balazo en el corazón.

   "El fenómeno, por lo demás, es muy simple. El menos perspicaz de los observadores lo comprende sin dificultad.

   "Dados los antecedentes y las circunstancias anotadas, basta para comprender su desarrollo lógico una ligera composición de lugar. Y es fácil hacerla. Veamos:

   "Cuando aquel domingo lluvioso de mayo entró al aposento de Silva a despertarlo, como de costumbre, la antigua y fiel servidora de la casa -la negra Mercedes, a quien todos conocimos, amable y hacendosa-, encontrólo durmiendo el sueño de donde nunca se despierta... Entreabiertos tenía los ojos, la cabeza ligeramente inclinada sobre el lado izquierdo y ninguna contracción del rostro indicaba que hubiese sentido las angustias de la muerte. Esta había sido instantánea, fulminante. Bajo las sábanas yacía el cuerpo rígido, inanimado. La mano derecha sostenía aún el oxidado revólver que había pertenecido a su padre y el que pidió a su madre, la víspera, con cualquier frívolo pretexto. Pero no estaba de frac, como se afirma. No podía haberlo estado. Porque si fue vanidoso, Silva fue también elegante. Y un gesto de esta naturaleza hubiera lastimado la discreta mesure de que siempre hizo gala.

   "No pudo precisarse la hora del suicidio, pues la detonación pasó inadvertida. Pero sin duda fue en las horas de la madrugada, puesto que se recogió a eso de la media noche y el cenicero denunciaba que había fumado cosa de quince a veinte cigarrillos turcos. Por este detalle se ve, además, que reflexionó largamente el paso que iba a dar.

   "¿Y cuáles fueron estas reflexiones? Misterio insondable, en el cual a nadie es dado, ni le será, penetrar exactamente.

   "Y, sin embargo, ¡quién sabe si cuando aquel sábado giró un cheque a cargo del Banco de Bogotá para cubrir a 'La Flora' el precio del último ramo de camelias blancas que había enviado de regalo, y vio que el saldo que le quedaba disponible era solo de centavos, ¡quién sabe si no tuvo un momento de desesperación! de torturante desesperación!...".

   Esto dice Alvaro Holguín y Caro y creo que no habría tenido oportunidad de hacer muchos otros reparos si mis notas se hubieran publicado en Ulenspiegel íntegras y como aparecen en este libro.

   La carta del escritor Emilio Cuervo Márquez trae detalles muy significativos y de importancia para explicar el suicidio del poeta. Véase:

"París, enero 23 de 1934.

   "Con intensa emoción he leído su estudio, admirando en él la sagacidad de su observación, la fiel reconstrucción que hace usted del Bogotá que hace cuarenta años, el sutil análisis de la compleja personalidad de Silva, desprendida del halo de leyenda en que, como es natural, ha sido luego envuelta, y, finalmente, su exacta apreciación de las causas que fatalmente lo llevaron a la muerte. Tan de acuerdo estoy con usted, que como bogotano y casi contemporáneo de Silva, a quien me ligaron lazos de una estrecha amistad -prolongación de la que antaño existía entre nuestras familias-, nada tendría que añadir a su estudio: usted ha dicho la última palabra en la tarea de hallar el hilo conductor en el complicado urdimbre de razones que pudieron determinar el trágico gesto del poeta.

   "Anota usted como una de las causas del suicidio de Silva la desproporción entre su personalidad de selección y la estrechez del ambiente en que le tocó vivir, el cansancio de la vida de ciudad pequeña donde ningún hombre es de veras libre, y cita usted un aparte de carta de Silva dirigida a don Luis Durán, de Bogotá. Como comprobación de su tesis, me permito transcribirle un párrafo de una carta que Silva me dirigió de Caracas, el 11 de noviembre de 1894, y que conservo en mi archivo aquí. Dice así: "...Teníamos razón, viejo, en nuestras charlas de los paseos a San Diego. El primer deber de un hombre que aspira a algo, es salirse de entre el papel moneda, la política y el mal humor colombiano. No cejes en tu empresa de dejar la tierra".

   "Habla usted de las preocupaciones de dinero que especialmente durante los tres últimos años entenebrecieron la vida del poeta. En la carta citada, Silva me dice: "...Como lo habrás comprendido, se trata de la conversión de mis sueldos (los de secretario de la Legación de Colombia en Caracas), que al reducirlos a oro al 300 quedan reducidos a una cosa exigua y que de este modo se aumentarán. Inútil creo encarecerte, mi viejo Emile, sabiendo el interés que tienes por mí, que trates de conseguirme esa moneda lo más barata que se pueda. Cada real que me economices en la compra será un real para encargar a Europa libros y revistas con que 'bestializarme' y para apurar la publicación de los Cuentos Negros y del Libro de Versos, en los cuales estoy trabajando con todas mis fuerzas"... De paso observe usted que el volumen de poesías de Silva, pobremente editado en España y que ambos conocemos, no lleva por desgracia el título de la voluntad de su autor le daba.

   "Cabe aquí evocar un doloroso recuerdo particular. En las primeras horas de la mañana del domingo 23 de mayo de 1896, fui uno de los primeros amigos que, consternados por la fatal noticia, llegaron a la casa de José Asunción. Se me introdujo a su alcoba. Todavía el cadáver no había sido colocado en el ataúd. Incorporado en el lecho, sostenido por almohadas, un brazo recogido sobre el pecho y el otro extendido sobre la sábana, Silva, la cabeza de Cristo ligeramente tronchada sobre el hombro izquierdo, los ojos abiertos, parecía, en efecto, "interrogar las sombras de la muerte". Una paz sobrehumana se reflejaba en su rostro de cera. Pocos instantes después doña Vicenta, la madre del poeta, nos comisionaba a don Luis Durán y a mí para hacer una visita en la oficina de José Asunción. Esa oficina, que por su decoración y mobiliario se diría la de un empresario de teatro y no la de un fabricante de baldosines, la conocíamos bien. En un cajón del escritorio encontramos una libreta de cheques del Banco de Bogotá. Ansiosamente la examinamos. El talón del último cheque estaba girado a favor del administrador de la fábrica, para pago de obreros el sábado anterior. El último cheque, girado también en el día de su muerte, decía textualmente así: "A favor de Guillermo Kalbreyer, florista. Un ramo de flores para Chula, $ 4.oo". La Chula era el nombre de cariño que en la casa se daba a la hermanita menor de José Asunción, hoy señora doña Julia Silva de Brigard. Hecho el balance sobre la misma libreta, descubrimos que el saldo disponible en el Banco alcanzaba a pocos centavos. El valor de las flores obsequiadas a su hermana, representaba todo el capital de Silva en el día de su muerte.

   "A propósito de su permanencia en Caracas, me dice Silva, también en la carta que he citado, y la que me sería grato que fuese leída en su original por usted: "Aquí me han recibido como no merezco. No sé cómo hacer para devolver atenciones y bondades y fiestas. El país va bien, rebosa de oro, tiene el sentimiento del arte y adora la buena literatura. En Bogotá hay muchos que creen lo contrario en lo referente a los dos últimos puntos; pues bien, están equivocados de medio a medio".

   "No existiendo detalles inconducentes cuando se trata de fijar los rasgos definitivos de una personalidad que ha entrado ya en la historia, debo contarle que Silva aborrecía los licores fuertes y alcoholizados; en cambio, fumaba cigarrillos egipcios de manera aterradora. Era en extremo reservado en sus aventuras amorosas y nadie jamás lo vio en Bogotá en correrías galantes, comunes a jóvenes de su edad; yo, por ejemplo, no podría decir a usted con certidumbre que conozca el nombre de una mujer que pudiera haberlo interesado, y muchas veces me he preguntado si Silva conoció el amor sólo al través de los libros o de una sola y única mujer, cuyo nombre se ignorará siempre. Finalmente, Silva era predicador constante de la energía y del cultivo de la voluntad; de ahí, para mí, el aspecto más doloroso de la tragedia: desde hacía meses, antes de su muerte, Silva veía desquiciarse su mentira vital; el disparo que lo mató sólo fue punto final de un largo drama interior que, como sucede siempre en casos semejantes, pasó inadvertido para el público, para su familia y para sus amistades.

   "Por la razón que acabo de apuntar, permítame usted que rectifique un detalle que no carece de importancia, de su magistral estudio. Relata usted que Silva, después de haberse hecho indicar por su amigo el doctor Juan E. Manrique el sitio exacto ocupado por el corazón, regresó a su casa y se vistió de frac para morir. Es lo cierto que aquella consulta tuvo lugar muchos días antes de su muerte. En la noche fatal, la familia de Silva recibió la visita de algunas amistades. Durante ella José Asunción se mostró, más que de costumbre, regocijado y espiritual. Avanzada la noche se retiraron los amigos de la casa. ¿Qué pasó en seguida?... Al día siguiente, al llevarle el té, Mercedes, la vieja sirvienta, descubrió el drama. En un cenicero, en la alcoba, se encontraba gran cantidad de colillas de cigarrillo, lo que hace pensar que Silva se mató en las primeras horas de la madrugada. Ni una carta, ni una palabra de adiós. Para ejecutar con más facilidad su gesto, había quitado saco, chaleco y camisa y había vestido su camisa de dormir, conservando el pantalón, negro a finas rayas blancas, las medias punto de seda -de moda entre los dandys de la época- y los zapatos charolados. En este trajo lo pusimos en el ataúd, con él se le hizo luego la autopsia legal y fue sepultado en el cementerio de los suicidas, sitio maldito para el Bogotá de entonces, como usted lo anota muy bien.

   "Seguro estoy que usted aceptará gustoso esta rectificación, que suprime el gesto teatral del frac, leyenda que debió de sorprenderle a usted cuando le fue relatada, que me ha sorprendido a mí, y que haría sonreír a Silva, quien gustó siempre del tacto, de la mesure y de las actitudes discretas. No se admire usted de que guarde tan exacto recuerdo de estos detalles indumentarios: no existe ninguno en este drama que se haya borrado de mi memoria. Vestido como dejo apuntado vi a Silva en su lecho de muerte y luego en el cementerio cuando, antes de sepultarlo, el enterrador levantó la tapa del ataúd para extender una capa de cal sobre el rostro del poeta. En esos instantes vino a mi memoria la última estrofa de 'Psicopatía', que usted recuerda:

... Y no descansará sino hasta el día
En que duerma a sus anchas
Lejos del mundo y de la vida loca,
En un negro ataúd de cuatro planchas
Con un montón de tierra entre la boca.

   "Repitiéndole el hondo interés con que lo he leído, me es particularmente grato suscribirme de usted como su muy atento servidor y admirador constante.

E. CUERVO MARQUEZ".

 

EMILIO CUERVO MARQUEZ

JOSE ASUNCION SILVA,
SU VIDA Y SU OBRA
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Ce sont mes éternels désirs de grandeur
qui me tuent...

(Journal) MARIE BASHKIRTSEFF

   Señoras, señores:

   Dos siglos después de fundada, la noble ciudad de Santafé de Bogotá en cuyo blasón el rey puso, en campo de azur, el águila negra y las granadas de oro, había ganado fama de ciudad letrada, y el santafereño, abuelo del bogotano actual, de gustar del epigrama y de los escarceos de la casuística, de la litis y de la política, como de ello dan fe las Relaciones de Mando virreinales. No en vano su fundador, el animoso don Gonzalo Ximénez de Quesada, había sido, no simple aventurero como tantos otros conquistadores, sino licenciado cordovés, y no en vano tampoco él murió envenenado por los golillas en el ignominioso juicio que ante la Real Audiencia le siguieron por malversación de caudales públicos. El y sus compañeros; entre los que se contaban navarros, castellanos y sobre todo andaluces, imprimieron a la naciente ciudad, entonces y más tarde al importar de la península sus mujeres y haciendas, oidores, escribanos y alguaciles para sus tribunales y religiosos para los conventos que empezaban a fundarse, una modalidad espiritual que aún perdura.

   Aquella base racial, sensiblemente modificada por el cruzamiento con la raza aborigen, altiva y sumisa a un tiempo mismo, y en el decurso del tiempo modelada por el medio que habría de servir de escenario a su desenvolvimiento, marca el origen de la mentalidad bogotana; y no me atrevo a decir "colombiana", pues salta a la vista que diferencias étnicas y de situación geográfica, han creado dentro de la nacionalidad colombiana características divergentes.

   A la sombra del convento y de la Real Audiencia; bajo la autoridad del virrey y del arzobispo, del oidor y del prior del convento; entre el papel sellado y el peripato, el olor de incienso y la jícara de espumoso chocolate; conociendo por regocijos populares las fiestas religiosas o las ofrecidas por el virrey con ocasión del nacimiento de princesas o jura de monarcas españoles, en lo más profundo de un país montañoso y bravío sin comunicaciones con el mar, a donde no llegaban sino amortiguados de tarde en tarde los ruidos del mundo, como a una cartuja o fortaleza enclavada en lo más enhiesto de los Andes, se deslizó durante tres siglos la vida de nuestros antepasados. Esos muertos hablan en nosotros todavía.

   Y así vemos cómo poco a poco llegó a cristalizarse en este apartado rincón de América el trasplante de aquella pintoresca y rancia sociedad española que tan bien nos han pintado Goya en sus cuadros, don Ramón de la Cruz en sus sainetes, Bécquer y Zorrilla en sus leyendas, y más tarde Pérez Galdós en sus famosísimos Episodios nacionales. En las crónicas de la época, y especialmente en El Carnero de Rodríguez Freile, yacen ricos veneros que no habrían desdeñado explotar los ingenios nombrados. Bogotá ha sido en todo tiempo a manera de crisol en el que se funden y amalgaman de continuo los elementos llegados de provincia y aun del extranjero. A la vuelta de dos generaciones, y hasta de una, de él sale un tipo invariable y sui generis: el bogotano.

   La guerra de Independencia y la libertad que la siguió apenas modificaron las condiciones de vida en lo que hasta ayer había sido capital del virreinato: la naturaleza es lenta en sus obras y la evolución de los espíritus corre parejas con la de las estratas geológicas. El pensamiento, que acababa de redimirse del peripato como de un aro de hierro que lo oprimiese, buscaba ahora expansión en la lucha política. La imprenta no serviría ya para imprimir novenas y vidas de santos sino para publicar panfletos que herían como dagas: el Semanario de la Nueva Granada, del gran Caldas, es excepción de la regla común. Después de diez años de lucha a muerte, el momento no era favorable para la eclosión de la obra literaria. Sin embargo, como estrella errante en cerrada noche, brilló un instante en esta época Vargas Tejada, el joven conjurado del 25 de septiembre, conLas Convulsiones, juguete de real valor cómico, que se diría inspirado en Fernández de Moratín. Después todo volvió al silencio.

   En el curso de los años siguientes y en el trajín del periodismo doctrinario, los escritores aprendieron a cuidar su estilo y trataron los asuntos más elevados en lenguaje castizo y elegante. Esto hizo decir que en el fondo de todo colombiano existe un dramático y un purista: no en balde fue Bogotá cuna de Venancio Manrique, de Ezequiel Uricoechea, de Rufino J. Cuervo y de Miguel Antonio Caro. El aislamiento geográfico que ya hemos apuntado, permitió en efecto que en la ciudad capital se conservase bastante puro e incontaminado el idioma. Cabe aquí observar la influencia que el pensamiento francés, a partir de Los Derechos del hombre y de la obra de los enciclopedistas, ejerció sobre los escritores colombianos y, en general, sobre las ideas -la guerra de Independencia fue consecuencia de la Revolución francesa- y la que ha sido siempre más honda que la ejercida por los escritores españoles. No que se dejara de leer a Cervantes, a Calderón o a Lope de Vega, o que se ignorara a Quintana, a Espronceda o al duque de Rivas: éstos también tuvieron discípulos e imitadores en el Bogotá de aquella época; pero la influencia de Víctor Hugo sobre nuestra naciente literatura fue más grande que la de Zorrilla, y la de Chateaubriand, mayor que la de Espronceda y Larra. Quizá débase esto a que la producción de los unos, múltiple en los diversos campos de la actividad mental, se prestaba a satisfacer todas las curiosidades, en tanto que la de los otros, limitada a la literatura, serviría especialmente de modelo de lenguaje. El predominio de la influencia anotada, persiste hasta hoy.

   Fue en el último tercio del pasado siglo cuando ya un tanto apaciguada la serie de tormentas políticas que habían acompañado la organización de la República, surgidas las más veces de un batallador idealismo, comenzaron a apuntar los brotes de un movimiento literario, como signos de una sociedad ya refinada. Activo era entonces el comercio de libros con Francia y España. Compañías de teatro extranjeras se habían aventurado a presentar en teatros piezas dramáticas y musicales, aplaudidas en escenas europeas. Personas acaudaladas viajaban al Viejo Mundo y regresaban trayendo sus mobiliarios, sus pianos, sus espejos, su cristal, su porcelana y hasta sus coches y caballos al precio de mil dificultades, pues la mercancía debía subir los empinados Andes izada por cargueros desde el río Magdalena hasta la altiplanicie, lo que significaba que su costo en Bogotá representaba un valor cuatro o cinco veces mayor que el de la misma mercancía en cualquiera otra capital suramericana. Al establecerse la navegación por vapor en el río Magdalena, el comercio de lujo empezó a importar de París y de Londres las últimas novedades de la moda y del buen tono. El que no podía viajar, lo que no era fácil aun cuando dispusiera de medios, se consolaba leyendo narraciones de viajes: Amicis, Dumas y Alarcón tuvieron en Bogotá lectores por millares. Una sociedad elegante y exclusiva, que nada tenía que envidiar a la más exigente de otras partes, abría con frecuencia sus salones en banquetes y saraos, en tanto que en cenáculos más íntimos, jóvenes literatos leían sus producciones en prosa y verso. La influencia del segundo imperio se hizo sentir entre nosotros más que en parte alguna de América.

   Copiosa fue la producción literaria en esta época; pero es preciso convenir que en especial la escrita en prosa no resiste análisis crítico: dentro del género llamado "Artículos de costumbres", muy en boga entonces, sólo podríamos citar dos o tres producciones que deban ser recordadas, pero ellas dan la impresión de ser obra de aficionados, cuyos autores hubieran podido dejar obra sólida y realmente literaria si hubieran querido profundizar más hondamente la veta que explotaban, como lo hicieron Díaz, en La Manuela, e Isaacs, en la María, obras que si bien populares no están exentas de lunares. Pertenecen a esta época la bella oda de José Joaquín Ortiz, Los colonos, digna de Quintana, y el canto a "La Luna", de Fallon, digno de Vigny, que pueden servir de exponente del grado de perfección a que había llegado la poesía colombiana. Pero ni Ortiz ni Fallon dejaron por desgracia verdadera obra poética, en el sentido de que hubieran arrancado a su lira todas las notas de que era ella capaz, al igual de tantos otros bardos y escritores de genio auténtico, a quienes los cuidados e incertidumbres de la vida, por ser su arte no sólo improductivo, sino oneroso, impidieron el cultivo sostenido de su vocación. Igual cosa ha acontecido en el dominio de las bellas artes en general: lo exiguo de nuestro medio y la desproporción entre nuestras capacidades y la dura realidad, mata el estímulo para la producción artística. Donde aquel falta, ésta se agota y muere.

   En efecto, raro es entre nosotros el poeta o el escritor cuya obra literaria, digna de este nombre, alcance a más de un volumen. Entre ellos, bien sea porque su inspiración fue más imperiosa o porque pudieron dedicarse sin trabas al cultivo de la literatura, es preciso de manera especial citar a Pombo, el autor de "Edda", de "Preludio de Primavera", de "Hora de tinieblas", cuya obra honra una literatura; a J. M. Marroquín, autor de Blas Gil, de El moro, de "La perrilla, cuyas novelas pueden compararse con las mejores de autores españoles; a Miguel Antonio Caro, el autor de la "Oda a la estatua de Bolívar" y eximio traductor de Virgilio, quien resiste el parangón con Bello y con Menéndez Pelayo, y a José Asunción Silva, por último, el autor de El libro de versos y de De sobremesa, quien rompió el primero entre nosotros los moldes de la antigua métrica castellana y cuya obra poética ocupa altísimo puesto en la literatura hispanoamericana.

   Es creencia arraigada entre nosotros que el hacer literatura es signo inequívoco de carencia de aquello que llamamos "sentido práctico": al poeta lo aplaudimos a dos manos, puede decirse que lo admiramos, mas descendiendo a las realidades de la vida, no le confiaríamos la gestión de nuestros intereses particulares. Esta creencia popular cerró muchas puertas a poetas y escritores, y Silva fue víctima de ella. Sin embargo, por aberración que se explica por la influencia que desde tiempos remotos ejerció entre nosotros la pluma sobre las masas, el literato, y en especial el poeta, tiene fácil acceso al escenario de la política, no obstante que ésta debiera ser considerada como la ciencia de las realizaciones, y ha conquistado con frecuencia en los comicios no sólo la curul del legislador sino el solio presidencial, lo que ha contribuído a divulgar la creencia de que Colombia es nueva república ateniense y la ciudad del águila negra Atenas suramericana. Debo aquí detenerme y declarar que, como bogotano, me apresuro a renunciar a la parte de honor que pudiera caberme en tan pomposo título. Silva también la habría renunciado.

   Otros aspectos de nuestra compleja mentalidad contribuyen a explicar la contradicción apuntada: la poca importancia que hemos prestado a la competencia en la gestión de los negocios públicos cuando entran en juego los intereses de la política; la confusión que hacemos con frecuencia, en tratándose de cuestiones abstractas, entre imaginación y preparación, brillante y fugaz aquélla, ésta sólida, pero discreta; el no discriminar las formas variadas de la inteligencia y su aplicación profesional y el pensar que aquella luminosa bandera cubre, sin discernimiento, en un mismo haz, las aptitudes del poeta, las del gramático y las del gobernante; la seducción que en nuestra imaginación de origen andaluz despierta el artículo de periódico escrito en estilo vibrante e impecable, la proclama o manifiesto de frases sonoras, el programa político, ampuloso y sugestivo, que será fácilmente calificado de "pieza magistral". Inútil es insistir en que eminentes gramáticos y poetas resultaron apenas mediocres como gobernantes.

   Pero aconteció que no todos los escritores y poetas colombianos se resolvieron -genus irritabile vatum- a abdicar de su personalidad ni a hacer auto de fe con lo más caro que poseían: sus ideas, cuando ellas se hallaban en pugna con las doctrinas de la Iglesia, que eran las del gobernante. Colocado entonces al margen de la vida, el poeta, si carecía de fortuna personal, se lanzaba a la guerra civil, a hacerse matar, como tantas veces ocurrió, o buscaba precario refugio en las oscuras oficinas de un periódico de oposición, y terminaba fatalmente por hallar en los paraísos artificiales, en el fondo de la botella de Verlaine, el olvido de su decadencia. Mas si se resistía a descender la escalera que conduce a los lóbregos sótanos de la bohemia, entonces le era permitido pensar en la Muerte, en dormir bajo de una lápida

el último sueño del que nadie vuelve,
el último sueño de paz y de calma...

* * *

   Fruto de la linajuda estirpe, José Asunción Silva nació en Bogotá el 27 de octubre de 1863. Fueron sus padres don Ricardo Silva, acaudalado comerciante y al mismo tiempo ático autor de artículos de costumbres, y doña Vicenta Gómez de Silva, en quien la hermosura iba de par con el señorío. Abolengo, fortuna, distinción, inteligencia, hicieron de aquel matrimonio ornato de la alta sociedad bogotana de su época. Era José Asunción el mayor de sus dos hermanas, Elvira y Julia, que heredaron de su madre ingenio, virtud y belleza, e hizo sus primeros estudios en el colegio regentado por don Ricardo Carrasquilla, el apreciable escritor que con Marroquín, Vergara y Vergara, José David Guarín, Caicedo Rojas, Eugenio Díaz y el mismo Ricardo Silva, formaba parte de las tertulias literarias de "El Mosaico", en donde Gutiérrez González leyó, por primera vez, su bella poesía "El cultivo del maíz". Corta fue su permanencia en aquel plantel, y muy joven entró a colaborar en el almacén de artículos de lujo de su padre, ya que algún día él tendría que manejar el negocio que hacía vivir a la familia.

   No por trajinar con facturas y letras de cambio, dejó Silva de lado el cultivo de los libros. Movido por temprana e irresistible vocación, dotado de múltiples facultades, en la rica biblioteca de su padre halló los maestros que comenzaron a modelar su inteligencia y a pulir su gusto literario. El dinero, ¡los libros!, he aquí los dos términos, en apariencia opuestos, en que él cifró su vida desde que salió de la infancia hasta la muerte. Durante el día, el tráfago y el roce mercantil, prosaico de suyo aun cuando sus manos manejen frascos de perfume, finas telas de seda y estatuitas de bronce; durante la noche, la evasión del espíritu, el libro del autor favorito, la página blanca en donde verterá su pristina inspiración: así escribió su primera poesía, "Crisálidas":

...al dejar la prisión que las encierra
¿qué encontrarán las almas?

   Fácil es ver en ella la influencia de Bécquer o de Querol. Es su primera manera. Años después vendrán las aguas fuertes, aquellas "Gotas amargas" escritas bajo la inspiración de Schopenhauer y de Baudelaire:

...un desaliento de la vida
que en lo íntimo de mí se arraiga y nace,
el mal del siglo... el mismo mal de Werther,
de Rolla, de Manfredo y de Leopardi...

   En esa época Silva, sabiendo que escribiría en castellano y que el castellano sería su instrumento de labor, estudió los mejores autores españoles, pero preciso es confesar que, aparte de la riqueza en la rima, escasa es la huella que de ellos podamos descubrir en su obra poética. Su espíritu independiente se acomodaba difícilmente a los moldes clásicos de la métrica en uso hasta entonces, y deseando verter ideas viejas en moldes nuevos,

soñaba en ese entonces en forjar un poema
de arte nervioso y nuevo, obra audaz y suprema.

   Al cumplir Silva veinticuatro años, su padre lo envió a Europa a fin de estudiar la posibilidad de ensanchar el negocio con la apertura de nuevos créditos y de renovar el surtido de mercancías. Estuvo en Londres, pero la mayor parte de su estada la hizo en París, cuyo ambiente le era familiar por sus lecturas desde mucho antes de su viaje. Después de un año de ausencia, regresó a Bogotá. Su permanencia en Europa, que parece no contribuyó de manera especial al desarrollo de los negocios, fue decisiva para marcar rumbo preciso a su inspiración. Más lejos aún: ella despertó en el joven poeta y comerciante bogotano una sed de aspiraciones difíciles de realizar con mediana fortuna, que no habría de apagarse ya.

   Coincidió aquel viaje con la merma del capital paterno por causa del papel moneda de curso forzoso y del empobrecimiento general. Los beneficios derivados en el negocio, de mercancías, apenas alcanzaban para atender a los gastos de la familia, de suyo elevados a causa de su posición social. En estas circunstancias murió don Ricardo, y quedaron así al cuidado de José Asunción su madre y sus dos hermanas. Comenzó entonces para él nueva vida. Hasta la ruina definitiva, ocurrida varios años después, se dedicó a mantener en pie un edificio vacilante, ocultando a los suyos sus preocupaciones materiales, cuidando de sostener el tren de su casa en el mismo nivel de hasta aquí épocas de opulencia. Fueron seguramente, éstos para Silva años de lucha atroz, que nadie conoció. El arte fue para él entonces carro de luz que lo transportaba, acompañado de mujeres de leyenda, a sitios prestigiosos y lejanos que ya nunca habitaría. Nace de aquí que su obra literaria sea esencialmente exótica e imaginativa.

* * *

   Era Silva entonces, y hasta el fin de su vida lo fue, de impecable y aristocrática apostura. Ojos negros y luminosos, nariz aquilina, tez pálida, boca bien dibujada, bigote y barba negros y sedosos, partida ésta en dos como la de los ismaelitas nobles. Vestía siempre de negro y calzaba con esmero. La cabeza cubierta por el hongo carmelita con cinta negra. En la indispensable corbata blanca, picaba un alfiler con brillante del que pendía una perla en lágrima. Las manos blancas, de uñas pulidas y recortadas en almendra, porque Silva, que se pagaba mucho de su persona, tenía entre todas dos pueriles vanidades: la de sus pies y la de sus manos. "Todo respiraba en él -escribe el ilustre Guillermo Valencia- distinción y rareza: tenía del Des Esseintes, de Huysmans y del Dorian Gray, de Oscar Wilde; del señor de Phocas, de Juan Lorrain, y del infatigable creador Pío Cid, de Angel Ganivet". Y el crítico español, Eduardo Zamacois, añade: "Así debió ser, efectivamente, a juzgarle por los dos únicos retratos que de él se conservan".

   Al regresar Silva a Bogotá, parecía que todas las aspiraciones le fueran permitidas. Su posición social, su inteligencia, su apostura, el mismo prestigio que entonces daba a un joven el haber hecho un viaje a Europa, le hubieran abierto, si lo hubiera querido, posibilidades desconocidas para otros. Pero con un gesto de altivo desdén, él optó por confinarse en su torre de marfil. Como Phinées al regresar a Jerusalén, él hallaba que su patria se alimentaba de casuismo religioso y político, y que a la lucha de la ágora era preferible la religión de la belleza. De esta suerte, los años corrieron para el poeta amando en imaginación el lujo de las artes, los placeres de una civilización feliz, las mujeres que forjaba su fantasía, y murmurando quizás, en el silencio nocturno de su gabinete, el verso del poeta:

La libertad más dulce que el imperio
y más hermosa que el laurel la oliva!

   Silva se hallaba en esta época en la plenitud de su talento. Una larga preparación había fijado su orientación literaria. Vientos de revolución agitaban el mundo de las ideas en los dominios de la filosofía y del arte en general. Oscar Wilde y Ruskin en Inglaterra; D'Annunzio y Ferrero en Italia; Blasco Ibáñez en España; Eça de Queiros en Portugal; Schopenhauer en Alemania; Rubén Darío en Centro América; en Rusia Tolstoi, María Bashkirtseff y Dostoievsky, en Francia Bourget, Baudelaire, Verlaine, Renan, Zola, Maupassant, los Goncourt, Barrés, Leconte de Lisle, Taine y Anatole France, aparecían como los maestros de la escuela que derribaba los viejos ídolos románticos. La ciencia invadía el dominio de la literatura, y la sicología lanzaba un rayo de luz sobre la oscuridad de la conciencia. Se animaron entonces los personajes de la historia, y los creados por la imaginación vivieron vida normal, como la nuestra. Silva no se afilió a escuela determinada -neoclásicos, simbolistas, decadentes, parnasianos- y dejó que el capricho fuese el guía de su inspiración. Romántico, dirán unos, citando los "Nocturnos"; naturalista, afirmarán otros, mostrando las "Gotas amargas". Quizá debemos dejar de lado las definiciones, y declarar que Silva fue solo poeta.

   La obra poética de Silva no es extensa, debido a lo corto y a lo agitado de su vida, para que la huella apuntada sea en ella perceptible. Mas basta leer De sobremesa para adivinar la influencia que en su novela, que ha sido calificada de artificiosa, ejerció la técnica de los hermanos Goncourt y de D'Annunzio. Ella nos revela, al par que la rara cultura artística y literaria de Silva, su exaltación ardiente por una mujer joven, hermosa y muerta, calificada por sus admiradores de "divinidad viviente" y a quien él conoció al través de su Diario: María Bashkirtseff. Si a la fuerza debiéramos poner un nombre de mujer a la inspiradora del "Nocturno", pienso que el de la joven escritora rusa no debe ser olvidado. La apasionada admiración del artista por la dulce muerta, fluye al través de la novela citada. ¿La página siguiente no es acaso un "Nocturno" en prosa? Es Silva quien habla por la boca de Fernández:

   "Jamás figura alguna de virgen, soñada por un poeta, Ofelia, Julieta, Virginia, Graziella, Evangelina, María, me ha parecido más ideal ni más conmovedora que la de la maravillosa criatura que nos dejó su alma escrita en los dos volúmenes que están abiertos ahora, sobre mi mesa de trabajo y sobre cuyas páginas cae, al través de las cortinas de gasa japonesa que velan los vidrios del balcón, la diáfana luz de esta fresca mañana de verano parisiense... El amor que a la Bashkirtseff profesamos algunos de hoy, tiene como causa verdadera e íntima que ese Diario, en que escribió su vida, es un espejo fiel de nuestras conciencias y de nuestra sensibilidad exacerbada. Hay frases de aquel Diario que traducen tan sinceramente mis emociones, mis ambiciones y mis sueños, mi vida entera, que no habría podido jamás encontrar yo mismo fórmulas más netas para anotar mis impresiones... ¡Feliz tú, muerta ideal, que llevaste del universo una visión intelectual y artística y a quien el amor por la belleza y el pudor femenino impidieron que el entusiasmo por la vida y las curiosidades insaciables se complicaran con sensuales fiebres de goce, con la mórbida curiosidad del mal y del pecado, con la villanía de los cálculos y de las combinaciones que harán venir a las manos y acumularán en el fondo de los cofres el oro, esa alma de la vida moderna! Feliz tú que encerraste en los límites de un cuadro la obra de arte soñada y diste en un libro la esencia de tu alma, si se te compara con el fanático tuyo que a los veintiséis años, al escribir estas líneas, siente dentro de sí bullir y hervir millones de contradictorios impulsos encaminados a un solo fin, el mismo tuyo: ¡poseerlo todo! ¡Feliz tú, admirable Nuestra Señora del Perpetuo Deseo!" 7.

   La revolución de ideas y de procedimientos que he acabado de bosquejar, trajo como consecuencia la necesidad de renovar, en la poesía, los moldes antiguos. En lo tocante a la poesía castellana, las nuevas generaciones, sin querer renegar del todo de la métrica que tradujo la inspiración de sus más grandes poetas, hallaban ahora que ella era deficiente como única forma de expresión de las tendencias innovadoras. Fue Rubén Darío el primero que, desde París, lanzó a la América hispana con su hermosa "Marcha Triunfal", el pregón de la nueva escuela. Cabe aquí apuntar que en ese mismo momento -y como si el viento llevase por sobre los mares el polen renovador- Silva, en el distante Bogotá, domaba nuevos metros y escribía aquel "Nocturno" del que hablaré adelante, único en su clase en castellano, que sólo puede hallar paralelo en "El cuervo" de Poe.

   Ya entonces Silva, como si la sola poesía no bastara para exteriorizar todo su pensamiento y necesitase de forma más amplia, aunque menos sugestiva de expresión, había comenzado a escribir una serie de novelas cortas, cuyos personajes en unas y otras irían unidos por hilo sutil, y que reuniría en uno o más volúmenes con el título de Cuentos negros. El destino adverso que parece presidió a la vida de Silva, hizo que los manuscritos de aquella obra se perdieran en el naufragio del vapor Amérique, cuando más tarde regresaba de Caracas a Bogotá. Recuerdo el título de dos de las novelas desaparecidas: Del agua mansa... y Un ensayo de perfumería. Pérdida grande fue ésta para la literatura colombiana.

   Todo haría pensar, en las condiciones que he ensayado de bosquejar, que no obstante su vacilante situación financiera, la vida de Silva podía todavía correr en Bogotá perezosa y sosegada, como la de tantos otros que también escribieron allí versos y fueron escritores y poetas de renombre. Todo lo tenía, salvo una situación desahogada de dinero; ¿pero acaso todo mundo debe ser rico, y deja, si no lo es, de vivir como los otros hombres? Verdad es; mas grave error sería el de medir a Silva con el mismo metro con el que medimos al hombre de la calle.¿Qué era Silva?, ¿en qué creía?, ¿cuáles fueron sus reacciones ante el medio?, ¿qué parte se asignó en la vida? El se encarga de responder a estas preguntas en Carta abierta 8:

   "Es que usted y yo, señora, más felices que los otros que pusieron sus esperanzas en el ferrocarril inconcluso, en el ministro incapaz, en la sementera malograda o en el papel-moneda que pierde de su valor, en todo esto que interesa a los espíritus prácticos, tenemos la llave de oro con que se abre la puerta de un mundo que muchos no sospechan y que desprecian otros; de un mundo donde no hay desilusiones ni existe el tiempo; es que usted y yo preferimos al atravesar el desierto los mirajes del cielo a las movedizas arenas, donde no se puede construir nada perdurable, en una palabra, es que usted y yo tenemos la chifladura del arte, como dicen los profanos, y con esa chifladura moriremos... Los dos hemos escogido en la vida la mejor parte, la parte del ideal, la parte de María, y mientras que Marta prepara el banquete y lava las ánforas nosotros, sentados a los pies del maestro, nos embelesamos oyendo las parábolas".

   Al abordar aquí el punto neurálgico de la vida de Silva y el origen mismo de su drama interior, más intenso que el de su muerte, preciso es dar una ojeada al escenario en donde en suerte le tocó representar su papel. Ya tuve ocasión de apuntar el lento desenvolvimiento de las transformaciones naturales. Las sociedades no escapan a esa regla: la evolución de su idiosincrasia es también lenta y no se precipita por el progreso. Pueden cruzar los aviones el espacio y las ondas inundar de armonías la choza perdida en lo más cerrado de la montaña: tan magnas realizaciones tendrán poca influencia sobre los espíritus. El temperamento de una ciudad no varía fácilmente, al igual de lo que ocurre en el hombre.

   Al finalizar el siglo XIX poca diferencia existía entre el Bogotá de esa época y el Santa Fe del siglo XVII: la misma distancia abrumadora de todo centro civilizado, propicia para el establecimiento de una rancia dictadura sobre las conciencias y obstáculo a la difusión de la cultura general; las mismas escalas sociales: arriba, una sociedad refinada, abajo, la gran masa ignara que se movía como una marea a la voz de los caudillos; el mismo ambiente de convento y de salón de baile, de cuartel y de academia, de insustancialidad y de aticismo; la misma censura en las ideas; la misma pobreza mental en la enseñanza, y para repetir la frase de Arguedas "el mismo cansancio de la vida de ciudad pequeña donde ningún hombre es de veras libre". Sólo la imaginación de Wells podría concebir el trasplantar a Byron, en su integridad síquica, a la Ginebra de Calvino. ¿Cómo concebir a Silva, que había visitado a Londres y París en su época más brillante, cuyo cerebro se había nutrido en Renan, en Wilde, en Baudelaire, transportado en la máquina para recorrer el tiempo al SantaFé del virrey Eslava? Y sin embargo, y por inverosímil que parezca, tal fue lo que aconteció. Ni el comercio de ideas que él mantenía con reducido número de amigos, ni el esplendor de nuestra naturaleza, ni la hermosura de nuestras mujeres, ni la belleza incomparable de nuestras noches, lograron colmar la ansiedad de su alma atormentada.

   De otro lado, no debe olvidarse que en aquel entonces, más que hoy, el escritor estaba divorciado del público por falta de vehículo que sirviera de transmisor de ideas: el periodismo, que no conocía el desarrollo actual, era escaso y dedicado sólo a conducir campañas de política doctrinaria o candente, como reflejo del estado de los espíritus tras repetidas luchas civiles; el libro en general, y en especial el de autor nacional, carecía de mayor circulación; revistas como el Papel Periódico Ilustrado, fundada por Alberto Urdaneta, quien dejó en esa simpática empresa su fortuna personal, y el Repertorio Colombiano, de incierta aparición, puesto que su edición era costeada por sus colaboradores, habían naufragado en la bancarrota: ¿y cómo hubiera podido ser de otra manera? El poeta debía contentarse con recitar sus versos en cenáculos de amigos o con publicarlos en hojas de vida efímera, que hoy eran y mañana desaparecían olvidadas.

   El desequilibrio entre Silva y su medio parece que estaba, como se ve, consumado. Pero no era ésto todo. Silva, que poseía muchas relaciones, carecía de amigos. Los que hubieran podido serlo por su elevada posición social, eran en lo general jóvenes que no entendían de literatura, a quienes poco interesaban, salvo algunas de las "Gotas amargas", los versos de aquel tipo un tanto excéntrico, que no gustaba del licor, que no había aceptado el hacerse socio del Jockey Club, que no daba puñetazos y que era incapaz de montar un potro bravío y de ganar la carrera de honor en el hipódromo de la Magdalena. Los que pudieran haberlo sido por confraternidad literaria, o eran viejos maestros que habían segado sus laureles en los huertos clásicos, miembros de la Academia Colombiana de la Lengua, correspondiente de la Real Española, y que miraban con desconfianza al joven innovador que ya se había encargado de proclamar que los críticos, ¡oh manes de Tamayo y Baus!, no lo entenderían, o eran jóvenes llenos de talento, representantes del chiste bogotano, que hacían chispeantes epigramas y hablaban de literatura en fumosos bodegones, en torno de la mesa guarnecida de copas. En cuanto a las mujeres, ¡oh, no todas, felizmente!, que juzgaban a Silva afeminado -no obstante su negra barba que él acostumbraba acariciar con su mano blanca, en tanto que de soslayo se miraba en el vecino espejo- se mordían los labios al oírlo recitar, con el ritmo onomatopéyico que le era peculiar, "Los maderos de San Juan" o el "Día de difuntos". Inútil decir que los banqueros desconfiaban de aquel comerciante desesperanzado que había escrito "Psicopatía" y "Mal del siglo", y con palabras amables, pues eran sus amigos, le negaban nuevos créditos.

   De esta suerte, Silva sintió poco a poco que el vacío se hacía a su alrededor, que él era como extranjero en su propia ciudad, ya que nada le interesaba de lo que constituía el motivo de vivir de sus paisanos. Así puede explicarse que el medio ambiente que no oxidó las cuerdas de la lira ni puso puntos trágicos en la vida de Caros, Ortices, Fallons y Pombos, terminó por asfixiar a quien no pudo asimilarlo. Silva, entonces, se refugió más que nunca en su mundo interior, en el afecto de los suyos, en el cultivo de los libros, en una intensa producción, y tuvo como amigos, a más de algunos jóvenes poetas y escritores que hicieron luego la gloria de su generación, a tres o cuatro muchachos, sin pretensiones literarias y recién salidos de la universidad, en cuyo número me conté.

   En nuestra amistad con Silva hubo una parte de sincero afecto personal y otra de ingenua admiración por su obra literaria. Nos veíamos con frecuencia. Era hoy en matinal paseo al jardín de San Diego, en donde sentados en un banco, a la sombra del salvio que le ha sobrevivido, nos recitaba la última poesía retocada en la noche, o disertábamos "sobre lo bueno, lo bello y lo verdadero" a propósito del último volumen recibido por la Librería Nueva. En otras ocasiones, al azar de un encuentro callejero, nos daba cita para la noche en su residencia de la calle 12. ¡Cuán lejos se me aparecen ahora, después de tantos años y desde mi retiro de París, aquellas deliciosas tenidas! Aún veo el amplio cuarto de estudio. Discreta luz, mullida alfombra, un diván de seda roja. Contra los muros, anaqueles con libros. Al frente, una reproducción de arte de la Primavera, de Botticelli. En el centro, el amplio escritorio, sobre el cual se veían algunos bronces, el bade de tafilete rojo con el monograma en oro del poeta, revistas extranjeras. Diseminados aquí y allá; sillones de cuero, y gueridones con imponente cantidad de ceniceros, pues quienes allí nos reuníamos, a comenzar por el dueño de la casa, éramos fumadores empedernidos. Después de media hora de charla, Silva daba comienzo a la lectura. Previamente se había graduado la luz de la lámpara y se había puesto a nuestro alcance un velador en el cual invariablemente se veían una caja con cigarrillos egipcios, algunas fuentes con sandwiches, un ventrudo frasco con vino de Oporto -que debo confesar no era producto Gilbey- y tres copas: Silva no bebía nunca vino ni licor; en cambio, fumaba de manera aterradora.

   Aún me parece verlo y oírlo en aquellas inolvidables lecturas. Bien se tratara de uno de los "Nocturnos" o de un capítulo de los Cuentos negros, su bien timbrada voz variaba de inflexión según el ritmo del verso y de su sentido o del diálogo entre sus personajes, marcando los adjetivos, como para hacer resaltar su justicia. Poco a poco su voz se animaba. Una atmósfera de vida rodeaba sus creaciones, y en tanto que la lectura avanzaba y que una a una se doblaban las páginas del manuscrito, extendido en aquella hermosa letra pareja y arcaica que no varió nunca, nosotros vivíamos la vida de sus personajes y bebíamos la emoción de sus versos.

   A su conjuro, la estancia, convertida para nosotros en maravillosa Alhambra, se poblaba de visiones: dulces niñas pálidas o enfermas: mujeres de ensueño de frente pensativa y de olor de reseda o consumidas por infinitas amarguras; hidalgos de espadín y gola; novias envueltas en diáfanos cendales; seres devorados por el mal de pensar, hermanos de Werther, de Rolla y de Manfredo, y otros, como don Juan, calaveras sin dios, ni rey, ni ley, perdidos en crápulas y excesos; priores de convento; extraños sabios alemanes; emperadores de la China que divagaban con Juan Lanas, el mozo de cordel, con Cenicentilla y con el pobre Juan de Dios... Hasta las altas torres del palacio encantado subían acordes de serenatas, rumor de furtivos besos, gemir de distantes campanas cuyo eco pasaba sobre húmedos bosques otoñales... Poco a poco en los rincones se iban despertando los duendes dormidos y los personajes de los tenebrosos cuentos infantiles se adivinaban en la sombra:

Flota en ella el pobre Rin Rin Renacuajo,
corre y huye el triste Ratoncito Pérez,
y la entenebrece la forma del trágico
Barba Azul, que mata sus siete mujeres.
En unas distancias enormes e ignotas
de oscuros rincones que el miedo visita,
andan por los prados el Gato con Botas
y el lobo que marcha con Caperucita.
Y ágil caballero, cruzando la selva,
do vibra el ladrido fúnebre de un gozque,
a escape tendido va el Príncipe Rubio
a ver a la Hermosa Durmiente del Bosque.
. .

   A las dos, muchas veces a las tres de la madrugada nos retirábamos de casa de Silva, deslumbrados, sintiendo por él la más ingenua y sincera admiración. Silva lo sabía, comparaba nuestro entusiasmo con la frívola o impertinente indiferencia con que más de una vez me escuchado, y se mostraba satisfecho de encontrar en nosotros, estudiantes de veinte años, auditorio fiel, según sus deseos.

   En alguna ocasión sugerí a Silva que escribiera una novela con argumento netamente bogotano, empleando la técnica moderna: los Cuentos negros se desarrollaban, por lo general, en atmósfera extranjera. Quedó pensativo, se acarició la barba, y me dijo:

   -¡Imposible! ¿Sabes lo que acaba de pasarme? Hace días tuve la tontería de escribir unas páginas para el Album del Padre León, que se publicaron, como viste. En ellas, para marcar el contraste entre SantaFé y Bogotá, imagino al Padre León, en tarde de lluvia, cubierto por su inmenso paraguas, bajo un foco de luz eléctrica, a tiempo que pasa el cupé, tirado por una pareja de briosos alazanes, de un ministro del despacho. Y supuse que era ministro el dueño del cupé, pues no podía serlo un escribiente de juzgado. Para acentuar más el contraste entre el ayer, representado por el padre León, y el hoy, por el ministro, entre la pobreza del uno y la ostentación del otro, me aventuré a escribir que el ministro se había ganado no sé cuántos miles de libras esterlinas en un negocio con el gobierno. Francamente te confieso que jamás pensé en una señoría de carne y hueso al escribir mi artículo. ¿Y sabes lo que ha pasado? Que X, X., que es ministro, que tiene coche, -aunque no cupé- y que es mi amigo, se ha considerado aludido y me ha quitado el saludo. Creo que él no me haya leído, pero todo mundo ha corrido a donde él con el chisme, lo que es peor. ¿De dónde sacarías los personajes para una novela bogotana, salvo que se trate de El Alférez Real, si no miras a tu alrededor, para que tengan vida y se muevan como tú y yo? Novela bogotana, teatro bogotano, ¡imposible! Hay que esperar para ello que Bogotá tenga medio millón de habitantes. Aquí todos nos conocemos...

* * *

   Por esta época, precisamente el 6 de enero de 1892, murió en plena juventud Elvira, la hermana del poeta. Más de una vez he creído luego al azar de mis viajes encontrar su radiosa belleza, en la que triunfaba una incomparable armonía de líneas y de colores, en ciertas vírgenes del Perugino o en algunos retratos de Lawrence y de Regnault: pero sólo era fugaz visión que no respondía a la realidad. Su hermosura iba de par con sus condiciones morales: dulzura, viva inteligencia y esa virtud rara e indefinible, el don de atraer simpatías, sin la cual la belleza de la mujer aparecerá orgullosa. Ante su ataúd de raso blanco, que a la luz de lámparas y de blandones vi cubierto de camellas y de orquídeas, hubiera podido evocarse la estrofa del poeta:

A florecer las rosas madrugaron
y para envejecerse florecieron:
cuna y sepulcro en un botón hallaran...

    La muerte de Elvira sumió el hogar del poeta en legítima desesperación, que duró largo tiempo. En ella perdía José Asunción no sólo una hermana queridísima, sino un confidente y un amigo, el más noble y generoso, después de su madre, que en la soledad de su vida, que ya conocemos, él pudiera encontrar. Algún escritor extranjero -cuyo nombre quiero olvidar- que ni conoció a Elvira, ni tal vez a Silva, ni ha estado en Bogotá, para allí documentarse, ha osado afirmar, en escrito que ha levantado polvareda de escándalo, y mostrándose mediano sicólogo, que José Asunción estuvo enamorado de su hermana con amor de pecado. ¿Con qué fundamento crítico? ¿En qué puede basar el escritor su afirmación, que menos mancha al poeta que a su hermana, ya que en este camino también puede sugerirse que él fue correspondido? Aun suponiendo que él inmaterial "Nocturno" -principal prueba aducida por el articulista hubiera sido inspirado por la memoria de Elvira y consagrado a su recuerdo, no se puede en sana crítica, atribuir a aquel poema el sentido que se le presta: basta leerlo. Más bien pienso que el "Nocturno" es grito de dolor abstracto, como suelen serlo los de los poetas, cuya inspiración pudo venir a su autor en el trágico estado de alma que siguió a la muerte de su hermana. Aquel poema no puede ser considerado sino como cristalización de un dolor de artista, y a la infinita amargura que lo inspiró real o imaginaria, no se le puede poner nombre determinado. ¿La Bashkirtseff, Elvira, otra mujer, nadie, tal vez?... Fácilmente concibo que Silva, que era un artista, admirara la belleza de su hermana: ¿por qué no? ¿Qué ley moral o qué código de honor puede prohibir al hombre el admirar la hermosura en su hermana, o en su misma madre? Mas es sacrílego al investigar el origen de un dolor y el arrojar sobre una tumba no flores sino escoria, como lo ha hecho el escritor en que me ocupo. Pero debemos perdonarlo: él ha incurrido en el pecado de ligereza, lo que merma sus títulos de historiador y de literato.

   He creído que la mujer ocupó limitado espacio en el alma de Silva y dudo que hubiera conocido las delicias y las agonías del amor, y menos de la pasión. Nadie supo que una mujer determinada hubiera hablado a sus sentidos o a su corazón, ni nadie lo vio en correrías galantes, comunes a jóvenes de su edad. Las imágenes de mujeres que surgían en su imaginación tienen los contornos imprecisos e irreales de Berenice, de Leonora y de Ligeia. Cuando habla de amor, se adivina que este sentimiento es sólo en él un espasmo cerebral o una exaltación de artista. Más que la mujer y e1 amor, que en su obra en prosa y en verso vemos mezclados con el análisis, con el sufrimiento y con la muerte, preocupan al poeta la inanidad de vivir, la melancolía del recuerdo, la angustia de lo desconocido, las ficciones que pueblan los sueños de la infancia lo que dicen las campanas al gemir en el día de difuntos:

las campanas plañideras
que les hablan a los vivos
de los muertos...

   Para penetrar el secreto del alma de Silva, faltará a su biógrafo la llave de oro que abriría el cofre de su yo más profundo: unas cartas de amor. Ellas no existen. Silva no las escribió nunca. No tenía quizás a quién escribirlas. El hablaba con sus amadas ideales, Heloísas y Margaritas, Beatrices y Lauras, que habitaban castillos de leyenda situados más allá de la vida, al través de sus versos. Es lástima. ¿Cómo conocer a fondo el alma de Musset, de Chopin, de Hugo, de Listz, sin las cartas de amor que de ellos nos han quedado? Aquel precioso documento nos habría descifrado el enigma de su alma torturada, más complicada y sutil de lo que pudo sospecharlo don Miguel de Unamuno, docto rector de la Universidad de Salamanca y mediano prologador de sus versos.

   Dos años han pasado. Un día el vacilante edificio de los negocios vino al suelo. Cruzados los brazos, con su madre y su hermana a su lado. Silva quedó frente a la vida. ¿Qué hacer?... Quizá si se hubiera encontrado solo, habría adelantado en esos trágicos momentos la hora de su muerte; pero él tenía que luchar por los suyos.

   Cabe aquí apuntar que desde su altanero y aristocrático concepto de la vida, Silva, agitándose en dificultades monetarias, continuaba dando buena parte de vulgaridad al éxito monetario, quizá por ser él con frecuencia accesible a espíritus mediocres, y por las abdicaciones que él suele implicar. De otro lado, su genio de poeta y el íntimo convencimiento de la irremediable vanidad de todas las cosas, lo conducían a la inacción, a una abstención no exenta de desprecio en la lucha general por alcanzar honores y dinero. En tanto que los otros se precipitaban al buffet abriéndose paso con los codos, él permanecía alejado discretamente. No era éste el mejor medio de resolver el apremiante problema que le sometía la vida. Las grandes afirmaciones de fe, de justicia, de ideas y hechos trascendentales, se planteaban para él en el vacío, a la manera de barcos que se sostienen en el agua. Su moral, en cambio, se asentaba sobre dos sólidos cimientos: el honor y el arte. Para él una bajeza era no solamente una falta, sino un pecado contra la estética. El habría podido hacer suya la frase de Barrés: "El hombre ha nacido para vivir en la admiración de cosas elevadas".

   Entre tanto era preciso vivir. Ocurrió entonces lo que fatalmente tenía que suceder. Sus ojos se volvieron hacia el gobierno, dispensador omnipotente de toda vida en países como el nuestro. Se le ofreció un empleo diplomático, con mediano sueldo. Silva siguió a Caracas como secretario de Legación. Lejos de mí el formular vanas criticas; pero al pensar en lo que sería hoy su obra literaria si entonces se le hubiera asegurado, come en tantos otros se hacía, un poco de tranquilidad en un medio europeo, vuelven a mi memoria las más tristes palabras que puedan pronunciar humanos labios: ¡pudo haber sido! Cierto es que Silva no era hombre político, y pocos preveían entonces que su nombre habría de dar un día lustre a su patria.

   No obstante su carácter íntimo, creo pertinente reproducir la carta que Silva me dirigió de Caracas: no existe detalle ocioso cuando se ensaya de hacer luz en la vida de quien ya entró a la historia y de fijar sus ideas, sobre todo en tratándose de uno de los raros documentos epistolares que se posean de Silva:

"Caracas, 11 noviembre 1894.

   "Mi viejo Emile:
   "El Heraldo me ha dado noticia de tu instalación como corredor y me ha hecho ver que no duermes en la cacería al real, como dicen aquí. Voy por ésta a poner en juego tu no desmentida actividad y tu cariño por mí en un asunto de tu oficio de hoy, y como time is money, al grano...
   "Como lo habrás comprendido, se trata de la conversión de mis sueldos, que al reducirlos a oro al 300, quedan reducidos a una cosa exigua y que de este modo se aumentarán. Inútil creo encarecerte, mi viejo Emile, sabiendo el interés que tienes por mí, que trate de conseguirme esa moneda lo más barata que se pueda. Cada real que me economices en la compra será un real para encargar a Europa libros y revistas con qué bestializarme, y para apurar la publicación de los Cuentos negros y de El libro de versos, en los cuales estoy trabajando con todas mis fuerzas.
   "Cuatro palabras sobre mi vida aquí. Teníamos razón, viejo, en nuestras charlas de los paseos a San Diego. El primer deber de un hombre que aspire a algo, es salirse de entre el papel-moneda, la política y el mal humor colombiano. No cejes en tu empresa de dejar la tierra.
   "Aquí me han recibido como no merezco; no sé cómo hacer para devolver atenciones y bondades y fiestas. El país va bien, rebosa de oro, tiene el sentimiento del arte y adora la buena literatura. En Bogotá hay muchos que creen lo contrario en lo referente a los dos últimos puntos; pues bien, están equivocados de medio a medio.
   "Por uno de estos correos próximos te escribiré contándote muchas cosas que te interesarán grandemente. Hoy sólo me queda tiempo para suplicarte que saludes cariñosamente en mi nombre a tu madre (c. p. b.), que le digas que confío en que irá frecuentemente a ver a Vicentica 9, y a Julia. Dos buenas abrazos a Ravachol Plata 10 y al carabín Vargas Suárez 11. y para ti mi cariño de siempre.

José A. Silva".

   Las palabras de Silva confirman, sin necesidad de más amplios comentarios, el desequilibrio existente entre el medio y su mentalidad. Ese desequilibrio él lo sentía y lo lamentaba. Más de una vez ensayó con firme voluntad el adaptarse, pero fue en vano. Su imaginación estaba en París. En esa lucha, él tendría que sucumbir. De ella no fueron responsables ni la ciudad, ni el hombre.

   Sea ésta la ocasión de recordar que Silva deseaba para su poesías una de aquellas ediciones inglesas, en el estilo de las de Walter Patter, nítidas, severas y elegantes -papel blanco y tinta negra- muy distinta por cierto a la económica que conocemos, impresa en Barcelona, y que ni siquiera lleva el título que le diera el poeta. Hallándome en New York en 1902 ocupado en revisar la segunda edición que allí se hizo de mi libro Tierras lejanas, quise cumplir con un deber de amistad para con la memoria de Silva y hacer la edición de El libro de versos según él la deseaba, a cuyo fin me dirigí a la señora madre del poeta dándole cuenta de mi intención y solicitando se me enviaran los manuscritos. En carta fechada en Bogotá el 24 de mayo de 1902, la señora Gómez de Silva me dice:

   "...Mucho sentí el no haber hablado con usted antes de su viaje, respecto a su entrevista con Rivas y a la galante oferta suya de la publicación de los versos de José. Hasta ayer que vino Rivas espontáneamente a traerme todo lo que tenía en su poder, supe por él mismo que no le había entregado nada a usted, lo cual ha sido para mí una verdadera contrariedad, pues conociendo el gran cariño que tuvo usted por José y sabiendo cuán bien conoce y sabe estimar sus producciones, uno de los más grandes alicientes para mí al publicarlas es el que ésto se haga bajo su dirección, la cual me ofreció usted tan galante y desinteresadamente, y que siempre sabré agradecer".

   Circunstancias ajenas a mi voluntad y a la de la madre del poeta, impidieron, por desgracia, la realización de aquel proyecto.

   Los deberes de su cargo como secretario de la legación de Colombia en Caracas; el cultivo de la poesía -allí escribió la bella oda "Al pie de la Estatua"- y el trajín de su obligada vida mundana, no le impidieron mirar a su alrededor en busca del negocio o de la industria que, siendo nuevos en Bogotá y a fin de "librarse de la esclavitud del puesto", pudiera establecer allí algún día. Creyó descubrir lo que necesitaba en la fabricación de baldosines de colores, industria próspera en Caracas. Tras mucho estudiarlo y consultar por cartas sobre la posibilidad de conseguir capital en Bogotá, regresó a Colombia en uso de licencia, guardándose así una retirada para el caso de que sus proyectos no pudieran realizarse.

   En la Guaira se embarcó en el vapor L'Amérique, llevando consigo los manuscritos de los Cuentos negros; mas ocurrió que el barco hizo naufragio al segundo día de navegación, no lejos de las costas colombianas. En el siniestro, que afectó hondamente su sistema nervioso, Silva perdió con su equipaje los originales de sus novelas cortas, que luego no tuvo ocasión de rehacer. Recogido por un velero, regresó a Caracas. "Pero ya sus ojos -escribe Pedro Emilio Coll- no parecían contemplar los mismos horizontes luminosos y hasta en su traje mismo se notaba como un desaire de las apariencias mundanas. Sus barbas descuidadas y su enflaquecido rostro, eran los de un asceta". No había de qué extrañarse: Silva no venía de una gira de placer ni acababa de salir de casa de su sastre.

   Corto tiempo después regresó a Bogotá. Al contemplar desde la ventanilla del tren, en la distancia, los campanarios de la adusta ciudad que él había cantado en "Día de difuntos", seguramente no pudo dominar vaga ansiedad: ¿qué le esperaba allí?... Nueva vida empezó entonces para Silva. Resuelto a adaptarse al medio, que hasta ahora le había sido hostil, quiso rehacerse una mentalidad. Por lo pronto no volvió a escribir; en cambio, fue predicador constante de la energía y del cultivo de la voluntad. Se hablaba poco de literatura con él, entonces. El valor de las materias primas necesarias para su industria le interesaba más que el de las ideas. Quizás era sincero, y obraba bien: él sabía que en estos instantes jugaba una partida decisiva. En la elegante oficina que había tomado en alquiler, se trataban los negocios de la empresa. Los trabajos preparatorios comenzaron. Entre tanto, había vencido el término de su licencia. El industrial había remplazado al diplomático.

* * *

   Se vio entonces al autor de los "Nocturnos" en caballejo de no mucho brío recorrer las calles de la ciudad, en dirección del sitio en donde funcionaría la nueva fábrica. Dios me perdone si todavía pienso que Silva quería así dar a entender públicamente que renegaba de Libros de Caballería y que había ya entrado al rebaño de la burguesía. El, que se había burlado de los hombres prácticos, quiso ahora ser hombre práctico y sustituir la llave de oro que hasta entonces le había abierto la puerta de un mundo donde no hay desilusiones, con la de una caja de hierro. ¡Vano empeño! No se improvisa el hombre práctico como no se improvisa el poeta. Después de vencer no pocas dificultades, logró fabricar algunas docenas de azulejos o baldosines en colores, que se exhibieron en la oficina de la gerencia para incitar los pedidos y como muestrario de la futura producción. Jamás hubo empresario que, como él, mereciera haber conocido el éxito. Pero ya Tanít, traicionada, se aprestaba a vengarse.

   Si durante el día en esta época de su vida -la última- Silva parecía no interesarse sino en las cosas relacionadas con su negocio, en la noche, en su casa, era el mismo de otros tiempos. Brillante causeur, salpicaba sus relatos con citas literarias, con anécdotas picantes, con epigramas incisivos.

   Y así llegó la mañana del domingo 23 de mayo de 1896. A la primera luz de aquel día, mi pobre madre, consternada, entró a mi alcoba y me anunció que Silva acababa de matarse. ¿Era posible? Un compromiso adquirido me había impedido ir a tomar té en su casa la noche anterior, la del sábado. Pronto estuve en su residencia de la calle 14. Pocas personas todavía, debido a la hora matinal. Entre ellas recuerdo a don Luis Durán Umaña, grande admirador de Silva y amigo suyo y de su familia, a quien aquel dirigió de Caracas cartas que luego han sido publicadas.

   Se me introdujo a su alcoba. Todavía el cadáver no había sido colocado en el ataúd. Allí estaba el poeta, a medio vestir, incorporado en el hecho, sostenido por almohadas, cubierto hasta la cintura por los cobertores, un brazo recogido sobre el pecho, el otro extendido sobre las sábanas, la cabeza de Cristo ligeramente tronchada sobre el hombro izquierdo, los ojos dilatados y los labios entreabiertos, como si interrogase a la Muerte. Una paz sobrehumana había caído sobre su rostro de cera.

   Ese era su cadáver: fuente ya agotada, arpa para siempre muda, árbol que no reverdecerá cuando llegue la primavera. ¿Todo había muerto en él? No, felizmente: quedaban unas páginas en las que había vertido su pensamiento, lo mejor de él mismo, que no moriría, ya que sus versos, al través del espacio y del tiempo, podrían despertar una emoción o ser causa de un suspiro.

   La obra poética de Silva no puede considerarse como del dominio exclusivo de nuestra literatura: ella es más bien patrimonio de nuestra lengua. Verdad es que ella no es considerable; pero la obra de arte no se juzga por sus dimensiones. Bastara que de Silva sobreviniera uno de sus "Nocturnos" para que al igual de los de Chenier, de Arvers y de Gutiérrez de Cetina, su nombre fuese digno de figurar en las antologías.

   Otros poetas se complacieron en prolongar su emoción en estrofas magníficas: la musa de Silva pronunciaba en voz leda palabras graves y sugestivas; la inspiración de otros poetas al cantar el amor, por ejemplo, evoca las notas triunfales y los concertantes de Wagner: la de Silva, el piano de Chopin. No debemos confundir. El estro del poeta bogotano no fue el de Olmedo, de Bello o de Heredia; pero en la historia de la poesía, el nombre de Musset vivirá con el de Hugo, el de Reine con el de Goethe y el de Shelley con el de Byron.

   El leitmotiv de su inspiración constituye su originalidad, así como el corte de su verso; y cuando su musa, contrariada, va a llenar su ánfora en la fuente de predios vecinos, el agua pierde su frescura. Así vemos que su oda a Bolívar, "Al pie de la estatua", carece del estro que inmortalizará la de Caro; y que el único soneto que de él conocemos, "Paisaje tropical", no se halla a la altura de producciones similares de muchos de nuestros poetas descriptivos. Pero si otros líricos colombianos han levantado templos de mármol y pulido estrofas en metal más duro, ninguno, salvo quizá Pombo, ha tejido arabescos con más misterioso dibujo y engarzado en la trama enigmas más profundos. Silva, como se dijo de Regnier, acomodó la poesía al ritmo de su vida. El formó sus versos de sombra de noche y de mijares de luz, acordándolos a una actitud de mujer, a una mirada, a un sonido, a un nada sugestivo, ya que sus mujeres no interrumpen el silencio de los mudos coloquios. El las interpreta y les arranca su secreto, como lo hace con el marfilino crucifijo, con la sortija de anticuada montura, con el viejo retablo en donde se deshace la pintura. Allí está Silva en su elemento, aquel es su huerto, en donde no crecen rosas ni laureles, sino pálidos asfodelos. Aquél es su dominio, como el de otros es el jardín antiguo, a la orilla del mar azul, en donde bajo un sol de fuego danzan centauros y ninfas. Pero la antigüedad y la mitología, ya desprestigiadas con justa razón en literatura, nada dijeron a Silva: a la flauta de Pan, él prefería el murmullo plañidero del viento al pasearse en las casas abandonadas. Esta fue su fuerza. Así consiguió dar al verso, rimándolo de la manera que le es peculiar, infinita melancolía y producirnos la impresión de que sus sensaciones son las nuestras al hablarnos de cosas y de emociones que nosotros conocemos como él. Pero esto no es sino arte mágica de poeta: todos hemos visto "un reverbero viejo, un chupo y un pañal", y pensamos que tales utensilios son los mismos inventariados en "Sus dos mesas" ¡Mentira! Los del poeta son inmateriales, producto de un juego de luz, y no tienen semejanza alguna con los que conocemos. Igual acontece con las sensaciones. Tal es el sortilegio del arte. ¿Dónde termina la ilusión? ¿Dónde comienza la realidad? Silva mismo no lo sabía. Su vida se deslizó en una región indecisa, al margen de la luna y de la otra, a mitad quimérica, a mitad verdadera, entre los libros y los cheques de banco, sin conocer la exacta representación de esos dos signos cabalísticos. La realidad se impuso un día, y él tuvo que morir. Como revancha de su genio, sus versos, por los que siente pasar un soplo de la tristeza universal, prolongan su vida en una onda de armonía...

* * *

   ¿Cómo se cumplió el drama? En la noche anterior la familia de Silva recibió la visita de algunos íntimos. Durante ella José Asunción se mostró más que de costumbre, regocijado y espiritual. Avanzada la noche aquéllos se retiraron. Cuando en la mañana del domingo la vieja sirviente -descendiente de esclavos de los Diagos, antepasados de Silva, habían poseído en sus propiedades del Cauca- le llevó el té, descubrió el cadáver y dio la señal de alarma.

   En un cenicero, en la alcoba, se veía gran cantidad de colillas de cigarrillo, lo que sugiere la larga agonía que precedió a la resolución fatal. El pudo exclamar al empuñar el arma homicida:

   ¿Y qué me resta ya?... ¡Morir! La tarda
Libertadora en el portal me aguarda:
Su helado beso es ósculo de amor.
   Ella me brinda el redentor nepente
Del olvido en sus labios. ¡Oh, clemente
Segadora inmortal, a ti loor!

   Ni una carta ni una palabra de adiós. El arma, un viejo revólver marca Smith & Wesson, yacía sobre el lecho al alcance de su mano. La bala había traspasado el corazón. La muerte fue instantánea. Para ejecutar con facilidad su gesto, se había quitado la americana, el chaleco y la camisa y había vestido su camisa de dormir, conservando el pantalón, negro a finas rayas blancas, las medias, punzó de seda -de moda entre los dandys de la época- y los zapatos charolados. En este traje lo pusimos en el ataúd. Se ha escrito que Silva se vistió de frac para morir. Quienes tal leyenda divulgan -y muchas han sido las leyendas tejidas al rededor de su memoria- ignoran la personalidad del poeta, quien gustó siempre, y por sobre todas las cosas, del tacto, de la mesure y de las actitudes discretas.

   El drama que acaba de cumplirse, revelaba a los amigos de Silva el aspecto más doloroso de la tragedia: no obstante su esfuerzo por continuar la lucha, desde hacía meses él veía desquiciarse su mentira vital. El disparo que lo mató sólo fue punto final de un largo drama interior que, como sucede siempre en casos semejantes, pasó inadvertido para el público, para su familia y para sus amistades. Días antes, como se hallara en el consultorio de su buen amigo el doctor Juan E. Manrique, quien lo trataba para combatir una verdadera o imaginaria depresión nerviosa, Silva se hizo indicar -como de paso y sin dar importancia a su consulta- el sitio exacto del corazón. Esto corrobora que la diátesis del suicidio roía de tiempo atrás su cerebro.

   Largo rato después de mi llegada, se me comunicó que la madre del poeta nos comisionaba a don Luis Durán Umaña y a mí para practicar una visita en la oficina de José Asunción. Esa oficina, que por su decoración y mobiliario se diría la de un empresario de teatro y no la de un industrial, la conocíamos bien. En un cajón del escritorio encontramos una libreta de cheques del Banco de Bogotá. Ansiosamente lo examinamos. El talón del último cheque girado el día anterior, decía textualmente: "A favor de Guillermo Kalbreyer, florista. Un ramo de flores para la Chula $ 4.00". La Chula era el nombre de cariño que en la casa se daba a la hermanita menor de José Asunción, hoy la señora doña Julia Silva de Brigard. Hecho el balance sobre la misma libreta, descubrimos que el saldo disponible en el banco alcanzaba a pocos centavos. ¡El valor de las flores obsequiadas a su hermana representaba el capital de Silva en el día de su muerte! ¿Quién podrá escandalizarse ya de las lágrimas que derramó el poeta sobre el cadáver de Elvira?

   ...Era un medio día luminoso. Después de llenadas las formalidades de autopsia en la oficina médico-legal, situada entonces en el palacio de la Gobernación, y durante la cual los asistentes nos dispersamos en el vecino jardín, el largo cortejo siguió camino del cementerio de los suicidas, sitio maldito, situado no lejos del lugar en donde se depositaban las basuras de la ciudad. La ley civil, sometida entonces a la eclesiástica, lo que demuestra que la modalidad colonial perduraba en aquel tiempo, impedía dar al poeta más decente sepultura. Enterrarlo; fue la sola concesión que los oidores de su ciudad natal, en el año de gracia de 1896, pudieron hacer al autor de El libro de versos. Este hecho brutal pinta con elocuencia el medio y el momento en que le tocó vivir y morir a quien, como Poe, había libertado su espíritu de toda suerte de prejuicios. El uno buscó la liberación en el demonio alcohol, el otro en la bala de un revólver viejo. Ambos, y por iguales causas, cayeron vencidos en la lucha. Tal escándalo conmovió la opinión pública, tarda en sus reacciones entre nosotros. Preciso era variar de procedimientos. La revolución espiritual que ya germinaba en la juventud se acentuó con el tiempo y culminó finalmente en el triunfo de ideas de más amplia civilización. Ese triunfo vengador y pacífico -que los amigos de la libertad esperaron durante cuarenta años- permitió que el busto del autor de El libro de versos se levante hoy en uno de los más bellos jardines públicos de Bogotá y que sus cenizas fuesen trasladadas, en apoteosis, al cementerio de la ciudad, en donde ya reposan al lado de las de su familia. Ignoro si deba calificarse de inmoral el derecho que el hombre tenga de disponer de sí mismo; pero con Baudelaire pienso que en ciertas circunstancias de la vida, el suicidio es el acto más razonable que pueda ejecutar el hombre.

   La última vez que vi a Silva fue cuando el enterrador, antes de sepultarlo, levantó la tapa del ataúd para extender una capa de cal sobre su rostro. Comprendí entonces el hondo sentido de su estrofa:

   ...Y no se curará sino hasta el día
en que duerma a sus anchas
en una angosta sepultura fría,
lejos del mundo y de la vida loca
en un negro ataúd de cuatro planchas
con un montón de tierra entre la boca!

 

BALDOMERO SANIN CANO

RECUERDOS DE J. A. SILVA k

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JUAN RAMON JIMENEZ

JOSE ASUNCION SILVA l

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WARREN CARRIER

BAUDELAIRE Y SILVA m

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JUAN LOZANO y LOZANO

JOSE ASUNCION SILVA n

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CAMILO DE BRIGARD SILVA

EL INFORTUNIO COMERCIAL DE SILVA o

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EDUARDO MENDOZA VARELA

JOSE ASUNCION SILVA p

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RAFAEL MAYA

MI JOSE ASUNCION SILVA q

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MAX GRILLO

RECUERDO DE JOSE ASUNCION SILVA r

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PABLO NERUDA

SILVA EN LA SOMBRA s

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PEDRO EMILIO COLL

EL RECUERDO t

   En Bogotá, la ciudad de los conventos melancólicos, de los severos templos de piedras, José Asunción Silva el dandy misántropo, después de haber reído en una fiesta mundana, se ha suicidado en su cuarto lleno de libros, de pomos de esencias y de orquídeas exóticas. Sangriento entre, la albura de las sábanas, rígido sobre la almohada consoladora, así lo encontró la aurora del siguiente día. En la mesa, un libro abierto, que decía de la dicha de morir.

   Caracas lo vio en sus salones elegantes. Yo lo admiré, en nuestra intima amistad.

   -Amigo mío -decíame con extraña sonrisa en los labios -eso no es para usted: y me señalaba en un ángulo de su cuarto del hotel la flamante hilera de zapatos que hubiera bastado para veinte pies descalzos. No crea usted que lo que le ofrezco vale más que eso, pero yo le ofrezco mis ideas y mis sentimientos. No puedo vivir sin amigos, y los zapatos me atraen la simpatía de muchas personas excelentes. El brillo de las botas, créalo, es más importante que el de las ideas. Unas zapatillas de charol y una pechera blanca, ya tiene usted un hombre completo, seguro de triunfar en la sociedad. Pero, en fin, ya que la dispepsia y los nervios hacen de nosotros dos cofrades, hablemos de arte; es necesario saber aprovechar hasta nuestras enfermedades, físicas y morales.

   Y hablaba, hablaba, con su voz armoniosa, contrayendo los párpados, entreabriéndose la abundante barba castaña; hablaba febrilmente a ratos, a ratos con desdén; y su inteligencia, asiéndose a la escala metafísica, subía a las altas cumbres del pensamiento, agitándose como un ave trágica en las fronteras del misterio, para caer luego con las alas rotas en una dolorosa ironía. Los que padecemos esta hipertrofia de la vida interior -repetía a menudo- debemos fundar la tan deseada asociación de autopsia mutua para hacer disecciones morales, recíprocos exámenes de conciencia.

   Era alto y pálido, vestía de negro, la caña en una mano, los guantes en la otra, la gardenia en el ojal, perfumado con opoponax, brillante el pelo. Un filósofo engastado en un petimetre. Un Brummell que leía la Imitación de Cristo, y oía el consejo que da Zaratustra por boca de Federico Nietzsche.

   Jamás conocí espíritu más comprensivo que el suyo, más abierto a todas las manifestaciones de la vida. Maestro de la palabra, sicólogo que podía competir con los más audaces analistas del yo, la publicación de sus obras hubiera sido, me atrevo a asegurarlo, un acontecimiento literario trascendental en Hispanoamérica. Pero su obra no existe: en el naufragio del Amérique, en la costa norte de Colombia, el mar la arrancó del camarote, y los manuscritos se dispersaron, arrebatados por la tempestad, danzando en la cima de las olas rugientes.

   Conocí gran parte de esa obra desaparecida: cuentos, meditaciones filosóficas, artículos de crítica, poesías. La carta a Bourget, con motivo del prólogo de Tierra prometida, era un tratado de la voluntad y la energía, que él procuraba reconciliar con el análisis que debe dirigirse a desarrollar las potencias mentales, a crearle músculos al espíritu.

   En los versos quería introducir la rima nueva, el ritmo dislocado que revela y se adapta a la expresión de los estados de alma ocultos y sutiles. Pero como poseía una sólida educación clásica, sabía hacer poemas sonoros, muy sujetos a la retórica añeja. Para la prosa hacía uso de todos los procedimientos, a fin de hacer el idioma dúctil, sugestivo, que tuviera, ora los "verdores de la descomposición", ora la fragancia de la juventud.

   Silva era virtuoso, porque para él la virtud representaba un grado superior de aristocracia intelectual. Se sometía a la Ley Eterna con estoica resignación y, sin embargo, se ha rebelado contra Ella. ¿Rebelado, digo? No: respetemos la conciencia impenetrable del suicida...

   ¡Oh! Y en este momento vuelve a mi memoria aquel crepúsculo de noviembre en que los dos nos inclinábamos sobre una misma página; yo veía su frente altísima junto a la mía, y leíamos lentamente estas palabras de un libro de Barrès: "Ciertas culturas de la sensibilidad no son agradables sino para discutir los resultados de ellas con algún maniático de nuestra raza. Si tal amigo, que conozco, me faltase, dejaría esterilizar decididamente varias regiones de mi cerebro. Con frecuencia un apasionado de los tulipanes raros se desinteresa de esas hermosas flores el día en que muere un amigo con quien gozaba exasperando su vana pasión".

   A lo lejos, las campanas doblaban pidiendo una oración para los muertos, y en el patio, sobre el follaje lánguido, una lluvia fina y blanca caía casi sin ruido...

BALDOMERO SANÍN CANO

NOTAS A LA OBRA DE SILVA u

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DANIEL ARIAS ARGAEZ

LA ULTIMA NOCHE DE JOSE ASUNCION SILVA v

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GUILLERMO VALENCIA

JOSE ASUNCION SILVA w x

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FERNANDO DE LA VEGA

SILVA EN CARTAGENA y

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DONALD F. FOGELQUIST

JOSE ASUNCION SILVA Y HEINRICH HEINE z

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LUIS ALBERTO SÁNCHEZ

LA IDEA DE LA MUERTE EN JOSE ASUNCION SILVA aa

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JOSÉ UMAÑA BERNAL

EN BUSCA DE JOSE ASUNCION SILVA ab

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EDUARDO COTE LAMUS

SILVA ac

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TOMAS CARRASQUILLA

POR EL POETA ad

   Pronto hará veintisiete años que José Asunción Silva se recogió en el asilo de la muerte por el fuero soberano de su propio cansancio. Tan alto espíritu debe de flotar muy cerca de su patria colombiana: de él se ocupan siempre sus coterráneos cual si lo sintiesen muy próximo, ahí sobre alguna cumbre de los Andes.

   Publicadas sus obras, la fama difundió su nombre, bien así como revelación de venturanza, por los orbes de la lengua castellana. Es conocido tanto en las Américas como en la Península. Unamuno le dedica prólogo; Blanco Fombona un estudio profundo; Valencia un canto admirable; tirios y troyanos, extranjeros y compatriotas, han ido agregando a sus lauros gajos opimos que el tiempo no marchita. Con todo, parece que apenas ahora se inicia para el poeta eso que llaman "la posteridad".

   Un crítico ecuatoriano, muy entendido según cuentas, lo baja al nivel de los copleros y asegura que el "Nocturno" aquél es el caso del asno flautista. Tiene razón: todo en la vida es casualidad, y un Silva una de las mayores.

   Gamaliel Ben Jacob, que parece ser colombiano y que se muestra muy iniciado en asuntos literarios y muy competente escritor, le rebaja a Silva un setenta y cinco por ciento de su cotización actual. Prueba, además, que la, poesía "Lázaro" es plago de León Dierx; y lo prueba por trascripción y cotejo de ambas piezas.

   En realidad de verdad que el tema es idéntico y que la obra del compatriota tiene frases casi textuales del traductor de Dierx. Es este un caso para suponer e inducir muchas cosas, sin argucia ni sutilezas.

   Y voy a suponer y a inducir, porque tengo antecedentes que acaso no los tenga Ben Jacob.

   Silva era incapaz de una usurpación de esta índole; incapaz por su carácter, por su hidalgo orgullo, por su propio respeto, por la seguridad de sus facultades. Un gran señor por nacimiento, por aura social, por alteza de alma, mal puede rebajarse hasta tanto. ¿Y a qué este hurto el más irrisorio de los hurtos, en un potentado como Silva? Quien tiene repletas las arcas de su cabeza y de su pecho, ¿para qué necesita del tesoro ajeno?

   A más de este argumento moral hay otro material de gran peso: las obras de Silva se editaron después de su muerte, y sus papeles se tomaron al acaso, revisados o sin revisar. Tan al acaso, que muchas de sus poesías se perdieron lo mismo que el manuscrito de su novela Juan Fernández. ¿No podría haber entre la balumba alguna traducción o proyecto de traducción de la poesía de Dierx? ¿No podrían tomarla los extraños como obra original? Sé, por el mismo Silva, que algo tenía traducido. ¿Será esta una explicación muy arbitraria?

   No digo esto a mala parte, ni con respeto al escritor ecuatoriano, ni con respecto Ben Jacob. Ambos juicios los tengo por autorizados, imparciales y de buena fe; ambos son criterios y puntos de vista de los críticos; y fases del criticado; ambos contribuyen a la apreciación del poeta. La ciencia crítica, por el hecho de serlo, no puede apasionarse ni en pro ni en contra.

   Opina Ben Jacob que si el poeta bogotano hubiera muerto de cualquiera enfermedad, no alcanzara tanto renombre. En esto cabe más de un distingo. En verdad que el suicido no puede menos de traer a la mente lo romanesco de la tragedia, lo doloroso de catástrofe. En hombres superiores, que triunfan en la vida, es para escándalos, cantos y admiraciones: Larra y Acuña, por no citar otros muchos, inspiraron tanto con su muerte, que hasta bardos desconocidos sacaron a la luz: a Zorrilla, como quien dice. A Silva suicida, ¿quien no le cantó en Colombia?

   Sino que este ungido nato no necesitaba de balazo para su consagración definitiva. Viviera y fuera tan grande como lo es Valencia, a quien Dios guarde por muchos años. Verdad que a Silva sólo lo comprendieron unos cuantos antes de su muerte. La generalidad no, por la sencilla razón de que no lo conocían como poeta. Lo poco que había publicado yacía por ahí en revistas literarias de poca circulación. Pero no bien sale el tomo, el sortilegio embruja así a los sabios como a los ignorantes.

   Silva será de los poetas más sabidos y recitados en esta tierra colombiana. En el Teatro de Colón lo han declamado esclarecidas damas. Aquí en Antioquia, ¿quién no lo lee, quién no lo aprende? Un círculo literario de Medellín lleva su nombre. En toda reunión que pida versos no falta Silva.

   Este mago tiene el poder de admirar a los grandes y de impresionar a los pequeños: es para iniciados y para principiantes; es para todos. Va contra los que sostienen qué los magnos poetas sólo escriben para unos cuantos.

   Hay tanta alma en este hombre, y sabe verterla en su rima con tal astucia, con tal prestigio, con tal verdad, con tanta precisión, que la transmite al lector lo mismo que en una comunión. El lector y Silva se confunden en un mismo rapto. En su arte un amaño, un hipotismo para poseer otras almas.

   No buscó la rima complicada de golpes deslumbrantes, de atrevimientos retóricos. ¿Cómo iba a buscarla? Bien sabía que los temblores y los estremecimientos, las presiones y las torturas de su alma enferma y complicada por la comprensión y el sentido de la vida, no debían vaciarse en molde retorcido ni confuso. Si tal hiciera, no se vieran con toda nitidez los matices de su siquis multiforme, ni de su ensueño. Los aparatos y las orquestaciones en la forma estorbarían la transmisión de la belleza interior, bien así como las pompas del culto externo impiden al espíritu ferviente recogerse en la plegaria. Por eso hace callar los estruendos de la versificación, hace el silencio, con la rima blanda, alada, rumorosa, para hablarles al oído a otras almas y contarles, en secreto, de las tristezas e ironías del vivir, de las angustias del escepticismo, del misterio que a todos nos rodea, de eso sin nombre que envuelve a lo visible y a lo invisible.

   Si a muchos no les parece Silva, es porque parten del principio de que el poeta es solo un músico que ha de producir acordes de mucho compás y cadencias de mucho afinamiento. No basta esto para ser gran poeta: es preciso el concepto, la idea, el significado: es preciso el alma. Sin alma no hay arte posible, sea alma de sabio o de visionario, de asceta o de malvado, de santo o de niño... ¡de lo que se quiera! La cuestión es alma. Y la de Silva es enorme: ahí hay fibra, y célula, y soplo, y sugestiones para todos. Es tan comprensiva que abarca lo que llaman poético y prosaico, raro y cotidiano, ideal y concreto; lo que llaman bueno y malo, moral e inmoral. Hasta con la muerte se las ha, ya mediante los propios difuntos, ya merced a las estrellas, ya las cosas, ya a las sombras de ultratumba, en alta noche y en "la estepa solitaria", De Dios no se acuerda. ¿Sería ateo?

   Silva, en su misma multiplicidad, metodiza y presenta dos fases artísticas harto opuestas: el corazón de las delicadezas y de los esmaltes, y el cerebro de las filosofías y de las crudezas. De ambas fases se desprende siempre esa ironía que informa el mundo físico y el mundo, inmaterial; porque Silva, consorcio peregrino del saber y del sentir, tiene de ser humorista, a veces amargo, a veces agridulce, por su propio temperamento.

   Debió de acendrarlo a maravilla, ya que dominaba varias lenguas, en Heine y en Leopardi... quién sabe en cuántos más: su erudición en todo ramo especialmente en filosofía y letras, era pasmosa. Entre sus ascendientes y en la lengua cuenta desde luego a Bécquer, el sin par; acaso al travieso y sonreído Campoamor. En la prosa se asemeja mucho al primero por el mecanismo gramatical, por la limpidez de expresión y por aquello de apostrofar a lo invisible y a las cosas. Y Silva, como el bardo sevillano, es tan feliz en prosa como en verso.

   Que su rimar sea sencillo y su léxico carezca de novedades, no empece a que la estrofa le resulta bella y melodiosa. Quizá resulte más por esto mismo. Sabido es que el arte hipócrita que no apela a efectos, que no deja ver el esfuerzo ni los recursos ni la hechura, es seguramente el más aristocrático y meritorio, el que más cautiva y embelesa.

   Con esta especialidad, que tanto tiene de antiguo como de modernista, nos ha legado combinaciones, músicas e inventos, no ocurridos acaso en la métrica española. Que lo diga el "Nocturno" supradicho. Mucho ruido ha metido Rubén Darío con el minué "Era un aire suave"; pues este aire lo había forjado mucho antes José Asunción, y no con princesas Eulalias, ni abates amartelados, ni vizcondes espadachines. Se lo inspiraron Barba Azul, la Cenicienta, la Caperucita y otros mitos infantiles, más universales y evocadores que los personajes de un Watteau o de la corte de Luis XV.

   Otra de las excelencias de Silva es la variedad en los temas. Cada cual encuentra en ellos algo a su gusto, algo que coincida con una nota con su estado de su espíritu, con algún pensamiento con cualquiera idea sobre lo bello.

   El lirismo del yo, que algunos explotan con maestría y del que se abusa tan deplorablemente, sólo lo emplea en el "Nocturno" famoso. Es su única poesía de forma autobiográfica, quizá porque así haya acontecido en la realidad. Un ser como Silva, haciendo de misterios, de visiones cerebrales, de anhelos entrañables, bien puede alucinarse en un instante de añoranzas y lágrimas; hasta el punto de sentirse abrazado por la sombra de la muerta que llora con el alma; con Elvira, a quien veneraba con el fanatismo solidario del nombre y del hogar, con la santidad de la sangre; no como quiere suponerlo la suspicacia absurda del vulgo miserable. ¡Oh, fraternidad divina; cómo te escupen! ¡Para eso sirve lo inmaculado!

   Silva es un alma extraña, selecta, idealizada. Por un arte casi milagroso sabe transmitirse. Se me figura que este poeta puede codearse con los mejores en cualesquiera de los parnasos. Se me figura perdurable, porque en su obra hay mucha humanidad.

 

ALFONSO REYES

EL LLANTO DE AMERICA ae

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DONALD McGRADY

UNA CARICATURA LITERARIA DE JOSE ASUNCION SILVA af

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JUAN LOVELUCK

"DE SOBREMESA", NOVELA DESCONOCIDA DEL MODERNISMO ag

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JAIME JARAMILLO ESCOBAR

¿QUE VALORES TIENE SILVA PARA LAS NUEVAS GENERACIONES? ah

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CAMILO DE BRIGARD SILVA

SILVA EN CARACAS ai

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HERNANDO TÉLLEZ

¿QUE HACEMOS CON SILVA? aj

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EDUARDO CASTILLO

DOS PALABRAS ACERCA DE SILVA ak

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"DE SOBREMESA" al

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AMADO NERVO

JOSE ASUNCION SILVA am

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JOSÉ JUAN TABLADA

JOSE ASUNCION SILVA an

1865 - 1896

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PUBLIO GONZÁLEZ RODAS

ORIGENES DEL MODERNISMO EN COLOMBIA:
SANIN CANO, SILVA Y DARIO
ao

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LUIS CARDOZA Y ARAGÓN

NOCTURNO DE JOSE ASUNCION Y DE PORFIRIO ap

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VICTOR M. LONDOÑO

A JOSE A. SILVA

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GUILLERMO VALENCIA

LEYENDO A SILVA aq

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JULIO FLOREZ

JOSE A. SILVA

Lejos de las paredes ennegrecidas
que guardan el silencio del camposanto,
lejos de las plegarias, lejos del llanto,
se ven las sepulturas de los suicidas.
De aquellos que, con almas, engrandecidas
en luchas misteriosas, sin fe ni espanto,
deshojaron, en horas de hondo quebranto,
como flores siniestras sus propias vidas.
De aquellos que miraron entre aflicciones,
caer descoloridas, una por una,
como cálices mustios, sus ilusiones;
y que, al fin, a los golpes de infausta suerte,
madre y patria y amigos y gloria y cuna
olvidaron por irse tras de la muerte.

* * *

Allí no se ven hidras ni siemprevivas,
allí no se ven aves ni mariposas;
hasta las mismas auras, que, silenciosas,
van en busca de esencias, huyen esquivas.
Allí no van los monjes; van las altivas
almas que sólo piden sueño a las fosas;
allí van los poetas de arpas ruidosas
y de frentes heladas y pensativas.
Allí no van los hombres vanos y oscuros,
no van allí los miopes de pensamiento,
ni menos los miedosos y los impuros;

* * *

allí van... los mordidos por los dolores,
los que muestran los puños al firmamento,
los Prometeos dignos de sus furores.

* * *

Y allí estás tú, dormido. Cuando caíste
en la calma suprema, lívido y yerto,
se cuajó entre tus labios fríos, de muerto,
una sonrisa amarga, burlona y triste.
¡Grande fue tu protesta! ¡Qué bien hiciste
en buscar en la sombra seguro puerto,
lejos de las arenas de este desierto,
del monótono ritmo de cuanto existe!
¡Cómo no huir del campo de la existencia
cuando el hado nos hiere, lleno de encono,
y sentimos el hielo de la impotencia!
¡Bien hiciste en matarte! Sirve de abono,
y, a la tierra fecunda... Si no hay clemencia,
para ti, nada importa: ¡Yo te perdono!

 

¿POR QUE SE MATO SILVA?

En lo más abrupto y alto
de un gran peñón de basalto,
detuvo un águila el vuelo:
miró hacia arriba, hacia arriba,
y se quedó pensativa,
al ver que el azul del cielo
siempre alejándose iba.
Escrutó la enorme altura
y, con intensa amargura,
sintió cansancio en las alas.
(¡En la glacial lejanía
el sol moría, moría,
entre sus sangrientas galas,
bajo la pompa del día!)
Y del peñón por un tajo,
miró hacía abajo, hacia abajo,
con desconsuelo profundo;
el ojo vivo y redondo
clavó luego en lo más hondo...
Y asco sintió por el mundo:
¡vio tanto cieno en el fondo!
Si huía el azul del cielo,
si hervía el fango en el suelo,
¿cómo aplacar su tristeza?
¡ah, fue tanta su aflicción,
que, en su desesperación,
se destrozó la cabeza
contra el siniestro peñón!

 

J. G. COBO BORDA

SILVA VUELTO A VISITAR

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   a Prólogo al libro de JOSE A. SILVA, Poesías, Barcelona, Imprenta de Pedro Ortega, MCMVIII.
   b También de Miguel de Unamuno, este ensayo fue publicado en La Nación, Buenos Aires, 20 de junio de 1908, e incluído luego en el libro Contra esto y aquello.
   c Publicado en El Tiempo, septiembre 20 de 1925.
   d Publicado en El Tiempo, sábado 5 de junio de 1926.
   e Publicado en revista Universidad, núm. 106, noviembre 8 de 1928.
   f Publicado en revista Universidad, núm. 106 noviembre 8 de 1928.
   g Tomado de El modernismo y los poetas modernistas, Madrid, 1929.
   h Tomado del libro La danza de las sombras, Barcelona, 1934.
   i Publicado en Ensayos y conferencias, Bogotá, 1937.
   j Lectura hecha en la Sorbona de París (Anfiteatro Michelet) en la noche del 23 de mayo de 1934.
   k Publicado en Pan, num, 23, agosto de 1938.
   l Publicado en El Tiempo, junio l°. de 1941.
   m Publicado en Revista Iberoamericana, noviembre de 1943.
   n Sábado, 18 de mayo de 1.946, p. 5.
   o Publicado en Revista de América, Vol. VI. 17 y 18, mayo y junio 1948.
   p Publicado en Revista Universidad Nacional de Colombia, abril-mayo-junio 1946.
   q Incluido en Obra completa de J. A. Silva, con esta nota: Reproducimos al frente, de este volumen la conferencia pronunciada por Rafael Maya, en el Teatro de Colón, de Bogotá, al cumplirse el 50°. aniversario de la muerte de Silva". (Ministerio de Educación Nacional, Ediciones de la Revista Bolívar, Bogotá, 1956).
   r El Tiempo, mayo 24 de 1946.
   s Publicado en el Suplemento Literario de El Tiempo, domingo, 9 de junio de 1946, con esta nota: Palabras escritas por Pablo Neruda para prologar la conferencia que en el salón de honor de la Universidad de Chile dictó Eduardo Carranza, con ocasión del cincuentenario de la muerte del gran lírico colombiano José Asunción Silva.
   t Publicado en Revista de América, núm. 18, junio de 1946, con esta nota introductoria "Al recibirse en Caracas la noticia de la muerte de Silva, Don Pedro Emilio Coll, que había sido amigo de Silva, publicó en El Cojo Ilustrado esta nota:"
   u Silva, El libro de Versos, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1946. En esta publicación viene esta nota: "Las notas que se publican a continuación fueron escritas por el maestro Baldomero Sanín Cano para el libro Poesías, de José Asunción Silva, que se publicó en Paris en 1923".
   v En Cincuentenario de la muerte de J. A. Silva, libro de DANIEL ARIAS ARGAEZ, Registro Municipal, junio 30 de 1946, ps. 276-284.
   w Publicado en la revista Bolívar, núm. 4, Bogotá, octubre de 1951.
   x Conocidos en Bogotá la edición y prólogo del libro de versos de Silva, publicado por la Editorial Aguilar (primera edición), Guillermo Valencia escribió, con el seudónimo de "Juan Lanas", en la revista Popayán, núm. VI, año II, octubre de 1908, el artículo que se reproduce en seguida, y que es una refutación a Unamuno y un análisis de la obra de Silva.
   y Publicado en A través de mi lupa, Bucaramanga, Imprenta del Departamento, 1951.
   z Tomado de la Revista Hispánica Moderna, año XX, núm. 4, octubre de 1954.
   aa Publicado en Cuadernos Americanos, núm. 1, enero-febrero 1955, Vol. LXXIX, ps. 75-283.
   ab Publicado en Hojas de Cultura, Popular, No. 66, 1956.
   ac La vida cotidiana, Ediciones Mito, 1959.
   ad Escrito en 1923, tomado de Obras completas, Vol. II, Medellín Edit. Bedout, 1963.
   ae Obras completas, t. IV, pág. 327.
   af "Lecturas Dominicales" de El Tiempo, enero 3 de 1965.
   ag Trabajo leído en la Sección Hispanoamericana, Midwest Modern Language Association, Illinois State University, reunida en Bloomington, IlIinois. Publicado en la Revista Iberoamericana, tomo XXI, No. 59, enero-junto de 1965.
   ah Publicado en "Lecturas Dominicales" de El Tiempo, agosto 29 de 1965.
   ai Tomado del Boletín de Programas de la Radiodifusora Nacional de Colombia, núm. 224, noviembre de 1965.
   aj El Tiempo, diciembre 11 de 1965.
   ak De Tinta perdida, Ediciones del Ministerio de Educación Nacional. Bogotá, 1965.
   al También de Eduardo Castillo, fue publicado junto con el ensayo anterior en el mismo libro.
   am AMADO NERVO, Obras Completas, T. II, Madrid, Edit. Aguilar, 1967. Escrito en 1909.
   an "Las máscaras" de la Revista Moderna, 1901-1910, Tezontle, Fondo de Cultura Económica. 1968.
   ao Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 268, Madrid, octubre 1972.
   ap Publicado en Poesías completas y algunas prosas, México, Fondo de Cultura Económica, 1977.
   aq Con el titulo de Plumas Ajenas, la primera edición de Silva, Barcelona, 1908, incluyó estos poemas.
   1 Silva no tenía 35 años a la hora de su muerte, sino 31, pues nació en 1865 y murió en 1896. N. del E.
   2 Este señor Liévano o Cuévano desvalija con la mayor soltura el artículo que publiqué sobre Silva en aquel periódico inolvidable de los García Calderón, La Revista de América (París, febrero de 1913), y sólo alude a mí llamándome "algunos críticos". graciosísimo, don Mamerto o don Roberto. ¡Qué plurales gasta el hombre!
   3 Un primo hermano de Silva, Alfredo de Bengoechea lo pinta así: "Causeur exquis, d'un esprit très fin, d'une pénétration rare, José Asunción Silva mariait à une intelectualité souveraine la male beaute d'un Lucius Verus, dont, a en croire les bustes du Louvre, il avait la parfaite ressemblance". (Mercure de France, may 1903).
   4 Cuando el autor publicó por primera vez esta capítulo sobre Silva en La Revista de América, de los García Calderón (París, febrero de 1913), varias personas le escribieron respecto a los amores de Silva con su hermana Elvira. El primero, don Alfredo de Bengoechea. El discreto lector juzgue por sí.
   "París, 6 de febrero de 1913. - 3 Rue St. Didier.
   "Señor don R. Blanco - Fombona.
   "Acabo de leer en La Revista de América su hermoso Ensayo sobre José Asunción Silva. Permítame felicitarle con toda sinceridad. Ha sabido usted situar con perfección aquel poeta genial a quien la suerte persiguió hasta después de muerto. ¿Conoce usted una edición más infame que la de su obra -truncada, además-? Sueño con leer a este poeta musical en una edición de lujo, como las que se publican en Brujas o en Londres, virgen de todo prólogo y de estúpidos comentarios, y con la numeración que el mismo Silva alcanzó a señalarle a sus poemas, los cuales pensaba publicar con el título de El libro de versos...
   "Tal vez insiste ustel demasiado en el cariño que le unía a su hermana. En realidad, nadie pudiera decir que allí hubiera otra cosa que una admiración intensa y una profunda ternura por una hermana tan supremamente bella. Es posible que aquello sucediera. En un ser tan superior y al margen del común de los mortales, ni me chocaría ni me escandalizaría. Pero si así fue, a nadie le consta.
   "Me permito enviarle un ejemplar de mis poemas, y agradeciéndole el placer que me ha proporcionado la lectura de su artículo, me es grato suscribirme de usted atento servidor y amigo, Alfredo de Bengoechea".
   El eminente crítico de Colombia, Baldomero Sanín Cano, desde su residencia de Londres, también me escribió. La carta, de letra del autor y escrita en tinta de copiar, parece haber sido impresa, antes de enviarla, en el copiador. Dice así:
   "190 Coleherne Court. S. W. Abril 16, 1913.
   "Sr. D. Rufino Blanco-Fombona.
"París .
   "Muy apreciado y distinguido amigo: Tareas antipáticas y complicadas, tales como la redacción de una geografía de Colombia en el curso de cuatro semanas, me han privado del placer de escribirle. Quería hacerlo para hablarle de su artículo sobre Silva en La Revista de América, que leí con mucho agrado, y del paralelo entre Bolívar y San Martín que le dio usted al último número de Hispania.
   "Las rectificaciones que contiene esta última pieza son de un valor probatorio irrefragable y la forma del articulo tiene altos méritos literarios. Hacía falta que estas verdades sonaran en un diapasón que las haga llegar a ciertos oídos, un poco aletargados por el retintín del dinero. Usted se imaginó un tiempo que yo tengo prevenciones contra Bolívar, y me lo hizo creer. Ahora, leyendo su artículo, veo que, dentro de ciertos límites, mi admiración es casi tan vehemente como la suya. Sólo que mi manera de expresión carece de las cualidades de calor y convencimiento que adornan la suya.
   "Cuanto al artículo de Silva, sólo he sentido que usted hubiera tocado la leyenda de sus amores con la hermana. El "Nocturno" de donde proviene esa creencia nació de un incidente sencillo. Silva y su hermana paseaban a menudo, a la luz de la luna, en su casa de campo, por una vereda alta, de donde la sombra de los dos cuerpos se extendía, hasta desvanecerse en la planicie sembrada de trigos que quedaba muy abajo del camino. Alguna vez hizo Elvira la observación de cómo se extendían y se perdían sus sombras en el llano. A los cinco años este incidente se ligó en la memoria de Silva con el dolor de la pérdida y produjo esa bella poesía. Los contemporáneos no pueden creer que tanto sentimiento pudiera corresponder tan sólo a un afecto fraternal.
   "Me dice el amigo García Calderón que prepara usted una Colección de artículos en que vendrá éste y me invita a que le haga esta indicación. ¡Ojalá le parezca oportuna! Además, yo fui amigo de Silva y de su hermana, con confianza ilimitada. Mientras vivieron en el campo entraba yo a su casa como a la mía, a todas horas. Si hubiera mediado esa pasión, a pesar de lo corto de mi vida emocional, no creo que me hubiera escapado.
   "Debo darle las gracias por la cita que de una frase mía hace en su paralelo, y con mis votos por su buena ventura, soy siempre su amigo afectísimo.
B. Sanín Cano".
   Max Grillo, también crítico de Colombia, y también eminente, escribió asimismo al autor, desde Bolivia. Su carta (La Paz, 16 de abril de 1913), aunque larga y preciosa, se reduce, en el punto concreto, a decir cómo Grillo conoció a Elvira Silva, la impresión que le hizo aquella hermosura, y agrega, romántico: "El poeta, incapaz de los amores vulgares, admiraba en Elvira la hermosura perfecta, la fineza divina de su alma. No la profanemos nosotros". Conozcamos por esta carta la primera impresión que Elvira produjo en el joven bogotano.
   "Una noche -era yo estudiante de Filosofía- me llevó el poeta a su casa con el propósito leerme algunos de sus versos. Cuando nos hallábamos cerca de un escritorio donde Silva tenía en estuche valioso el Ismaelillo, poema de Martí, apareció por una puerta lateral Elvira, la incomparable Elvira. Vestía de blanco, con una sencillez adorable. Era esbelta, con esbeltez de estatua; de cutis de un moreno límpido; los ojos de un negro húmedo y brillante; la cabellera aún más negra y de una suavidad que resaltaba inmediatamente, su sonrisa parecía de una diosa. El conjunto de las gracias de aquella mujer era insuperable. Yo creo no haber visto nunca ninguna que trascendiese junto a espiritualidad semejante, belleza tan completa".
   De ese párrafo se desprende que Elvira Silva hizo en Grillo una impresión profunda; pero que no supo verla: vestido de sencillez adorable; esbeltez de estatua; sonrisa de diosa. Vaguedades, palabras.
   En cuanto a lo esencial del asunto, se limita decir: "La leyenda ha ido más lejos de lo que debiera haberse aventurado".
   Y cuando piensa uno que va a destruir la leyenda con algún dato preciso, agrega a renglón seguido: "Le contaré cómo conocí yo a Elvira" y hace la descripción retórica arriba copiada. Es todo.
   5 Los mojigatos adulteradores de la obra póstuma de Silva, han deformado este verso así:
¡Oh, dulce niña pálida! di, ¿te despertarías?
   6 Nota de abril de 1934.
   7 María Bashkirtseff nació en 1860 en la propiedad señorial de Pavronzi, cerca de Pultava (Rusia meridional), y murió en París en 1884.
   8 Dirigida a la señora doña Rosa Ponce de Portocarrero, y publicada en La Revista Gris, de Bogotá.
   9 La señora madre de Silva.
   10 Don Pedro Plata Uribe, llamado por sus íntimos Ravachol a causa de sus ideas demoledoras.
   11 El doctor Jorge Vargas Suárez, entonces estudiante de medicina.