DOCUMENTOS RELATIVOS A JOSÉ ASUNCIÓN SILVA

 

Tomado de: Silva, José Asunción: Poesía y prosa con 44 textos sobre el autor.
Edición a cargo de Santiago Mutis Durán y J. G. Cobo Borda. Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura, 1979.

 

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TABLA DE CONTENIDO

Una carta de Rafael Pombo
La muerte de Elvira Silva
Naufragio

 


 

(Una Carta de Rafael Pombo)

   Bogotá, mayo 25. 1896

   Angel y Rufino J. Cuervo

   París.

   Dos plieguitos y medio. Suicidio ayer o antenoche de José Asunción Silva, según unos por el juego de $ 4.000 de viáticos de cónsul para Guatemala; por atavismo en parte, mucho por lectura de novelistas, poetas y filósofos de moda. Tenía a mano el Triunfo de la muerte por D'Annunzio y otros malos libros. Ignominioso, dejando solas una madre y una linda hermana, Julia. Me buscó Mr. Gabriel Gautier, representante de Garnier Hnos., ofreciéndome 10% por ventas de un tomo mío en Colombia y España. Le pido $ 3.000 adelantado en oro. Pido noticias y consejo a los Cuervo. Historia de mis Cuentos pintados y Cuentos morales para niños formales. Peligro en la cuestión lepra y seroterapia. ¿Qué hay del Dr. Impey y sus curas con erisipela? Tomo de copias de Pinzón Rico: cita sobre literatura de suicidio: Baudelaire, Rollinat, Richepin, etc.

 

LA MUERTE DE ELVIRA SILVA

   "Pasado algún tiempo, fui llamado un día, nada menos que por Josué Gómez en persona, que quería poner en mis manos, como practicante de la pequeña cirugía, el cuidado de una aristocrática paciente, hermana del poeta de los "Nocturnos" y de las "Gotas Amargas": la señorita doña Elvira Silva.

   "El caso era el siguiente: la señorita Silva, enamorada de lo bello, como su hermano José Asunción, dio en levantarse de amanecida, para presenciar la salida de Venus, el lucero del alba que, por aquel tiempo, tenía su mayor crecimiento y brillantez por aproximación a la tierra. Con las heladas mañanas de la sabana había caído en cama, como víctima de un fuerte estado catarral por enfrimiento, pero, como rápidamente su estado se fue agravando y tomó el carácter de una enfermedad infecciosa general, que tenía más aspecto de cuadro tifoideo que respiratorio, su médico había diagnosticado tifoidea. Pero, en vista también de que al pasar los días no aparecían los otros síntomas propios de una afección intestinal, el mismo médico había sugerido que se llamara al Profesor para aclarar su diagnóstico.

   "Gómez se hizo cargo de la enferma y exigió la presencia permanente del practicante de la pequeña cirugía, por la gravedad del caso, y por la calidad de la paciente, que era querida y admirada por quien la conocía.

   "En presencia de la preciosa enferma, que más parecía una estatua de marfil, por el color, la quietud y el estado soporoso, el Profesor Gómez me presentó el cuadro así:

   "Estamos en presencia de una neumonía del vértice del pulmón derecho, en un terreno, aunque muy hermoso, muy debilitado por el tipo de vida de invernadero que ha llevado. Esta es una neumonía del tipo de las que les he presentado en el Hospital, con dolor de costado, escalofríos, grandes temperaturas, enrojecimiento de la cara y disnea; con percusión y auscultación positivas, en zonas de macicez, con soplo tubario y estertores. Esta es una neumonía que evoluciona silenciosamente, pero con mayor morbosidad, porque es propia de los seres frágiles: niños, ancianos, alcohólicos y nemizados por cualquier causa. Mejor dicho aún, la neumonía del vértice solo se presenta en este tipo de personas; en el resto de la humanidad, con mayores defensas, la enfermedad toma otro lóbulo pulmonar y evoluciona como el cuadro clásico. El colega anterior no encontró síntomas respiratorios, porque no auscultó la cima de la axila y se inclinó al diagnóstico de tifoidea, con tan mala fortuna que sometió a la paciente al régimen de hambre que se acostumbra en esta enfermedad y, por falta de alimento, ha caído en el estado de adinamia que usted puede ver. Prescribió el tratamiento y nos dejó en poder de la preciosa enferma. El programa era inyectar estricnina a dosis crecientes para combatir la adinamia; suero normal para estimular la eliminación renal; tonicardíacos en caso de desfallecimiento y una alimentación de gran poder energético y fácil administración. Seguimos al pie de la letra lo prescrito y, en los primeros días, pareció que nuestros desvelos iban a ser coronados de éxito. La enferma abrió los ojos, empezó a interesarse por el medio y por la alimentación, especialmente por las bebidas refrescantes. Pero, de pronto, se instaló una taquicardia progresiva, que no pudo ser combatida con los medios de entonces: envolturas frescas, láudano y cloral, y él corazón de la bella Elvira Silva cesó de latir hacia las primeras horas de la mañana.

   "Cuando abandonamos la casa de la niña de las dos mortuorias sábanas íbamos recitando in mente los versos de González Camargo que, en este caso, sí habían tenido un auténtico sentido; y, en tanto, en el horizonte del amanecer, brillaba como nunca el culpable inocente de este dolor: el planeta Venus".

 

NAUFRAGIO

   Por descuido, por ignorancia o por causas que desgraciadamente no conocemos aún, ni podemos apreciar debidamente por falta de conocimientos náuticos, el vapor Amérique uno de los más bellos, grandes y cómodos que vienen a nuestras costas, encalló desgraciadamente en las "Bocas de Ceniza", frente al Cabo Augusta, en la mañana del 28 de enero a las 3.30 a.m.

   El amanecer de este día aciago y el horroroso despertar de los pasajeros, no podrán jamás pintarse con sus verdaderos colores; los que fueron víctimas de tan triste catástrofe, solamente los que fueron actores en tan tremenda escena, podrán apreciar lo pavoroso de aquel duro lance de la suerte.

   No se pretende escribir una relación completa de todo lo ocurrido en dicho naufragio, porque eso seria objeto de una verdadera novela; pero sí se aprovecha la oportunidad para referir algunos de los incidentes más notables y conmovedores; ya para ensalzar los grandes rasgos de virtud; de valor y de caridad que allí se ejercitaron, ya como tributo de gratitud, ya para ejercer alguna censura contra los que por su culpa produjeron el siniestro.

   La Compañía General Trasatlántica verá por estas pocas líneas, cuán necesario le es mantener completa vigilancia sobre sus buques para dar garantías a los pasajeros y a sus intereses.

   La noche que precedió al naufragio fue una de las más hermosas de nuestra zona tropical, ni una sola nube empañaba aquel cielo sereno, ni en lontananza se veía el más ligero síntoma de tempestad alguna.

   Los pasajeros destinados a Sabanilla, permanecieron despiertos hasta las 11 de la noche, acompañados por sus respectivos criados, preparando sus equipajes y despidiéndose de la tripulación para estar listos al desembarque en el ansiado puerto.

   Después de las 11 de la noche fatal, todo mundo, mujeres, niños, tripulantes, etc., dormían en sus camarotes el más tranquilo sueño, sin presentir, ni maliciar siquiera, el triste despertar que se les reservaba.

   A las 3.30 de aquella mañana el vapor Amérique de 6.000 toneladas y 8.000 caballos de vapor, marchando en dirección a Puerto Colombia, dio un violento choque contra una roca de Mayorkín y retrocedió a todo vapor buscando el fondo del mar, pero todo era inútil: la hélice o timón, lo mismo que la luz eléctrica no existían ya, habiendo sido despedazados por un fuerte sacudimiento; providencialmente el buque se sentó sobre un banco de arena, pero inclinado en toda su longitud.

   Los pasajeros, que dormían en sus camarotes, fueron despertados de una manera trágica: los unos derribados de sus camas, los otros en presencia de las olas que invadían ya esos camarotes, y, en general, todos por el movimiento alarmante y pavoroso que comenzó en aquel momento de angustias.

   La primera inundación grave se presentó en el comedor de los niños y en el gran comedor, a los cuales arrancó el mar sus ventanas de cristal muy grueso, guarnecidas de bronce, y no demoró en invadir los camarotes; que quedaban en el costado izquierdo del buque.

   A las seis de la mañana, los pasajeros, oficiales, camareros, criados y tripulación, subieron al puente en donde permanecieron hasta el día de su salvación.

   Antes de salir los pasajeros al puente, se trató de destapar las calderas del buque para evitar una explosión que hubiera sido capaz de reducir a menudos pedazos el buque y que no hubiera perdonado la vida de un solo pasajero. Es aquí la ocasión de elogiar y recomendar a la historia de la marina y de los grandes sucesos, la conducta valerosa y abnegada del cuarto mecánico, Mousieur Lanboeuff, quien expuso noblemente su vida por salvar las de los demás, con la más grande serenidad, arrebatando así al mar aquel cúmulo de victimas que aun ignoraban ese peligro. A las 6 de la mañana, todos los pasajeros se encontraban ya en el puente, armados todos de sus salvavidas que llevaban a la cintura y esperando con espanto el momento del sacrificio; pero el Capitán se dirigió a ellos y hablándoles con mucha prudencia los convenció de que el buque se quedaría quieto por mucho días y que de todas partes vendrían a salvarlos con remolcadores y lanchas de vapor.

   Todo el día 28 permanecieron los pasajeros y tripulación en el puente resistiendo los ardientes rayos de un solo canicular y en la noche de ese día durmieron allí mismo a la intemperie recibiendo ya los primeros golpes de las olas que comenzaban a invadir el puente.

   El amanecer del día 29 fue siempre triste y el valor comenzaba a faltar en todos los corazones. A las 8 de la mañana se presentó a muy grande distancia el vapor La Popa el cual venía enviado oficialmente en socorro del Amérique merced a algunos pescadores de aquella playa que anunciaron por varios conductos que en las "Bocas de Ceniza" había un buque en desgracia. La presencia de este vapor volvió la perdida esperanza a todos los ánimos angustiados: a su presencia el Amérique alzó la bandera roja, peligro eminente; la bandera blanca y roja, socorro; y las banderas francesa y colombiana a media asta, haciendo al mismo tiempo cinco disparos de cañón. Hecho esto, el vapor La Popa desapareció como por encanto y se dice que él tomó al Amérique por un buque armado en guerra, más bien que por un buque en desgracia.

   Perdida esta primera esperanza de socorre, todas los tripulantes dirigidos por sus oficiales, comenzaron a trabajar por diferentes medios para poner el buque en comunicación con la tierra, al mismo tiempo que en la playa desierta se presentaba la primera señal de habitantes, clavando allí una bandera blanca.

   A las 11 de la mañana el Capitán, halagado al ver gente en la tierra, dispuso que saliera del buque la lancha primer contramaestre conducida por siete marineros de los más experimentados, con el objeto de llevar a tierra un cable; la lancha después de haber flotado largo tiempo combatida por las olas enfurecidas, al fin se volcó y arrojó a todos los marineros al mar; providencialmente esto sucedió cuando estaban ya muy cerca de la isla de arena movediza que servía de escala entre el buque y la playa: seis de los marineros nadaron largo rato hasta lograr colocarse en el banco de arena cercano, y el contramaestre Mr. Brevet, en lugar de imitar el ejemplo de sus compañeros trató de asirse nuevamente de la lancha volcada que flotaba ya sola, la cual empujada por una ola del mar le dio un fuerte golpe en la cabeza causándole la muerte instantáneamente; su cadáver rodó largo rato y al fin sus compañeros lograron tomarlo; hechas las oraciones del marino, fue sepultado en la playa de Mayorkín.

   Los seis primeros marineros salvados, ya, permanecieron 48 horas en medio del mar en un banco de arena, sin dormir ni comer, hasta que uno de ellos, desesperado, acometió la empresa de pasar a nado el caño del Magdalena que los separaba de la tierra firme, 200 metros de ancho, y con un oleaje casi igual al del mar; felizmente logró su empresa y una vez en tierra firme recibió los cariños de los habitantes de Barranquilla que abrazaron con entusiasmo el primer náufrago salvado.

   Este marinero, cuyo nombre no recordamos al presente, puso en conocimiento del Sr. O. Berne, cónsul de Francia en Barranquilla, la situación angustiada del buque e informó también al Sr. Federico Vengoechea representante de la Compañía General Trasatlántica, de la opinión que tenía el capitán del buque, opinión que fue inmediatamente transmitida a Europa por un cable concebido en estos términos: "Vapor Amérique perdido íntegro, telegrafíen Estados Unidos envíen auxilio".

   Es aquí el momento de hablar de estos dos héroes del año de 1885, de estos dos filantrópicos salvadores de más de 250 víctimas, de estos dos interesantes personajes cuyos nombres recomendamos a la historia y cuya memoria será venerada por los náufragos salvados.

   Los Srs. O. Berne y Federico Vengoechea fueron los primeros que se presentaron en la playa desierta de Mayorkín: allí clavaron la simpática bandera de Francia cuya sola presencia devolvió una vez más el ánimo a los abatidos corazones de los náufragos, los cuales comenzaron a sufrir el hambre y a ver cada momento más cercana la hora fatal de su infortunio; estos señores vinieron de Barranquilla navegando en pequeñas canoas por lagunas de aguas pútridas y habitadas solamente por caimanes; una fiebre amarilla podía ser el seguro resultado de heroísmo y de abnegación de ese viaje, y a pesar de ello vinieron a la playa con un tren de empleados numeroso, trajeron ganado para matar y en pocas horas convirtieron aquella playa mortífera e inhospitalaria en un verdadero campamento con todos los recursos necesarios para recibir a los náufragos que felizmente pudieran arribar a ella.

   Siete días permanecieron en esa playa, bajo los rayos de un sol abrasador, durmiendo por las noches a la intemperie, sobre la arena, entre palizadas y zarzas, sin abrigo, con una brisa violenta y arrimados a las hogeras que encendían para alentar el ánimo de los que pasaban la noche en medio de las olas del mar.

   Fueron ellos quienes recibieron uno por uno los náufragos, desde el primero que pisó la tierra hasta el último que pudo salvarse; ellos quienes prodigaron sin distinción de personas, sus abrazos y sus cariños a todos; ellos quienes repartieron aquí y allá recursos de su peculio; ellos quienes sirvieron de comer personalmente a todos; ellos quienes se comunicaron con el Gobierno; ellos en fin, quienes representaron el hermoso papel de verdaderos agentes de la Providencia.

   Los Sres. Vengoechea y O. Berne hicieron establecer, por medio de cable y de canoas, la comunicación entre la tierra firme y el islote de arena donde arribaban las lanchas que venían del buque; por este medio y con peligro de la vida de muchos nadadores de Barranquilla, sacaron de ese playón de arena los primeros marineros que allí habían pasado 48 horas, sin comer, sin dormir y sin poder siquiera defenderse de los fuertes empujes del mar que azotaba el banco de arena.

   No acabaríamos si fuéramos a emunerar detalladamente todos los medios de que se sirvieron estos dos simpáticos personajes para la salvación de los náufragos; solamente presentamos su ejemplo a Colombia y al mundo entero cómo digno de imitarse; su caridad a las sociedades filantrópicas; su valor a la Societé de Sauvetage de France; y nuestros mas sinceros parabienes a la Compañía General Trasatlántica que los tiene como empleados y a Colombia por sus hijos.

   Fueron colaboradores de estos señores, el capitán Guillermo Egea Mier, a quien dedicaremos capítulo aparte; el capitán Escobar y varios otros cuyos nombres no recordamos a nuestro pesar.

   La noche del 29 fue naturalmente más angustiosa que las anteriores; cada momento el mar tomaba nuevas posiciones en el buque y los náufragos perdían terreno moral y material.

   El día 30 a las 8 de la mañana y a una gran distancia, casi invisible, divisaron los pasajeros una especie de embarcación que por momentos parecía de vapor y por momentos de vela; al cabo de una hora la embarcación se distinguía mejor y pudieron reconocer con los anteojos, la cual hizo alto y bajó sus velas frente a las costas de Puerto Camacho. La esperanza volvió una vez más el ánimo de los citados náufragos; el capitán halagado dispuso que saliera del buque un lancha a buscar la goleta, ordenando que en esa lancha fuera un oficial que hablara español para que sirviera de intérprete con el capitán de la goleta y le pidiera auxilio para el buque en desgracia; comenzaron en ese momento todos los preparativos para equipar la lancha y en menos de veinte minutos esta comenzó a flotar sobre las revueltas olas.

   La lancha iba dirigida por Mr. de St. Sauver, 2o. comisario y por Mr. Debourdeau, 2o. lugarteniente. La afortunada lancha que rodó y fue azotada de una manera cruel por las olas, tuvo la fortuna de llegar a una distancia accesible y con un viento favorable hasta que pudo ser tomada por la goleta cartagenera que la atracó. En dicha lancha, por disposición del capitán, se salvó el cónsul de Francia en Lima, cuyo nombre ignoramos y el Dr. Padilla médico de El Salvador, que regresaba a su país después de haber terminado sus estudios en París. El Dr. Padilla no salió en la lancha con permiso del capitán sino después de forzar a los marineros, con su revólver en la mano, para que lo dejasen salvar.

   La goleta cartagenera que tomó la lancha y que hacía ya dos días fondeaba en todos sentidos para tratar de acercarse al buque y salvar a los pasajeros, venía enviada de Barranquilla, y a órdenes del ilustre capitán Félix González Rubio.

   El capitán Félix González Rubio, natural de Barranquilla, es uno de los nobles timoneros en el río Magdalena; su carácter, tan dulce como jovial atrae a cuantos tienen el honor de navegar en el buque de su mando; sus talentos náuticos a toda prueba y la seguridad de sus conocimientos infunden ánimo a los pasajeros y parece que a su mando huyen en la navegación los temores y zozobras que por todas partes se presentan en la insegura y peligrosa ruta de las aguas.

   Sus opiniones políticas son bien simpáticas: es miembro notable del gran partido conservador; sus grandes cualidades atestiguan lo sano de su corazón y la filantropía de su alma; en esta ocasión aciaga, dio prueba de su abnegación para con el vapor Amérique: a la primera insinuación que se le hizo en Barranquilla de que sus servicios eran necesarios, abandonó a su esposa y sus dos niños, se presentó en la Prefectura, dio allí, sus últimas disposiciones contando siempre con el sacrificio de su vida; y con la serenidad del aguerrido marino, tomó la goleta con la cual rodó entre las encrespadas olas y ensayó en vano sus habilidades y recursos para arrebatar al mar el caudal de victimas que quería devorar sin excepción.

   El valeroso capitán Félix González Rubio, que comandaba hoy el vapor Miguel Samper, merece entusiastas aplausos y parabienes y la eterna gratitud de los náufragos; él ha sido uno de los colaboradores decididos en la magna obra de la salvación del vapor Amérique y por este sus títulos de navegante brillarán en lo sucesivo con más esplendor; tome nota de ello la Compañía General Trasatlántica para que agregue un nombre más a la lista de sus benefactores.

   Fue el capitán Rubio quien condujo a nuestro suelo, abrumados por toda clase de consideraciones, conforme lo exigía su triste condición de náufragos, a los amigos Dr. Marco Aurelio Pabón y D. Paulo Emilio Restrepo quienes desde aquí estrechan la mano del valeroso y filántropo capitán y desean que la historia y los hombres honren sus talentos y virtudes.

   El capitán Rubio ensayó diferentes sistemas y fondeos en el mar por todos lados para ver si de alguna manera podía acercarse al Amérique; varias veces soltó una lancha de su goleta pero sostenida por un cable para no perderla; todas sus tentativas y esfuerzos fueron inútiles; sus talentos y valor palidecieron en esta ocasión y de ninguna manera pudieron superar la ira de aquel mar embravecido. En la mañana del segundo día de su permanencia al frente del Amérique la goleta alzó sus velas y con peso majestuoso, pero fúnebre, desfiló por uno de los caños de las "Bocas de Ceniza", llevando consigo muchas lágrimas y suspiros de los infelices náufragos que veían desaparecer la última esperanza de su salvación y cuyos corazones agotados ya, no tenían más fuerzas para luchar.

   El día 31 después de haber desaparecido por completo la goleta, comenzaron a hacerse sentir entre los pasajeros las más grandes angustias: el hambre amenazaba sin piedad, las noches eran ya insoportables, el ánimo había muerto, la esperanza se había perdido totalmente, el buque se hundía más y más y por lo mismo parecía que las olas se enfurecían contra él por todas partes; y en todos los semblantes se veía escrita la sentencia, y los espíritus abatidos miraban ya cercano el desenlace fatal y cruel.

   El amanecer del día 1o de febrero fue más triste que de costumbre, porque en el mar ya no había ningún elemento de salvación, solamente en tierra se redoblaban los esfuerzos y la gente se amontonaba de momento en momento a pesar de que todo lo que trabajaron fue inútil, logrando solamente comunicar la tierra firme con el islote de arena pero sin poder acercarse lo más mínimo posible al buque.

   En la mañana de este día y para envalentonar a los abatidos pasajeros, el capitán dijo que antes de que llegase la noche agotaría todos los esfuerzos por salvarlos y que juraba que ese sería el último de suplicio y el que decidiría de su salvación.

   El día 31, en las primeras horas de la mañana, toda la tripulación y pasajeros trabajaban en diferentes sentidos, con un valor sin igual, por arbitrar los últimos recursos de salvación; era la hora solemne, era el ella aciago del sacrificio o el venturoso de la salvación; debían cesar en ese día, de una o de otra manera, los sustos y congojas; debía decidirse la batalla entre la vida y la muerte.

   El único medio que parecía dar esperanza era el de pasar, de cualquier manera, un cable a tierra. Ya esta tentativa había sido frustrada con muchos desengaños y con la pérdida de la vida del 2o. contramaestre, pero era necesario volver a ensayar este abandonado sistema, tan ingrato como rebelde, por ser el que podía abrir algún paso siquiera hasta el islote de arena.

   Aunque los primeros resortes movidos por el capitán para pasar el cable fueron cosas que cualquiera llamaría ridículas, sin embargo, los apuntamos aquí para que el público juzgue hasta dónde llegaba la angustia y cuánto se entorpecen aun las inteligencias más claras en aquellos momentos de verdadera prueba.

   Después de muchas cavilaciones, reunidos los mecánicos e ingenieros, resolvieron que sería prudente arrojar al agua uno de los cerdos del buque y que dicho animal llevase amarrado al cuello un cable delgado para que al tocar a tierra, si lo alcanzaba felizmente los habitantes de Barranquilla que estaban en la playa tomasen ese cable y entonces poder pasar sobre él un cable más grueso , después otro más grueso, hasta llegar a uno que tuviera la fuerza suficiente para establecer así una especie de garrocha que sirviera de camino seguro, a las lanchas que debían salir del buque conduciendo a los pasajeros.

   Debemos advertir que hacía cinco días que los cerdos del buque no comían ni bebían, por consiguiente la fatiga y el calor los habían rendido de tal manera que vivían acostados sin poderse levantar; pero equipado con su dicho cable al cuello, la infeliz bestia fue arrojada al mar; sin haber podido nadar y abrumada por el mismo peso del cable sucumbió sin alcanzar a contribuir a la salvación de los náufragos. Frustrada esta otra tentativa de salvación, el mismo cuerpo de mecánicos dispuso que se construyese una cometa que llevada por la brisa condujese a tierra el cable que el cerdo no había podido llevar; fue cuestión de momentos la construcción de esta, que a poco comenzó a pasear en el aire, recordando con tristeza a todos los pasajeros los días de su infancia; y como era natural el mismo peso del cable la hundió en el mar antes de llegar a su destino.

   No habiendo logrado pasar el cable por este otro medio, convinieron en construir una gran balsa en la cual debían salir algunos marineros para llevar en ella el cable; las horas corrían y la angustia de los pasajeros, que no querían pasar una noche más en el buque, no daba ya tiempo; sin embargo, reflexiones del capitán fueron suficientes para calmar los ánimos y pronto comenzaron los trabajos de carpintería para construir la balsa. Antes de dos horas la nueva embarcación estaba completamente terminada. Equipada de todo fue arrojada al mar; su navegación era imposible no buscando más ruta que la de sepultarse bajo el casco del buque; todos los esfuerzos fueron inútiles para fondear en el mar y más afortunada que el cerdo y la cometa, volvió al buque donde sirvió después para cama y almacén de seguridad a un ladrón que venía desterrado de Venezuela y el cual sólo se ocupaba en el buque en recoger los vestidos de que los pasajeros se despojaban para estar listos y aligerados en esa provisional y peligrosa escuela de natación.

   Eran ya las 11 de la mañana; todos los esfuerzos hechos en las primeras horas del día habían sido infructuosos: los pasajeros, que desgraciadamente eran espectadores de todos esos reveses de la fortuna, parecían más dispuestos al sacrificio que esperanzados de su salvación; el buque tenía ya el aspecto de un campo de batalla; la muerte parecía que contaba y recontaba sus preciosas y seguras victimas y ya se escuchaban por la primera vez los gritos de maldición, miserias de miserias, lanzados por los mismos oficiales, quienes perdieron completamente el valor antes que los pasajeros. La noche anterior a este día 1o., los pasajeros habían logrado comprar a la tripulación, con promesas de dinero; ésta había prometido robar en altas horas de la noche las lanchas y salvarlos; pero esa tentativa fue también estéril, porque habiendo tenido conocimiento de ello el capitán, mandó desnudar las lanchas de sus aperos y las puso bajo una rigurosa vigilancia hasta el amanecer del día primero.

   A las doce del medio día el capitán llamó a sus mejores marineros y dispuso que se descolgase una de las grandes lanchas que el buque traía a remolque y las cuales vienen colocadas sobre las azoteas de las cocinas; equipada inmediatamente, el capitán entró en ella con sus mejores marineros; una violenta discusión se produjo entre el primer capitán y el 2°., porque creía que el primero se salvaría debiéndole corresponder la salvación a él, padre de una numerosa familia.

   En medio de la discusión y después de ser digna de ejemplo la sumisión de los pasajeros que no dieron ni una sola queja, la lancha comenzó a flotar llevando el capitán en sus manas el cable que debía salvar a los demás.

   La lancha en la cual salió el capitán del buque, llegó felizmente al islote de arena y con ella el cable salvador; pero desgraciadamente al ensayar las primeras tentativas para templarlo, éste, obedeciendo a su peso, luchando con las corrientes contrarias y como comprometido solemnemente en el doloroso drama del desgraciado naufragio, se rompió maltratando de nuevo el abatido corazón de los náufragos.

   Acto continuo a este nuevo revés de la fortuna, el segundo capitán del buque; Mr. Blanchard, comisario; Mr. Hautot, jefe de postas; y Mr. Vallet ingeniero mecánico, reunieron a todos los pasajeros en la passarelle del buque, contaron el número de ellos, calcularon el peso aproximativo de cada uno y establecieron la proporción siguiente:

   Tres lanchas quedan solamente a bordo; el número de pasajeros es de 60; necesita cada lancha seis marineros remeros, un guía para la vela y un timonero. El peso de cada individuo se estima aproximadamente en 60 kilos y corresponden, poco más o menos, a cada lancha 26 o 30, personas; naturalmente el peso es superior a la fuerza de la lancha.

   Hechas todas estas reflexiones, se consultó a los pasajeros su última resolución y estos sin vacilar un momento, puesto qué su determinación desesperada era la de lanzarse al mar con la probabilidad casi segura de hundirse en él, adoptaron este peligroso sistema, siendo así que no les quedaba otra esperanza de salvación.

   Terminada esta sesión lúgubre que motivó la resolución cuasi suicida de los míseros pasajeros, el noble y valeroso comisario Mr. Blanchard comenzó con la tripulación a preparar las lanchas que debían soltarse al mar en breves instantes y decidir en aquel momento angustiado de la suerte de los que en ellas iban a embarcarse.

   Los pasajeros se preparaban para entrar en esas lanchas; después de cinco días de angustia, la hora decisiva había llegado ¡qué pánico! ¡qué semblantes los de aquellos infelices! lloraban y se abrazaban unos a otros: se decían tal vez los últimos adioses, porque no sabían cuáles perecerían, ni qué rumbos distintos tomarían las frágiles embarcaciones.

   En medio de estos conflictos y acaso por un sentimiento de egoísmo, el 2o. capitán, el cual veía su suplicio infalible al quedarse en el buque sin lancha y sin elementos; tal vez influenciado por la tripulación, oficiales y criados, los cuales perecerían también con él, lleno de cólera y de pavor, lanzó este grito fatal, con el cual rompió el meditado convenio de salvar a los pasajeros: Nadie toque una lancha, aquí en este momento de suprema angustia, no hay pasajeros: todos somos iguales, todos queremos salvarnos".

   Desvanecida aquella última ilusión de los pasajeros, el 2°. capitán y el ingeniero mecánico dispusieron que se ensayase de nuevo a pasar otro cable; sin pérdida de tiempo, en una de las lanchas preparadas para pasajeros, entraron varios marineros hábiles y la lancha comenzó a flotar; varias veces se vio sumergida la embarcación; las plegarias de los pasajeros se redoblaban en el buque y todos esperaban el momento de la pérdida de aquella lancha que llevaba el nuevo cable que debía salvarlos. Providencialmente la lancha llegó al islote de arena donde fue recibida en medio del júbilo y de la alegría más supremos; el cable pasó y se pasaron sobre este varios cables hasta llegar al más grueso.

   La esperanza renació como la aurora de un bello día; los pasajeros alzaban sus miradas de gratitud al cielo; la alegría de aquel grupo de desgraciados, jamás podría pintarse con sus verdaderos colores.

   Comenzaron en este momento las maniobras en todos sentidos para templar el cable salvador, el cual estaba amarrado ya en el islote de arena; era necesario, absolutamente necesario, templarlo para que produjera el efecto deseado; no faltaban quienes lo besaran; parecía que él fuera como una reliquia de la cual no se apartaban los ojos de los náufragos.

   ¡Oh desgracia! ¡vana tentativa! Todos los sacrificios fueron estériles; la esperanza de los náufragos brilló solo un instante: el cable era demasiado grueso, su longitud de 500 ó más metros, empapado de agua, juguete de aquellas olas, hacía una enorme comba en el mar y solo se veían sus puntas: la del islote y la del buque; imposible templarlo; imposible servirse de él para nada.

   Quién podrá imaginar y describir las angustias de aquel momento? ¿Quién pintar el estupor de aquellos semblantes? Golpe sobre golpe, desengaños y más desengaños, habían robado toda la esperanza y aún la fe; estos eran ya los momentos mortales; nadie quería vivir más allí, nadie acertaba a razonar, el horizonte estaba enlutado, negro por todas partes.

   De repente, uno de los criados del ingeniero de la luz eléctrica y cuyo nombre no recordamos, por desgracia, se pone al frente del 2o. capitán y le pide su permiso para tratar de salvarse por el cable. No sabemos cómo calificar esta resolución: tal vez de una desesperada locura, acaso de un valor sin ejemplo. El capitán lo autorizó para que hiciese su voluntad y dirigiéndose a sus compañeros de desgracia les dijo: "venid todos a presenciar este acto desesperante, este espectáculo cruel a donde el infortunio me va a arrastrar; si Dios me llevare a tierra, tened valor, imitad mi ejemplo y si me perdiere en este mar, no olvidéis a vuestro amigo y consolar a mi huérfana familia".

   El cable estaba amarrado de lo alto del buque a 8 metros del piso. Armado de su salvavidas y despedido de todos, el infortunado criado comenzó a trepar por las escaleras y tirantes de los mástiles; todos los pasajeros reunidos, palpitantes los corazones, lívidos los semblantes como si ellos fuesen las víctimas, presenciaban con horror aquel sacrificio que iba a consumarse ante sus ojos.

   Coronada por el criado la altura de aquel mástil tornó la punta del cable y poco a poco, asido a él por las manos y los pies, comenzó a marchar lentamente; eran las tres de la tarde, el sol con sus abrasadores rayos hería el rostro de aquella desgraciada víctima; la brisa del mar que movía las cuerdas flotantes de los mástiles había enganchado desgraciadamente una de las poleas de hierro al cable que le servía de camino causando así un nudo que le obligó a luchar largo tiempo para poder salvar la dificultad de su pasó, allí en esa larga lucha perdió la mayor parte de sus fuerzas; el sudor le corría a mares y ya no podía en aquella enorme altura soportar sobre sus brazos y piernas el mismo peso de su cuerpo: sin embargo luchó aún hasta salir de la plataforma del buque para evitar caer en él, prefiriendo más bien morir en el mar.

   Una vez fuera del casco del buque, el desgraciado criado, sin fuerzas y sin esperanza, se lanzó al mar desde aquella gran altura: no se oyó sino el ruido de su caída, pero su cuerpo, juguete de las olas, no se volvió a ver más.

   Los pasajeros que presenciaron toda aquella triste escena, aquel lúgubre espectáculo, buscaban con sus ojos llorosos el cadáver de su infortunado compañero entre las olas; pero ni una sola vez pudieron siquiera volverlo a ver.

   Sin perder el hilo de nuestra narración en estos momentos en que tanto debe estar interesado el lector, apuntaremos aquí, como milagro de la Divina Providencia, el fin de dicho criado: en los momentos en que él consumaba su propósito de salvación por el cable, las olas del mar enfurecidas como ninguna otra vez, rompieron las jaulas donde estaban encerrados los patos y otros animales de pluma: éstos, una vez advertidos de su libertad, sedientos después de tantos días de abstinencia, a pesar de la abundancia de agua, salieron al puente y llenos de alegría comenzaron a beberla y a reñir entre sí hasta que una ola del mar llegó y los envolvió, arrastrándolos a la corriente y desapareciendo totalmente de la vista de los pasajeros.

   El criado rodó más de dos leguas en el mar sin que nadie lo viese, pero como a eso de las cinco y media de la tarde y a una gran distancia, los que estaban en la playa divisaron un hombre que hacía señas; don Federico Vengoechea envió una barca costeando por la playa y esta llegó a donde estaba el venturoso criado salvado de la muerte, y teniendo en sus manos uno de los patos que el mar había arrastrado del buque.

   En el hospital de Barranquilla se encontraba este criado en un estado de salud grave, como consecuencia de los mismos medios de salvación empleados: el cable le despedazó los brazos y las piernas, dando esto lugar a una inflamación casi general y a una fuerte fiebre.

   Los que del buque presenciaron la triste partida del criado mantuvieron, hasta salir a tierra, la creencia de que aquel desgraciado había perecido. A este espectáculo pavoroso sucedió en el buque la más abrumadora calma. Como habían desaparecido del mar las diversas embarcaciones, habían terminado también para siempre las maniobras y trabajos de salvación; los consejos de deliberación, ya no se reunían; quedaban sólo dos lanchas a bordo: una en buen estado y la otra sin útiles de marcha.

   Comenzaron aquí los momentos más tristes y angustiosos; los pasajeros, oficiales, marineros y criados habían enmudecido completamente; se miraban sólo de cuando en cuando y con semblantes tan abatidos que jamás la pluma del hombre podrá pintar. ¿Qué pasaba en el corazón de cada uno? Nadie la sabe. ¿Quién tenía valor? Ninguno. Parece que solamente la idea de la cercana presencia de Dios cruzaba por la mente de todos; sólo la más triste resignación coronaba el fin de aquellos cinco días de angustia y de reñida batalla entre la vida y la muerte.

   Eran ya las cuatro de la tarde: el imponente silencio de aquellos desgraciados era cada momento más solemne; el alma de cada uno parecía sumergida en el más profundo letargo; se preparaban todos para el sacrificio, estudiaban con afán el medio de morir más cómodo, ensayaban de diversos modos la manera de dejar mundo sin pensar; nadie quería arrojarse al mar.

   Esta consoladora meditación, que bien agradaría a San Ignacio de Loyola, fue interrumpida por estas terribles palabras del 2o. capitán: "No hay más esperanza ya, sálvese quien pueda, hagan de las lanchas lo que quieran, todos son dueños de su voluntad".

   Los pasajeros que estaban en minoría y que hasta entonces habían sido las víctimas más sumisas, los que jamás habían proferido una queja, los que habían dado ejemplo de las más grande prudencia y tolerancia, no pudieron salvarse en este momento único de desesperanza y de temores bien fundados.

   Como era de esperarse, toda la tripulación y criados al oír el permiso del 2o. capitán, se agolparon a las dos lanchas que solamente quedaban; éllos eran prácticos, marinos, aguerridos, buenos nadadores; tenían más probabilidades de salvación que los pasajeros. En los momentos en que se equipaba la primera lancha que debía salir, entró en ella tal número de tripulantes que los cables que la sostenían de dos poleas, se reventaron, y sin terminar el equipo, sin izar la vela, la lancha comenzó a flotar cerca del buque; reinaba en aquella lancha la más grande anarquía y las más violentas discusiones en los momentos antes de partir. Nuestro amigo Paulo E. Restrepo que estaba de pie en la baranda del buque, obedeciendo a su loca desesperación, se arrojó de aquella altura y cayó en la lancha que ya flotaba en el mar.

   Con motivo de su caída en la lancha, esta se sumergió bastante, llenándose casi de agua. Los marineros que estaban desesperados y de un humor poco común, comenzaron a tratar malísimamente a Restrepo, acusándolo de culpable si la lancha se ahogaba por su imprudencia y no faltó uno que le hiciera fuertes caricias en la cabeza y espalda; cuando esto sucedía, un pasajero de Barranquilla, que venía de Venezuela, defendió a Restrepo armándose con una navaja que, por fortuna, traía abierta y clavada en su salvavidas.

   Era el sexto día del naufragio del Amérique; quedaba a bordo sólo una lancha, cuarenta y seis pasajeros entre hombres, mujeres y niños, treinta y seis tripulantes y criados; la situación era cada día más angustiada y los medíos de salvación quedaban reducidos al extremo.

   En las primeras horas de la mañana de aquel día Mr. Blanchard, compadecido de la situación de aquellos infelices pasajeros y convencido plenamente del deber en que estaba de hacer cuanto estuviera a su alcance para salvar los inocentes niños y las señoras y en general a todos, resolvió, sin respetar autoridad alguna, embarcar ese grupo de desgraciados en la última, única lancha que quedaba y lanzarse él con ellos al mar a correr la suerte que Dios tuviera a bien depararles.

   No había necesidad de equipo puesto que la lancha no tenía útiles de ninguna clase; su capacidad no era suficiente sino para 25 personas, debían entrar en ella cuarenta y seis y no podía llevar marinos ni timoneros que la dirigieran porque no había puesto para ellos; el lector podrá muy bien hacerse cargo de lo temerario de aquella empresa y hasta dónde conduce al hombre el instinto de su salvación: todos, sin excepción ninguna, entraron en la lancha.

   Comenzó el mar su acostumbrado vaivén contra la pobre débil embarcación; comenzó también, con el pavor, la más terrible anarquía entre los pasajeros; ninguno sabía de marina y todos querían gobernarla, al venir cada ola contra ella, se ponían en pie unos, otros en cuatro pies y algunos más miedosos acostados, gritaban las mujeres y muchos alzaban los sombreros y querían formar valla contra las azotadoras y agresivas olas para defenderse de la furia de aquel desencadenado mar.

   Muchas de ellas invadieron la lancha, llenándola de agua por completo, entonces mientras venia otra, los pasajeros incansables comenzaban a chicar el agua con los sombreros, zapatos, etc., para salvarse de ir a fondo; otras veces las olas eran tan fuertes que pasaban por sobre las cabezas de los navegantes formando sobre ellos especie de pabellones de agua; San Pedro, en esta situación angustiosa, habría preguntado muchas veces a Jesús Maestro, ¿cómo nos salvaremos?

   El aspecto de aquella embarcación era verdaderamente curioso; a pesar de la terrible impresión que producía verla en aquella batalla, era de causar risa fijarse en aquel conjunto de tipos diversos, metidos en la lancha como cigarrillos en paquete, en trajes cómicos: niños, señoras, jóvenes, viejos, médicos, literatos, periodistas, desterrados, ladrones, comerciantes, políticos, franceses, ingleses, italianos, españoles, alemanes; todos hablando diferentes lenguas, remedando una verdadera torre de Babel.

   Espléndido banquete habrían hecho los tiburones y caimanes que allí abundan, si el mar hubiera logrado su intento de volcar la lancha. Venían en ella: el Dr. Marco A. Pabón, médico; Gómez Carrillo, literato; José Asunción Silva, secretario de la Legación en Venezuela; señora Elena Franco y su niña de 8 años de edad; Pugliesi, italiano, rico comerciante establecido en Barranquilla; un señor N. N., rico comerciante establecido en Lima (éste creyó tan poco en su salvación que arrojó de la lancha al mar un paquete de joyas por valor de 8 ó 10.000 francos); un joven cubano, desterrado de Venezuela por escritos contra aquel gobierno; un tipo de Ocaña, también desterrado de Venezuela por ladrón; otra señora de la Martinica, con una niña de 8 años de edad; señor Meynares Priso, propietario del Hotel suizo de Barranquilla; Hiera y Madinyá, jóvenes muy simpáticos, españoles, establecidos en Guayaquil; Mr. Binberg y su señora, interesante y simpático matrimonio, desposados en Alemania 8 días antes de embarcarse; el jefe de postas del buque; el primer comisario a bordo; un cubano, con una pierna averiada; otro suizo, con una úlcera maligna en una pierna; otra señora de la Martinica, con mal de San Lázaro en un período avanzado; una madre, con su hija, bastante hermosa ésta, a la cual había ido a buscar por haber sido robada por un saltimbanqui de una compañía de equitación y quien la dejó abandonada en Venezuela; un matrimonio francés, cuya posición y precedentes no conocemos, y varios otros que apenas conocimos de vista sin saber siquiera su nacionalidad.

   Como ven nuestros lectores la lancha no estaba mal surtida, faltaba solamente la cocina porque agua había suficiente hasta para buenas duchas; después de doce horas de aquel cancán que produjo fuerte mareo a varios de los pasajeros, especialmente a nuestro buen amigo Pabón que lo sufría aún en tierra firme; a manera de paquete de muestras bien mojadas y estrujadas, saltaron nuestros compañeros a Puerto Camacho a las 10 de la mañana.

   Inmediatamente se comunicó al señor Prefecto de Barranquilla la noticia de la salvación de todos los pasajeros y éste ordenó que los colocasen respectivamente en la línea del ferrocarril para que un tren expreso los tomase en las diferentes posiciones en que se hallaban y los trajese a Barranquilla.

   El tren salió de Puerto Colombia y se detuvo en la primera estación donde tomó a Restrepo y sus compañeros que allí habían pasado la noche anterior; luego anduvo dos leguas más y allí se detuvo para tomar los que acababan de salvare en Puerto Camacho.

   El encuentro de estas dos partidas de náufragos, salvados en distintos días, fue lo más conmovedor e interesante; corrían a torrentes las lágrimas de alegría, se besaban unos a otros y se hacían en el tren las manifestaciones más grandes de su amistad y recuerdo de aquel día feliz en que habían vuelto a la vida por milagro de la misericordia de Dios.

   Consecuentes en nuestro propósito de no dejar sin justa y honrosa mención ninguna de las acciones filantrópicas que durante aquel cruel siniestro se ejecutaron, hacemos notar con especial satisfacción la conducta del distinguido D. Belisario Olózaga, el cual se manejó con los náufragos de una manera recomendable. Cuando tuvo noticia del naufragio, abandonó, con perjuicio, sus negocios y provisto de toda clase de comestibles, dinero y abrigos, se puso en marcha para la playa en donde pasó dos días esperando la llegada de los náufragos para prestar a éstos, gratuitamente, servicios tan oportunos como desinteresados. Fue él quien recibió al señor Restrepo y quien le suministró los primeros abrigos para que pudiera salir a la línea del ferrocarril en donde había señoras que venían de Barranquilla con el mismo fin que éste; y después durante la marcha del tren, lo vimos repartiendo dinero de su pecunio a cada una de las víctimas del naufragio tan discretamente que sólo los favorecidos se percibieron de ello.

   Al llegar a Barranquilla se distinguió notablemente en la tarea de vestir y alejar toda aquella tropa de menesterosos y durante la permanencia de éstos en dicha ciudad, fue el señor Olózaga una verdadera providencia para todos para realzar así más y más su obra de piedad con la belleza de su carácter, que en otra época no supimos estimar en su justo valor.

   El señor Olózaga es el tipo acabado del hombre trabajador y de empresa, nada le importan los climas ni las dificultades para ganar honradamente el pan de su familia; en esta ocasión pudimos conocerlo tan a fondo que no tenemos embarazo alguno, aun sin tener en cuenta nuestra gratitud, en decir que Antioquia debe contarlo con orgullo en el número de sus buenos hijos adoptivos.

   Igualmente los señores Villan y Bell, suizos, y algunos otros caballeros distinguidos de Barranquilla, dieron en esta ocasión las más inequívocas pruebas de generosidad y de abnegación.

   Llegado el tren a Barranquilla, la población de esta culta y hospitalaria ciudad se había agrupado en la estación para recibir a los náufragos; la entrada a la ciudad fue solemne, verdaderamente triunfal. Y no era para menos, porque en aquella terrible lucha con el embravecido mar, a pesar de su debilidad, y sólo con la protección de Dios, habían éstos afrontado y vencido toda clase de peligros y como seres superiores habían paseado sus vidas en frágiles barcas por aquellas olas enfurecidas que amenazaban destruirlo todo: hasta buques de la capacidad del Amérique al cual sepultaron, al fin, para siempre entre su seno.

   Los pasajeros, algunos oficiales, criados y tripulantes estaban ya salvos y bien acomodados en tierra firme, pero aún quedaba a bordo otro grupo considerable de víctimas; no había lanchas ya, ni otro elemento de salvación, el capitán enfermo por el sol, el sereno y la larga lucha de seis días consecutivos había perdido totalmente la esperanza de salvarlos; ¿pagarían aquellos infelices el tributo de la catástrofe? ¿serían ellos las victimas propiciatorias del sacrificio? nadie lo sabía; pero en los designios de la Providencia estaba resuelto aquel problema, ella que había deparado tantos medios de salvación; ella que había obrado milagros a porfía, quería completar su obra redentora.

   Para honra y gloria de Colombia, se hallaba, a la sazón, en Barranquilla el filántropo y distinguido capitán Guillermo Egea Mier; tocaba a él su turno y llegaba el momento de dar a conocer sus talentos náuticos y su valor a toda prueba; el capitán del buque viendo imposible la salvación de los que quedaban a bordo, dio amplias facultades al capitán Egea para que éste dispusiese y maniobrase como su talento lo inspirase.

   Sin pérdida de tiempo y con su juvenil viveza, tomó una de las lanchas que estaban tiradas en la playa y sin uso alguno, después de haber servido para la salvación de los pasajeros, la equipó bien y la forró en lona, calafateándola después con alquitrán para que quedase hermética cubierta y al abrigo del agua.

   Esta idea original del capitán Egea fue la única que consiguió que una sola de las lanchas salidas del buque volviera a él; porque siendo contrarias las corrientes y existiendo un gran número de remolinos peligrosos, la lancha amarrada del cable que del buque se había pasado y el cual había sido inútil, forrada herméticamente para evitar que el agua la perdiese, daba lado por medio de este ingenioso procedimiento para poder salvar a los que por falta de embarcación debían perecer.