"YO NO SÉ QUÉ SERÁ DE MI SUERTE"*

Arturo Balbuena


Esto no es delirio furioso. Solo como una pequeña tormenta, 15 o 20 páginas. Nada digno de las letras... una tempestadsita. Como con tres cervezas. Un tiempo apenas toreado, pero pasito. Como cuando, 12 años, quise ser señor del clima y homeopáticamente llamé un viento recio, de 5 p. m., para sentir que algo especial había en mí, así fuera diabólico. Es que ante la casi certeza de que uno no será el elegido hijo del señor, le da por pensar que acaso, y esto da miedo, pero no es tan malo como ser uno de los innombrados por omisión, sea uno un Damián. Nada, uno es Hijo de Saturno, un desgraciado y casi indeseable, aunque finalmente leído, escrito. Y es tormenta o tempestad, porque el tiempo, ya lo han dicho, es la forma en que se disponen los acontecimientos; aquí una pequeña tempestad de tristeza o delirio, que esto me regaló el hado desde antes de ser y por eso no hay a quién devolver el don. Además los regalos no se devuelven, se dan otros: este es el mío. Una pequeña tempestad de tristeza o delirio, con un poquito de rabia, y de suerte. Una tumultuosa pequeña multitud de pocos eventos.

Del corrido puedo decir que es una de las pocas formas musicales (en términos de ritmo) que rápidamente puedo identificar, pero que traduzco a una imagen. Aunque no todo lo que identifico lo traduzca a una imagen, también el corrido me huele y me suena. Y lo siento como un intenso desasosiego. Me imagino un jinete raudo, con el viento que se forma cuando uno va rápido, porque no existe si uno está quieto, golpeándole el rostro. Pero, pensándolo un poquito, es que el rostro va más rápido que el aire y lo rompe; mejor, lo deja en remolino para que levante basuritas. Así pensaba yo en el corrido. Aunque recientemente me encontré otra imagen, ambiguamente cercana, que tiene incluido el olor que a mí me trae el corrido: estaba Malinowski, según relata su diario, presenciando una operación de quema y, heroico, se puso delante de las llamas y se sintió profundamente vivo. Huele a quemado, es como un campo en llamas. Es como un sol en hoguera que por la tarde ilumina y quema, en último furor, las nubes que se quedarán de este lado de la noche. No. Es como piel quemada por el frío, así huele. Pero también a campo, a tierra mojada que se levanta con un aguacero. Tierra mojada y frío en una tarde, en un entierro en el que llueve, en el que la canción última llega con maderas mojadas. Y sabe a lágrima mojada. Así también huele. Y a cerveza. Y a fritanga. Y a viento helado de once de la noche. También me sabe y lo siento; lo tengo en las piernas con dolor de frío encarnado. También me gustaba que era fácil de entender; un corrido cuenta una historia, la cuenta en forma lineal, un suceso después que otro y el siguiente después, era como escuchar un cuento fatal. Y como era en línea, y en ese tiempo escuchaba emisoras que daban la hora cada tres minutos, era escuchar una historia que me movía un poco de olores y de imágenes por dentro, y que acababa rapidito. El corrido es como una flecha letal lanzada desde A. M. Aaah, ya me acuerdo, me huele a cigarrillo. A tienda húmeda con humo de cigarrillo. El corrido debería oler como a cigarrillo mojado en una tarde fría. Ahí están el fuego y el agua y nosotros en medio. Esto no puede ser pura deleitación de recuerdos caprichosamente nacidos. Es que yo también creo, pero esto lo pongo aquí, que es mi escrito académico, pero no tanto, que el humo del cigarrillo y su olor es una experiencia de tiempo. Será un icono, que aunque todos sepamos que la forma del humo es todo lo caprichosa que queramos o que quiera el viento, tenemos la idea de cómo es, y cuando lo veamos sabremos que allí está un fumador, consumidor consumiéndose. No había prórroga cuando en las noches me cerraba los ojos y buscaba Radio Cordillera, como en las historietas de Kalimán, que eran también historias pero eran diferentes. Porque se demoraban, así que tocaba esperar a que mi tío comprara el siguiente número, y yo siempre quedaba con la historia en la punta de los ojos y con un movimiento yo no sé de dónde nacido, así se recuerda, inacabada. Y solo después, en las largas tardes de vacaciones, me podía poner al día y leerme completa una de las aventuras. Un poco burlando el efecto que quería lograr la voz siniestra del final, que le explicaba a uno cuáles eran las cosas que debían resolverse y que le insinuaba las fatales consecuencias que se desprenderían y que en el siguiente capítulo se verían prontamente desmentidas porque un evento intempestivo daría un rumbo diferente a la historia. De eventos intempestivos está hecho este tiempo que rige nuestras vidas. Un evento intempestivo es precisamente lo que da forma a este tiempo: emergente e irreversible. Si fueran eventos tempestivos, serían predecibles, lo que sería lo mismo que posibles de rehacer, y no habría este tiempo que devora y consume y arrastra. Sería otra cosa, pero no es así que lo llevamos dentro. Aún, había otra cosa de los corridos: daban ganas de llorar. Los corridos dan ganas de llorar. Las cosas que acompañan las ganas de llorar, vienen, siempre, del carácter de la historia. No solo de su ritmo, no es solo el tempo y las variaciones de fatalidad musical lo que de allí me da tristeza. Mejor, melancolía. Constato, un poco consternado, que un sentimiento familiar, tal vez la misma postura, aunque eso no puedo asegurarlo, del ángel de rostro negro que grabó Alberto Durero, es el que me llegaba mientras escuchaba las últimas líneas y los últimos acordes del corrido. Pero el ángel triste no padecía tanto, parecía embobado pero no sufría. Aquí, en cambio, dan ganas de llorar y cantamos llorando. Y las ganas de llorar eran, como dice mi mamá, que se me escurrían las lágrimas, mojando también la mano sobre la que apoyaba la barbilla. Es que la vida es muy paila, diría hoy yo... entonces no decía nada. Solo me dejaba estar. Y no había nada que explicar. Ahora, con la disposición del que explica, porque lo cierto es que usted no tiene por qué entenderlo todo, le diré que estar paila es peor que estar en la olla, que era estar en malas condiciones: económicas, sentimentales, espirituales, y las que se le ocurran. Se acompaña de estar frito y de estar pelado y de estar en la mala. Lo que hay es un clima de precariedad. Imagínese que si hace falta el calor, hace falta todo el calor. Que si hay soledad, es toda la soledad que cabe en uno. Que si no hay camino, es que una sombra profunda se cierne sobre nosotros. Peor que aquellas sombras que colgaban sobre el Beatle, de "Yesterday", de cuando era más del doble de lo que quedó. Todo eso, pero más.

Decía, no son la única forma musical que me provoca eso. También me pasa con otras canciones de esa música que se escucha en tiendas y cantinas, pero que un fulano, así se le puede decir porque simplemente no es académico lo que insinúa este man, llamó música cantinera, y a mí me parece una justa denominación. Lo que pasa, es mi impresión, es que esas tiendas aspiran a ser cantinas, y algunas lo consiguen, porque lo necesario no es mucho. Orinal, música, licor no muy variado (aguardiente y cerveza, en principio), tal vez lo imprescindible sea el cantinero... o la cantinera. Recuerdo uno muy famoso, que todo lo sabe, que pudo ser el mismo que se mató con el borracho que llegó borracho... y recuerdo también una muy bonita cantinera, que es la sota de copas, pero se le van los clientes. Dice el que canta que el mundo es una cantina tan grande como el dolor. Allí en la cantina, con los tragos y las canciones está todo el mundo, porque el mundo, todo él, uno se entera, es una gran cantina. Hay traición y amor. Y allí, todo el dolor. Lo que hace a la cantina es la certidumbre del juego, el cantinero como la mesera son sacerdotes de la fortuna, por eso la mona y el cojo venden chance. Lugares hay que condensan la existencia. Como insinuó Borges en La cifra, uno puede encontrar en un instante, en un lugar, la cifra de una vida. La cantina es el mundo, porque el mundo es una cantina. Me desvío; lo que pasa es que la realidad es compleja, como recuerda Kroeber. Sólo quiero precisar la distancia que hay entre el ritmo del corrido y el de otras canciones, como algunos acordes de "El preso número 9", que yo tarareaba, porque me gusta el sonsonete de ese piano, y también me daban, me dan, ganas de llorar. Hay otros, como Flor Silvestre o, a veces, Vicente Fernández, que parecen cantar llorando; Alci Acosta cuenta una dolorosa historia pero no llora, en su voz oye uno al preso, decir: Padre nomearrepiento ni me da miedo la eter ni dad. Yoséqueallá en el cielo el sersupremo mehade juz gar... Y mientras le toca a uno algo por dentro, y uno comprende. No solo lo que pasó, sino lo que volvería a pasar. Y hasta ve uno a un montón de presos números nueve... pero no ocurre siempre. Es algo que está en la música cantinera, que no depende del ritmo y que me trae una disposición, casi imponderable, así se vive (en general la vida es imponderable), pero que tiene referentes en otros ámbitos, como en el grabado de Durero; no, mejor, en la poesía de Camoens. Eso es para ilustrar, más justo es decir que se ve en las posturas de los bebedores y atentos catadores de música, que cuando suena alguna canción, en un gesto que sería como de pesar porque aprietan la boca y arrugan la barbilla, pero que acompañado de la mirada a la rockola o al que puso la canción o a uno de los presentes en la mesa, y acompañado del puño cerrado, con el dedo pulgar levantado y el brazo estirado, es seña de aprobación, pero esa palabra es demasiado poco. Ocurre que nos sentimos unidos por algo, que es comprensible el sentimiento que se ha de desencadenar, que se intuye entrando voluptuoso al cuerpo del afectado. Lo más revelador, insinúo, llega entonces, cuando la mirada se pierde en lontananzas, y esa palabra sí que está en muchas canciones (toca buscarla en el diccionario), como alguien que se va del presente, se quedan los ojos fijos en un cierto silencio interior, poblado de acordes y de letras. Allí está la melancolía otra vez, menos erudita, probablemente más trivial, pero es que solemos ser gente trivial. Las ideas son las que no son triviales, nosotros apenas, accidentadamente, encarnamos. Somos solo personas. ¡Nos parecemos tanto a esos, desgraciados e indeseables, personajes que pueblan las representaciones de los hijos de Saturno, el Padre Tiempo! En la cantina nos reunimos, los desgraciados, como en el mundo; este mundo está lleno de los nuestros.

¿Qué es lo que yo tengo por dentro y que me tocan estas canciones? Por haber creído en la poesía, y por haber escrito un poema que me pareció memorable, no tanto ahora pero así fue en algún momento, y por haber creído en lo innombrable, me puedo servir de mí para saber de los otros. Nada demasiado, solo gente común. Casi incultos. Esos son los más. Decía así esa canción: Como que tengo tu boca en mi boca. Y todas dicen más o menos la misma cosa. Es que el amor aquí se lleva dentro, ingresa como un veneno o una poción divina. Puro furor, ceguera y locura. Como que guardo tu aliento en mi aliento. Porque he creído que el espíritu mora en el aire caliente, o por lo menos cálido, que sale de las bocas de la gente y que para poseer eso que buscamos debemos agarrarlo, como la leche materna, antes de que vea la luz. Lo que hacemos en realidad no es poseer, es que ponemos cerca la boca como bañarnos en un manantial. Como que tus manos se quedaron aquí. Porque lo cierto es que me mantenía con la marca de unas manos en las mías cuando ya no éramos dos sino uno solo en transporte urbano. Como que la vida me sabe a ti. Pura hechicería, un amor gitano, que vaga con uno entre sus dedos y después por la boca y las narices, con el aliento y el perfume, entra al sueño. Y dormidos, con el amor en los dedos, nos soñamos con el amor. Nuestros días empiezan más temprano. Y la lluvia es inocente y el sol ya no es demasiado duro. No importa la noche en vela ni el polvo de la carretera. No importa una casa oscura. Mejor. Porque es como una sombra luminosa. Que nos arropa y nos llena de aire brujo. Y nos pone en la voz un dejo de ternura. Y cuando hemos de movernos a lo largo de la ciudad y de esperar dos horas más, nos quedamos complacidos y todo se resuelve con una presencia. Así amamos. Nos escapamos, porque es la mejor manera de hacernos saber que todo lo daríamos, un amor que no escapa no llega a ningún lado: dos amores cobardes no llegan a amores ni a historias, se quedan allí. Ni el recuerdo los puede salvar. Ni el mejor trovador conjugar. Eso no quiere decir que Silvio suene en la cantina. En la cantina cantaríamos: Vámonos. Donde nadie nos juzgue. Donde nadie nos diga que hacemos mal. Vámonos, alejados del mundo. Donde no haya justicia, ni leyes ni nada, nomás nuestro amor. Y cuando una canción escrita por otra mano y cantada por otra voz habla de otro amor, sabemos que no es así. Esa canción se vuelve nuestra, porque nuestros amores, todos únicos y eternos y nunca traicionados, se parecen demasiado a los de otros. Y por eso mismo, cuando se han ido o cuando nos hemos ido, cuando hemos descubierto que ya no es lo que era... o que nunca fue así, solo es nuestra ansiedad, también hay canciones para gente en esas.

El dolor nos toca y no hay más que sombras. Quisiéramos que las venas desgajaran pesadamente la sangre para morir de amor lento, de olvido. Porque sabemos que es tan corto el amor y tan largo el olvido. No leemos a Neruda. Pero podemos decir: Qué breve fue tu presencia en mi hastío. Qué tibias fueron tus manos, tu voz. Como luciérnaga llegó tu luz y disipó las sombras de mi rincón. Y yo quedé como un duende temblando sin el azul de tus ojos de mar, que se han cerrado para mí sin ver que estoy aquí perdido en mi soledad... Cuando estamos enamorados padecemos acedia medieval. Y cuando estamos sin pecho en el pecho, despechados, padecemos un furor melancólico. Furor es cólera, ira engrandecida. Es agitación violenta en la demencia. Es arrebato, entusiasmo del poeta. Es cierta prisa y vehemencia. Casi todo por aquí sufre el furor, todas esas cosas que de él dice el diccionario. Furor es delirio. Es pasión. Es una enfermiza disposición para el amor y el odio exaltados. Es frenesí. Es dolor furioso. Nosotros hemos heredado este sentimiento furibundo gracias a la sangre, o eso creemos. No puede por otra vía llegar esto al corazón. ¿Qué tipo de sangre que corre por estas venas? Nos apropiamos de la cólera y la ira. Nuestro mal genio es casi bíblico. Decimos que somos nerviosos. Lo que querría decir que las terminales de los nervios son más sensibles o que tenemos más nervios que los demás habitantes del planeta. Y que somos sentimentales: si un amor ardiente, se nos marcha de repente nace la llama de un dolor sentimental... pues sí señor yo también soy... sentimental, cantaría Nelson Ned. Y aquí, en coro, los que nos preciamos de no visitar la cantina. Eso es puro furor. He creído también que en nuestra particular forma de escuchar la música anglosajona, es el furor latino o romántico, de lengua romance, porque de esa extracción es nuestra melancolía, el que rige las maneras. No es más que ver la forma en que escuchamos canciones de Guns and Roses en una cantina. Antes de Alci Acosta y después de Los Visconti. O nuestra capacidad para improvisar solos furibundos de guitarra que acompañan una pasión alegre o una pasión triste. Eso es furor. Aquí el pogo abandonó rápidamente el punk, y nos pogueamos todo. Y nuestras borracheras, las de metaleros y cuchos, son de aguardiente y cerveza. Agua ardiente. Que quema la garganta y afina la voz, como para poner vocecita de Axel o de Julio Jaramillo. Es que, sin saberlo, buscamos al duende. Por eso, borrachos, creemos que hemos cantado muy bien. Porque sobre los melancólicos penden sombras. Porque la melancolía es una sombra que al medio día nos muestra la vida negra. Para mí tú eres negra ya y en tinieblas ya te perdí. Postrados, silenciosos y secos, cantamos con una voz que no es la nuestra, una canción que no compusimos, pero que dice, exactamente, la pena nuestra. No pensamos que eso es producto de la cultura, es que el destino se ensaña. Ya estaba todo preparado: la ilusión y la derrota. Lo único nuevo es nuestra tristeza. Inconmensurable. Esta tristeza mía. Este dolor tan grande. Los llevo más profundo, pues me han dejado solo en el mundo. Ya ni llorar es bueno cuando no hay esperanza. Ya ni el vino mitiga las penas amargas que han de matar. Yo no sé qué será de mi suerte, que de mí no se acuerda mi Dios. ¡Ay pobres de mis ojos! ¡Cómo han llorado por su traición!

No sabemos qué será de la suerte nuestra. Qué pasará si tú me dejas. Qué pasará si tú me olvidas. Le he preguntado a las estrellas, a la luna y al mismo sol. Qué pasará si andando el tiempo de mí te cansas y te alejas...

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Los hay cojos, que venden lotería. Solemos decir que se parquean en una esquina, por donde salen los cocacolos, que son los manes que trabajan en Coca-Cola. Les tientan la suerte, y las personas que trabajan en Coca-Cola tienen pocas opciones. Toca dejar esa vaina a la suerte. La suerte se deja ver pocas veces, pero cuando lo hace es espléndida: uno los ve volver con un dejo de comprensión, pero no se quedan, cuando se sale no hay que volver. Allí, entonces, se parquean los dos cojos que venden lotería. Sé que también los hay de silla de ruedas que venden la lotería en la entrada de la iglesia de Santa Marta, quien, dicen ahora, es la santa para los casos más berracos. Le está ganando a San Judas Tadeo. En ese lugar, como en muchos otros de la ciudad, se encuentra el llamado de la suerte. Todos apostamos porque es que la vida es un juego y en el juego de la vida vamos todos. Aunque al fin de la partida gane el albur de la muerte. Juega con tus cartas limpias en el juego de la vida, al morir nada te llevas, vive y deja que otros vivan. Cuatro puertas hay abiertas al que no tiene dinero, el hospital y las cárcel, la iglesia y el cementerio...

Son dos cosas las que debo poner claras, el resto se puede dispersar y quedarse apenas indicado, o sugerido; a veces creo que son esas las cosas que más tarde se recordarán, porque así es con las lecturas: uno busca la cara de quien escribe más que aquello que quiere decir, debe ser porque buscamos un sentimiento, ¿sabe usted cuál es mi cara? Bueno así leo yo, a veces, a veces no tanto, es que uno no puede querer ser antropólogo todo el tiempo... y a veces se vuelve hasta pragmático. No importa, hasta ahora nos estamos escribiendo, mire que tal vez estas líneas se pierdan. Somos tan hijos de Saturno que de las dos formas de melancolía la nuestra es menos generosa. Es la melancolía poética, de cuya denominación no podremos decir que es fea, porque es poética, pero es que el poeta es un héroe trágico... imagínese un poeta feliz, eso es una contradicción porque la poesía es el descubrimiento de la finitud. Y que nuestras posibilidades son tan ajustadas, o tan precarias, que un verdadero suceso, aquel que partirá la historia de nuestras vidas, es el azar supremo, un golpe de suerte. La suerte no podía ser blanda y darnos un abrazo, nadie que sufra un abrazo de suerte tendrá certeza de la fortuna en su vida. Debe ser un ¡GOLPE DE SUERTE! Como irse a buscar oro y encontrárselo de frente de forma tajante, como pelear con el diablo para ganarse el derecho a una guaca, como coger un negocio machete (como el instrumento de desyerbar) o como intentar un tiro osado en el juego de la rana y hacer moñona. Más bien, como, velozmente, en un acto muy similar al de los raponazos que eran famosos en la décima de mi niñez, debe el necesitado quitar los billetes de la mano resbalosa del azar. Es simple el asunto, pero no es fácil explicarlo. Yo puedo sugerirle unas cuantas canciones y usted puede decidir obviarlas, pero para eso juego, esta es la palabra justa, con el espacio que me ha sido otorgado y le cuento un poco de cuentos cortitos, como el de los manes cojos que venden la lotería. Es que usted los viera, son bien particulares, usan saco de traje, yo no sé de dónde salió esa costumbre, no es que sea una tradición milenaria, y van cojeando todo el día por el barrio con sus zapatos embolados, con el pelo como mojado todo el día: vendiendo el chance, ofreciéndolo, diciendo que a la una se cierra. Y uno cree que hoy es el día de El Dorado, hasta podríamos parecer conquistadores ahí detrás del Dorado todos los días, pero este es un chance que se llama así y que juega a las dos. A la una pasan recogiendo, como en una inmensa casa de apuestas. Hagan sus apuestas señores, y mi mamá entonces saca mil o dos mil pesos y se va con el número que la vida le señale, el número de la tumba del último muerto o la cifra que una lectura extraña le dicta según mi matrimonio, o la indudable configuración de manchas que han dejado los cunchos del tinto de esta mañana. Allí, por todas partes están las señas, pero no son todas partes, hay lugares privilegiados: la muerte, es un lugar grueso, como diría Geertz, allí se nos muestra la vida, toda cruda como es. Es la estrella particular, Nací con mala estrella, nadie un favor me apunta y la piedad del cielo también me abandonó. Así canta El Caballero Gaucho, pereirano. El signo que ha nacido con cada uno, porque es en la soledad del baño o es en la taza de la bebida propia, después de que la hemos marcado con nuestro aire mientras posamos los labios, casi distraídamente (en un mundo tan lleno de señas no podemos estar distraídos), es nuestra estrella. O el haber estado en el momento preciso en el lugar preciso, el equivocado. Solo que eso casi siempre, en estos barrios, es lo que ocurre. La ocasión es calva y uno vive pelado: sin plata y sin vida.

Bueno, iba hablando de los manes del chance, que son unos avispados, por lo mismo que mi mamá no deja de preguntarse si el número de la placa del taxi que recién se parqueó a la entrada del restaurante, es el que traerá El Dorado hoy. ¿Será por eso que yo me he vuelto supersticioso y me la paso viendo San Migueles y seres afines en muchos lugares? Yo no sé. Uno no debería decir eso en un texto académico, pero es la verdad, yo no sé. Y la verdad sí se debería decir en un texto académico. Alma máter, que nos ves lánguidamente caminar por tus pasillos. Yo he cantado sumamente tocado que me gusta estar al lado del camino fumando el humo mientras todo pasa, aunque lo cantaba cuando no fumaba y no sé de qué lado del camino estoy. Este escrito dará cuenta del que me tiene y del que me dejo tener porque uno es persona. El caso, como para recordar que este escrito es sobre fortuna y melancolía, y que juega con frases bien típicas porque si no fuera de esa forma mi lector no sabría entenderme, para eso están estas, las palabras, en el orden posible, con las posibles sentencias, y nos entendemos, y usted sospechará algo cuando lea melancolía y fortuna. Así que yo me pongo a sugerir, porque como le dijo Holmes a Watson, lo que ha hecho un hombre otro lo puede entender. El caso, esta fórmula es de mi mamá, es que dejan caer una fracción de lotería cuando pasamos por cerca de la iglesia de San Judas, a una cuadra. Y nosotros creemos que ha sido la providencia que ha vuelto su mirada hacia nosotros. Y compramos porque si no, nos quedaríamos con una espinita; y hay tantas historias en las que el número señalado coquetamente se posó en nosotros y lo dejamos irse tan impunemente, que perdimos la inocencia, porque sabemos que el papel no se ha caído por distracción del lotero, sino que socarronamente lo ha soltado para que de las alas del viento tropezara con nuestros honestos ojos, que lo devolverían o lo atraparían, porque la ocasión es calva. Y uno vive pelado. Y la necesidad tiene cara de perro; lo que quiere decir que estar en la condición del perro no es deseable, como un perro en misa. Yo vi uno. En un entierro que tuvo que apresurarse porque el tiempo apremia. Y ya ni a los muertos los podemos enterrar sin afán. ¡Siempre llegamos tarde! Y esa vez, en Chía, nos tocó correr con un ataúd pesado porque ya empezaba la misa y estábamos tarde. Ella se murió durmiendo. Una muerte serena. Y quedó como sonriendo. Porque acá le miramos la cara a la muerte. Así mandan las buenas maneras. Serena, con sonrisa sabia. Pero ¡pesaba! Y se nos hizo tarde. Y como estaba tan pesado el ataúd, nos tocó casi correr, que eso es feo en la muerte porque la sabemos lenta, sublime y ceremoniosa. No puede ir de afán aunque tenga mucho trabajo, ella es digna. El cura estuvo bien. Nos recordó lo que tenía. Y que no hacía tanta falta, pero eso estaba bien después de la carrera. Volvió la ceremonia. El cuento iba a que allá había un perro debajo del ataúd. Pero no se veía tan mal. Si hubiese sido el perro de la casa había sido hasta estético. Pero no era. Y nadie lloró por lo del perro, que no hace falta llorar por el protocolo cuando lloramos por casi todo. Es en el llanto que amamos y reñimos y nos dolemos. Somos sentimentales. ¡Y lloramos...! Llora mi nombre en todos los nombres y mi apodo en todos: lloramos al Pollo, lloramos Leocadio y Juvenal.

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A Juvenal lo he visto borracho y me he emborrachado para entender y también porque fue preciso. Me di cuenta que en la ebriedad no hay misterio. Solo la ebriedad. Acaso un poco lo amistoso que se nos sale, a brindar, pero mejor es no brindar y cantar una canción que remueve. Por la reiteración: esta canción dice lo que dice y lo vuelve a decir. Acaso es que el tiempo se pasa y no lo miramos. Acaso es que nos olvidamos de todo y nos quedamos en un aquí eterno que es tienda, ventana sucia y orinal, pero también sillas y piso con colillas. La señora de la tienda lleva cuentas con tapas de cerveza y nosotros solo esperamos qué va a sonar y hablar un poco si no nos gusta. Nada ocurre con la regularidad que esperaría un etnógrafo. Porque también suenan vallenatos. Los vallenatos suenan en Radio Recuerdos. El todo es una monstruosa aspiración. Recordaré que antes de la ebriedad vimos carros de la moda más antigua vigente transportando mercados y personas. Desde la plaza de Fontibón hasta los lugares más recónditos de los alrededores. Uno de ellos es Puerta de Teja. Allí vive doña Carmenza con su irregular familia que es ella, hijo, sobrinos y esposo recién adquirido. Es un hombre bajito, que le decían Juguete por apodo, nacido en el belicoso sector de Viotá, pero don Juvenal no fue un guerrillero porque a los 12 años se vino a vivir a Bogotá, a descargar carros en la plaza de mercado de la treinta con trece, cerca del matadero. A vivir en la casa de una tía, dueña de una cantina-cabaret. Don Juvenal, luego celador y ahora esposo de mujer dueña de restaurante, casi borracho porque toma casi todos los días, silencioso catador de música de Las Estrellitas, pero ese grupo es casi desconocido y solo existe un casete que don Juvenal guarda con poca precaución. Conocedor de las mujeres de la mala vida y amante de ellas como de hermanas y tías, como para un verso. Es que si no nos va bien en esta vida nos irá bien en la otra. Padre de un hijo que parece no ser suyo. Eso no importa, y luego ríe con pocos dientes. Hacedor de amigos. Más saludable que un Alka-Seltzer, pero solo. A las diez de la noche tomando cerveza y escuchando música de Julio Jaramillo. Sin éxito. Un amor que se me fue, otro amor que me olvidó, por el mundo yo voy penando, quién dijera que a él le gustaba, probablemente por los mismos días que a Fernando Vallejo, Amorcito quién te arrullará: pobrecito que perdió su nido sin hallar abrigo muy solito va. Solo faltan un poco de prosas aquí y allá para que quede en una novela no menos interesante, que no sería película, que eso ya es mucho pedirle a la vida. Caminar y caminar, ya comienza a oscurecer y la tarde se va ocultando: amorcito que al camino va. El hecho casi desnudo es que don Juvenal se pone a escuchar el senderito del alma y a mirar el suelo y uno no sabe qué es lo que está pensando, sea en el amor dudoso de su mujer o en las múltiples traiciones que lo atraviesan (amorcito que perdió su nido sin hallar abrigo en el vendaval) y llegue a intuir que el sendero es una cicatriz que ha quedado en el alma, casi como un corrido que se graba en el alma, esa cosa coloidal. El alma es parecida a la ebriedad... casi simple porque en la ebriedad no hay misterio. Y puede que no haya misterio y no piense en nada y sea que el tiempo se resbala por su piel o que el vendaval sea su abrigo.

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Ahora la historia del andariego sin suerte. Empieza con un corrido. El corrido que escuchara Leocadio desde que empezó a escuchar música de Antonio Aguilar, cuenta la historia de una geografía extraña por los nombres, pero nada más. Este es el corrido del caballo blanco que en un día domingo feliz arrancara. Iba con la mira de llegar al norte habiendo salido de Guadalajara. Su noble jinete le quitó la rienda, le quitó la silla y se fue a puro pelo. Y atravesó un país extraño, con nombres que no son los de aquí. En cambio, Leo, trabajador de construcción y hermano fracasado de doña Carmenza, conoce otros nombres que relata como si estuviera montado sobre el caballo blanco: empieza desde La Aguadita, cerca de Fusagasugá, y se va por los caminos que comunican los pueblos del Sumapaz: Arbeláez, Tibacuy, Viotá, Pasca. Él siempre se va. A construir casas que no llegarán a ruinas en Cambao, a coger caña en zonas de tierra caliente más allá, a coger café en otros pueblos, a vestir una camisa azul y un pantalón negro debajo de un sombrero mejicano, a cruzar las calles polvorientas de Bosa en una bicicleta que tiembla. A Leocadio le agarran nostalgias repentinas. Se va, entonces, a tiendas recónditas y toma hasta perder el sentido; aunque no siempre pasa así porque, como dice la canción, Me emborracho cuando estoy alegre y también cuando estoy aburrido. Su historia, como todas, no es sencilla; no es bueno, pero tampoco es tan malo. Doña Carmenza lo mantiene porque ya no tiene esposa. Ella lo echó por fin cuando, borracho, rompió todas las cosas y asustó tanto a los hijos que Antonio, el mayor, estuvo callado durante una semana. Cuando joven, Leovigildo salía a viajar con sus casetes, como Cristos, su hermano, que cantaba "Las botas de charro" y lloraba por un amor que nunca vimos. Tenía casi todo lo de Antonio Aguilar, le gustaban las rancheras; en ese tiempo Leo usaba sombrero y pantalones de dril, camisas de manga larga, bigote y patillas, con esa pinta se recorría los pueblos cercanos y otros de más lejos. Pero ahora que la desgracia lo alcanzó usa jeans, camisetas, sacos de lana heredados de su aventajado sobrino. Ya perdió, tal vez en una borrachera, los casetes y solo tiene dos cedés en mal estado, pero no son de Antonio Aguilar. Su hermana, única persona que parece todavía recordar el esplendor de Leo, un joven que se fue de la casa a los 16 años a casarse con una prima de otro pueblo y que parecía, por sus alardes, un aventajado constructor, pero él hubiese querido que la gente murmurara que él sí era muy gallo, su hermana lo mantiene cuidando el restaurante. Vive en una pieza que huele a cigarrillo, siempre con las ventanas y las cortinas cerradas y con sus cosas listas en una caja porque se está yendo de todo lado y de este restaurante ya se quiere ir, pero nadie sabe cuándo. Alguna vez se creyó Mauricio Rosales, y quería que le dijeran El Rayo, pero no fue posible porque sus robos nunca fueron provecho de los pobres, o al menos de gente más pobre que él. Cruzando veredas, llanuras, laderas y caminos reales. Cantando canciones, canciones de amores sobre mi caballo. Me dicen El Rayo mi nombre de pila es Mauricio Rosales. Lo cierto es que se metía en peleas sucias, con cuchillos, heridos y muertos. Por eso ahora no puede andar por cualquier parte porque a los lugares que conoce no puede volver, siempre deja deudas. Y como otros, vean ustedes, fue buscador de esmeraldas, guaquero, pero sólo como durante un mes porque de allá también le tocó salir corriendo.

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Y el Pollo también. En las esmeraldas, pero antes en el juego. En el esferódromo regalan tinto y Coca-Cola. Salen las bolas, tímidas al principio, como queriendo que no las miren, y se precipitan por el espiral verde, de tela de billar. No muestran mucho afán. Coquetas, rozan el hueco, lo besan, como mariposas, y se quitan. Hasta que una cae, como quien tropieza, y señala un ganador. Uno se toma el tinto y le dan ganas de jugar. Uno entra picado y empieza a apostar. De a poquito. Y en después se envicia, como dicen. Uno empieza a ver que las bolas no caen por azar, empieza a intuir causas profundas y ve señales por todas partes. Que si esa bola es negra y a uno le dicen El Diablo, o que si esa bola es amarilla como los calzones de año nuevo. Y hace un año estábamos en el mismo sitio. O que si mira uno a donde mire, allí está su clave. O que no importa, el hado nos mandó a este lugar y eso impone jugar. Sin recursos para leer en el mundo lo que hay que hacer es apostar. Y apostar sin medida.

Lo que hay que hacer es no medir. Quedarse sin lo del bus, dejarlo en la última apuesta, que si uno ya se sabe en la calle con las manos yertas, va y gana. Al Pollo no le funcionaba. Yo creo que no quería que le funcionara. Y si le hubiera funcionado habría apostado hasta perderlo todo. Hasta le gustaba que las viejas lo trataran mal, es que uno a veces quiere saber qué es estar vivo. Ese man se la pasaba llegando pelado y a la madrugada. Ni siquiera borracho porque el man no tomaba. Era solo juego. Y ni siquiera sabía fumar, pero hacía caras cuando chupaba el humo, ¡qué gonorrea! El William se burlaba. Pero el William sí lo entendía. No se esforzaba, es que ellos se parecían. Y yo, que lo apreciaba sinceramente, pensaba que ese man sí era la cagada. Hasta se ponía contento cuando nos botaban del trabajo. Lo veía sonriente cuando venía a invitarme a los billares.

Pero hubo un tiempo en que las noticias, por igual, nos afectaban. Las noticias lo dejaban a uno ahí todo callado. Además no llegaban con fuerza definitiva, eso es lo peor. Decían que la otra semana lo estaban llamando y nosotros nos quedábamos toda la mañana en las casas, pendientes del teléfono. Pero a las tres de la tarde ya sabíamos que no iban a llamar ese día y nos íbamos para el parque a recibir el viento furioso y a cansarnos para poder dormir. Eso del desempleo se va poniendo como un dormimiento en los miembros. Se va sintiendo uno todo rechazado en todas partes. Y se va quedando uno como inutilizado. El Pollo también se sentía mal. Sobre todo porque del pantano del asueto permanente se iban saliendo los otros. Y él se quedaba bronceándose el cuero rojo, en cortos de jean, sobre las latas del techo de su casa.

Eso fue al principio porque después, más temprano que yo, empezó a acostumbrarse a todos esos trabajos maricas que nos salían. Y empezó a disfrutar el esfuerzo físico. Pero mejor, era disfrutar un poco cada vez que perdía algo, como si lo hubiese perdido en una apuesta. Hay que perder y no sufrir, eso es ya no perder. Nos recuerdo empujando carros hechos con tablas y tubos de hierro, transportando enormes bloques de espuma de colchoneta. ¡Caliente! Se quedaba esa espuma, casi como flan, pegada a los nudillos de los dedos. Y quemaba. Nosotros corríamos porque la máquina, monstruosa, botaba y botaba bloques enormes. Había producción, así nos decían. Coooorra con esos bloques quemando los dedos. Corra con los zapatos pegajosos en la suela. Corra. De la máquina a la bodega. De la bodega a la máquina. Todo el día porque la máquina no almorzaba. Entonces nosotros tampoco. Corra. Y fomentaban un espíritu de competencia. ¡Quién será el más fuerte!... era ese man. Yo lo veía como contento, encaramado en un edificio de bloques de espuma, de tres metros por siete, acomodándolos y riendo. Ese man era un hombre sonriente, un payaso como el "Payaso" que cantaba Javier Solís. Como siempre estaba riéndose, nadie pensó que también lloraba.

En Coscuez, una noche de las varias en que fue guaquero, todo negro el rostro y las manos, todos rojos los ojos y con hambre y frío, se puso a chillar. De espaldas al William, que estaba de espaldas a él, también llorando. Estuvo trágicamente vivo, marioneta del destino, en la más previsible situación. Es que nada, ¡jueputa!, dos chispitas nomás. Menos que fugaz relámpago, como una visión de bondad en medio de esta lucha pertinaz. Pero una visión, al cabo, que otros nunca tuvimos. No encontraron la pepa que los sacaría, tres semanas de aventura, es que el que no arriesga un huevo no tiene un pollo. Las piedras verdes no se cogen todos los días. Bueno, yo sé poco de esos días, es que de las derrotas casi no hablábamos, nosotros éramos manes con proyectos, con negocios entre manos, con el futuro a nuestros pies.

Cuando empezó la misa me quedé mirando el piso. Y, como todo era de no creer, le pedí a Dios que lo tuviera en su gloria, a mi amigo, que le decían también El Diablo. Es que ser persona es ser tantos. Y esas máscaras nos llegan por detalles nimios. Compró en el centro una chapa, en la acera sucia de la décima, donde un sujeto de rostro moreno, pelo crespo y bigote, había extendido una tela roja. El hombre parecía, ahora recuerdo, el negro aplastado por el ángel. El Pollo fue primero como el ángel y después como el negro... ¿o como el indio? Como era crespo y los ojos claros y pasaba las tardes haciendo flexiones de pecho, se parecía un poco a San Miguel. Y cuando estuvo más cuajado se encontró con el apodo contrario, El Diablo. El caso es que al lado occidental de la décima, doradas unas y plateadas otras, en el suelo, un enjambre de chapas: águilas, escudos, hebillas. El Pollo encontró una con un diablo, él le decía El Diablo, es que a veces hablamos con mayúscula (el apodo se lo devolvió la chapa). Y se la puso a un cinturón negro de carnaza, como para parecer baquero. A él le hubiera gustado ser uno, como don Segundo Sombra, pero es que con los manes que conoció no se alcanzaba a hacer una idea, como hizo Güiraldes. Conoció al hornero de Kokorico, un asadero que tenía otra empresa en donde vendía el mismo pollo, pero más barato, o acaso, pero esto es ser malpensado, un pollo para otro tipo de gente, en realidad el hornero era de Las Colonias, carrera décima con calle 22. Un tipo de cara fea que engarzaba con habilidad de oficio la vara con seis pollos. Y al ritmo del horno, seis varas en menos de un minuto. Soportaba el calor y miraba desafiante; y era supremamente vulgar, mala gente, seguro. El man era una gonorrea. Salía los días de pago a apostar todo en esferódromo.

Yo no. Yo siempre fui juicioso. Ese día llegué a las siete. Como siempre que me voy y vuelvo, con el presentimiento de algo irremediable. Por eso mis pasos son presurosos y mis manos revuelven el aire como un demiurgo los destinos. Mejor, como una muchacha de loterías en la tómbola, pero con otro rostro y otro cuerpo. Otro ánimo. Agoté las escaleras en zancadas de tres o cuatro escalones. Ya en la terraza, porque vivíamos en una terraza, esa es una de mis circunstancias, la montaña de enfrente y a lo lejos me tiró un ventarrón helado. Yo no le hice caso. Agité las llaves. Cuando abrí la puerta y el silencio previsible me pareció extraño, me puse más ansioso. La noche anterior había llamado pero no habían contestado y sólo quería saber que mi temor no tenía fundamento. Sólo esperaba hacer una llamada a mi mamá. La casa debía estar sola pero aún estaba Yesid, lo escuché a un paso de la puerta. Faltaba que me saludara sin noticias en el rostro. Pero Yesid parecía demasiado sobrio, en estas circunstancias la vida es más simple, y buscaba cómo decirme algo. Se apuntaba una camisa blanca.

Yo no quería entender, no tenía por qué hacerlo. De todos los males terribles y las muertes esperadas, esa no había cruzado por mí. Lo habían matado, a Hernando. Fue un asunto estúpido, pero todos nuestros asuntos son triviales. Una riña de tienda. Una pelea sin mujeres de por medio, sin dinero, sin envidias legendarias, sin meses de cuajarse, sin el suficiente residuo de rabia en la garganta, sin la carga de odio acumulada en otras enemistades, nada de lo que nos trae la muerte. Solo ella. Simple. Se metió en el cuerpo del Pollo por un lunar en su frente. Nada místico. Más bien, trágicamente cómico. Seducida por las palabras de derrota o las de desafío. Avizorada en sus aventuras baladíes. Esperada sin ansiedad. Deseada en circunstancias monótonas. Así fue. Irremediable. Intempestiva. Miren lo que es la vida: de suerte y muerte, a puñalada en la frente.

Aquí lo irremediable siempre está a punto de ocurrir. Y el todo es un sinnúmero de acontecimientos irremediables. Y vivimos nerviosos. Los nervios llegan con nosotros, que por ser tan sentimentales sufrimos de los nervios. Y al contrario. A veces, en un instante, todo el ruido desaparece. Es entonces cuando la reanudación de acontecimientos trae uno que nos cala, que nos toca, que nos arrebata y nos hace víctimas. Una enfermedad. Una noticia decepcionante. Un nuevo gasto que no encuentra fondo en nuestros bolsillos. Una muerte, como todas, inesperada. Es vivir en un agujero y resbalarse por su pendiente. Cayendo en raudas volteretas, sintiendo vértigo y vómito, desconsolados los domingos, recompuestos los lunes, fatigados los martes. Pero lo más feo son los nervios. Desconfiamos de las señas de una llamada no prevista, del rostro de alguno que llega a decirnos algo, del ruido trivial de un esfero que se cae por jocoso accidente, del grito desconsolado que vaticina un grave suceso. Yo he pensado que por eso revuelvo las llaves en mi bolsillo y camino rápido. Quiero llegar y verla tranquila y esconder el miedo en la cara de cansancio que también traigo. Para que se ría, que ya casi salimos de la incertidumbre. Ser hijos de Saturno es probar grandes sorbos de incertidumbre, no jugar con las certidumbres ajenas. El tiempo solo se sufre. Se soporta casi como cuando nos golpea el viento, en la tarde, que viene furioso y frío de los cerros. Que nos enfría el rostro, las manos y las piernas. Y, entonces, yo decido que cojamos un taxi porque no hay que aguantarnos tanto y mañana veremos de dónde sale lo que se gastó. Salvo que hay cosas que se gastan y ya no vuelven... y uno llora sentado en el baño frente a las caprichosas formas de la cortina plástica. Y sabe que ha querido más de que podía. Y también mucho menos.

Hicimos una ronda alrededor de su muerte y escuchamos dos canciones de esas que van y vienen por todo el cementerio. Allí sopla un viento y hace un sol, ambos también están afuera, pero uno se percata más de su presencia. Es que el sol alumbra cabezas reclinadas hacia el suelo. Y seca la tierra de muertos que a pesar del pasto es amarilla y mezquina. El viento, de su lado como siempre, barre oraciones y confidencias de esas que solo los muertos pueden escuchar. Pero que, acaso, sólo el viento conoce. El mismo frío soplo que nos quemaba la cara en el parque cuando, limpio, se venía desde los páramos arrastrando tejas de los barrios nuevos, ya en el cementerio del Apogeo estaba lleno de rumores que había confiscado por todo el sur. El soplo se llevó también el rumor del entierro, lo estrelló contra las casas de más abajo. Y después, ese viento mismo, me pegaba en la espalda y en la nuca, por la tarde, cuando iba a decirle maricadas a la tumba del Pollo.

No puedo recordar cómo estaba el rostro porque no lo quise ver. Pero la idea sí la tengo, me la regaló Omar, que lo vio entre la caja de muertos. Me dijo que tenía cara de malo, cosa que no podía ser porque el Pollo era buena gente. Pero la idea fue un regalo y los regalos no se botan; tengo la idea, lo recuerdo en su caja vestido de traje, con cara de malo, pero con esa cara de chiste que hacía. Como cuando trabajó en televisión, un extra, portando una barba de tizne y una ametralladora de juguete, pura pinta de Sábados Felices. ¡Esos chistes que se inventan aquí! No lo vi pero lo recuerdo con cara de malo, casi de rabia. Seguro le entró rabia antes de morirse, es que el asunto no valía una vida. Pero la vida no vale nada, empieza siempre llorando y así, llorando, se acaba. Debe ser que aquí también es León Guanajuato. Yo lo que tengo es una deuda. Debí abrazarlo de feliz año pero no lo hice. Debí ver su rostro duro lleno de muerte y deplorar el maquillaje que encubría la huella que allí quedó. Debí cargar el cuerpo aún con vida pero ya con muerte, desde el río hasta el hospital San Blas. Debí trasnochar siguiendo la ruta de la desidia institucional hasta el otro hospital, donde murió. Dos meses después soñé que nos veíamos pero él no sabía de su muerte. No tenía cómo saberlo. Es que la muerte no existe. No puede ser cierta. La cartelera con el nombre no podía ser más que una mentira. Caminé presuroso, subí las escaleras para ver el féretro, el cajón lleno de muerte, y conservando la esperanza de que fuera un engaño o un sueño, no quise asomarme a la ventana. Me senté y empecé a descubrir caras familiares. La mamá. La hermana. El hermano. Todo parecía un sueño, una mentira. Así que lo que recuerdo es un montón de mentiras a mi alrededor. El ataúd y mi falta de luto. Una mujer que cogía mi espalda con un deseo viejo y guardado y a la espera. Y la mujer que prorrogaba su adiós. Eso solo podía ser falso. Tengo de cierto una noche doble que no duró porque no soñé y no aguardé a dormirme y abrí los ojos y ya se había acabado. A los seis y a los 24 años. Las noches que fueron parpadeo, dos noches que no fueron la larga sombra que siempre son. Después de la segunda noche en que eso pasó, fue el entierro. Y no hubo plomo, hubo una canción sobre la que hicimos corro y lloramos. No hubo plomo en su muerte, no fue un tiro, solo un pedazo de acero descuidado que se hubiera podido quedar en el bolsillo del asesino sin nombre.

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Ahora recuerdo el plomo... el plomo, Saturno rige el plomo. Como cuando trabajé en Baterías Segura, viaje seguro con Baterías Segura, y todos estábamos condenados a tener altos niveles de plomo en la sangre. Y todos estábamos resignados. Al Pollo, que murió en medio de una broma y después de haber predicho su destino y de constatar que ya estaba listo, le tocó en el peor lugar de Baterías Segura, en donde fundían el plomo; en las pesadas calderas de una alquimia gris e industrial. A mí en uno de los mejores, en donde éramos mirados con envidia. Unos seres en medio. Ni de oficina ni de planta. Que vagaban entre uno y otro polo. Pero yo tenía tanta pereza entonces, que me echaron a los veintisiete días. ¡Ni un mes! Recuerdo a todos hablando del plomo y hasta ahora caigo, pero en estas circunstancias no es caer sino elevarse a una razón superior. El plomo está todo el tiempo. Se mete en la sangre y de ahí nadie lo saca. Entonces nos volvemos plomizos y arrastramos nuestros cuerpos grises por los barrios grises de la ciudad, que es donde hay más plomo. Usted dirá que eso es la industrialización. Y tendrá razón. Pero es que ella no viene sola y no es, no puede ser solamente, el desarrollo y la transformación del aparato productivo. Hace a un montón de gente, hija de esas circunstancias, tan pesadas, que devienen destino. Esto será casualidad. Pero ya dije que la casualidad, en estas tierras, no existe. Todo es fatalidad. Ahí viene mi enemigo y tutor. Se sienta a verme escribir en este domingo gris, plomizo. Y mi corazón, encogido, le hace campo. Y mis culpas, engrandecidas, se reclinan conmigo sobre las teclas.


* Las siguientes son notas de un cuaderno, muy parecido a un diario de campo en estado germinal, encontrado entre las cosas del autor.