El malestar en el duelo: nuevas formas de relación con nuestros muertos*

Flor María del Pilar Cifuentes Medina** 

Universidad París 8, Vincennes-Saint-Denis, Francia 

* Texto vinculado a la investigación Les malaises dans le deuil: la place de l’art face à la précarité des rites dans la contemporanéité, correspondiente a la tesis doctoral. ** e-mail: fmpcifuentes@yahoo.fr  


El malestar en el duelo: nuevas formas de relación con nuestros muertos

Resumen

La inscripción del sujeto en la comunidad, actualizada en el rito, da sentido y permite el flujo de la palabra y la acción alrededor del muerto y sus restos. La disminución o desvalorización de los rituales de muerte en Occidente reduce su eficacia simbólica, lo cual hace que la desaparición del ser amado llegue sin mediación, como un real no simbolizable, que concreta la eliminación de sus restos e intensifica las condiciones que perpetúan los efectos de la muerte sobre el doliente como la soledad, la depresión y la incomunicabilidad. Se ubicarán nuevas formas que toman los duelos suspendidos y el lugar del arte en el intento subjetivo por superarlos.

Palabras clave: duelos suspendidos, ritual fúnebre, desacralización, eficacia simbólica. 


Le malaise au deuil: nouvelles sortes de relation avec nos morts

Résumé

L’inscription du sujet au sein de la communauté, actualisée par le rite, donne sens et permet que la parole coule, permettant aussi l’action autour du mort et de ses dépouilles. L’amoindrissement ou la dévalorisation des rituels de mort en Occident réduit son efficacité symbolique, ce qui conduit à ce que la disparition de l’être aimé s’écoule sans médiation, comme un réel non symbolisable qui concrétise l’élimination de ses restes. La solitude, la dépression et l’incommunicabilité sont des conditions qui perpétuent les effets de la mort sur l’endeuillé. Des nouvelles formes des deuils suspendus et la place de l’art dans l’effort subjectif de les dépasser sont repérés.

Mots-clés: deuil, rite funéraire, mythe, désacralisation. 


Mourning and its discontents: new ways of relating to our deceased loved ones

Abstract

The inscription of the subject in the community, which is activated in ritual, grants meaning and allows for the flow of words and acts around the dead and their remains. The decrease or devaluation of death rituals in the Western world reduces their symbolic efficacy, thus leading to the disappearance of the loved one without mediation, as a non-symbolized real. The resulting elimination of the mortal remains perpetuates the effects of death, such as solitude, depression, and incommunicability, in the mourner. The article defines the new forms assumed by suspended mourning and the role of art in the subjective attempts to overcome it.

Keywords: suspended mourning, funeral ritual, myth, desacralization, symbolic efficacy. 


“Cuando mueren, los guajiros se convierten en yuluja. Ellos van a Jepira por la Vía Láctea, el camino de los indios muertos, allá se encuentran sus casas”. 

Michel Perrin 

La pregunta por la muerte como destino inevitable del individuo es uno de los pilares de las civilizaciones, pero ella debe necesariamente ser formulada en función de la experiencia de la muerte del semejante, aquel con quien se han establecido lazos de identificación y de quien la desaparición devuelve al sujeto, como un eco, el problema de la aniquilación o la permanencia del ser. 

De hecho, en las comunidades tradicionales el sobreviviente cuenta con imágenes y tradiciones que le permiten dar un lugar asignado por la cultura a sus seres queridos muertos, un lugar que, por identificación, será también el suyo luego de su propia extinción. De esta manera, la única representación posible de la muerte es aquella que pasa por la construcción imaginaria del otro como muerto, dotándolo de atributos correspondientes a su nuevo estatuto. 

Intentaremos establecer en este artículo algunas relaciones entre el rito funerario y los mecanismos individuales de duelo, particularmente en la sociedad contemporánea, en la cual la técnica y la higiene suplantan progresivamente los códigos tradicionales de inscripción de la muerte para la comunidad y para el individuo. Estableceremos también el lugar que toma el acto creativo en esta nueva relación con la muerte, abriendo el camino a una reflexión sobre la creación como posibilitadora de un cierto dispositivo de duelo. 

Los dispositivos tradicionales para el duelo 

El primer efecto de la irrupción de la muerte es la desorganización tanto individual como social; la muerte desarticula provisionalmente los lazos internos de la comunidad y perturba la organización psíquica del sujeto. En consecuencia, las sociedades tradicionales han implementado mecanismos para conjurar este desorden: los ritos funerarios, que tienen como función permitir a la comunidad acompañar sus muertos en los caminos que conducen hacia los lugares a ellos asignados, atribuyendo al mismo tiempo un lugar a los restos y los recuerdos que ellos han dejado a los dolientes. 

Los ritos de oblación y de pasaje tradicionales incorporan los mecanismos de defensa individuales bajo formas sociales que permiten a los miembros de la comunidad transformar su relación con sus muertos y apaciguar la angustia que acompaña la pérdida. Estos ritos comportan un conjunto de símbolos que nombran las causas de la muerte, que le otorgan consecuencias metafísicas y que neutralizan sus efectos al reintegrarla, por la vía simbólica, en una continuidad en relación con la vida. Así, el rito tiene por objeto la restauración del equilibrio social e individual. 

El antropólogo, sociólogo y etnólogo Louis-Vincent Thomas estudió, particularmente en las sociedades africanas, los ritos mortuorios con el fin de compararlos con las prácticas funerarias contemporáneas de la sociedad occidental. Thomas, en los años 80, nos explicaba en su texto Rites de mort pour la paix des vivants1 que el rito funerario tradicional da lugar a varias formas de apaciguamiento de la angustia frente a la pérdida y permite a los miembros de la comunidad afrontarla y superar el sufrimiento que esta provoca. 

Las formas de apaciguamiento más importantes que permite el rito son, según el autor, la expiación de las faltas de las que el sobreviviente se siente culpable en relación con sus muertos, la participación del grupo en el duelo (situación que favorece el restablecimiento de los lazos entre los individuos) y la ubicación de los muertos en un más allá, culturalmente establecido, ofreciendo al mismo tiempo ese más allá como promesa para los vivos. 

Precisamente Freud proponía en su teoría del duelo2 que el sentimiento de culpabilidad tiene un papel determinante en la emergencia del afecto mórbido en las personas en duelo, así como en la angustia de persecución vinculada al muerto (a su alma o su espíritu) que vendría a cobrar las deudas de las cuales el doliente se estima responsable. Thomas se apoya en esta teoría para afirmar que, frente al sentimiento de culpabilidad o de persecución que se apodera del doliente, el rito le ofrece la posibilidad de pagar sus deudas imaginarias y, al mismo tiempo, expiar sus culpas para restablecer el equilibrio entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos3. 

El rito establece diferentes sistemas de compensación y de intercambio, ofrendas y sacrificios que tienen como objeto ofrecer algo de sí al muerto y a las instancias sagradas, de manera que este pueda partir al más allá sin dejar asuntos inacabados con los vivos. Es por esto que el rito debe realizarse regularmente, en general durante los días dedicados en cada cultura al culto y a la memoria de los muertos. 

1. Louis-Vincent Thomas, Rites de mort pour la paix des vivants (Paris: Fayard, 1985).

2. Sigmund Freud, “Duelo y melancolía”, en Obras completas, (1915) vol. xi (Buenos Aires: Amorrortu, 1979).

3. “De manera general, pareciera que los sobrevivientes, y en particular los dolientes cercanos, no pueden liberarse de la influencia de la muerte sin haber pagado el precio para liquidar su culpabilidad real o imaginaria”. En francés la cita original es: “D’une manière générale, il semble que les survivants, plus particulièrement les plus proches endeuillés, ne puissent se libérer de l’emprise de la mort sans avoir acquitté le prix à payer pour liquider leur culpabilité réelle ou imaginaire”. Véase Thomas, Rites de mort pour la paix des vivants, 224. La traducción es mía. 

Este pago que permite el rito tradicional, nos dice Thomas, se produce en dos campos diferentes: por una parte, el proceso de duelo implica ciertas restricciones sociales y un sufrimiento personal que son codificados por la tradición, por ejemplo al portar el sujeto los signos del luto que hacen de él una persona aparte, o en otros casos el aislamiento del doliente en sitios designados para ello durante un cierto tiempo. Estas prácticas, estrictamente codificadas y cuyos lapsos son respetados por cada uno de los individuos del grupo, permiten encuadrar el sufrimiento en tiempos y espacios determinados. Cuando los comportamientos y el tiempo del luto son cumplidos, se considera que el doliente ha pagado sus deudas con los muertos y puede reintegrarse al grupo social, restablecer los lazos y crear nuevos vínculos. 

Por otra parte, un segundo campo en el cual el pago se realiza a través del rito es el costo de los funerales, que pone en juego la función simbólica del dinero. El despliegue de lujo, de arte, de alimentos, acumulados con anterioridad, se presenta en el rito para una “destrucción total y espectacular”, como la llama Thomas. Estos objetos y bienes acumulados son entregados a los otros miembros del grupo social y redistribuidos entre los participantes del ritual funerario. Nos dice Thomas que la comida funeraria tendría así por función pagar la deuda con el muerto a través de este don a los otros, pero también restablecer el valor del doliente entre los vivos, en medio de la cohesión del grupo social. 

Así pues, afirma Thomas, en la función de apaciguamiento de la angustia y del dolor frente a la pérdida del ser amado la participación del grupo social va a desempeñar un papel fundamental: los abrazos, el llanto, la danza, los cantos confirman en el marco de las conductas colectivas tradicionalmente determinadas la cohesión del grupo que se mantiene más allá de la pérdida de uno de sus miembros. De la misma forma el rito establece el vínculo de la pérdida actual con otras pérdidas (propias y de los otros miembros del grupo), haciendo circular la palabra y con ella el sentido que se da a la muerte, al mundo de los muertos, así como el lugar de los ancestros que cuidan y castigan a la comunidad y al individuo. 

Por último, los ritos funerarios, vinculados en cada cultura a mitologías particulares y a sus concomitantes explicaciones sobre el más allá como destino y permanencia del ser, ofrecen al difunto un futuro post mórtem y a los sobrevivientes la esperanza de tener un lugar luego de su propio fallecimiento. La muerte, negada como “nada”, es entonces aceptada como promesa de permanencia en un espacio diferente o incluso como un nuevo nacimiento. 

Así, en las comunidades tradicionales el espacio del rito da al individuo su lugar como sujeto de un orden exterior, el orden social y cultural (linaje, tradición, ley), en el horizonte del mito. Frente al evento de la muerte del ser amado, un sujeto culturalmente inscrito y socialmente vinculado aprovecha los dispositivos que han sido designados para depositar los restos del muerto, para que la muerte no contamine la colectividad y al mismo tiempo para que su presencia, así como el dolor y la angustia, sean restringidos a un espacio privilegiado, pero diferente a los de la vida cotidiana. 

Una de las primeras formas que toma el rito funerario es la ingestión de ciertas partes del cuerpo de quien viene de morir: en las sociedades tradicionales que practican el canibalismo ritual sobre el difunto, siempre en el marco de un rito complejo, el sacrificio y la distribución de la carne del muerto son regidos por reglas que determinan qué partes del cuerpo pueden ser consumidas, así como quién tiene el derecho de comerlas. 

El llamado etno-canibalismo es practicado sobre personas del mismo grupo social, generalmente parientes fallecidos de muerte natural, de los cuales se ingieren las cenizas de los huesos o del cuerpo calcinado mezclado con bebidas como sopas o chicha. Esta práctica está asociada a la idea del reciclaje y la regeneración de las fuerzas vitales y permite al grupo conservar las cualidades del difunto mientras que el individuo desaparece. La incorporación real del muerto permite también dejarlo “vivir” a través de la persona que come sus restos durante el tiempo necesario para el pasaje al otro mundo. 

En la mayoría de las prácticas funerarias actuales el cuerpo del muerto es reemplazado, en este acto de incorporación, por ciertos alimentos como el maíz, la carne, el pescado, el mañoco, alimentos que son compartidos por el doliente con la comunidad e ingeridos en lugar del difunto. Se trata aquí de un desplazamiento metonímico a partir del cuerpo de la persona muerta que permite la incorporación de sus restos, ya sea de manera directa (como en el etno-canibalismo), ya sea por la vía de alimentos sustitutos que lo representan. 

Un ejemplo interesante, bien conocido, de esta forma de rituales funerarios es el culto de los muertos en América Latina y particularmente en México. Aunque este ritual se ha transformado con el paso del tiempo, cada año se repite en México una tradición ancestral indígena: la Fiesta de los Muertos, celebración en la que los niños, concretamente, comen pequeñas calaveras de azúcar llamadas “alfeñiques” que portan el nombre de las personas muertas de su familia y de su comunidad. Estos niños “comen sus muertos” y se ubican así como agentes o médiums entre la colectividad y los difuntos, con lo cual ayudan a interiorizar y simbolizar la pérdida. 

4. Araceli Colin Cabrera, Tesis doctoral en Antropología, Instituto de Investigación Antropológica, unam, mayo del 2001. 

El ritual debe ser renovado cada año para darle la oportunidad a la comunidad de formar parte de esta “condolencia”4 por la partida de los seres queridos. Participar de la ingestión simbólica de sus muertos supone el fortalecimiento de los lazos entre los miembros de la comunidad, reconocidos como hermanos, hijos de los mismos ancestros, sujetos de la misma ley. 

Esta incorporación simbólica del cuerpo del muerto que toma la parte por el todo tendrá la doble función de apaciguar y de proteger el alma del difunto, a la vez que le permite a la comunidad asegurarse de que el muerto no volverá al mundo de los vivos, que la separación es definitiva. Así pues, el acto sacrificial (la cena funeraria, por ejemplo) consiste en tomar del muerto una parte en cambio del todo, hacer de esa parte un objeto en el proceso de interiorización con miras a desinvestir al muerto de su estatuto de objeto5. 

Los dispositivos tradicionales y los procesos psíquicos 

Diferentes interpretaciones se han hecho a propósito de lo que Freud llamaba “trabajo de duelo”, que es considerado en general por el psicoanálisis y la psicología como un proceso que sigue ciertas etapas y que tendría como objetivo la aceptación progresiva de la pérdida, así como la renovación y establecimiento de nuevos vínculos sociales. 

Melanie Klein6, por ejemplo, quien ha desarrollado expresamente —y a diferencia de Freud— una teoría sobre el duelo, propone que el trabajo de duelo llega a su fin cuando el individuo puede guardar el objeto perdido en su memoria, cuando logra introyectarlo. En este sentido su teoría está en concordancia con la dinámica establecida en el rito funerario que venimos de comentar. 

Una versión anterior de esta introyección del objeto perdido se encuentra en Freud, estrechamente vinculada a la introyección de la ley paterna. En los “Tres ensayos de teoría sexual” de 1905, en su ensayo “Tótem y tabú”, Freud presenta el canibalismo como la consecuencia de la realización de los deseos parricidas, los cuales dependen a su vez de los deseos incestuosos7. El canibalismo de “Tótem y tabú” puede ser considerado como modelo por excelencia de la introyección, puesto que establece una relación entre los procesos sociales de incorporación en el rito y los procesos de incorporación simbólica en el sujeto. 

Si bien el mito de “Tótem y tabú” creado por Freud no es sino una ilustración de la formación del psiquismo en el hombre, sabemos que efectivamente el doliente en la sociedad tradicional encuentra en las prácticas sociales una correspondencia con su propia estructura psíquica, que a su vez es forjada por estas. 

5. Este es, además, otro de los efectos del juego del fort-da descrito por Freud: el niño toma del objeto (la madre) y de su presencia únicamente el llamado emitido por sí mismo, que se convierte en un sustituto de la presencia de la madre que lo reconforta en su ausencia.

6. Melanie Klein, “Contribution a l’étude de la psychogénèse des états maniacodépressifs”, dans Essais (Paris: Payot, 1980).

7. Sigmund Freud, “Tótem y Tabú” (1912- 1913), en Obras completas, vol. xi (Madrid: Alianza Editorial, 1972).

8. Gabrielle Rubin, Travail du deuil, travail de vie (Paris: L’Harmattan, 1998). 

En el caso del duelo esta inscripción social, que ofrece en herencia al sujeto una tradición, un sentido del mundo compartido con los otros miembros de su comunidad, es fundamental para la superación de los desórdenes causados por la pérdida del ser amado. A este respecto Gabrielle Rubin, en su libro Travail du deuil, travail de vie8, nos dice que, en cuanto el rito tiene lugar fuera del sujeto, el doliente debe implicarse en cada etapa del ritual en relación permanente con el resto de la comunidad. Así, el doliente es forzado a retirar una parte importante de la carga libidinal del difunto para dirigirla hacia el grupo social pasando de una posición pasiva —ser privado de algo— a una posición activa —ofrecer, dar de sí—9. 

Además, las prácticas rituales, con sus referencias a lo sagrado, tienen la función de imponer los límites al duelo, confinando el dolor y el sufrimiento dentro de un marco estrictamente determinado por la tradición. El hecho de contar con un límite específico, prescrito por una entidad superior y exterior al sujeto, evita al doliente culparse por haber olvidado a sus muertos. El rito introduce así el evento de la muerte en un universo de sentido que encuentra un eco en los otros que comparten una misma concepción del mundo de los vivos y del más allá. 

Entonces, el rito sacrificial ofrece la posibilidad a los dolientes —por medio de la incorporación simbólica del objeto metonímico representante del muerto— de prolongar su presencia entre los vivos el tiempo necesario para hacerle sus adioses y para que pueda ofrecer este pago, objeto votivo que opera como algo que pertenece tanto al sobreviviente, puesto que de él proviene, como al muerto a quien es ofrecido10. 

Sin embargo, las personas que comen del cuerpo del muerto (sus restos o sus sustitutos) en las comunidades tradicionales no lo hacen nunca en nombre propio, sino como representantes de un orden exterior, el orden sagrado, el lugar de los muertos, de los ancestros, que toma formas diferentes en cada cultura. 

Llamaremos a esta dimensión, fundamento de lo sagrado, el más allá. Ella tiene una función tanto separadora como paliativa, puesto que da un sentido a la pérdida a través de la explicación mítica y da un lugar al objeto perdido en otro lugar diferente al psiquismo del sujeto. Proponemos pensarlo gráficamente (figuras 1, 2 y 3). 

Constituyendo un espacio mediador entre los vivos y los muertos, esta tercera instancia permite que dicho objeto no se quede ni con el muerto, dejando al doliente desposeído, ni con el vivo, lo que implicaría un peligro de identificación total con el objeto perdido que pondría en peligro la existencia misma del doliente. 

9. Este proceso es análogo al descrito por Freud en el “juego de la bobina”, en el cual el niño simboliza la desaparición y reaparición de la madre. También, este juego del fort-da, según Freud, es el modelo de la construcción de pares de oposición, fundamentales para el psiquismo humano. Estos pares de oposición, principalmente las oposiciones ausencia-presencia, amor-odio, interiorexterior, pasivo-activo, son asumidas, en el juego del niño, a través de las oposiciones fonéticas de los sonidos como “ooo / aaa”. Al producir estos sonidos el niño se da una compensación a la renuncia inicial del objeto y pasa de la pasividad (perder algo) a la actividad (es él mismo quien produce el distanciamiento en relación con el objeto y su equivalente fonético). Sigmund Freud, “Más allá del principio de placer” (1920-1922), en Obras completas, vol. xviii (Buenos Aires: Amorrortu, 1979). También para Lacan la bobina es el modelo por excelencia del objeto a, pedazo de sí mismo que se desprende del sujeto para constituirlo como sujeto en falta, lo que implica la ruptura de la relación fusional con la madre. Jacques Lacan, El seminario. Libro 10. La angustia (1963) (Buenos Aires: Paidós, 2006). 10. Jean Allouch, Erótica del duelo en tiempos de la muerte seca (Buenos Aires: Editorial Cuenco de la Plata, 2006). Ese algo, que pertenece tanto al doliente como a su muerto, corresponde a ese pequeño pedazo de sí (petit bout de soi) de carácter fálico que J. Allouch ubica en el lugar de objeto a, objeto del deseo. Esta pequeña parte de sí, que debe ser entregada al muerto en sacrificio por parte del doliente, constituye el centro de su teoría del duelo. 

11. La propuesta gráfica plasmada en las figuras 1 y 2 para explicar la relación entre el vivo, el muerto y el objeto toma como base las figuras utilizadas por Jacques Lacan para explicar el proceso de alienación y separación del sujeto con el Otro. Véase Jacques Lacan, El seminario. Libro 11. Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis (1964), (Buenos Aires: Paidós, 1989), 219-220. [Nota de la editora] 12. En la figura 3, al agregar el círculo de “El más allá” a los círculos iniciales de las figuras 1 y 2, la gráfica toma la forma de nudo borromeo, propuesto también por Jacques Lacan para explicar la articulación existente entre los registros que dan cuenta de la experiencia humana: Real, Simbólico e Imaginario (R.S.I.). Véase Jacques Lacan, Seminario 22. R.S.I. Inédito. [Nota de la editora] 

Así pues, en las sociedades tradicionales no se trata de retener a toda costa el objeto, ni tampoco de una renuncia definitiva ni un olvido de este: la operatividad de la instancia sagrada posibilita al doliente permanecer en relación con sus muertos, en un orden socialmente establecido, de manera que ellos no irrumpan en su vida cotidiana bajo la forma de angustias y culpas, pero que a su vez tengan un lugar, en el más allá, donde “reposan” y mantienen esas relaciones mediadas (protección, indulgencia) con los vivos. 

Cuando el sujeto no cuenta con estos dispositivos sociales el duelo queda fuera de toda codificación cultural, los tiempos del duelo se vuelven indefinidos y el sufrimiento, en este caso solitario, invade los espacios de la vida cotidiana del doliente. Es el caso del sujeto moderno. Según Freud la lucha narcisística por defender el objeto y guardarlo para sí es confrontada con el hecho de que, queriendo conservar el objeto cueste lo que cueste, el sujeto termina por sacrificar su propia vida. Así, él puede tener al final el mismo destino de Narciso, quien sigue al objeto hasta la muerte. En este mismo sentido nos dice Freud que la efectuación del duelo significaría para el sujeto guardar la vida perdiendo el objeto13; cuando los ritos no están disponibles para el doliente, este queda atrapado en una relación dual con su objeto, sin instrumentos simbólicos frente a la pérdida del ser querido. 

Con la disminución o la desvalorización de los rituales de muerte en Occidente su eficacia simbólica se reduce, lo que no significa una disminución del dolor y el afecto asociados a la pérdida. El dolor del duelo prolongado se extiende así a la vida cotidiana del doliente, de tal manera que obstruye el desarrollo de su vida social y afectiva. En lo que se ha llamado el duelo prolongado o duelo complicado el doliente queda “fuera del tiempo”14, atrapado en una relación imaginaria con el objeto, entre la vida y la muerte; así su propia vida, su sentido y su recorrido se ven disminuidos, una condición que la psicología define como depresiva. 

La muerte desritualizada 

El ritual permite que, gracias al recurso a elementos de carácter simbólico, el cuerpo muerto participe del proceso de inscripción de la persona en la memoria de la comunidad; los restos acceden así a una dignidad que les confiere el nuevo estatus del difunto. Por el contrario, para el pensamiento materialista dominante en Occidente moderno, la muerte es simplemente la extinción de la persona y el cuerpo muerto una expresión de su realidad biológica, un desecho, a lo cual se agrega la hipervalorización del cuerpo viviente, rentable y bello, que responde a los valores agenciados por los medios masivos de comunicación. En consecuencia el cuerpo muerto pierde su valor sagrado y es percibido como inconfortable, por lo que debe ser evacuado lo más prontamente posible. 

13. Freud, “Duelo y melancolía”. 14. Según los términos empleados por J. Allouch a propósito del cuento de Kenzaburô Ôé, “Agwîî le monstre des nuages”. 

Cuando la tecnología suplanta el mundo simbólico, el cuerpo muerto es tratado como un desecho a eliminar. Thomas nos dice que la incineración, cada vez más corriente en las ciudades occidentales, así como la donación de órganos, confirman este paralelismo. En el primer caso, la incineración se aleja del simbolismo del fuego purificador para ser reducida a un procedimiento eficiente de eliminación del cuerpo, de la mano con la falta de espacio para los muertos en las ciudades y la falta de tiempo para las visitas conmemorativas. En el segundo caso, con la donación de órganos, la institución médica y la urgencia reducen el cuerpo a ser una reserva de órganos reutilizables. 

Si el ritual funerario tenía por función garantizar para los vivos la permanencia de la huella dejada por los muertos y con ella la posibilidad de su propia inscripción en la tradición y el linaje, en los procedimientos funerarios modernos los esfuerzos se concentran en los medios técnicos para obtener la desaparición del cuerpo. Así, la desaparición del ser amado llega sin mediación, como la manifestación de un real que no accede a la simbolización y que concreta, sin más, la eliminación pura y simple de los restos del muerto. Es claro que la cremación es el tratamiento más compatible con las exigencias del mundo moderno: higiene, espacio reducido y economía de tiempo15 

Frente al malestar generado por la soledad del duelo, debida a la falta de lo que Thomas llamaba las “funciones terapéuticas del ritual funerario”, la sociedad moderna occidental ofrece al sujeto múltiples alternativas terapéuticas: entre la psicofarmacología, las terapias psicológicas y psicoanalíticas y las terapéuticas de carácter esotérico, incluso mágico, nuestra contemporaneidad brinda al doliente una variedad de opciones que responden a una demanda creciente de atención al malestar vinculado con la pérdida. 

Thomas señala que Occidente no ha logrado inventar una ritualidad que pueda inscribir las operaciones técnicas sobre el cuerpo del muerto para hacer de la cremación algo más que un acto de exterminación16. Por otro lado, no debemos olvidar que la sociedad moderna, con su fe en el pensamiento científico, considera la muerte como un hecho que la técnica puede controlar. De este modo la muerte es, a la luz de la ciencia médica, siempre un accidente en el recorrido de la vida, ella no es natural pues se cree que, de una manera u otra, la ciencia tiene la capacidad para evitarla o retardarla17. 

Un tercer aspecto por abordar en nuestras relaciones contemporáneas con los muertos es la repetición de la muerte en las pantallas de televisión, en los videojuegos, en el cine. Esta es —a diferencia de aquella que toca a la comunidad tradicional— anónima, distanciada, una muerte que pierde todo su sentido dramático, que no atraviesa el cuerpo. Tal muerte se repite persistentemente y en su repetición desaparece como muerte, como límite, para hacerse una pura anécdota. Esta neutralización de la muerte efectiva penetra también el dominio del ritual funerario, en el cual los afectos son reprimidos, los signos eliminados. Los dolientes abandonan progresivamente los signos del duelo, los tiempos de recogimiento se acortan o desaparecen así como las restricciones que el doliente debía respetar tradicionalmente. 

15. En Colombia, por ejemplo, la mayor parte de las personas son conducidas al horno crematorio 24 horas después de su deceso. La cremación es también practicada con insistencia en Japón (99,8% de los decesos), mucho más que en Estados Unidos (32%). En muchos países europeos la tasa es muy elevada, por ejemplo Suiza con el 78,8%, República Checa con el 78,4%, Dinamarca con el 73,8%. En los países católicos el recurso a la cremación es sin embargo más bajo: en Italia es del 8,5% y en España es del 19,3%. En países multiconfesionales oscila alrededor del 50%. Estadísticas de 2005. Cifras publicadas en el 2005 por la Unión Suiza de Cremación. 16. Thomas, Rites de mort pour la paix des vivants, 83. 17. Es el objetivo de las prácticas de criogenización que pretenden congelar la persona apenas muerta en espera de que la ciencia médica encuentre la manera de sanar su enfermedad y devolverlo a la vida 

La muerte cae, como el cuerpo muerto, bajo la repulsa de la sociedad, ella toma la apariencia de la banalidad cotidiana y el doliente hace como si nada hubiera pasado para no ser diferente del resto de los individuos de su colectividad, para no portar el estigma vergonzoso del paso de la muerte sobre él. Se ve así forzado a vivir su duelo de manera solitaria. 

La desaparición progresiva de las prácticas funerarias significativas implica el olvido de los símbolos correspondientes y la sociedad contemporánea no parece ofrecer otros nuevos para reemplazarlos. En las sociedades occidentales, los formalismos a los que la ceremonia funeraria queda reducida no ofrecen sino signos donde la carga emotiva es casi inexistente y no remiten a nada más allá de la costumbre y el uso. Vemos entonces cómo el carácter simbólico del acto funerario cede el paso a la preocupación utilitaria en la cual el signo ya no refiere a una explicación del sentido del mundo sino a una pura decoración de fondo, un escenario puesto para una representación. 

La preocupación por la higiene que caracteriza el tratamiento de los muertos implica también una separación estricta entre las instalaciones técnicas, donde los procedimientos son llevados a cabo, y los dolientes, a quienes todo les llega preparado: el muerto, las flores, la sala, la ceremonia. De esta manera la participación activa de quienes han quedado afligidos por la desaparición del ser querido se anula al máximo en la celebración funeraria18. Los profesionales de las honras fúnebres asumen el muerto en lugar de sus dolientes, y lo que en las culturas tradicionales es un rito purificador, la preparación del cadáver, en el cual todos participan activamente “dando de sí” tiempo, objetos de variada índole y su acción directa de manipulación del cuerpo, se convierte en un acto no sacralizado que tiene por objetivo la presentación y la conservación del cadáver. 

Falto de simbolismos y de creencias tradicionales, el hombre occidental contemporáneo toma elementos de diversas fuentes (rituales tradicionales exóticos, filosofías extranjeras, etc.) que le permitan darse una explicación de la vida y de la muerte, una respuesta a sus preguntas existenciales que caen en el vacío a falta de tradición. Nuevas explicaciones a propósito de la vida y de la muerte se entrelazan con las tradiciones locales, lo cual da como resultado lo que Thomas llama un “sagrado difuso”19, que es ante todo un instrumento construido individualmente en la lucha contra la falta radical de sentido frente a la muerte. 

18. La creciente utilización de la cremación tiene también relación con la necesidad de limpieza: el horror de lo que se pudre, unido a la necesidad de ganar espacio en la ciudades, contribuyen así a la reducción de simbolización de las exequias. 19. En francés “sacre diffus”. 

Así, nuevas explicaciones son construidas para apaciguar la angustia del hombre ante la incertitud de lo que sucederá luego de su muerte, vista en el espejo de la muerte del otro: la ciencia se presenta como antídoto contra la muerte, así como las corrientes sincréticas de un pensamiento en general desprendido de su origen tradicional. Estos discursos son el reflejo, para cada uno, de un rechazo a la idea de una muerte sin sentido y de la necesidad contemporánea de inventar nuevas formas de un más allá. 

En Occidente contemporáneo los circuitos improductivos que caracterizan el ritual funerario tradicional (tiempos y espacio para el duelo, sacrificios y pagamentos) no tienen lugar. La desocialización de la muerte y la simplificación del ritual, así como la desacralización y la tecnificación de los funerales, están en contradicción con la producción de intercambios simbólicos donde el cuerpo, vivo o muerto, tiene un lugar fundamental. Estas condiciones van en dirección de una perpetuación de los efectos de la muerte sobre el doliente: soledad, depresión e incomunicabilidad. 

Si a lo anterior sumamos el hecho de que en la sociedad occidental moderna la muerte es siempre un accidente, por lo que es negada y considerada como no esencial, entrevemos cómo hay un desfase entre las necesidades del sujeto y las ofertas que le hace la modernidad. Es por esto que J. Allouch20 propone que el paradigma del duelo en Occidente moderno no sea el duelo por el padre, figura de aquel que llega al final de una vida cumplida, sino el de la muerte del hijo, puesto que la llegada de la muerte es experimentada siempre como la interrupción de una vida no cumplida producto de esta negación. Si la muerte no es un fin natural de la vida, si ella puede ser infinitamente retardada, no puede haber vida cumplida sino solamente una promesa de vida no realizada. 

La muerte seca 

La sociedad occidental contemporánea entretiene la idea de que la muerte es la desaparición definitiva del ser luego de la desaparición de su soporte físico. En estas condiciones el único espacio posible para la sobrevida del muerto es la representación que el vivo se hace de él en su memoria. Esto es lo que J. Allouch llama “el tiempo de la muerte seca”. 

20. Allouch, Erótica del duelo en tiempos de la muerte seca. 

Cuando el duelo puede producirse en el dominio colectivo, el doliente tiene la posibilidad de hacer partícipes a los otros de su duelo, pero si este lugar público de la muerte es abolido, ¿dónde puede ser inscrita la muerte para que la carga de quien ha quedado desconsolado disminuya? Más aún, ¿qué puede hacerse con los restos del muerto, vestigios ineluctables de la muerte rechazada? Estos restos persisten en el psiquismo del doliente a la manera de síntomas, que son en última instancia la evidencia de una incapacidad para evacuar esos despojos. Esta “segunda vida” del difunto que irrumpe y trastorna la vida de los sobrevivientes es un profundo malestar generado por la impotencia de las prácticas de duelo para significar la muerte: en ausencia de palabras para nombrar el dolor —estando su nominación incluso prohibida—, este se devuelve al sujeto bajo la forma de desequilibrios desplegados a lo largo de su vida cotidiana. 

El pensamiento científico y tecnológico, sumado a la creciente importancia de la belleza y el confort, han hecho de lo social una instancia represiva que desvanece la función de soporte para el doliente. La sociedad contemporánea no tolera la cercanía de la muerte y, en consecuencia, ni el dolor de los afligidos ni el cuerpo del muerto son admitidos. Así, el sobreviviente queda cautivo entre el peso de su pena y la prohibición de la sociedad21. 

El afecto mismo frente a la pérdida, el “dolor del alma” ante la muerte del ser amado —exacerbado otrora por el Romanticismo— es puesto al margen, considerado como inapropiado, casi indecente. Nos dice Allouch que en los días de la “muerte seca”, en ausencia de ritual, cada una de las intervenciones de la muerte es una “pérdida seca”, dejando al doliente habitado por sus muertos. 

Mientras que el sacrificio ritual sirve de acto propiciatorio, puesto que se espera de los muertos y los dioses (instancia tercera) un don recíproco, en el caso del duelo en ausencia de rito no se encuentra respuesta o don. Si el duelo de “la muerte seca” debe pasar por un sacrificio (el desprendimiento de un pedazo de sí compartido con el muerto), nos dice Allouch, cuando no hay rito este acto sacrificial no concierne al grupo social sino al doliente solitario y no cuenta con el soporte que el mito ofrece en la sociedad tradicional. 

Este sacrificio solitario, sin respuesta posible de parte del Otro, puede tomar la forma del suicidio, cuando el doliente se ofrece entero y elige guardar el objeto para correr su misma suerte antes que vivir una vida sin él. Otra forma de este sacrificio es aquel que Allouch llama “gracioso sacrificio”, el cual consiste en ofrecer un pedazo de sí22 al Otro sin esperar compensación ni respuesta, un pedazo de sí que se ofrece en lugar del sujeto y que es, nos dice el autor, de carácter fálico. Este sacrificio “gracioso” permitiría al doliente restablecer su tiempo en el mundo de los vivos a la vez que daría un lugar a los muertos en el más allá, fuera del sujeto. 

Esta pérdida sacrificial “graciosa” no busca recuperar el objeto, ni completar al sujeto en falta, sino que suplementa la pérdida del objeto; ella no busca una reparación de parte del Otro (instancia sagrada) sino la aceptación, en lo real del cuerpo, de la imposibilidad del sujeto, en tanto que ser de lenguaje, de reencontrar o recuperar el objeto del deseo. 

21. Philippe Ariès, L’Homme devant la mort (Paris: Seuil, 1977). 22. Una parte de su cuerpo, pero también puede ser algo que quiere, algo que pueda participar de su consistencia imaginaria. 

Esta ofrenda es posible solo en un acto de publicación (hacer público) en el que el duelo es llevado al espacio del Otro. Allouch establece que, de hecho, se trata de dos formas de duelo compartido en este acto público: 

Allouch afirma que estas dos modalidades del duelo hacen posible el “gracioso sacrificio” en la medida en que el duelo se comparte para no quedar como duelo puramente intrapsíquico sino re-significado y afectado por el otro. 

En consecuencia, incluso en la época del duelo desritualizado, de la muerte de Dios y de la imposible respuesta del Otro, el tiempo de la “muerte seca”, es posible para el doliente tener acceso a una construcción colectiva del lugar para el muerto en el reconocimiento conjunto del hecho de que cada uno está habitado por sus muertos. 

Por un lado, el planteamiento de Allouch nos permite identificar una nueva modalidad del duelo que se produce en ausencia de metarrelatos y de más allá. Por otro, mientras que las teorías clásicas sobre el duelo, herederas de la tradición freudiana, habían hecho de este proceso un trabajo intrapsíquico, esta nueva concepción nos muestra la importancia de la transferencia, de la relación con el otro en el paso por el duelo. 

Esta perspectiva contradice una supuesta naturalidad del duelo propuesta por Freud y poco cuestionada hasta ahora, así como la linealidad del proceso que tradicionalmente ha sido dividido en fases o etapas consecutivas. Por el contrario, Allouch nos muestra cómo el doliente tiene un papel activo en la superación de su duelo que está lejos de ser natural, y que implica un acto de su parte, un acto posibilitado en este caso por el otro semejante en el duelo, un “condoliente”, a quien va dirigido un llamado a su participación. 

Este acto sacrificial “gracioso”, que puede tomar la forma de un objeto creado por el doliente y entregado como ofrenda, es el único que, según Allouch, puede llevar al sujeto a un cambio en su relación con sus muertos, no hacia una reintegración del objeto sino más bien a un reconocimiento de la castración, de la falta en ser constitutiva de la subjetividad moderna. Solo la transferencia, posible en el acto público y bajo la forma de sacrificio “gracioso”, podría en este acto de creación y de don del objeto aligerar la angustia del afligido sobreviviente y potenciar una reorganización del orden psíquico. 

La creación y el duelo contemporáneo 

La modernidad deja al hombre en herencia una nueva relación con la muerte y con sus muertos, y las expresiones de esta relación en la escritura van a ser en consecuencia transformadas. En la literatura, el vínculo particular del hombre con sus muertos y el dolor ante la pérdida encuentra una manifestación ejemplar: realizar el proceso de duelo implica poder contar algo a propósito del pasado, de una historia común, de un proyecto de vida común interrumpido por la muerte. La escritura, que tradicionalmente transforma la muerte en potencia de vida —pues es promesa de inmortalidad e incluso de resurrección para el escritor—, es una de las formas laicas que el hombre ha encontrado para asegurar su trascendencia luego de la muerte. 

La literatura, con su recurso a la metáfora, es próxima al proceso de duelo. Cuando Lacan propone pensar el inconsciente estructurado como un lenguaje, la metáfora aparece como la figura por excelencia de esta relación estrecha entre lenguaje y el sujeto. El lenguaje implica una separación, un rodeo del objeto que no puede expresarse sino como ausencia. Con esta ausencia, con esta “falta de ser” es que la literatura constituye su relato, por lo que la pérdida aparece como su generador23. 

En la historia de Occidente moderno la literatura ha funcionado como un catalizador del dolor personal y colectivo frente a la muerte. Ya en el siglo xix, en pleno Romanticismo y luego de la Revolución Francesa, la literatura daba forma al duelo por las figuras paternales desaparecidas, ella exaltaba el dolor al mismo tiempo que legitimaba la revolución. El siglo xx porta las huellas del pensamiento racionalista mezclado con los fantasmas del Romanticismo y de la sobrevida en la escritura. Así, la escritura moderna expresa la necesidad de una memoria de los muertos que ya no es posible en la colectividad y que hace de la autobiografía, por ejemplo, un relato de las pérdidas sufridas, sin duelo posible24. 

Por su parte, la literatura contemporánea del duelo expresa un tiempo detenido luego de la pérdida del ser amado, forma que toma la relación sin mediaciones entre el sujeto y el objeto. La escritura, la forma poética y el relato restablecen el deslizamiento significante necesario para que la restauración de la temporalidad y de la vida misma sea posible. Como ejemplo, un libro de reciente aparición, Nos étoiles ont filé, de Anne-Marie Revol25, en el cual la autora recoge las cartas que ella escribe a sus hijas, Paloma y Penélope, muertas en un incendio en la casa de sus abuelos durante las vacaciones. 

23. Camus decía, hablando de Faulkner, que de lo que se da cuenta es “[…] que la souffrance est un trou. Et que la lumière vient de ce trou”. Albert Camus, Théâtre, récits, nouvelles (1864) (Paris: Gallimard, Bibliothèque de La Pléiade, 1962).

24. Es el caso por ejemplo de Jean Rouaud, Les Champs d’honneur (Paris: Minuit, 1990).

25. Anne-Marie Revol, Nos étoiles ont filé (Paris: Stock, 2010). Sin publicación en español, la traducción aproximada del título sería: “Nuestras estrellas se han ido”. 

La necesidad de mantener en vida a sus hijas empuja a Anne-Marie Revol a hablar con ellas cada día, luego a escribirles cartas en las que ella les habla de su vida cotidiana con su esposo, de su dolor y sus esfuerzos para continuar la vida a pesar de la pena que su desaparición ha provocado. 

La escritura y la publicación posterior de un libro que contiene estas cartas son el testimonio del dolor de esta madre, pero sobre todo una manera que la autora encuentra de hacer vivir a sus hijas. La pareja, luego de pensar en quitarse la vida, decide vivir a pesar de su dolor, y lo hace en principio por hacer perdurable la existencia de esas hijas muertas. La madre escribe para que esta existencia sea también verdadera para los otros a quienes ella la impone a pesar del pudor que demuestran frente a su pena. 

Para Anne-Marie Revol la existencia de sus hijas no termina con su muerte, ella se perpetúa en su vida cotidiana, en sus preocupaciones por el hijo que espera, en su nueva percepción de la fragilidad de la vida. La escritura deviene también un medio para guardar la memoria de sus hijas en el espacio social, puesto que esta memoria no es posible sino a condición de contar con un reconocimiento social. 

Escribir a sus hijas muertas, publicar esas cartas, es un ejercicio vital de donación, puesto que el testimonio es además un don dirigido a los otros, dirigido hacia quienes también han perdido a un ser querido, un testimonio de la posibilidad de continuar viviendo y de construir un vínculo nuevo con los seres queridos que han partido, para no olvidarlos. El ejercicio mismo de la escritura, que se impone a la autora luego de la pérdida de sus hijas como medio de comunicación con ellas, se hace así un segundo tiempo de catarsis, una expresión de su dolor, esta vez dirigida hacia un público que, en el reconocimiento y en la identificación, le permite darle “un nuevo sentido a la vida”. 

J. Allouch decía en su Erótica del duelo en el tiempo de la muerte seca que es a partir de la lectura de la historia de Kenzaburô Ôé, Agwîî le monstre des nuages26, que él puede reconocerse como doliente y en consecuencia escribir en su texto lo que concierne a su posición frente a su propia pérdida. Hay entonces, en este ejercicio de escritura, una dimensión de transmisión que logra pasar del uno al otro algo que toma el lugar, puede ser, del dispositivo de duelo faltante en las sociedades contemporáneas. 

26. Kenzaburô Ôé, “Agwîî le monstre des nuages”, dans Dites-nous comment survivre à notre folie (Paris: Gallimard, 1982).

27. Presentada en el marco de la Monumenta 2010, en el Grand Palais de París. 

Algunas obras de arte tienen también por origen un duelo y funcionan para el artista como el espacio propicio para su elaboración. Este es el caso de Cristian Boltanski, quien en su instalación Personnes (Personas)27 constituye un espacio con prendas de vestir recogidas durante años. 

Estas prendas de vestir de hombres, mujeres y niños anónimos son distribuidas entre grandes cuadrados de ropa extendida en el suelo. El recorrido del visitante es acompañado por los sonidos de los latidos de corazones que se propagan desde unos pilares ubicados en las esquinas de los cuadrados de ropas. 

En un segundo espacio, una gran pila de vestidos se levanta, y sobre ella una “mano” mecánica se eleva y desciende sobre las ropas, tomando cada vez, al azar, unas cuantas de estas prendas y luego dejándolas caer sobre el montículo. 

El sonido de centenas de corazones unido al frío glacial de la gran sala vidriada crea una atmósfera extraña, en permanente tensión. Los sonidos y movimientos repetitivos no dan descanso, de modo que se convierten en un solo y gran ruido mecánico que acompaña el desplazamiento de esta gran mano mecánica que ha sido definida por el artista como la “mano de Dios”: ella toma las vidas al azar, sin regla discernible para los hombres, presos del capricho divino. 

A propósito de esta obra dice su autor: 

El vestido dice: ha habido. Sin duda con la edad —tengo en este momento 65 años—, la muerte imprime mi tiempo y mis pensamientos. Yo no dejo de pensar en el azar, con la pregunta absurda, inexplicada: ¿por qué yo estoy todavía vivo? Y ¿por qué mi vecino está muerto? No hay ninguna regla en todo esto, y esta cosa me obsesiona. Mi vida y mi obra han estado muy marcadas por la Shoah —cuando nací, en 1944, mis padres borraron voluntariamente sus huellas, y vivimos en un apartamento parisino disimulados bajo el suelo de la casa—, y creo que todos los sobrevivientes de la Shoah no han dejado de preguntarse: ¿por qué yo he sobrevivido? 28 

La problemática de la muerte, del duelo que le dejan en herencia sus padres, está vinculada en la obra de Boltanski a la memoria que se expresa en los documentos, las fotos, los vestidos y el sonido de los corazones que laten —incluso luego de la muerte pues él colecciona estos sonidos en un Banco de Corazón—. Se trata entonces de conmemoración, pero también de elaboración de un dolor arraigado en la historia subjetiva que debe ser dado a los otros como objeto visible, que debe revelar en ellos la emoción, incluso la conmoción vinculadas para el artista a esta memoria. 

Frente a la precariedad del relato y la memoria, frente a la soledad del doliente confrontado al silencio de su entorno, algunos dolientes buscan en el ejercicio creador un recurso para la elaboración de su duelo. En el rito tradicional era el acto propiciatorio el que funcionaba como motor de la dinámica entre pulsión de vida y pulsión de muerte, pero en el “tiempo de la muerte seca”, sin respuesta posible de parte del Otro, este acto propiciatorio ya no tiene sentido. Así, no queda al sujeto otra posibilidad que el acto creador, su versión individualizada, donde el centro intrapsíquico parece coincidir con la introversión moderna del duelo. 

Esta incapacidad del sujeto moderno para dar un lugar a sus muertos más allá de sí mismo se expresa en su obra, que deviene así un llamado al otro, a una exterioridad necesaria en todo caso al proceso de duelo. 

28. Propos recueillis par Laurent Boudier, Télérama N. ° 3132. Disponible en: http://www.telerama.fr/scenes/la-mortl-absence-et-la-destinee-au-grandpalais,51796.php. Texto original: “Le vêtement dit: il y a eu. Sans doute avec l’âge —j’ai aujourd’hui 65 ans—, la mort imprime mon temps et mes pensées. Et je ne cesse de penser au hasard, avec cette question, absurde, inexpliquée: pourquoi, moi, je suis encore vivant? Et pourquoi mon voisin est-il mort? Il n’y a aucune règle à tout ça, et cette chose m’obsède. Ma vie et mon oeuvre ont été très marquées par la Shoah —à ma naissance, en 1944, mes parents ont volontairement effacé leurs traces, et nous avons vécu dans un appartement parisien dissimulés sous le plancher de la maison—, et je crois que tous les survivants de la Shoah n’ont cessé de se poser la question: pourquoi j’ai survécu?”. 

 


Bibliografía 

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