Fosas comunes*

Roberto Burgos Cantor** 

Universidad Central, Bogotá, Colombia 

Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá 

* El cuento aquí publicado pertenece al libro Del infierno, del cielo y de la tierra, de próxima aparición en Seix Barral Editorial.

** e-mail: rburgosc@etb.net.co 


Es horrible. ¿Para qué decirlo otra vez? Decir y decir las palabras. Rajarse la boca de tanto decir: es horrible. Y decirlo y decirlo sin cansancio, sin consuelo, con dolor. Decirlo. Aquí no les gusta que uno diga. Que uno vuelva a decir. Que uno se raje la boca de decir y decir. No. Aquí es esta tierra de desgracias. Este pueblo de ausencias. Este país donde prefieren que uno se calle hasta que reviente de palabras atoradas. De dolores podridos. De llagas en las que supura el dolor o la rabia. De nunca decir. 

Yo digo: es horrible. 

Y no se me cura el llanto. No se me alivia el dolor. Este suplicio de ausencia por quien no está. Por quien no volvió. Por quien se convirtió en abandono. Por quien no me contesta. 

Es horrible. 

Lo digo otra vez. ¿Cuántas veces lo habré dicho en nueve años de agonía? Qué son nueve años. Una cifra. Ojalá fueran para mí nueve años. Y no: ningún día sin él ha pasado. El tiempo se detuvo para mí. El dolor intacto no me envejece. Momia de sufrimiento. Momia en vida. Estoy en el primer instante de su desaparición. Esa palabra se parece a desesperación. Si estuviera todavía en la escuela podría jugar. Aunque la escuela prefería palabras alegres. A pesar de la letra con sangre entra. Diría: desaparición, desesperación, desastre, desarraigo, destierro, desmadre, desunión, despedida, decurso, derrumbe, detritus. Para mí no son nueve años. Ni siete. Ni cinco. Ni tres. Quedo constreñida a un día sin noches que aún no se apaga. O a una noche sin amanecer que me extravía en sus oscuridades. Pero mi aflicción es de vigilia en una claridad que no me regala el sosiego de un momento de sombra. Estoy condenada a un día que aún no termina. No sé si este día, desierto de ausencia, es consecuencia del amor o del deseo de justicia. Nueve años para quien los cuenta en el calendario con sus lluvias y sequías, sus días de buena pesca, sus lunas menguantes y llenas, no son más que un transcurrir. Yo los tengo congelados porque la vida ya no es la vida. Se me redujo a esta agonía donde aún respirar es horrible. 

Es horrible. 

Me queda decirlo. Me queda la agonía. Me queda su manera particular de ausencia donde no está pero está y busco para completarlo. Me queda algo que se parece a la esperanza y me dice que voy a encontrarlo. Me queda este dedo meñique guardado en la bolsa negra de polietileno. Me queda este destino extraño que jamás supuse iba a ser el mío contigo, el tuyo conmigo. Un hueso para engañar a la bruja que me tiene enjaulada y me engorda de dolor. Lo desenterré con mis manos que escarbaron y cavaron y revolvieron la tierra. Debo ahora completarlo: empezar a conocerlo desde el dedo meñique. Si lo hubiera sabido. 

Es horrible. 

No me cansa decirlo otra vez. Lo digo y lo digo y adquiere más sentido. Cualquiera puede ponerse en mi lugar. Por aquí a nadie le importa ponerse en el lugar de otro. Lo que sí quieren es el lugar de otro si de allí se deriva un beneficio. Si no, no. Lo he comprobado. Cuántos vecinos me preguntan, la primera ocasión con delicadeza, con ocultamiento de la intención; la segunda vez con fastidio impaciente: te vas a pasar la vida quejándote, llorando, en reclamo perpetuo... por qué no haces tu vida, encuentras a otro y aceptas que él se perdió, no vendrá más nunca, desapareció o lo desaparecieron... 

Si lo hubiera sabido lo habría tocado muchas más veces. Lo hubiera aprendido con mis manos. Lo hubiera visto más, sin los pudores que nos inculcaron. La vergüenza ante la desnudez, el pecado de la vista. Ahora mi amor será capaz de ver en los restos que alguna vez hallaré, carne podrida o huesos aserrados, tu cuerpo. Sentiré que eres tú. La destructiva abstracción de la crueldad no se sobrepondrá a la perfección bella de lo humano. En la palma de mi mano permanece la sensación de suave electricidad al acariciar tu vientre en giros lentos, adentrarme en la espesura de vellos ensortijados y escarbar con los dedos, detenerme y compartir las emanaciones tibias de la piel hasta recibir las palpitaciones del poder nuevo que se acumula y me atrevo: mi mano se acerca y te rodea: supero el recato y un orgullo contento me posee: aprieto mi flauta traversa y espero alguna vez mirarla de cerca, besarla y sacarle sonidos mientras crece en mi mano y su vaho de animal en celo flota bajo las sábanas. 

A lo mejor los amigos y vecinos piensan que soy presa de una obsesión. Pero nadie entiende el sentir del otro hasta que no le sucede algo que se parece. No sé por qué la infelicidad acerca a la gente. Es una cercanía extraña como si el desamparo llevara a unirse. Y no creo que sea una comprensión de verdad. De todas maneras cada dolor es intransmisible. Por eso es tan dañino. Se empoza en uno y poco a poco envenena. 

Una valentía desconocida aparece y le enseña a uno que el deber de enterrar a sus muertos no se puede dejar a otro. Ese padecimiento o esa conformidad es de uno. De uno. Cada quien verá cómo lo resuelve. No puedo admitir que me lo arrebaten, le roben su vida, y me lo entierren por ahí. El por ahí que estoy busca que rebusca con la brújula loca de un informante que aseguró dónde lo sepultaron. ¿Sepultar? Esconder un crimen no puede ser sepultar. No hay sepulcro. El sepulcro tiene algo de sagrado: una cruz, unas piedrecitas, un árbol, una fotografía, un epitafio, y la biografía esencial de cuándo llegó y cuándo se murió. Me gusta el rito de enterrarlo porque, comparada con la vida, la eternidad del sueño es tan larga que la centuplica. Así sabré dónde visitarlo. Entonces la pequeña, humilde, resistencia al olvido tiene una nobleza austera: un nombre y dos fechas y a veces alguna sentencia que los días convierten en un acertijo. Hay muchos informantes que dicen y bastantes asesinos que confiesan canalladas por lo que les prometen: dinero, condenas reducidas, perdón. No siempre el perdón de la ley es el perdón del ofendido. 

Es horrible 

Decirlo y decirlo. Y no cede ni se gasta esta emoción. A medida que las noticias, rumores, pistas de los informantes se hacen fallidas, yo quedo más dispuesta, con las energías de la vigilia del tiempo renovadas. Y sigo y sigo buscando. Sigo pidiendo: es que aquí hemos terminado en eso: pidiendo lo propio, lo que nos pertenece. No es que hemos terminado sino que desde el principio nunca supimos qué nos pertenece, qué nos corresponde, qué es lo nuestro. Parece que nada quedó para nosotros y pagamos por los pasos en un mundo ajeno. ¿Cuándo se hizo ajeno? 

La vida y sus maldades proponen ritos nuevos. Yo estoy obligada a un desentierro para poder enterrar. ¿Se lo imagina? Mi mamá me dijo muchas veces que me dejara de hablar disparates. Que la gente iba a decir que yo estaba loca. Y no. Y no. Cualquier palabra distinta que uno dice en este mundo, que confunde la igualdad con la uniformidad, es rechazada, la matan acusándola de ser nacida de la locura, o que estás borracha, o que eres una marica, también le dicen maricas a las lesbianas. Y pienso que si uno nace de un entierro de la vida en uno. ¿Te imaginas? La gozosa compenetración te preña. Hoy hay control. Puedes celebrar el placer sin el peso de la responsabilidad. En el placer solo eres responsable del gozo. Supongamos: te preñas y te preñan. De ese entierro entrañable, me lo entierras para enterrar, empieza la vida. Y allí crece. Yo no cavo. Desde mi interior la vida aflora, cavar desde adentro. Y surge. Entonces es algo contra el orden de la naturaleza someterse a tres entierros: el de la concepción, el de la muerte, y el del crimen que rompe la armonía del mundo y que trastorna el funeral del sueño eterno. 

No es un exceso de formalidad de mi parte. Nadie puede aceptar que sus muertos queden perdidos. Aceptarlo es ceder a la desvergüenza de los matones, a su desprecio por la vida ajena, convertirse uno en auxiliar de la infamia que encarnan. Un día que me citaron a la oficina del Fiscal para que respondiera las preguntas imposibles que nos formulan a las víctimas, sí, yo soy víctima, víctima por el daño que hiere a los vivos, pude mirar en el hormiguero de palabras de un expediente amontonado en el suelo, lo que dicen los acusados. En mi caso son los acusados de dar muerte a mi esposo, a mi hombre, a mi enamorado, al que me entregó su costilla. Ellos afirman que estaban dedicados a construir un Estado que se pareciera a la inspiración Divina (en el expediente está con mayúsculas) y para lograrlo hay que limpiar a la tierra de las legiones del diablo. Reducirlos a la muerte, insisten, es devolverlos a la nada de la cual no debieron salir. Así la muerte no es más que el montoncito de basuras de unas vidas que eran basuras y no se habían dado cuenta hasta ahora en que llegaron los ordenadores de la tierra, los que recuperan su reflejo del cielo y apartan lo espurio, los desviadores del designio. Por ese desprecio de la vida ajena ellos ni siquiera saben qué ocurrió con los cadáveres. Les da igual que se los coman las hormigas, los gallinazos, los perros. 

Es horrible 

Para uno sus muertos son la huella de que aquí estuvimos. Y es así hasta que el tiempo sin escándalo hace imperceptible las vidas, el transcurrir de acontecimientos secretos, la existencia sigilosa que hace la vida. Cuántas veces me reí con mi hombre, risa de cómplices, al bailar o escuchar la canción de: yo llegué ahora mismo. Sí, se la oí a un cantante de Puerto Rico: yo llegué ahora mismo. Y agrega: y cómo fue. 

Yo aún no sé cómo fue la muerte de mi hombre. Apenas conozco, lo que uno puede conocer en la oscuridad, la noche que lo sacaron de la casa y se lo llevaron. Hasta hoy en que no se ha establecido nada. Nos íbamos a acostar, después de oír las noticias en el radio. Me había puesto mi bata de noche y él su pijama de pantalón corto cuando reventaron la puerta a patadas. Antes de resolver el desconcierto, entre la indignación y el asombro miedoso, antes de ponerme a gritar, antes de poder saber que era la turbamulta, los pasos de cascos, el retumbar del piso y el techo, ya estaban en la habitación. Me sentí invadida, violada, en un desamparo que desconocía. La alcoba a la que nunca llevamos a los extraños y se guarda como un reducto de intimidad se llenó con los hombres. ¿Serían seis o siete? Vestidos de soldados sin insignias, con una seguridad pasmosa en lo que hacían, con una confianza abusiva y aunque yo sé que cuanto vi puede estar perturbado por mi ofuscación, límpida y cruel, no tenía el consuelo de mitigarla con la conjetura de un mal sueño porque apenas nos íbamos a acostar, miré algo raro, de tristeza maligna en los ojos de los hombres. Tenían armas y debían de ser modernas: no supe distinguirlas: escopetas, cohetes, bombas atómicas, pistolas, fusiles, arpones, cañones, no, colgaban de correas sobre sus hombros o el cuello. Como ahora los soldados se visten, si se visten: no digo uniforman ni disfrazan: se visten; se visten de calle, de selva, de cielo con nubes, de tierra. Estos estaban vestidos de selva con tierra y las sombras del sol que llueve entre los claros de la espesura. En medio de los vestidos, las armas oscuras, las botas, y la voz del único que habló, más con insultos que con amenazas, con esa voz aguda de matarife de puercos, en medio de la nada que abre el remolino de lo inesperado, vi los ojos que aún veo y no olvido. No eran ojos de locos, ni de trasnochados, ni de venganza. Eran ojos nuevos para mí. Y si alguien me preguntara de dónde me vino esa distinción de ojos y miradas yo puedo responder que quien se encuentra un día en un límite, en el borde de un abismo, en ese cambio con violencia y no buscado del fluir previsible de los días y el abrazo manso de las noches, recibe un mensaje de la vida revuelto con su componente de muerte, que anida siempre. Allí aprendí de ojos y miradas que me enterraban su misterio sin preguntar si yo lo quería. No, cuchillo y bayoneta, me rompían. Los hombres habían presenciado la muerte llamada por ellos. Eso enferma. Marca la vida por siempre, excluye de la felicidad, contagia el hedor de la descomposición y la pesadumbre sin origen. Y ahí estaban sin invitación. En el dormitorio, junto a la cama apenas calentada, tirando las almohadas todavía sin marcas ni arrugas, allí donde conocí los ojos y las miradas del amor abiertos o cerradas, ojos sin telescopio ni microscopio que llegaban con el roce de su aliento y se convertían en uno solo en mi cara, cíclope amoroso, Dios te ve repentino, ojo de amor que mira dos en uno y se hunde en mí para fundirse. Agarraban con brusquedad a mi hombre. Ni me movía yo: paralizada. Uno se paraliza por el ingreso repentino y sin preparación a un territorio de rutas desconocidas. Para mostrar la determinación uno de ellos puso su mano en la cabeza de mi hombre, no como la mía que se divertía revolviendo sus cabellos, y apretó los pelos para arrastrarlo. Esa semana debía ir al peluquero, yo le recordaba, a la buena tijera y amable mano de Capullo Jiménez que le quitaba los años de su edad con el corte. Otros hombres, dos, lo escoltaron a los lados, ángeles de desbarate que ahuyentaron al de la guarda, y lo condujeron a la puerta de atrás como si conocieran la casa. El de la voz dio órdenes: un hijo de puta menos. Rápido, rápido. Creo que todos me miraron. Lo creo no porque los hubiera contado sino por la inmundicia de ese caldo de ojos moribundos, contagiados de agonía. Apenas protegida por mi bata liviana recibí los ojos. No había lascivia. Eran más bien una advertencia y un reto, una altanería descarada. El anuncio de un mando, aunque nuevo natural, que se había impuesto al mundo. 

El Fiscal indaga y no logro describirle los rostros. Esas caras sin antifaz, sin máscara, sin pasamontañas, sin pañuelos, sin apartar la cara en ningún momento. Se sienten invulnerables, impunes, encarnan el presente y el porvenir. Si los vuelvo a ver creo que por los ojos los reconoceré. Aunque lo poco que quiero es la información: que me digan dónde echaron el cuerpo de mi hombre. No me importa más porque sé que lo mataron por nada. Así matan aquí: por nada. 

Es horrible 

Me acuerdo cuando lo sacaron de la casa. Los hombres derribaron la puerta de la calle, por ella entraron. Se fueron con él por el patio y salieron con el mismo rumor agolpado de caverna por el portón de una sola hoja un poco desprendido de la parte alta del marco y que había hecho un surco con el roce en el suelo. Para qué puertas, dijeron, si no hay nada que esconder. Para qué techos si Dios no los levanta. Los oí, los vi, los imaginé, un pelotón rudo que no cabe por las puertas y corredores y habitaciones de la casa, torrente del mal en expansión, que estremece los árboles de mango del patio y hace caer las guanábanas maduras sobre la tierra de hormigas y arbustos pisoteados. Unos perros ladran incansables. Ponen coro al silencio de la noche. Ladridos de lástima. Un disparo solitario convirtió en aullido de dolor los ladridos de un perro. Me quedé en la alcoba. Mi reducto. Sin invasores ahora. Flotaban los olores agrios del humor de los hombres. Los sudores viejos. No podía moverme. Mis pies se volvieron raíces que me ataban a un lugar que comenzaba a no querer. Ese impulso de irme aún no termino de descifrarlo. Por qué deseo largarme de un sitio donde la vida mía y la de mi hombre mostraba poco a poco sus rostros. Aquí donde hasta lo elemental tiene el alcance de una esforzada conquista. Hacer la comida. Hacer el techo. Hacer los cuidados de la salud. Y al inicio la potencia encabronada del amor que lo lleva a uno a enfrentar este vacío prolongado, esta incertidumbre de destino esquivo, este azar adverso, la intemperie que nos fue concedida. Y después los tiros en un sitio indeterminado. Lejura imprecisa reducida por el silencio de la noche. Sentí los tiros en mi cuerpo: me perforaban por dentro, desocupaban mi entraña. Quise salir, correr por las calles. Mis pies raíces me retenían. Sin voz mis gritos me ahogaban en un pozo espeso de dolor sin palabras. Varios tiros. Muchos tiros. En secuencia que parecía medida. Uno otro otro otro otro. 

Es horrible 

Después lo supe: esta noche aquí había tres casas con las puertas descuajadas. El resto de casas tenía las puertas trabadas y las ventanas aseguradas con los trocitos de madera con que las acuñaban al marco y así soportaran el empuje de los ventarrones. Esa vez lo que sellaba las casas, el tapón de los oídos, el trapo viejo y seco amordazando las bocas y la venda de cuchillero de circo sobre los ojos, era el miedo. Algo distinto a uno intervenía en el destino personal. Distinto a los padres, los hermanos, los amigos, la naturaleza. Uno podía consultarlos o no consultarlos. Ellos podían aprobar o podían oponerse. Siempre era un acto de amor. Una confrontación entre lo que ellos pensaban la felicidad y el paso que uno iba a dar. 

Un paso que se volvía una marcha. La marcha por hacer la vida, a veces cómplice, a veces esquiva. Y uno ahí. ¿Dónde más se podía estar sino ahí? Ese ahí tan ancho y ajeno. 

Los hombres que se adueñaban de aquí, ya dije qué es aquí: tierra, país, jamás hablaron de la felicidad, ni siquiera del bienestar, eran portadores de un mandato por encargo. Violento y fuerte. Nada se parecía a las ideas tímidas y respetuosas con las cuales iniciamos esta existencia en libertad. Ideas ingenuas y lindas. Un florero, se imagina cómo quien no presta un florero, un florero para adornar una mesa en el mes de julio, se declara no amigo, el no amigo no siempre es enemigo, es alguien que no quiere compartir con uno. Ni hablar. Ni abrazarlo. Ni discutir. No es que uno no exista, ni que quiere desaparecerlo, sino que no le interesa lo que uno dice. Lo que uno piensa, sueña, cree. En definitiva no le importa uno. Ahora era el miedo por un abuso que caía sin discusión sobre nosotros. Inclemente. Entonces quedé en el dormitorio: sin pasos, sin voz, sin miedo. Daba lo mismo que acabaran conmigo. ¿Para qué seguir la vida sin él? No por apego. No por dependencia. Apenas la lealtad que conduce a concluir algo sin admitir las interrupciones de afuera, las tormentas imprevistas, mi falta de guarida con la casa de puertas esfondadas y la corriente de aire frío que recorre los rincones. 

Lo que más deseo es enterrarlo. No por religiosa que de alguna manera lo soy, como mi madre y mi abuela. Religión de devociones simples y preceptos universales: hacer el bien, prodigar solidaridad, inventar el amor, acompañar el dolor ajeno, tener un confidente en los altares, no amargarse por la codicia de tener más de aquello que se necesita, y así, sin complicaciones de pensamiento. Lo quiero enterrar porque tengo el derecho a despedirlo, a llorar delante de lo que quede de su cuerpo, a atravesar el silencio indiferente de la muerte con palabras que salen de mi sufrimiento, del vacío, de la soledad reciente, impuesta por su muerte y sé que las va a oír. Las palabras como pájaros invisibles que se confunden con la sustancia sin fórmula de la muerte. 

Para enterrarlo tengo que encontrarlo. No me interesa saber el motivo de su muerte. No resolverá el absurdo, ni lo hará resucitar. ¿Qué vale un castigo de encierro o confinamiento ante un acto condenable que es definitivo, sin reparación equiparable? No quiero decir que deben desaparecer al que desaparece a alguien. No. Caminaré senderos, pantanos, siembras abandonadas, trochas, pistas escondidas para aviones de cargamentos de sigilo, baldíos, invasiones, cultivos, franjas de desierto, bosques con niebla, playas salitrosas, ciénegas, carboneras, corrales, salinas, platanales. 

Es horrible 

Me vuelvo experta en tristezas sin redención. Vamos dos o tres mujeres con la comisión de la Fiscalía: una fila india, el Fiscal a la cabeza, dos investigadores, tres agentes del Cuerpo Técnico, cinco soldados, un capitán del ejército nacional, el informante, y en la cola, de últimas, nosotras. Se avanza en estado de alerta, despacio, mirando con atención en esos montes donde uno no distingue mucho. Follajes. Hojas que caen. Frutas maduras desconocidas. El viento. El vuelo de alas estrepitosas y el canto gritón de los pájaros y los chillidos eléctricos de los micos. A otras comisiones las han emboscado. Todas las veces seguimos una pista: que alguien dijo, que alguien vio, que alguien juró, que a alguien le parece, que alguien oyó. Ayudamos a que se investigue con empeño. Que nadie afloje y se desanime. No pueden debilitarse ahora que los criminales se enteran de que vamos a desenterrar, y cambian los restos de hoyo, o los dispersan por ahí revolviendo pedazos de un cuerpo con pedazos de otro. No es una sepultura, no es una tumba, no es un sepulcro, no es un panteón, no es un túmulo; tampoco están en un osario, en un cementerio, en un camposanto; son huecos para esconder lo que queda de las malas acciones. Fosas. Vemos cavar en muchos parajes sin encontrar nada. Yo colaboro y cavo. Raíces cortadas. Lombrices. Peñascos. Aunque yo entiendo: el Fiscal lleva su cantimplora de bolsillo con whisky. Me dice: señora esto no es de ahora. Esto viene de años y años. Antes de que yo naciera. Ahora no echan los cadáveres al río. Parece que hoy los matones leyeran teorías penales. El cuerpo del delito y esos conceptos. Si no hay cadáver no hay muerto. Si no hay muerto no hay víctima. Si no hay víctima no hay victimario. Si no hay victimario no hay delito. Qué locura. Y los vivos dedicados a armar esqueletos, atribulados, impotentes. ¿Cómo parar esto? Señora me va a perdonar pero estoy a punto de decirle que la justicia no se hizo para este desmadre. La justicia es civilización delicada. Este horror es otra cosa. Ya no entiendo. 

Es horrible 

Compré botas de caucho de caña alta. Botas de bombero. Botas de obrero de la construcción. Sirven para las caminatas. Pasar los barrizales. Pisar las capas de hojas podridas y hojas secas. Sortear las piedras con líquenes. En la primera salida perdí los tacones, las medias de seda se volvieron una miseria con las rasgaduras, la piel parecía un vestido de payaso con las huellas redondas de las picaduras de insectos y las ronchas de las plantas tóxicas. Aprendí a reconocer la tierra donde hay entierros: toma un color rojizo casi negro sin importar el tiempo que lleven sepultados los cuerpos. Es seguro que allí hay muertos humanos. Si uno mete la mano y escarba está blanda, desmenuzada, parece que fueran granos. La tierra corrompida por el crimen. La tierra alterada por las lágrimas sin llanto de la muerte. La tierra de la cual germina la venganza. La tierra que esconde las semillas de un dolor que no se curará. Que aumenta y lo mantiene a uno vivo. Yo creo que ese dolor es el que me da fuerzas para buscar los restos de mi hombre. Encajarlo en el hueso del dedo meñique, armar lo que vaya encontrando y entonces enterrarlo completo en el cementerio. Hasta pagaría una misa, de las solemnes para difuntos que llaman de cuerpo presente, con tres oficiantes y sin dejar de balancear el incienso. La de mi hombre sería de restos presentes, a lo mejor restos incompletos. No me gusta pensarlo. ¿Qué tal si me veo obligada a conformarme con el funeral del dedo? Quién sabe si aceptarán un dedo en un ataúd. ¿Tendrá el alma completa, el alma podrá anidar en un dedo meñique? O mejor no pensar en eso. Yo voy a encontrarlo, quede lo que quede de él. No dejaré de buscarlo. La misma determinación tienen las otras mujeres que van conmigo. Es raro cómo un acto de esos cambia tanto la vida. Es lo que los matones nunca piensan: el significado infinito de matar a un semejante. No son capaces de vislumbrar que más allá de la muerte está la vida que espera y sigue y no se va a dejar destruir. La prueba irrefutable de la torpeza, de la indolencia imbécil de los matones, de su insignificancia, está en su ceguera para lo sencillo y obvio, para lo imposible de su motivo. Uno se une con alguien: yo me uní con mi hombre. Y lo que más sabemos los pobres es no dejarnos enredar en los espejismos de la realidad. Apenas un techo, la comida, el buen pasar para los hijos. Y estuvo. Es una forma de vida que dignifica. No quisimos tener más tierra de la necesaria, ni aumentar el ganado que ya es suficiente, ni construir edificios y casas, ni ostentar automóviles cuando no hay carreteras, ni que las hubiera. Ni perdernos en el laberinto del enriquecimiento ocioso de los bancos. Aprendimos a gozar la vida con la obtención de lo necesario, lo superfluo es una carga. Hasta que llega esta muerte repentina, esta desaparición injusta, y los placeres sencillos en que se envolvían las obligaciones se desvanecieron y ahora no se puede vivir sino con la satisfacción de algo que es mucho, mucho más, que las mezquinas materialidades por las cuales mataron a mi hombre. Y me matarán a mí. Ahora los matones se enfrentan a mi infinito que ellos despertaron, a mi desconocer dónde acabo, a este saber algo que yo antes no sabía: ¿dónde acabo yo? y me despertaron estas convicciones que me impulsan y me abren a una vida que nunca pude sospechar me aguardaba. 

No padezco de fracaso. No cargo el peso de una frustración. No reniego. Acepto el cambio. Una modificación inesperada y fuerte de mis días. 

Es horrible 

Digo horrible sin rechazar su reconocimiento de horrible. A lo mejor las enseñanzas que recibí en el colegio; el margen de autonomía en la universidad por el que vi correrse la frontera de las subordinaciones controladas y que más asuntos dependían solo de mí en tanto estudiaba la pedagogía. No era que los límites hubieran desaparecido sino que aparecían lejanos para las decisiones de cada día: levantarme de la cama, hacer las tareas, preparar el examen, ir al baile, dar un beso, dejarme acariciar, seguir aquí o no seguir aquí, todo esto perdió su rigidez inexorable. Y a lo mejor también las novelas que leí y los melodramas que vi entre cabeceos de dormidas en la televisión y, no voy a negarlo, los años en la casa de los padres con su método tierno de repetir, repetir, repetir, indefensos. Así, a lo mejor, el colegio, la universidad, la casa, las novelas, me fueron preparando para despejar las incertidumbres de la existencia, el temor que paraliza con su temblor acoquinado porque es inevitable pasear esos senderos en los cuales pones a prueba una ilusión muchas veces endeble. A lo mejor. 

Estuve preparada para las señales, las pistas que indican la ruta. Con ese bagaje, esa garantía, útil para el viajero o el peregrino, debo pensar si viajero es diferente a peregrino, ¿yo qué seré? Me doy cuenta de que sin decidirlo me entrometí en la maraña de la vida. No es selva oscura, es vida enmarañada, y yo viajera. Acepté el itinerario y sus estaciones. Adherí al sueño de que uno se realiza en el otro, que uno en uno detona el volcán de la locura, que el arca de Noé arribó a buen puerto cuando amainó el diluvio porque tenía de pasajeros al uno y al otro: el loro y la lora. No supe qué mujer acompañaba a Noé. ¿Sería que uno con uno al buscar dos se emborracha? 

Cuando llegó mi hombre y nos enamoramos. Sí, los dos, él me enamoró y yo lo enamoré. La gente casi siempre atribuye al varón la iniciativa, el acto de asedio de la torre. Yo no soy experta en amores, a lo mejor nadie lo es ni nadie conoce el amor, solo estudié para maestra. Me parece que la mujer también tiene su sistema de señales, discreto, sutil, no resulta obvio por su delicadeza. El varón es ruidoso, enamora con testigos, romper la barrera del miedo causa estruendo, tal vez esto lo vuelve aparatoso. Sea lo que sea nos abrazamos y, dispuestos a atravesar el desierto sin insolarnos ni sufrir el helaje de las noches de congelación bajo estrellas distantes, nos instalamos aquí. Y ahora yo enamoro a su vacío, lo enamoro con persistencia, para que me lo devuelva y tener el derecho de enterrar a mi muerto. 

Ahora es como si mi vida se hubiera quedado sin pistas. Confinada en un horizonte sin direcciones. Apenas las conjeturas y los rumores de dónde está escondido el cuerpo de él y mi empeño con otras mujeres por mover al Fiscal y alejarlo de la tentación de archivar el caso. Hace unos días abrí el expediente del caso para ojearlo. Sin entender me dio tristeza: las palabras, los certificados, los documentos, las fotografías, los juramentos, están dirigidos a demostrar que mi hombre existió, que vivía, que lo conocían por su nombre. Tanta tierra con muertos desconocidos, entierros de crímenes sin castigo lo único que puede traer es maldición y ruina. Se observa en el color que toma la tierra. Color de morcillas podridas. Por eso me gusta llorar y dejar caer las lágrimas allí para cambiar el color de la tierra. 

Duermo poco. Me echo en la cama apenas oscurece. Son largas las noches. Duermo desnuda. Me toco donde él me recorría. Señales de ternura y deseo respondidas. Juego con la fantasía que va a llegar. La vigilia empieza en la oscuridad y se tensiona con la espera que terminen de romper las puertas y las ventanas, esfonden el techo. Me mantengo hasta el alba inmersa en la pensadera que se agota, y esos pensamientos me dan más fuerza, me sugieren cosas que no he dicho, cartas que no he escrito, protestas que faltan, lágrimas que todavía no dejo salir y, lo que más siento, un aliento, resuello, soplo de viento mañanero que acrecienta mi amor, el amor: vigilia tras vigilia me anuncia que es un poder solitario. Sé que el amor me salva de la locura. Y si él viene, ¿cuál será el olor de la muerte? 

Ese delirio de ausencia que veo y me estremece en Erika, la mujer a quien los días y el sufrimiento le decoloraron el cabello, le opacaron los ojos que no pueden ver lejos, le vuelven jirones, harapos, la ropa que no se ha quitado para cambiarla, ¿hace cuánto?, y su terca insistencia en no olvidar. La única fotografía de su papá es el recuerdo que ella lleva, y pinta y pinta en su recuerdo con angustia obsesiva. Erika, al término de esa búsqueda en medio de un camino trazado por rumores y secreteos, cuando comenzamos a tropezar y no se ve nada y la bruma del crepúsculo emborrona los rostros, sin que ninguna de nosotras, sin que ninguna de las autoridades sepa cómo ni de dónde, se oyen los chillidos de auxilio, la canción de solidaridad, y ella está en la fila con su bolsa negra de basura sacando una costilla, un húmero, una clavícula y gritando que ya casi lo completa que caven aquí y allá, que caven, que hueso a hueso encontrará a su padre para enterrarlo. Yo no tengo esperanza de encontrarlo, me habita la certeza de que lo voy a desenterrar para darle sepultura. Han encontrado como dos mil y de algunos nadie vio cuándo se los llevaron o cuándo los mataron o cuándo los ocultaron. El Fiscal asevera que es difícil porque los verdugos cuando alguien los delata desentierran y cambian la fosa de sus víctimas. ¿Qué hacer con una tierra de cadáveres? ¿Qué? ¿Qué? 

No me voy a dejar derrotar. En mis vigilias se me aparece otra idea. Con las mujeres que recorremos los montes y las ciénegas, los páramos y las llanuras, los patios de los talleres y los solares, los recuerdos que nos quedan y preservamos, el desocupado espacio de los olvidos, que duele, la voluntad que nos impulsa a resolver la muerte porque sin muerte en paz no hay vida posible, sería una vida perseguida o cubierta por la sombra de las muertes clamorosas, con ellas y conmigo las mujeres vamos a pedir rogar implorar rezar orar al santo Padre de Roma que venga aquí, que aquí venga ya, ya, ahora mismo su Santidad, Pontífice, Vicario supremo, Emperador de católicos, Regente de los crédulos, que venga en su helicóptero, en su acorazado de dos cubiertas, en su submarino atómico, en su misil continental, y con su hisopo sagrado de oro sólido con su agua bendecida con su mano y su brazo de los cien mil poderes de los santos, desde lo alto desde la voluntad suprema desde el designio Divino, con su estola dorada y sus zapatos Gucci, desde el misterio declare diga sentencie orbi et urbi con sus palabras en latín con sus letras doradas que este aquí este mundo no es más que un desgraciado camposanto cementerio lugar de reposo de los huesos tierra baldía letrina de crímenes sanitario de venenos inodoro de mierdas de vergüenza y que ya no caben más crímenes más muertos que son más y más que los vivos que el equilibrio se perdió que nos larguemos a la Luna o a Marte y no hollemos el polvo lunar ni el pedernal marciano con tantos muertos mal muertos es decir vidas inconclusas que la vida reclamará por siempre. Vida eterna contra la muerte. 

Y así, con los muertos bautizados, echaré un chorro de ron sobre la tierra y celebraré los años que vayan cumpliendo en su nueva edad. La vejez de los muertos es el olvido. Yo voy a aprender a besar a los muertos. 

Es horrible 

Pero aquí el sueño y la vigilia fortalecen la complicidad con la vida, el propósito personal de ir más allá de la esperanza esquiva, sobrevivir a la adversidad como quien despeja un camino desconocido o lo hace. Me gusta decirle a mi hombre que su vida está en mí, que yo estoy en él. Que mi rito es caminar y caminar por cuanta pista o sospecha de pista se anuncie por ahí. Soy peregrina de su búsqueda, mi ceremonia es oír mi corazón, mi corazón se ha convertido en una vara de explorar agua, vara de rabdomante, vara de amor que me advierte de la cercanía de tu fosa, de su ubicación: y sé lo difícil que es porque las vibraciones del amor rechazan las pestilencias del crimen. Yo quiero que me cuentes cómo te mataron. Estoy segura de que no pediste, ni suplicaste, ni imploraste sino que los escupiste y los puteaste a gritos, sé que lo hiciste más para mostrarles su imbecilidad que su mediocre empleo de carniceros incapaces de comerte a pedacitos. Pobres hijos de puta. 

Lo demás se soporta: los memoriales a la autoridad, las marchas y tomas en silencio de la plaza, las audiencias con los jueces sin emoción, los manifiestos de lenguaje gastado, la interpretación que todos pretenden hacer de mi sufrimiento cuando aún ni siquiera mi voz ha logrado una expresión. De la diligencia aburrida me rescata el delirio de Erika que aprendió a oír a los muertos. Qué más ocurrirá cuando solo vengamos a rezar. O el aullido de oraciones nuevas mantendrá nuestra certeza. Mi hombre. 

Es horrible