Reflexiones sobre la propuesta de reforma a la ley 30 de 1992: ¿fortalecimiento o debilitamiento de la autonomía universitaria? 

Reflections about the law 30/1992 reform proposal: strenthening or weakening university authority? 

Patricia Linares Prieto. Directora Fundación Dhemos. Docente Universidad Externado de Colombia. Abogada con
master en Administración Pública y master en Filosofía. Correo electrónico: patricialinaresprieto@ gmail.com

Fecha de recepción: 11 de agosto de 2011 Fecha de aceptación: 18 de agosto de 2011 


Resumen

El artículo analiza el proyecto de reforma a la Ley 30 de 1992, propuesta por el Gobierno Nacional y llama la atención sobre la ausencia en el debate del tema de la autonomía universitaria teniendo en cuenta los desarrollos jurisprudenciales de la Corte Constitucional expone argumentos orientados a demostrar la viabilidad y pertinencia de una ley estatutaria para esta materia, en perspectiva de entender la educación superior como un derecho y un bien público.

Palabras clave: Educación Superior, Autonomía, Universidad, Estado, Ley, Ley Estatutaria. 


Abstact

The article analyzes the law 30 / 1992 Reform Proposal, put forth by the National Government and is interested in the absence in the debate of the topic of university autonomy, taking into account the Constitutional Court´s developments based on previous court resolutions, arguments oriented towards demonstrating the viability and pertinence of a statutory law in this subject are presented, in perspective of understanding higher education as a right are presented, in perspective of understanding higher education as a right and a public asset.

Key words: Higher education, Autonomy, University, State, Law, Statutory law. 


Introducción

Actualmente y desde los inicios del gobierno de Juan Manuel Santos (2010-2014) se le ha informado al país la necesidad urgente de impulsar ante el congreso una reforma a la Ley 30 de 1992, por la cual se organiza el servicio público de la educación superior en nuestro país. 

Ese propósito, que quiso desarrollar y concluir el gobierno precedente, es mucho más complejo de lo que se ha presentado, pues si bien la idea de modernizar y adecuar a las necesidades del país y a las exigencias de un mundo globalizado ese servicio y de diseñar una nueva institucionalidad en la que se soporte, en principio no admite rechazo o cuestionamiento, la discusión no puede dejar de lado que se trata de regular un DERECHO y un BIEN PÚBLICO a cargo de entes a los cuales la misma Constitución Política les reconoce autonomía para cumplir con una misión que compromete la realización de los principios esenciales de un Estado democrático. 

La reforma, hoy en borrador, supone el diseño de una nueva institucionalidad, que se ocupará de los aspectos esenciales que permitirán, o no, al Estado Social de Derecho ofrecer a sus asociados condiciones materiales para acceder a una educación superior de calidad. 

La institucionalidad puede definirse como "[…] el análisis del conjunto de reglas formales e informales que restringen el comportamiento humano, tanto en el ámbito individual como colectivo, creadas e implementadas en el manejo de los recursos de uso común"1. Así entendida, la institucionalidad implica la existencia de un conjunto normativo que tiene por finalidad hacer viable un objetivo común. 

1 Esta definición hace parte de algunos estudios sobre institucionalidad en campos concretos, ver: Departamento de Desarrollo Rural y Regional Universidad Javeriana. Institucionalidad y Desarrollo Rural, publicación digital en la página web de la Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, www.javeriana.edu.co/fear/d_des_rur/institucionalidadyDR.htm (12.03.2010). 

La institucionalidad, en el Estado de Derecho, se asocia entonces a la forma como se organiza el poder y la sujeción de él a la norma superior: la Constitución Política. En consecuencia, ese conjunto normativo, en el marco del Estado Social de Derecho que rige y según lo dispone la Constitución de 1991 en su artículo 1°, exige que se construya con observancia de sus principios rectores: dignidad, igualdad en la diferencia, pluralismo, participación, prevalencia del interés general sobre el particular, tratamiento con aplicación de criterios diferenciales a poblaciones vulnerables, entre otros. 

Así las cosas, la existencia de estructuras, formas y procedimientos, inherentes al diseño de una determinada institucionalidad, resulta entonces de transcendencia para definir el marco normativo en el cual se acotará un principio constitucional como el de autonomía universitaria, al efecto basta señalar que recientemente la Corte Constitucional, en la Sentencia C-141 de 2010 señaló lo siguiente: 

"Entre los distintos elementos que configuran toda democracia se encuentra el respeto de los procedimientos formales previstos para el ejercicio de los mecanismos de participación ciudadana. Para la Corte Constitucional, más que meros ritualismos, tales formas están instituidas en garantía de las reglas fundamentales de la democracia representativa y de participación y son componentes sustanciales del principio democrático"2. 

La educación y específicamente la educación superior regida por el principio rector de la autonomía universitaria, es factor esencial para la consolidación del derecho de acceso al conocimiento, base ineludible para la consolidación del pensamiento democrático y para el desarrollo de cualquier sociedad contemporánea, que reconoce en ese principio la garantía para el ejercicio de la autonomía individual, para la inclusión social y para el ejercicio del derecho a competir en condiciones de igualdad para acceder a la misma; así mismo es un bien público que por estar a cargo de instituciones a las que la Constitución Política reconoce como autónomas, no admite limitaciones ni interferencias de los poderes públicos, distintas a aquellas que encuentran fundamento en la misma Carta Política. 

2 Corte Constitucional de Colombia. Comunicado de prensa número 09, del 26 de febrero de 2010. Disponible en: http://www.corteconstitucional.gov.co/comunicados/No.%2009%20Comunicado%2026%20de%20febre-ro%20de%202010.php (28.03.2011). 

Ese principio superior, el de la autonomía, trasciende el contenido retórico que en el caso colombiano está expresamente consignado en el artículo 69 de la Constitución Política, tanto para la universidad pública como para la privada, a las cuales se les atribuye como funciones principales el fortalecimiento de la investigación, la enseñanza centrada en los fundamentos y no en los procedimientos3 y el servicio a la comunidad. 

La autonomía universitaria ha sido definida por la Corte Constitucional como una garantía con la que deben contar las universidades, que tiene como objetivo lograr: "el acceso a la formación académica de las personas tenga lugar dentro de un clima libre de interferencias del poder público tanto en el campo netamente académico como en la orientación ideológica, o en el manejo administrativo o financiero del ente educativo […]. En síntesis el concepto de autonomía universitaria implica la consagración de una regla general que consiste en la libertad de acción de los centros educativos superiores, de tal modo que las restricciones son excepcionales y deben estar previstas en la ley"4. 

La autonomía universitaria ha sido reconocida como uno de los pilares de los Estados democráticos, "pues sólo a través de ella las universidades pueden cumplir la misión y objetivos que le son propios y contribuir al avance y apropiación del conocimiento, el cual dejando de lado su condición de privilegio, se consolida como un bien esencial para el desarrollo de los individuos y de la sociedad; dicho principio se traduce en el reconocimiento que el Constituyente hizo de la libertad jurídica que tienen las instituciones de educación superior reconocidas como universidades, para autogobernarse y autodeterminarse, en el marco de las limitaciones que el mismo ordenamiento superior y la ley les señalen"5. 

3.Si bien la educación para el trabajo, que es la que la ley le atribuye como función al SENA, admite la formación centrada en los procedimientos, cada vez con más fuerza se impone en ese ámbito el acceso al fundamento de un determinado saber, no obstante, eso no quiere decir, necesariamente, que se pueda equiparar este tipo de educación con la educación superior.

4 La autonomía universitaria, entendida como la imposibilidad de que los poderes del Estado interfieran en los asuntos que atañen a cada ente universitario, ha sido desarrollada por nuestra Corte Constitucional en múltiples sentencias a lo largo de sus diez y ocho años de existencia. Corte Constitucional de Colombia, sentencia T-492/1992, magistrado ponente José Gregorio Hernández Galindo. Disponible en www.mineducacion.gov.co%2Fnormas%2Fconcordadas%2Fjeronimo%2Fley%252030%2520de%25201993%2520OK%2FHIPERTEXTO%2520JURISPRUDENCIA%252030%2FSentencia%2520t492%25201992.doc (28.08.1992).

5 Corte Constitucional de Colombia, sentencia C-220/1997, magistrado ponente Fabio Morón Diaz. Disponible en http://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/1997/C-220-97.htm (16.05.1997). 

En ese orden de ideas, se ha entendido que la autonomía se predica no sólo al interior del ente universitario (respeto pleno del derecho a la libertad de cátedra, artículo 27 de la Constitución Política, por ejemplo), sino frente a terceros, especialmente frente al Estado, concretamente al gobierno nacional, al poder legislativo y a la rama judicial. Por ello, se ha sostenido "[…] que ella permite a los entes universitarios lograr un desarrollo autónomo e independiente de su proyecto educativo sin la injerencia del poder político"6. 

Se señala, como lo ha hecho la Corte Constitucional, que la autonomía universitaria tiene como objetivo principal proteger a los entes universitarios, concretamente a las reconocidas como universidades y especialmente a las públicas, de la interferencia del poder político central y territorial, sin que ello signifique que sean ajenas e independientes del Estado. 

Las universidades públicas están insertas en la organización estatal y son sujetas al ordenamiento jurídico, no obstante si las normas que lo conforman transgreden, vulneran o violan ese principio que les es esencial, el de autonomía universitaria, ellas son inaplicables y al efecto es viable acudir a la excepción de inconstitucionalidad o a la demanda de inexequibilidad ante el tribunal constitucional, pues el principio de armonización legislativa, que se le impone al Gobierno Nacional y al Congreso, exige la concordancia de los contenidos legales con las disposiciones superiores. Sobre el particular, la jurisprudencia constitucional ha indicado: 

"La autonomía no puede entenderse como autodeterminación absoluta, ya que las universidades hacen parte del conglomerado social bajo el cual se edifica y sustenta el Estado Social de Derecho (Constitución Política, art. 1°). Esta situación implica que están sometidas a su ordenamiento jurídico"7. 

6 Corte Constitucional de Colombia, sentencia C-926/2005, magistrado ponente Jaime Córdoba Triviño. Disponible en página de internet (10.07.2005); y, Corte Constitucional de Colombia, sentencia T-513/1997, magistrado ponente Jorge Arango Mejía. Disponible http://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/1997/T-513-97.htm (21.10.1997).

7 Corte Constitucional de Colombia, sentencia C-918/2002, magistrado ponente Eduardo Montealegre Lynett. Disponible en http://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2002/C-918-02. htm (19.12.2002). 

En este contexto debe pensarse en una institucionalidad para las universidades que permita hacer efectiva esa autonomía, en la que los poderes estatales, bajo el argumento de actuar en el marco de sus competencias, no puedan inmiscuirse, participando y condicionando las decisiones que le corresponde adoptar a la comunidad universitaria a través de sus instancias internas de gobierno. Se requiere el diseño de una institucionalidad que permita reivindicar la autonomía que el Constituyente de 1991 reconoció expresamente, como elemento indispensable para lograr una sociedad más justa, democrática e igualitaria. 

Sobre el particular, la Corte Constitucional ha insistido en que la facultad de regulación que tiene el Congreso de la República, por ejemplo, en ejercicio de su facultad legislativa debe ser cuidadosa tratándose de las universidades, porque si bien a éste se le reconoce la cláusula general de competencia para producir y expedir las leyes, como órgano de representación popular, no puede por ello desconocer ni vaciar de contenido la autonomía que le es reconocida a las universidades, por lo que insiste en la necesidad de un control riguroso de constitucionalidad que permita salvaguardar ese principio esencial a la democracia. 

Para el Tribunal Constitucional, "[…] unicamente resultan admisibles regulaciones que sean necesarias y estrictamente proporcionadas para alcanzar propósitos constitucionales de particular trascendencia. […] si dichas regulaciones, a pesar de estar referidas a las universidades, no inciden ni afectan directamente los contenidos propios de la autonomía universitaria, entonces la posibilidad de intervención legislativa es mayor"8. 

En el marco del poder de regulación que tiene el Congreso de la República deben analizarse aspectos complejos y críticos para el ejercicio de la autonomía por parte de las universidades, uno de ellos la construcción de una institucionalidad que garantice la no interferencia de los poderes públicos en un tema definitivo para materializar la prerrogativa, como lo es, por ejemplo, la definición, distribución y manejo del presupuesto que el Estado tiene la obligación de asignar a las universidades públicas. 

Se ha entendido que uno de los postulados esenciales para que se materialice el principio rector de la autonomía universitaria es la facultad que tienen las universidades para diseñar, elaborar y ejecutar su presupuesto, el cual, en lo que respecta a las universidades públicas, está compuesto en un alto porcentaje por la asignación de recursos que le corresponde hacer el Estado. 

8 Ibíd. 

Por eso, el artículo 86 de la Ley 30 de 1992, establece lo siguiente: 

"Los presupuestos de las universidades nacionales, departamentales y municipales estarán constituidos por aportes del Presupuesto Nacional para funcionamiento e inversión y por los aportes de los entes territoriales, por los recursos y rentas propias de cada institución. Las universidades estatales u oficiales recibirán anualmente aportes de los presupuestos nacional y de las entidades territoriales, que signifiquen siempre un incremento en pesos constantes, tomando como base los presupuestos de rentas y gastos vigentes a partir de 1993". 

Es claro, entonces, que la autonomía que la sociedad, a través de la Constitución Política le reconoce a las universidades, exige que ese presupuesto que debe asignar el Estado se otorgue sin condicionamientos provenientes de los poderes públicos distintos de aquellos que deriven de lo que les ordena, en el ámbito de sus competencias, la misma Carta Política y de los que el gobierno universitario se imponga por medio de sus respectivos reglamentos. En otros términos, no le asiste ninguna competencia al Congreso de la República, ni mucho menos al Gobierno Nacional, para imponer condiciones que vulneren la autonomía universitaria, esto es, que afecten el núcleo esencial de ese principio rector de las universidades, supeditando la asignación presupuestal a la que constitucionalmente está obligado el Estado, al cumplimiento de metas e indicadores que miden aspectos de coyuntura signados por un determinado proyecto político. 

Sobre el particular es importante recordar lo siguiente: 

La Ley 812 de 2003, por la cual se aprobó el Plan Nacional de Desarrollo 2003-2006, titulado "Hacia un Estado Comunitario", pretendió modificar parcialmente los artículos 86 y 87 de la Ley 30 de 1992, al establecer en su artículo 84 que: "A partir de la vigencia de la presente ley, se concertará y acordará con los Rectores de las Universidades Públicas, Nacionales y Territoriales los criterios y el procedimiento de una redistribución, basada en indicadores de gestión, de un porcentaje del total de las transferencias. Dicho porcentaje no podrá exceder el doce por ciento (12%). El porcentaje restante se distribuirá conservando el esquema vigente". 

La Corte Constitucional consideró que esa concertación que el legislador le imponía a las universidades públicas, para recibir un porcentaje de la asignación que por derecho les corresponde, era un claro desconocimiento de la autonomía reconocida a ellas. Por este motivo, declaró inexequible esa condición, esto es, la expulsó del ordenamiento por ser contraria a la Constitución. Sobre el punto dictaminó la Corte: 

"Imponer a las universidades públicas el deber de concertar y acordar con el Gobierno los criterios y el procedimiento de una redistribución de un porcentaje del total de las transferencias, que no podrá exceder del 12%, es someterlas a una especie de control presupuestal estricto por parte del Gobierno que no puede ser aplicado a las universidades estatales en razón de que por sus singulares objetivos y funciones ello implicaría vulnerar su autonomía". Esos procesos de concertación y acuerdo con el Gobierno implican que cada universidad negocie asuntos inherentes a su autodeterminación, autogobierno y autorregulación. En consecuencia, esa intervención gubernamental plasmada en el artículo objeto de reproche en asuntos propios de las instituciones superiores vulnera flagrantemente la autonomía universitaria. 

"Sujetar la distribución del porcentaje a indicadores de gestión, que no se encuentran precisados por el legislador, es una forma a través de la cual el Gobierno, utilizando mayor o menor distribución de ese 12%, puede interferir en decisiones que corresponden al ámbito interno de las universidades estatales. Quien califica finalmente los indicadores de gestión es el Gobierno, luego de un proceso de concertación, el cual se traduce en una intervención indebida en las universidades, ya que prevalecerán, en todo caso, los criterios impuestos por el Gobierno. […] Si lo pretendido es garantizar la calidad de los estudios y de las investigaciones, a través de los resultados de gestión, considera la Corte que la medida adoptada por la norma no es adecuada para lograr tal fin, en cuanto se constituye en una injerencia indebida del Gobierno que atenta contra la autonomía universitaria garantizada en la Carta Política"9. 

Esas mismas razones permiten considerar que propuestas de reforma o modificación a la Ley 30 de 1992, que supediten o interfieran el ejercicio de la autonomía por parte de las universidades podrían ser inconstitucionales por desconocer esa prerrogativa expresamente consagrada en el artículo 69 de la Constitución Política, toda vez que por ejemplo condicionar el incremento que el Estado debe hacer anualmente al presupuesto de las universidades públicas, a "unos indicadores de costo y resultado respecto de las funciones sustantivas de formación e investigación, acordados entre el gobierno nacional y los rectores del sistema de universidades estatales y teniendo en cuenta planes periódicos institucionales", no solo vulnera ese precepto superior, sino que retornaría contenidos normativos ya declarados inexequibles por la Corte Constitucional, sobre los que se aplicaría el principio de cosa juzgada. 

9 Corte Constitucional, sentencia C-926/ 2005, op. cit. 

La educación superior, concretamente la que imparten las universidades públicas y privadas, pero especialmente las primeras, debe lograr el cumplimiento de los postulados de acceso, aumentando programada y progresivamente la cobertura, incrementando su calidad y pertinencia y conectándose con la sociedad en la que desarrolla su misión, no obstante, las decisiones adoptadas por las universidades públicas para alcanzar esos objetivos, no pueden estar supeditadas a las condiciones que para acceder a los recursos presupuestales que anualmente deben recibir del Estado les imponga el Gobierno Nacional, incluso por vía legislativa. 

Las universidades, deben contribuir al logro de los propósitos constitucionales siendo el Estado el responsable de garantizar que ellos se realicen integral y materialmente. Cabe preguntarse entonces, si la propuesta que actualmente impulsa, cuyo eje principal es darle cabida a oferta privada con ánimo de lucro, es la solución al rezago que el país mantiene en la materia y si ella responde a los postulados del ordenamiento superior colombiano. 

La educación no puede ser analizada tan en términos económicos y en función de la producción costos-resultados. Los procesos educativos, tal como lo han señalado estudios de reconocidos y expertos economistas, se caracterizan por no ser fordistas10, pues a mayor inversión en calidad, mayores serán los costos en que deben incurrir las universidades para mantener el estándar alcanzado, por eso la institucionalidad que se diseñe para dichos entes, debe atender este tipo de singularidades, lo que hace que debe responder a las características de un modelo autónomo, con insuficiencia de recursos, cuya principal apuesta es la calidad de la educación que se imparte, en tanto soporte del modelo democrático en el que funciona. 

10 Misas Arango, Gabriel. La Educación Superior en Colombia. Análisis y estrategia para su desarrollo, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 2006, p. 75. 

La inversión que el Estado colombiano debe hacer en educación y la superior no es la excepción, debe ser considerada en los términos de los artículos 350 y 366 de la Constitución Política, como GASTO SOCIAL, que en el caso concreto de la educación superior, en tanto derecho de carácter progresivo, implica que cuando el Estado ha efectuado una asignación para soportar estos gastos no puede disminuirla, salvo que se logre probar que el derecho correspondiente está plenamente satisfecho, lo cual, en el caso colombiano, en lo relativo a educación superior, es claro que no se cumple, pues apenas se llega, en el mejor de los casos y según cifras oficiales a un 26%, mientras otros sectores especializados señalan que no supera el 20%, lo que le impide a las autoridades responsables recortar, disminuir o condicionar la asignación histórica correspondiente.

Condicionamientos de este tipo, impuestos por el Gobierno Nacional a través del Ministerio de Educación Nacional, o por el Congreso, olvidan el postulado del artículo 14 de la Conferencia Mundial de Educación Superior de 1998, el cual tiene una vigencia significativa que reitera: “El apoyo público a la educación superior y a la investigación sigue siendo fundamental para asegurar que las misiones educativas y sociales se llevan a cabo de manera equilibrada”.

De otra parte, al repasar las conclusiones de la Conferencia Mundial Sobre r Educación Superior, denominada “LA NUEVA DINÁMICA DE LA EDUCACIÓN SUPERIOR Y LA INVESTIGACIÓN PARA EL CAMBIO SOCIAL Y EL DESARROLLO”, organizada por la Unesco en julio de 2009, se evidencia el consenso de la comunidad de naciones sobre la necesidad de incrementar la inversión en educación superior, por cuanto ella es una responsabilidad de todos los gobiernos y como tal debe recibir apoyo económico de éste. En el comunicado final que emitió dicha Conferencia se lee:

“En ningún momento de la historia ha sido tan importante invertir en la enseñanza superior como vector importante de la construcción de una sociedad del conocimiento diversa e integradora y del progreso de la investigación, la innovación y la creatividad”11

En el mismo sentido, Jamil Salmi, Coordinador de Educación Superior de la Red de Desarrollo Humano del Banco Mundial y autor del estudio The Challenge of Establishing World-Class Universities, afirmó que los elementos fundamentales para crear una universidad de categoría mundial eran la concentración de talento, la abundancia de recursos y una gobernanza favorable.12

11 Unesco. Conferencia Mundial Sobre Educación Superior “La Nueva Dinámica de la Educación Superior y la Investigación para el Cambio Social y el Desarrollo, disponible en: www.unesco. org.es (12.03.2009).

12 Unesco. Resumen del comunicado de prensa de los tres informes rendidos durante la Conferencia Mundial sobre Educación Superior 2009, disponible en: www.unesco.org/education/ WCHE2009/comunicado/es_pdf (14.03.2009).

En este contexto, es claro que la inversión en educación superior pública, definida por una institucionalidad que constriñe su autonomía, no puede reducirse a lo básico, porque ello desvirtuaría ese principio constitucional dado que la ampliación en cobertura, la calidad, la internacionalización de sus contenidos, sumados a los aportes que ella hace al capital social, reclaman un incremento progresivo de los recursos que el Estado asigna a la universidad pública, que no pueden trasladarse sin más a las particulares, como si se tratara de cualquier mercancía.

El incremento presupuestal progresivo que demanda del Estado la educación superior, no puede estar condicionado por el ejecutivo, ni supeditado a una relación de "costo y producto", no aplicable a la "empresas" cuyo objeto es producir y transmitir conocimiento con fundamento en la investigación, para contribuir a la formación de sujetos democráticos, éticos y solidarios. 

En esa dimensión, el tema de la institucionalidad cobra significativa vigencia, pues ella debe responder a los postulados constitucionales que rigen las universidades en nuestro país, lo que implica fortalecerla, diferenciarla, pero sobre todo diseñarla pensándola en la perspectiva de que opere para contribuir a fortalecer la autonomía que le es inherente, sin la cual la universidad dejaría de ser el espacio previsto por la sociedad para la formación de sus asociados, en el que se promuevan el conocimiento, el disenso, la capacidad de aprehender en un ambiente de tolerancia y respeto a la diferencia y en el que se contribuya de manera efectiva a la construcción de la paz, aportando profesionales y especialistas que desde sus respectivas disciplinas construyan conocimiento que ayude a superar la injusticia y la inequidad social, que en contextos como el nacional se traducen en rezagos dramáticos en temas como la seguridad alimentaria, el cambio climático, la gestión del agua, el diálogo intercultural, las energías renovables, la salud pública13, el desplazamiento forzado y la atención de miles de víctimas del conflicto interno que reclaman sus derechos a la reparación integral. 

En ese orden, la institucionalidad que rija a las universidades y específicamente la universidad pública, en tanto institución que hace parte de la estructura del Estado, debe construirse a partir del principio de colaboración armónica consagrado en el artículo 113 de la Constitución Política, según el cual "los diferentes órganos del Estado, incluidos los autónomos, si bien tienen funciones específicas deben contribuir de manera "armónica" a la realización de sus fines superiores del Estado". 

El diseño de una nueva institucionalidad para la educación superior es un asunto constitucional, que exige reconocer que son las mismos titulares de ese derecho, valga decir las universidades reconocidas, las llamadas a regularse,definirse y organizarse sin interferencias externas incluidas las que derivan del poder que detenta el mismo Estado, lo que supone acotar la participación de los poderes públicos, específicamente del ejecutivo a través del Ministerio de Educación Nacional y de los gobernadores y alcaldes en el ámbito territorial, en los órganos de gobierno de las universidades públicas y de otros entes de educación superior oficiales, en el entendido de que si bien pueden y deben tener presencia en ellos, su tarea debe estar orientada exclusivamente a "[…] articular la universidad con el Estado, así lo señaló la Corte Constitucional en su sentencia C-589 de 1997, pues de ninguna manera su presencia puede pretender imponer el ejercicio de un control de tutela contrario al principio constitucional de autonomía que para esos entes consagra la Constitución Política. 

Así mismo, es necesario hacer compatible la función de inspección y vigilancia que le compete al Estado, concretamente al Presidente de la República en virtud de lo dispuesto en el artículo 189, numerales 21 y 22 de la Constitución Política, frente al servicio público de la educación superior, deber que se le impone orientar a garantizarle a la sociedad el funcionamiento idóneo de las mismas, lo que incluye respetar su capacidad de auto-regularse y dotarlas de los recursos necesarios para el efecto. 

La revisión de la institucionalidad de la educación superior y el diseño de una nueva propuesta, desde luego debe detenerse en instancias que asuman las funciones de fomento y promoción, desempeñadas durante casi 40 años por el ICFES y asumidas, después de expedida la Ley 1324 de 2009, por el Ministerio de Educación Nacional. 

Igualmente, la comunidad universitaria y el sector productivo, así como las mismas instituciones, reclaman una revisión del Sistema Nacional de Acreditación, pues se cuestionan sus metodologías y la pertinencia de sus procesos frente a la realidad de la calidad de la educación superior en nuestro país, como el real alcance del principio de voluntariedad que lo rige. 

Además cualquier modificación a la norma jurídica que se ocupe de regular a las universidades, en tanto instituciones autónomas, reclama el cumplimiento de lo establecido en el artículo 2° de la Constitución Política que consagra el principio de participación, el cual, desde luego, no se agota en los que ahora suelen denominarse ejercicios de "socialización" de una propuesta gubernamental. 

La Institucionalidad en la Ley 30 y la Constitución de 1991 

El Decreto-Ley 80 de 1980 reguló aspectos importantes de la educación superior, no obstante, esa normativa no resultó ser suficiente ni satisfizo las expectativas que imponía la dinámica de la educación superior en un país que de manera por lo demás dramática se abría paso a la modernidad, razón por la cual se reclamaba con insistencia su reforma, la cual recogió las discusiones que por esa época se dieron en la materia. Lo anterior significa que la reforma del Decreto-Ley 80 de 1980, se inicia y se comienza a perfilar desde mediados esa década.

El movimiento que se gestó para reformar la legislación vigente en materia de educación superior y el análisis de las propuestas que se concertaron para tal efecto y que sustentarían la entonces nueva legislación, en su etapa final coincidieron en el tiempo con el cambio constitucional que se produjo en nuestro país en el año de 1991, el cual entre otros importantes avances, elevó a rango constitucional el principio de la autonomía universitaria.

Lo anterior significa que la reforma legislativa que se concretó en el año 1992 para la educación superior, si bien fue posterior a la expedición de la Carta Política que hoy rige, no fue en estricto sentido diseñada para responder de manera directa a los presupuestos, principios y valores consignados en el nuevo estatuto superior, propios del paradigma del Estado Social de Derecho por el que había optado Colombia, entre ellos, como se anotó antes, el referido a definir la educación como derecho fundamental y servicio público, reconociendo de manera expresa y con rango de norma superior la autonomía de las universidades públicas y privadas, lo cual supuso un profundo cambio especialmente para las primeras a las que definió como entes autónomos dentro del Estado.

Hasta entonces, esto es en el marco del régimen constitucional de 1886 tal autonomía y tal definición eran impensables. La reforma a la educación superior en el año 1992 fue el producto de un prolongado debate entre los actores comprometidos, Estado, instituciones, sociedad, sector productivo, entre otros, que evidenciaron la necesidad imperiosa de introducir urgentes y profundos cambios al modelo contenido en el Decreto-Ley 80 de 1980, proceso que ya avanzado se encuentra en paralelo con la difícil y compleja situación política que desencadenaría el proceso de convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente, la cual dio origen a la Carta Política que rige hace dos décadas. 

Esa situación permite entender por qué la Ley 30 de 1992 presenta varias y profundas contradicciones con el modelo constitucional vigente, muchas de las cuales sistemáticamente ha venido subsanando la Corte Constitucional, produciendo una nutrida jurisprudencia sobre el real alcance de la autonomía universitaria como principio fundante en un Estado que aspira a consolidarse como democrático social de derecho.

En efecto, muchos de los contenidos de la citada ley, por la cual se organizó el servicio público de la educación superior, no corresponden al mandato consagrado en el artículo 69 de la Constitución Política que posicionó a las universidades en el mismo nivel de otros organismos también autónomos dentro de la estructura del Estado como el Banco de la República, organismos que cumplen actividades esenciales que comprometen diversos derechos fundamentales de los ciudadanos, así como las bases mismas del Estado democrático, razón por la cual quiso el constituyente garantizar su funcionamiento libre de cualquier interferencia de los poderes públicos, dejando tal característica expresamente consagrada en la Constitución.

Fue por esa razón que la Corte Constitucional, al pronunciarse sobre el alcance de la autonomía que reconoce la Carta Política a las universidades señaló, de manera expresa e inequívoca, que ellas, como los organismos antes citados, eran autónomas y por lo mismo la legislación que para las mismas produzca el Congreso, así como la reglamentación del ejecutivo debe siempre respetar esa condición.

El concepto de autonomía que se aplicaba hasta antes de expedida la ley 30 en 1992 podría calificarse de restringido y estaba consagrado en el artículo 18 del Decreto-Ley 80 de 1980, que señalaba que la autonomía universitaria consistía "en la posibilidad de las instituciones de educación superior de desarrollar sus programas académicos y de extensión o servicio; para designar su personal, admitir a sus alumnos, disponer de los recursos o darse su organización y gobierno".

Si bien la ley 30 de 1992 adecúa a una concepción más moderna de universidad el concepto de autonomía, específicamente en su artículo 28, que amplió en alguna medida aspectos de esa definición, es claro que no desarrolló el principio que como tal estaba consagrado en el artículo 69 del entonces nuevo ordenamiento superior, el cual exigía la garantía, por parte del Estado, de unas determinadas condiciones para el funcionamiento, libre de interferencias, de dichas instituciones, dedicadas a prestar el servicio público de educación superior y de un marco regulador que permitiera su inserción y articulación en una compleja estructura que exige singulares relaciones con el Estado y con la sociedad que demanda de ellas un servicio esencial para su propio progreso y desarrollo. 

La expedición de la Ley 30 de 1992 sin duda constituyó un avance frente a la regulación contenida en el Decreto-Ley 80 de 1980, el sólo hecho que su discusión se diera en el Congreso de la República y no fuera el producto de una decisión del ejecutivo, era ya de por sí una muestra del avance en materia democrática, no obstante, por las razones antes enunciadas, en esa norma legal se diseñó una institucionalidad que en algunos aspectos, como bien lo ha señalado el máximo tribunal constitucional, riñe con el principio de autonomía universitaria tal como la consagró el Constituyente en 1991.

La institucionalidad que debe regir a las universidades, públicas y privadas, en el marco del principio de autonomía tal como ha sido desarrollado por la Corte Constitucionalidad en sus diversos fallos, debe estar supeditada al principio jurisprudencial varias veces reiterado, de permitir que los entes universitarios logren un desarrollo autónomo e independiente de su proyecto educativo sin la injerencia del poder político.14

Cualquier reforma a la Ley 30 de 1992, debe pensar en una institucionalidad para las universidades que permita hacer efectivo el principio de la autonomía universitaria, que como lo ha señalado la Corte, "[…] no le permita a los poderes estatales, bajo el argumento de actuar en el marco de sus competencias, inmiscuirse, participando y condicionando las decisiones que le corresponde adoptar a la comunidad universitaria a través de sus instancias de gobierno. En consecuencia, se requiere el diseño de una institucionalidad que le permita a las universidades ejercer la autonomía que el Constituyente de 1991 les reconoció expresamente, como elemento indispensable para lograr una sociedad más justa, democrática e igualitaria".

Desde esta perspectiva, es pertinente analizar someramente la institucionalidad que de acuerdo con la Ley 30 de 1992 y sus ya varias reformas rige actualmente a las universidades para evidenciar cómo, en algunos casos, ella a través de las instituciones que la conforman, va en contravía del principio de la autonomía consagrado en el artículo 69 superior y de la jurisprudencia que lo desarrolla, razón por la cual, seguramente, no han logrado cumplir los cometidos para los cuales fue diseñada. 

14 Corte Constitucional, sentencia C-926/ 2005, op. cit.; y Corte Constitucional, sentencia T-513/1997, op. cit. 

El Consejo Superior Universitario

Si se observa, el Decreto-Ley 80 de 1980 al igual que la Ley 30 de 1992, definen al Consejo Superior como el máximo órgano de dirección y gobierno de la universidad, aunque la ley 30 introdujo modificaciones a su integración al incluir entre sus miembros a un representante del sector productivo y a un ex rector universitario.

Al igual que el Decreto-Ley 80 de 1980, la Ley 30 de 1992 establece que en el Consejo Superior Universitario de las universidades estatales u oficiales tendrá asiento el Ministro de Educación Nacional o su representante, quien lo preside. En el caso de las universidades del orden distrital, departamental o municipal, es el respectivo gobernador o alcalde quien ostenta la presidencia. Así mismo, en las universidades del orden nacional, se señala que el Presidente de la República designará a otro de los miembros de este consejo, quien deberá tener vínculos con el sector universitario.

La conformación de este consejo pretende responder al llamado que hace el artículo 63 de la Ley 30 de 1992, según el cual “Las universidades estatales u oficiales y demás instituciones estatales u oficiales de Educación Superior se organizarán de tal forma que en sus órganos de dirección estén representados el Estado y la comunidad académica de la universidad.”

Si tenemos en cuenta las funciones que debe cumplir el Consejo Superior Universitario, entre otras, la definición de las políticas académicas, administrativas y de planeación institucional; la organización académica, administrativa y financiera de la institución; la expedición o modificación de los estatutos y reglamentos; la designación y remoción del rector; la aprobación del presupuesto de la institución y la expedición del reglamento, asuntos medulares en toda institución y de los cuales depende en mucho la real posibilidad de desarrollar en las dimensiones definidas constitucional y jurisprudencialmente la autonomía, entendida como “la facultad que tiene cada institución de auto determinarse y organizarse internamente”15, es necesario preguntarse entonces si la presencia del ejecutivo en el máximo órgano de gobierno de las universidades, a través de dos representantes, uno de ellos con la facultad de presidirlo, coarta o no el ejercicio de esa condición inherente a su naturaleza.

15 Corte Constitucional de Colombia, sentencia C-1509/2000, magistrado ponente José Gregorio Hernández Galindo. Disponible en http://www.corteconstitucional.gov.co/ relatoria/2000/C-1509-00.htm (11.12.2000).

La jurisprudencia constitucional hasta ahora no ha declarado la inconstitucionalidad de dicha disposición, no obstante si ha señalado que la presencia del ejecutivo, entiéndase el nacional, departamental o municipal, en el máximo órgano de gobierno de las universidades sólo se ajusta al principio constitucional de la autonomía siempre que esa presencia esté orientada exclusivamente a "[…] articular la universidad con el Estado […]"16. 

Podría pensarse que es ese uno de los casos en los cuales la redacción de la Ley 30, que se promulgó en 1992, no atendió el fundamento filosófico y político y el real alcance los principios consagrados en la entonces recién expedida Constitución de 1991, uno de ellos el de la autonomía universitaria, los cuales obviamente tampoco habían sido desarrollados por la Corte Constitucional que apenas se constituía, pues al incluir a título de obligación la presencia, con carácter preeminente y decisorio, no de uno sino de dos representantes del gobierno, sea nacional, departamental o municipal, contradijo o al menos debilitó el mandato del artículo 69 que le reconoce a las universidades esa autonomía, esto es la capacidad de auto-regularse, auto-gobernarse y autodeterminarse, sin la presión o interferencia de los poderes públicos. 

Esa articulación podría darse en la medida en que el ejecutivo, a través del Ministro de Educación o sus delegados en el Consejo Superior Universitario asistieran con voz pero sin voto, como sucede con el rector, lo que excluye la posibilidad de tratar de imponer sus directrices y criterios, siempre atados a un determinado propósito de gobierno, con amplias posibilidades de éxito dado el poder que detentan al ser ellos quienes definen, en coordinación con el Ministerio de Hacienda los presupuestos con los cuales funcionarán. 

Que el ministro de educación, el gobernador o alcalde hagan parte y presidan dichos órganos, es un rezago de la normativa que existía con anterioridad a la Constitución de 1991, consagrada en el Decreto–Ley 80 de 1980, que definía la universidad pública como un establecimiento público, figura que tiene como característica principal el estar adscrita en relación de subordinación con la Presidencia de la República, las gobernaciones o las alcaldías, según sean del orden nacional, departamental o municipal, lo que supone la existencia de una junta o consejo directivo presidido por el ejecutivo, pues solo así se puede garantizar el ejercicio del control de tutela que le es pro pio a esta clase de entidades públicas descentralizadas del orden nacional, departamental o municipal17. 

16 Corte Constitucional de Colombia, sentencia C-589/1997, magistrado ponente Carlos gaviria
Diaz. Disponible en http://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/1997/C-589-97.htm(01.12.1997).

Basta con señalar que el artículo 50 del Decreto-Ley 80 de 1980, definía las instituciones públicas de educación superior como establecimientos públicos del orden nacional, departamental o municipal, adscritos al ministerio, gobernación o alcaldía, según el caso, naturaleza jurídica que justificaba el poder de tutela sobre estos entes.

Lo anterior porque si bien la Ley 30 de 1992 creó una nueva categoría para las universidades e instituciones de educación superior oficiales, al definir-r las como entes autónomos vinculados al Ministerio de Educación Nacional, í aclarando que tal adscripción lo era para garantizar articulación en lo que se refiere a las políticas y la planeación del sector educativo, tal objetivo se desvirtúo al incorporar en los órganos de gobierno de dichas instituciones a sus representantes, otorgándoles además un carácter preeminente dándoles en todos los casos la presidencia de los mismos.

En ese orden de ideas la Ley 30 de 1992 entra en contradicción con un mandato de jerarquía superior como lo es el principio de autonomía universitaria consagrado en el artículo 69 de la Constitución Política, pues los entes que gozan de autonomía, en este caso las universidades, no admiten control de tutela por parte de organismos externos a ellas, mucho menos cuando, como en el caso de las públicas, son ellos los encargados de dotarlas de recursos financieros para su funcionamiento.

17 Sobre el particular basta observar como la Ley 489 de 1998, regula este tema en los artículos 72 y 73. ARTICULO 72. DIRECCION Y ADMINISTRACION DE LOS ESTABLECIMIENTOS PUBLICOS. La dirección y administración de los establecimientos públicos estará a cargo de un Consejo Directivo y de un director, gerente o presidente; ARTICULO 73. INTEGRACION DE LOS CONSEJOS DE LOS ESTABLECIMIENTOS PUBLICOS Y DEBERES DE SUS MIEMBROS. Los consejos directivos de los establecimientos públicos se integrarán en la forma que determine el respectivo acto de creación […]. Los consejos de los establecimientos públicos, salvo disposición legal en contrario, serán presididos por el Ministro o el Director de Departamento Administrativo a cuyo despacho se encuentre adscrita la entidad o por su delegado.

La decisión de temas que son esenciales para el quehacer de las universidades, cuyo espacio de deliberación y decisión es el Consejo Superior, no pueden ser adoptadas con la interferencia de los representantes del ejecutivo, quienes ejercen por número y posición un poder desproporcionado que distorsiona y obstaculiza los propósitos de la academia, que si bien está incursa en un contexto social concreto y determinado, al cual debe articularse para aportarle con independencia y objetividad, no puede someterse, sin sacrificar su autonomía, a un poder externo que utiliza la función que le atribuyó la sociedad de dotarla de recursos, para ponerla a su servicio. Con el mismo razonamiento, debe cuestionarse la decisión del legislador de imponer la participación de un miembro adicional designado por el Presidente de la República, en los consejos superiores de las universidades del orden nacional.

Sobre el particular, vale la pena resaltar la siguiente cita de un fallo de constitucionalidad: 

"La autonomía universitaria que consagra la Constitución Política, autonomía como sinónimo de legítima capacidad de autodeterminación, no corresponde a la autonomía restringida que la ley le reconoce a los establecimientos públicos, por lo que pretender asimilarlos, así sea únicamente para efectos presupuestales, implica para las universidades viabilizar una constante interferencia del ejecutivo en su quehacer, que se traduce, en un continuo control de sus actividades por parte del poder central, inadmisible en el caso de las universidades, y en el propósito, como obligación legal por parte del ejecutivo, de ajustar y coordinar las actividades de esas instituciones con la política general del gobierno de turno, aspecto que contradice su misma esencia"18. 

18 Corte Constitucional, sentencia C-220/ 1997, op. cit. 

Además la exclusión del voto para el ejecutivo en el máximo órgano de gobierno de las universidades, como una forma de garantizar la autonomía de los entes universitarios, encuentra sustento en la sentencia C-926 de 2005, que en relación con la autonomía universitaria señaló lo siguiente: 

"La autonomía fue concebida para que las universidades gocen de libertad al momento de adoptar las condiciones jurídicas necesarias para el logro de su misión educativa y cultural, y con independencia de cualquier instancia privada o pública ajena a su ámbito que pudiese someterlas. Se garantiza que las universidades sean verdaderos centros de pensamiento libre, exentos de presiones que puedan perturbar su cometido o que les impidan cumplir adecuadamente con sus objetivos y funciones. La capacidad de autodeterminación y autorregulación que caracteriza a las universidades estatales les proporciona una capacidad especial de decisión para el desempeño de sus funciones, para darse su organización y gobierno, y para manejar su presupuesto conforme al régimen especial autorizado por la Constitución”.

Esa especial capacidad de decisión que reconoce la Corte Constitucional como contenido esencial de la autonomía universitaria, sustenta un replanteamiento de la conformación del Consejo Superior, en el que el ejecutivo cumpla su papel de articulador entre la política de educación superior y las decisiones internas del ente universitario, sin que resulte imponiendo su particular visión sobre un determinado tema, por cuanto ello desconoce y vulnera el principio rector de la autonomía universitaria. r Es precisamente la interferencia del poder central en estos órganos de gobierno, así como la necesidad de garantizar la condición de entes autónomos que les dio a las universidades la Constitución Política, desarrollada y acotada por los dictados de la jurisprudencia constitucional, lo que impone una reforma profunda a la Ley 30 de 1992, que les permita a esas instituciones determinar la conformación de sus órganos de gobierno, atendiendo unas directrices básicas de carácter constitucional que desarrollen el principio de autonomía, las cuales por su trascendencia y singularidad deberían estar contenidas en una ley estatuaria que el Congreso debe dictar, garantizando espacios propicios para el ejercicio democrático del derecho de participación de todos los estamentos de la sociedad y especialmente de las universidades.

Consejo Nacional de Educación Superior (CESU)

El CESU fue creado por el artículo 34 de la Ley 30 de 1992, que lo definió como un organismo del Gobierno Nacional, vinculado al Ministerio de Educación Nacional, con funciones de coordinación, planificación, recomendación y asesoría. Se pretendió con este organismo dar espacio amplio para el diseño, debate y elaboración concertada de propuestas de políticas públicas sobre educación superior que acogiera y adoptará el gobierno nacional en tanto participante y rector del mismo pues los preside a través del ministro de educación.

Vuelve entonces a aparecer la contradicción entre autonomía y presencia activa del gobierno nacional, representado en varios de sus funcionarios, pues la elaboración de reglamentos y políticas aplicables a instituciones a las que el constituyente les había reconocido capacidad plena para autoregularse, las universidades, se le encomienda a un órgano mixto, regido por el Gobierno Nacional en el cual además de ellas tienen asiento otras instituciones de educación superior que encuentran en ese espacio uno propicio para impulsar normas que favorezcan su “ascenso” dentro de lo que se ha entendido por su diseño, una especie de escalera cuyo máximo peldaño es el reconocimiento como universidad.

De otra parte ese órgano acoge estamentos que hasta entonces no habían tenido los espacios que una organización democrática debe brindarles para concertar por ejemplo políticas salariales y sistemas de seguridad social adecuados, lo que implicó que debieran aprovecharlo para dar los debates que legítimamente les interesaban pero que obviamente distraían al organismo de su principal cometido.

Incluso la presencia de universidades públicas y privadas en ese organismo ha sido cuestionada, pues las características de unas y otras, sus necesidades y singularidades en el marco normativo, hacen que muchas de las discusiones y debates puedan interesar a unas pero no necesariamente a otras, o que deriven en la discusión de intereses que no necesariamente siempre son académicos y que las confrontan cuando debía propiciar acercamientos y concertación en pro de la calidad de la educación superior y su fortalecimiento como derecho fundamental.

En ese contexto se expide el Decreto 1176 de 1999, en cuyo artículo 1° el CESU se redefinió como un organismo asesor del Gobierno Nacional, de carácter permanente, vinculado al Ministerio de Educación Nacional, con funciones exclusivas de coordinación, planificación, recomendación y asesoría.

Este órgano sigue conformado por "El Ministro de Educación Nacional, quien lo preside; El Jefe del Departamento Nacional de Planeación; El Rector de la Universidad Nacional de Colombia; el Director del Fondo Colombiano de Investigaciones Científicas y Proyectos Especiales "Francisco José de Caldas"- Colciencias; un rector de la universidad estatal u oficial; dos rectores de universidades privadas; un rector de universidad de economía solidaria; un rector de una institución universitaria o escuela tecnológica, estatal u oficial; Un rector de institución técnica profesional estatal u oficial; dos representantes del sector productivo; un representante de la comunidad académica de universidad estatal u oficial; un profesor universitario; un estudiante de los últimos años de universidad; el director del Instituto Colombiano para el Fomento de la Educación Superior (ICFES), con voz pero sin voto". 

Esa misma norma estableció como funciones del CESU las siguientes: 

a) Proponer políticas y planes para la Educación Superior; b) Recomendar normas y procedimientos de carácter general; c) Proponer mecanismos para evaluar la calidad académica de las Instituciones de Educación Superior; d) Proponer mecanismos para evaluar la calidad académica de los programas de Educación Superior; y, e) Darse su propio reglamento de funcionamiento". 

El citado Decreto 1176 de 1999, en su artículo 2° estableció una única Comisión Consultiva de Instituciones de Educación Superior, como funciones de asesoría adscrito al Instituto Colombiano para el Fomento de la Educación Superior, organismo que perdería vigencia más tarde cuando la ley transforma al ICFES dejándolo exclusivamente a cargo de las funciones de evaluación de la educación.

Así las cosas, la conformación del CESU, con una amplia representación del gobierno nacional y presencia de voceros de las distintos estamentos, así como de las diferentes modalidades de instituciones de educación superior, convirtió este organismo en un espacio de debate de intereses colectivos diferentes a los específicamente relacionados con el diseño de políticas públicas de educación superior, desdibujando la naturaleza y funciones que debería cumplir, pues no responde al principio de autonomía universitaria plasmado en la Constitución de 1991, que indica que debería estar integrado por quienes son titulares de la autonomía, pues son ellos quienes tienen la capacidad jurídicamente reconocida para adoptar todas las decisiones que les incumben y los afectan y determinar las reglas que en el marco del Estado de Derecho rigen su quehacer, entre ellas las que se orienten a articularse con el Estado en lo relativo a la planeación del sector educativo.

Dicho organismo debió ser facultado para cumplir funciones orientadas a proponer al ejecutivo, sin la injerencia de éste, políticas y planes para la educación superior y una vez definidas, implementarlas; recomendar y expedir normas y procedimientos de carácter general y vinculantes para las instituciones universitarias, a través de lo que la jurisprudencia constitucional ha denominado reglamentos autónomos, proponer e implementar mecanismos para evaluar la calidad académica de las Instituciones de Educación Superior y para evaluar la calidad académica de los programas y las mismas instituciones de Educación Superior reconocidas como universidades.

No obstante, paulatinamente se ha ido desdibujando, lo que ha servido de fundamento para debilitarlo y transformarlo en un órgano asesor que hoy por hoy tiene una limitada influencia en las decisiones de fondo que toma el ministerio en materia de educación superior, cada vez más alejadas de la autonomía que tienen por naturaleza y disposición constitucional las instituciones que regula, las cuales a su vez están cada vez más sometidas a la tutela de la que las deslindó el constituyente en 1991. 

Sobre la naturaleza de este órgano, es necesario señalar que en sentencia C-195 de 1994, la Corte Constitucional sostuvo que si bien "[…] las universidades, con el propósito de alcanzar los fines del artículo 67 de la Carta Política, no son ajenas a la inspección y vigilancia que ejerce el Estado, siempre que éste respete y no menoscabe su autonomía, el sólo hecho de que dichos entes universitarios estén vinculados al Ministerio de Educación Nacional no significa que pueden ser asimilados a otro órgano también vinculado, [el CESU] pues es preciso respetar y garantizar su autonomía. En consecuencia, la vinculación de las universidades al Ministerio se debe entender sin perjuicio de su autonomía".

Por tanto, es necesario aceptar que dicho órgano no respondió ni con su estructura ni con sus funciones a lo dispuesto en el artículo 69 de la Constitución Política ni a las demandas de las instituciones de educación superior, entre ellas y principalmente las universidades, las cuales por naturaleza riñen con estructuras diseñadas para ejercer tutela sobre las mismas, en las que priman intereses de coyuntura que imponen el pensamiento y los programa de los gobiernos de turno desconociendo la autonomía que les es inherente, ejerciendo presión desde lo presupuestal cuando se trata de las públicas y confundiendo su función de inspección y vigilancia con las de determinación, regulación y autogobierno.

Sistema Nacional de Acreditación para las instituciones de Educación Superior

La Comisión Nacional de Acreditación-CNA, hace parte, como órgano ejecutor del Sistema Nacional de Acreditación definido éste como el conjunto de políticas, estrategias, procesos y organismos cuyo objetivo fundamental es garantizar a la sociedad que las instituciones de educación superior que hacen parte del sistema cumplen con los más altos requisitos de calidad y que realizan sus propósitos y objetivos.

La Ley 30 de 1992, en su artículo 53, señaló como principio rector de ese sistema, la voluntariedad, arguyendo que su objetivo fundamental es garantizar a la sociedad que las instituciones que hacen parte del mismo cumplan los más altos requisitos de calidad y que realicen sus propósitos y objetivos.

El diseño de la CNA permitió en una primera etapa que dicho organismo posicionara el concepto de acreditación en el país e impulsara el diseño de un modelo que incentivó a las instituciones, incluidas las universidades, a avanzar en programas de mejoramiento institucional que les permitiera acceder a sus procesos en perspectiva de lograr un reconocimiento público y avalado por el Estado sobre su calidad, entendiéndolo como presupuesto necesario para competir en un mercado cada más abierto y más heterogéneo. 

No obstante, en la dinámica que supone un contexto en el que se reconoce plena autonomía a las instituciones reconocidas como universidades, autonomía restringida a las demás que ofrecen el servicio público de educación superior que ven más posibilidades de desarrollo y no regulación en las primeras, regido por una norma que regula el sistema que creó de manera tal que afecta el principio rector de la autonomía consagrado en una constitución aún de reciente expedición, que le ofrece al gobierno la posibilidad de intervención en unas y otras arguyendo una realidad indiscutible en la que prima la baja calidad del servicio y una demanda creciente del mismo que presiona el mercado dados los bajos niveles de cobertura con consecuencias nocivas para el país, fue dando paso a la flexibilización del sistema, el cual además debió enfrentarse a un proceso de debilitamiento por vía presupuestal que hoy hace que se le identifique y defina como burocrático y orientado más a la verificación de requisitos que de los niveles de calidad y competitividad. 

La calidad de la educación es uno de los presupuestos básicos del derecho a la educación superior, tal como se señaló en otro acápite de este documento, en consecuencia, se hace necesaria una evaluación del funcionamiento del Sistema Nacional de Acreditación, de sus metodologías y la pertinencia de sus procesos, que permitan establecer si ellos responden al mandato constitucional y legal sobre calidad. 

Una de las críticas que se hace al actual sistema de acreditación es que no está cumpliendo con los fines para los cuales fue creado. Para algunos, se ha convertido en un simple registro calificado de requisitos mínimos lejano de un proceso de acreditación de calidad y excelencia. Para otros, el sistema se ha burocratizado al punto que los pares académicos, que son los encargados de verificar si el modelo y los estándares definidos por la institución que visitan responden a las exigencias de calidad que impone la respectiva disciplina, están guiados bien por sus propios paradigmas o por intereses no académicos que hacen que desvirtúen su papel orientado a certificar la calidad de los programas y de las instituciones que evalúan. 

No son claros los parámetros que están utilizando para realizar las evaluaciones que les corresponde, o son en extremo rígidos. Se critica que los pares están pretendiendo imponer su visión sobre los programas que evalúan, hecho  que incide negativamente en la autonomía universitaria dado que uno de los presupuestos de ésta es que los mismos entes universitarios de fundamentos ideológicos y conceptuales determinen los programas que desean ofrecer, sus contenidos y pertinencia y avancen hacia la excelencia de los mismos, los pares debe verificar que lo que ellas mismas se han impuesto se cumplan y que sea lo que realmente se ofrece a los estudiantes y a la sociedad, estableciendo si el programa se ajusta a esos parámetros. Sobre el particular la Corte Constitucional, en sentencia C-425 de 1995 señaló:

“El Estado no le impone a los establecimientos de educación superior los programas que puede ofrecer de manera caprichosa, sino que tales instituciones, una vez adopten la decisión de ofrecer determinado programa, en ejercicio de la referida autonomía, para iniciar la prestación de los servicios ofrecidos cumplan con los requisitos que les exige la ley, con el objeto de que los distintos programas obedezcan a rnecesidades sociales reales, y no redunden en áreas sobresaturadas de oferta educativa o que resulten innecesarias, para así dar cumplimiento a los fines del Estado consagrados en el artículo 2° de la Carta Política, uno de los cuales es el de garantizar la efectividad material de los derechos de las personas, que pueden verse seriamente afectados por las circunstancia ya señaladas […]”.

Así mismo, se argumenta que el Sistema de Acreditación pretende estandarizar la organización, estructura y desarrollo de las universidades, hecho de estar ocurriendo, desconoce los presupuestos mismos de la autonomía universitaria, pues lo que reivindica este principio es precisamente que cada ente universitario asuma de manera responsable su singularidad y que la sociedad acceda a una oferta plural y heterogénea pero de calidad y ajustada a los principios básicos de una Estado que se proclama democrático de derecho.

De otra parte, el sistema es criticado por estar dejando de lado la investigación al reducir los ejercicios a una verificación de requisitos objetivos desconociendo ese componente de los programas, como esencial para el cumplimiento de los fines propios de instituciones comprometidas con la prestación del servicio público de educación superior.

Así las cosas, el ejercicio de la autonomía universitaria y el cumplimiento de la función de inspección y vigilancia asignada al Gobierno Nacional, hace necesaria la revisión del actual sistema de acreditación. Es posible que por las inconsistencias que este presenta hoy, se requiera de una reformulación de fondo de un órgano sin duda esencial en una estructura que abre el mercado para el ofrecimiento de un servicio que califica como público y esencial.

Igualmente, es necesario evaluar el criterio de voluntariedad que rige en materia de acreditación a las universidades e instituciones educativas para acceder al sistema. Para algunos críticos, esa voluntariedad no ha contribuido a mejorar la calidad del sector, pues en algunos casos ha imperado un modelo estandarizado que no responde precisamente a unas reglas claras de calidad, lo que ha permitido que se acrediten instituciones que no cumplen con unos mínimos. Se requiere, en concepto de algunos expertos, establecer un sistema mixto de acreditación que combine el carácter voluntario en unos eventos y el obligatorio en otros.

Al proceso de debilitamiento del SNA se añadió la expedición del Decreto 2230 de 2003, que creó la Comisión Nacional Intersectorial de Aseguramiento de la Calidad de la Educación Superior-CONACES, cuya función específica es la coordinación y orientación del aseguramiento de la calidad de la educación superior, la evaluación del cumplimiento de los requisitos para la creación de instituciones de educación superior, su transformación y redefinición de los programas académicos.

La CONACES se creó con el propósito de asegurar el cumplimiento de las condiciones mínimas de calidad, por parte de los programas que se ofrecen en educación superior en cualquiera de sus niveles: técnicos, tecnológicos, profesionales, universitarios y de postgrados. Nótese que se equiparan unos y otros, esto es que se nivela "por lo bajo" el grado de autonomía que se atribuye a las distintas modalidades de instituciones que hacen parte del sistema, condicionando la creación y permanencia de los programas académicos diseñados por las universidades y demás instituciones a una autorización, registro calificado, que expide el Estado, pues si bien la estructura de las salas supone que las autorizaciones estén precedidas de estudios y análisis a cargo de representantes idóneos de la comunidad académica, la realidad impone que éstos actúen en el marco de una estructura dominada y determinada por el gobierno que la preside a través del viceministro y la controla financiándola y determinando de manera indirecta quienes son los elegidos para hacer parte de ella, por lo demás personas que generalmente representan intereses institucionales específicos, decanos, directores de investigación, etc., de otras instituciones que compiten por un mercado reducido, que se pronuncian como expertos en las mismas áreas que verifican, intereses que obviamente interfieren la objetividad de sus decisiones. 

Otro de los organismos que hacían parte del sistema de educación superior diseñado en la ley 30 de 1992 era el ICFES, no obstante, sus funciones y estructura fueron modificadas por la Ley 1324 de 2009, que lo transformó en una empresa estatal de carácter social del sector de la educación nacional, entidad pública del orden nacional, de naturaleza especial, que se le encargó exclusivamente la evaluación del sistema educativo, quitándole todas las funciones de fomento y promoción que pasaron al viceministerio de educación superior, concentrándolas en el ministerio, lo que incrementa las posibilidades de ejercer tutela sobre las instituciones de educación superior, la que se justifica en el universo de IES distintas a las universidades, que tienen autonomía restringida y son las más y respecto de las cuales se agravan las funciones de inspección y vigilancia que le corresponden al ejecutivo. 

Comités regionales de Educación Superior-CRES La Ley 30 de 1992, los definió como organismos asesores del Instituto Colombiano para el Fomento de la Educación Superior-ICFES, con las funciones de coordinar los esfuerzos regionales para el desarrollo de la Educación Superior, actuar como interlocutor válido para efectos de la discusión y diseños de políticas, planes y proyectos de Educación Superior regional y contribuir en la evaluación compartida de programas académicos.

Dichos comités tuvieron una actividad efímera y precaria, realmente nunca funcionaron en debida forma, lo que demuestra el desinterés de las regiones en un actividad tan importante para su propia consolidación y desarrollo, además la expedición de la Ley 1324 de 2009, que modificó la naturaleza del ICFES y le encargó exclusivamente la evaluación del sistema educativo, podría decirse que constituyó el elemento contundente de anulación de espacios de esta naturaleza sin duda necesarios para el desarrollo y consolidación de las regiones.

No obstante, una reforma a la Ley 30 de 1992, debe incorporar figuras similares a los CRES para garantizar, entre otros, la realización efectiva de los principios constitucionales de descentralización y participación y garantizar la debida articulación entre políticas diseñadas a nivel central y las adoptadas y desarrolladas en lo territorial en una materia que compromete un derecho fundamental y un servicio público esencial para la consolidación y fortalecimiento democrático. 

Sistema de Universidades del Estado-SUE

La Ley 30 de 1992, en su artículo 81, creó el sistema universidades del Estado- SUE integrado por todas las universidades estatales y oficiales, para racionalizar recursos humanos, físicos, técnicos y financieros; implementar la transferencia de estudiantes, intercambio de docentes y crear condiciones para la realización de la evaluación en las instituciones pertenecientes al sistema. 

La Corte Constitucional, en sentencia T-513 de 1997, señaló que "La autonomía se predica no sólo hacia el interior del ente universitario sino frente a terceros y frente al Gobierno Nacional. Por ello se ha sostenido que ella permite a los entes universitarios lograr un desarrollo autónomo e independiente de la comunidad educativa, sin la injerencia del poder político".

En ese sentido, el SUE ha cumplido una función importante y positiva en el sistema, por cuanto se ha convertido en un espacio en donde hay una representación amplia de las entidades universitarias oficiales, tanto del orden nacional como regional. En ese orden, el SUE es un espacio amplio y democrático en donde están representadas todas las universidades oficiales, que dinamiza el proceso de adopción de políticas educativas y ha logrado consolidarse como un interlocutor válido del Gobierno Nacional y gestor para el desarrollo del sistema de educación superior pública.

En razón del papel que viene cumpliendo el SUE y con el fin de lograr que los temas de la educación superior pública estén regulados por un ente autónomo, podría pensarse en una reforma que le asigne a este organismo un papel protagónico y dinámico como rector de la política educativa superior y administrador de los recursos de la educación superior estatal, que permita cumplir los mandatos constitucionales consagrados en los artículos 67 y 69 de la Constitución, según los cuales el Estado debe facilitar todos los mecanismos financieros que hagan posible el acceso de todas las personas aptas para la educación superior.

Así las cosas, antes que una reforma o ajuste de la institucionalidad consagrada en la Ley 30 de 1992, lo que se requiere es la expedición de una norma, una ley estatutaria, que desarrolle los mandatos superiores contenidos en los artículo 67 y 69 de la Constitución Política en tanto relacionados con un derecho fundamental y un servicio público, que garantice un tratamiento claramente diferenciado para las universidades, instituciones a las que se reconoce plena autonomía, que reclaman del Estado la facultad de autodeterminarse y autoregularse sin interferencia del mismo, por lo que es contradictorio que sea el poder ejecutivo, a través del Ministerio de Educación y otras instituciones, el que asuma esa tarea, incluso dándole espacio a ellas, pues eso impide el desarrollo eficaz de la independencia y autonomía con que las universidades deben cumplir sus funciones esenciales. 

En lo relativo a las instituciones de educación superior que no son universidades, las cuales cumplen un papel definitivo en la atención de la demanda por formación para el trabajo, por ejemplo, a las que se les reconoce autonomía restringida, ellas si admiten por parte del Estado una constante tutela que le garantice a la sociedad un servicio pertinente e idóneo.

Por lo dicho, la propuesta de reforma a la Ley 30 de 1992 en lo relativo a institucionalidad, que se presenta en el capítulo siguiente, responde a lo planteado, esto es a la necesidad de que el país promueva la expedición de una norma estatutaria, que desarrolle el principio constitucional de autonomía universitaria atendiendo el desarrollo que del mismo ha hecho la Corte Constitucional, cuya premisa básica debe ser la siguiente: el reconocimiento de la autonomía a las universidades, públicas y privadas, que hizo el Constituyente en 1991, implica que éstas, dada esa característica que les inherente, son las únicas habilitadas para regularse, determinarse y definirse, sin que ello implique que sean ajenas a los compromisos que tienen con la sociedad que las alberga y la protege o a la acción de los órganos de control cuando sean estatales u oficiales y cuando manejen recursos públicos. El Estado está obligado, también por disposición constitucional a aportar los recursos para su funcionamiento en un marco de libertad y pluralidad que define al Estado Social de Derecho. 

¿La Ley de Educación Superior como una Ley Estatutaria?

Un análisis sobre la necesidad o no de reformar la actual Ley de Educación Superior debe comprender, en primer lugar, un breve examen sobre la naturaleza de la regulación que el Congreso debe dictar. Lo anterior, por cuanto en el ordenamiento constitucional se exige que mediante leyes de características especiales se regulen, entre otras materias, los derechos y deberes fundamentales de las personas, así como los procedimientos y recursos para su protección (artículo 152, literal a) de la Constitución de 1991).

En efecto, el artículo 67 de la Constitución define la educación como un derecho de la persona y un servicio público que tiene una función social, a través del cual se busca, entre otros objetivos, el acceso al conocimiento, a la ciencia, a la técnica y a los demás bienes y valores de la cultura. El derecho a la educación así entendido es, sin discusión alguna, un derecho de carácter fundamental. Basta con citar las innumerables sentencias de la Corte Constitucional que así lo han reconocido19. 

19 Corte Constitucional de Colombia, sentencia T-002/1992, magistrado ponente Alejandro Martínez
Caballero. Disponible en http://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/1992/T-002-92.htm (08.02.1992); Corte Constitucional de Colombia, sentencia T-612/1992, magistrado ponente Alejandro Martínez Caballero. Disponible en http://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/1992/T-612-92.htm (08.02.1993) ; Corte Constitucional de Colombia, sentencia T-974/1999, magistrado ponente Alvaro Tafur Galvis. Disponible en http://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/1999/T-974-99.htm (14..01.2000) ; Corte Constitucional de Colombia, sentencia T-826/2003, magistrado ponente Eduardo Montealegre Lynett. Disponible en http:// www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2003/T-826-03.htm (27.11.2003) ; Corte Constitucional de Colombia, sentencia T-933/2005, magistrado ponente Rodrigo Escobar Gil. Disponible en http://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2005/T-933-05.htm (30.09.2005).

20 Corte Constitucional de Colombia, sentencia T-807/2003, magistrado ponente Jaime Córdoba Triviño Disponible en http://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2003/T-807-03.htm (14.10.2003).

Sin embargo, podría discutirse si el derecho a la educación superior es un derecho igualmente fundamental, por cuanto algunos considerarán que es un derecho de carácter prestacional, que sólo adquiere el carácter de fundamental por conexidad, en los términos de la jurisprudencia de la Corte Constitucional, o cuando quien lo reclama es un niño, niña o adolescente, grupo frente al cual, por expresa disposición del artículo 44 de la Constitución le reconoce el carácter de fundamental. Sobre el carácter fundamental de la educación la Corte Constitucional ha señalado:

"… la educación es un derecho fundamental propio de la esencia del hombre y de su dignidad humana, amparado en principios consagrados en la Constitución Política y en Tratados Internacionales. La educación constituye un presupuesto básico para la efectividad de otros derechos, principios y valores constitucionalmente reconocidos al ser humano, tales como la igualdad en materia educativa, la escogencia de una profesión u oficio y el libre desarrollo de la personalidad. Así mismo, permite la realización del Estado social de derecho, el fomento de la participación y el respeto de los derechos humanos. Así las cosas, en consideración al carácter de ius fundamental del derecho a la educación, es procedente la acción de tutela como mecanismo judicial excepcional para la protección del derecho cuando sea vulnerado o amenazado por el Estado o por los particulares encargados de la prestación del servicio. En el mismo sentido, resulta admisible el amparo constitucional frente a los derechos constitucionales reconocidos en los artículos 13, 16 y 26 de la Carta, que guardan una estrecha relación con el derecho a la educación"20. 

Pese a las dudas y controversias que pueda suscitar la naturaleza del derecho constitucional a la educación superior, es evidente que existen estándares internacionales que le reconocen a este derecho la categoría de derecho humano. Así se desprende de un sinnúmero de instrumentos internacionales ratificados por el Estado colombiano y de obligatorio cumplimiento para sus órganos internos, en virtud del artículo 93 de la Constitución, así como de declaraciones y conclusiones de múltiples conferencias internacionales sobre la materia que, pese a no tener una fuerza vinculante en el ordenamiento constitucional por ser lo que la doctrina del derecho internacional denomina soft law, sí sirven para ilustrar la categoría de la educación superior como un derecho fundamental, aunque sujeto a los principios de progresividad, planificación y programación. Basta con citar algunos ejemplos que fundamentan este aserto. 

El artículo 13 del Pacto Internacional de Derechos Sociales, Económicos y Culturales, establece entre otras cosas que "La enseñanza superior debe hacerse igualmente accesible a todos, sobre la base de la capacidad de cada uno, por cuantos medios sean apropiados, y en particular por la implantación progresiva de la enseñanza gratuita. […] Se debe proseguir activamente el desarrollo del sistema escolar en todos los ciclos de la enseñanza, implantar un sistema adecuado de becas, y mejorar continuamente las condiciones materiales del cuerpo docente".

Los artículos 10 y 14 de la Convención para la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer abogan por un trato equitativo entre hombres y mujeres para el acceso a las carreras y a la capacitación profesional, acceso a los estudios y obtención de diplomas en las instituciones de enseñanza de todas las categorías, tanto en zonas rurales como urbanas.

El artículo 5° de la Convención Internacional para la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial, que señala el derecho de todas las personas sin distinción de raza, color y origen nacional o étnico el derecho a la educación y la formación profesionales. Los artículos 28 y 29 de la Convención por los Derechos del Niño que comprometen a los Estados a hacer la enseñanza superior accesible a todos.

En el mismo sentido, en la Conferencia Mundial sobre la Educación Superior denominada "La Educación Superior en el Siglo XXI", organizada por la UNESCO y realizada en París en octubre de 1998, señaló que la "[...] educación es uno de los pilares fundamentales de los derechos humanos, la democracia, el desarrollo sostenible y la paz, por lo que deberá ser accesible a todos a lo largo de toda la vida [...]". 

En la Conferencia Regional sobre "Políticas y Estrategias para la Transformación de la Educación Superior en América Latina y el Caribe", realizada en La Habana en noviembre de 1996, se lee en el primer punto que "La educación en general, y la superior en particular, son instrumentos esenciales para enfrentar exitosamente los desafíos del mundo moderno y para formar ciudadanos capaces de construir una sociedad más justa y abierta, basada en la solidaridad, el respeto de los derechos humanos y el uso compartido del conocimiento y la información. La educación superior constituye, al mismo tiempo, un elemento insustituible para el desarrollo social, la producción, el crecimiento económico, el fortalecimiento de la identidad cultural, el mantenimiento de la cohesión social, la lucha contra la pobreza y la promoción de la cultura de paz", y agrega en su segundo punto, que "el conocimiento es un bien social [...]". 

Igualmente, en la Afirmación de Amman de 1996 se señaló que "La educación da poder. Es la clave para el establecer y fortalecer la democracia y el desarrollo la cual es tanto sustentable como humana y basada en la paz hacia un respeto mutuo y justicia social. Además, en un mundo en donde la creatividad y el conocimiento juegan un rol importante, el derecho a la educación no es nada menos que el derecho a participar en el mundo moderno". 

Por su parte, en la Declaración que se suscribió en la Conferencia Regional de Educación Superior en América Latina y el Caribe en 2008, se señaló que la educación y específicamente la educación superior debe ser entendida como un bien público social, un derecho humano universal y un deber del Estado.

En la reciente Conferencia Mundial de Educación Superior denominada "La Nueva Dinámica de la Educación Superior y la Investigación para el Cambio Social y el Desarrollo", Organizada por la UNESCO en julio de 2009, se volvió a insistir en el carácter de bien público de la educación superior y en la prioridad que los Estados deben darle a ésta.

En ese orden de ideas, ha de entenderse que internacionalmente cada vez más se considera la educación superior como un derecho humano, por lo que su regulación, en los términos del artículo 152, literal a) de la Constitución, en el caso colombiano debe hacerse mediante una ley estatutaria, es decir, una ley que por su contenido, el Constituyente consideró que debía tener un procedimiento de discusión y debate diferente al de las leyes ordinarias, proceso que busca un amplio desarrollo de los principios filosóficos y jurídicos contenidos en la Carta Política y un procedimiento más estricto, no sólo para su aprobación sino para su modificación o derogación. En búsqueda de ese objetivo, se exige que su trámite se produzca en una sola legislatura, que en su aprobación se consoliden unas mayorías cualificadas y que antes de su entrada en vigencia, el texto se someta a una revisión automática, integral y definitiva por parte de la Corte Constitucional para lograr una mayor certeza de sus contenidos. 

La anterior reflexión permite hacer evidente que si se pretende legislar en torno a la educación superior, uno de los debates que debe agotarse es sobre el procedimiento que debe utilizar el legislador para ello.

La discusión para algunos podría estar resuelta si se acude a un argumento de autoridad, por cuanto la Corte Constitucional, en sentencia C-311 de 1994, señaló que la Ley 30 de 1992, por no regular el derecho a la educación superior sino organizar el servicio público que de él se desprende, no requería agotar el trámite legislativo agravado que exige la Constitución Política para las leyes estatutarias. En consecuencia, se afirmará que cualquier reforma a la Ley 30 de 1992 es viable agotando el trámite ordinario de cualquier iniciativa que no tiene un procedimiento especial. 

La Corte hizo el siguiente pronunciamiento: 

"La Corte juzga que, de acuerdo con las consideraciones expuestas en el acápite anterior y por las razones expuestas en esta Sentencia, que el contenido de la Ley 30 de 1992 -al no regular un derecho fundamental, sino establecer pautas para la organización de un servicio público- no corresponde exactamente a lo que debe ser el objeto de una ley estatutaria, al tenor de lo dispuesto en el artículo 153, literal a) de la Carta Política. Desconocer lo anterior -como lo pretenden los demandantes- implicaría, repetimos, que toda normatividad, incluyendo las disposiciones contenidas en los Códigos, tendría el carácter de ley estatutaria, lo que a todas luces resulta una carente de lógica jurídica y una forma de entrabar la actividad legislativa y entorpecer las funciones de esta Corte; de ser ello así, cualquier ley de le República que de una forma u otra se relacione con un derecho fundamental -sin que llegue a regular su núcleo esencial- tendría que ser tramitada en una sola legislatura, aprobada por la mayoría de los integrantes del Congreso, y ser revisada previa y automáticamente por la Corte Constitucional". 

Este pronunciamiento podría indicar, como ya se señaló, que no existe necesidad de analizar si la ley que debe reformar la Ley 30 de 1992, es o no una ley estatutaria, porque si prevalece el criterio de autoridad, se podría afirmar que la Corte ya definió la naturaleza de la Ley 30 y por ende, la ley que la modifique o sustituya debe tener el mismo carácter, es decir, una ley ordinaria. No obstante, es importante establecer si efectivamente la Ley 30 se limitó a regular el servicio público de educación superior, como lo entendió la Corte Constitucional, sin analizar aspectos relevantes del derecho a la educación superior. 

Para hacer este análisis, lo primero que debe señalarse es que, tal como lo expresa el mismo artículo 67 constitucional, la educación tiene dos dimensiones: es un derecho y un servicio público con una clara función social. La Corte Constitucional entendió en esa oportunidad, que la regulación de la Ley 30 desarrollaba sólo el aspecto relacionado con el servicio público de la educación superior. En criterio del tribunal constitucional no se legisló sobre aspecto alguno de la esfera de la educación como derecho. Señaló la Corte: 

"[…] la Ley en comento no determina, pues, los alcances del derecho fundamental a la educación, sino que señala los parámetros de un servicio público, cuestión diferente a la expuesta por el actor. Es así como ella busca garantizar la autonomía universitaria y velar por la calidad del servicio público a través del ejercicio de la suprema inspección y vigilancia de la educación superior. La normatividad bajo examen se limita, pues, a fijar los principios, objetivos, campos de acción y programas académicos, así como a la clasificación de las instituciones de educación superior, señalando los alcances de los títulos y exámenes de estado". 

No obstante, la Corte no profundizó sobre uno de sus argumentos, según el cual la Ley 30 de 1992 "busca garantizar la autonomía universitaria", aspecto ineludible y relevante para garantizar el derecho a la educación superior, dado que la autonomía universitaria es el principio que permitirá que este derecho se pueda realizar atendiendo sus elementos estructurales, esto es, el desarrollo de su núcleo esencial, que está compuesto por el derecho al acceso al sistema, el derecho a la disponibilidad, el derecho a la calidad y el derecho a la permanencia21. En donde el Estado, en concreto el Ejecutivo, debe orientar sus esfuerzos en cumplimiento de las funciones de inspección y vigilancia a verificar que esos elementos se den. Brevemente se analizarán estos tres componentes del derecho a la educación superior. 

21 En el estudio "El Derecho a la Educación: La Educación en la perspectiva de los derechos humanos", se hace un completo análisis sobre este aspecto del derecho a la educación. No es un análisis que busque examinar la educación superior como derecho humano, pero sirve para ilustrar este punto. Publicación de la Procuraduría General de la Nación, 2006. 

El derecho a la accesibilidad. En la Declaración Universal de los Derechos Humanos se consagró que la educación superior debe "hacerse accesible a todos sobre la base de la capacidad de cada uno, buscando la implementación progresiva de la gratuidad". En consecuencia, una política de Estado desde esta dimensión, debe buscar que cada vez más se posibilite el acceso a la universidad y especialmente a la universidad pública, sin ninguna clase de cortapisa, sexo, edad, religión, condición económica, etc.

Desde esta perspectiva, es evidente que cualquier discusión que se dé sobre el sistema de financiación de la universidad, uno de los puntos más neurálgicos siempre que se propone una reforma a la educación superior, toca inescindiblemente con este aspecto del núcleo esencial de este derecho. El tema de la financiación es fundamental porque el reto de los Estados de América Latina, está en superar los porcentajes tan bajos de científicos y técnicos. Según datos del PNUD, en estos Estados sólo existe un 0.2 de científicos y de técnicos por cada 1000 habitantes, frente a los 3.3 de los países industrializados y el 1.0 total mundial. Este porcentaje es indicativo de cómo la baja inversión o un inadecuado esquema de financiación de la universidad pública, afecta un aspecto esencial del derecho a la educación, como lo es el acceso a la universidad, máxime si se piensa en una progresividad hacia la gratuidad. No en vano el artículo 69 de la Constitución expresamente impuso al Estado el facilitar mecanismos financieros que hagan posible el "acceso de todas las personas aptas para la educación superior".

El derecho a la disponibilidad. En la educación superior, al igual que en la educación básica y secundaria, debe existir una oferta suficiente de universidades y cupos que le permita a las personas hacer realizable su derecho de acceso a la educación superior para lograr un acercamiento al conocimiento, a la ciencia, a la técnica y a los demás bienes y valores de la cultura. Esa oferta implica que el Estado debe poseer una red de universidades públicas y privadas dotadas de docentes e infraestructura que permita la realización efectiva de este derecho. Lo anterior significa que desde una regulación de la educación superior, debe garantizarse que el Estado mantenga una oferta de universidad pública para lograr, entre otros, el fomento de la ciencia y tecnología, frente a las cuales la Corte Constitucional ha señalado: 

"[…] dentro del marco del fomento a la ciencia y la tecnología, el conocimiento funge no sólo como principio organizador de la estructura social sino como instrumento para interpretar y comprender la realidad, y en esta medida se consolida como un factor dinamizador del cambio social en la carrera por lograr modelos de desarrollo basados en procesos de inclusión social, toda vez que el producto de la ciencia y la tecnología puede ser utilizado como herramienta de desarrollo que permita la participación de todos los sectores sociales en la construcción del orden social, y en esta medida puede posibilitar la realización del principio de la igualdad material, ya que la igualdad de posibilidades educativas y de acceso al conocimiento, potencia y materializa en gran medida la igualdad de oportunidades en la vida para efectos de la realización como personas […]" 

"En este mismo orden de ideas, la educación, en el marco del fomento constitucional a la ciencia y la tecnología, se erige como elemento configurador del Estado social constitucional, elemento que a su vez se corresponde con el desarrollo y materialización de las demás finalidades sociales del Estado". 

"Así las cosas, el Estado tiene el deber de garantizar el fomento a la ciencia y la tecnología como un instrumento eficaz para consolidar y materializar el derecho a la educación, cuya función social (art. 67) incluye el crear condiciones que posibiliten a los individuos desenvolverse en un contexto social en el cual los principios de heterogeneidad y pluralismo que caracterizan a nuestra Constitución se orientan hacía la construcción de un orden social inclusivo"22. 

El derecho a la calidad. "Es del derecho a recibir una educación apropiada y con todos los ingredientes de calidad requeridos para alcanzar los fines y objetivos consagrados constitucional y legalmente, sin que sus condiciones personales, socioeconómicas o culturales sean un obstáculo para ello"23.

La discusión sobre este ámbito del derecho a la educación superior es una de las más vivaces, porque está atravesada, necesariamente, por el tema de la financiación y la pertinencia, entre otros, elementos éstos cuyos rasgos generales debe obligatoriamente estar definidos en una ley general, que posteriormente permita su desarrollo vía principio de autonomía universitaria. 

En otros términos, la autonomía universitaria es una garantía para la protección de aspectos estructurales del derecho a la educación superior, en consecuencia, la regulación en esta materia está íntimamente relacionada con su núcleo esencial. Esta visión de la autonomía universitaria no ha sido abordada por la jurisprudencia constitucional y como tal requiere de una adecuada construcción. Máxime cuando esa autonomía reconoce a las universidades capacidad plena de autodeterminación, auto-regulación y auto-gobierno. 

El diseño de una institucionalidad desde la autonomía universitaria, así como otros aspectos tales como los requisitos de accesibilidad y permanencia en el sistema, la financiación de las instituciones universitarias, entre otros, son asuntos transversales al derecho a la educación que requieren de una legislación reforzada a través de lo que el Constituyente denominó leyes estatutarias. Una regulación que abarque estos contenidos necesariamente incidirá en los elementos estructurales del derecho en comento. 

Es cierto que la Corte Constitucional ha reiterado constantemente que no todas las normas que tienen alguna relación con derecho o deberes fundamentales de las personas o con sus garantías, deben ser tramitadas a través de una ley estatutaria, pues es evidente que el sistema normativo siempre, de una u otra forma, va a incidir en éstos. Razón por la que ha sido enfática en señalar que se requiere de una interpretación restrictiva del artículo 152, literal a) de la Constitución, que impida que el legislador ordinario pierda su competencia de regulación, a través de la cláusula general de competencia y que evite que la norma perpetúe un ordenamiento y obstaculice la dinámica que demanda que la estructura legislativa pueda ajustarse a las realidades cambiantes del día a día, en una sociedad globalizada, cambiante y expectante, que el legislador debe regular de forma acertada y rápida24. 

22 Corte Constitucional de Colombia, sentencia T-677/2004 magistrado ponente Marco Gerardo Monroy cabra. Publicado en [http://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2004/T-677-04.htm] (12.08.2004).

23 Esta definición se encuentra en un estudio que efectuó la Defensoría del Pueblo, a través de la Red de Promotores de Derechos Humanos, Procuraduría General de Nación, "El Derecho a la Educación" op. cit. p. 51-52. 

La anterior razón ha llevado a la jurisprudencia constitucional ha establecer unos parámetros para determinar cuándo se requiere acudir al trámite de las leyes estatutarias tratándose de derecho fundamentales. En sentencia C–646 de 2001, la Corte sistematizó, a partir de precedentes anteriores, los criterios que permiten determinar si una norma está sometida a reserva de ley estatutaria. Estos criterios se pueden resumir así: (i) cuando el asunto trata de un derecho fundamental y no de un derecho constitucional de otra naturaleza; (ii) cuando por medio de la norma está regulándose y complementándose un derecho fundamental; (iii) cuando dicha regulación toca los elementos conceptuales y estructurales mínimos de los derechos fundamentales; y, (iv) cuando la normatividad tiene una pretensión de regular integralmente el derecho fundamental. 

24 Ver Corte Constitucional, sentencias: C-013 de 1993, C-311 de 1994, C-567 de 1997, C-384 de 2000, C-670 de 2001 y T-708 de 2002, entre otras. 

En relación con los criterios ii) y iii), la Corte ha insistido en que la regulación que se pretenda hacer del derecho fundamental debe afectar el núcleo esencial del derecho fundamental, ya sea porque limite o restrinja su ejercicio25.

En otros términos, lo que determina si una ley debe agotar el trámite de una ley estatutaria es su contenido material, con lo cual se busca que el legislador ordinario no entre a regular aspectos propios de una ley estatutaria y que cuando se pretenda restringir o dar alcance a un derecho fundamental, ello se haga a través de un procedimiento agravado de reforma con un control previo de constitucionalidad que permita la certeza en su aplicación. En relación con este punto, la Corte señaló: 

"Con base en los anteriores supuestos, para poder determinar si la norma acusada debió haberse tramitado por medio de una ley estatutaria, no basta con determinar si el objeto de esa disposición tiene alguna relación con un derecho fundamental. Será necesario además, constatar si el contenido normativo expresado por la ley desde el punto de vista material, regula elementos que se encuentran próximos y alrededor del contenido esencial de un derecho fundamental, y en caso de realizar restricciones, limites o condicionamientos sobre éstos, deberá verificarse si éstas tienen un carácter proporcional y constitucionalmente razonable"26. 

Así las cosas, una revisión minuciosa de la Ley 30 de 1992 permite afirmar que su contenido conforma un estatuto que regula el derecho a la educación superior a partir de su definición, objeto, características de las entidades que pueden prestarla, requisitos de acceso y obtención de títulos, entre otros, asuntos éstos que tocan con las dimensiones esenciales de este derecho tales como los de acceso, permanencia, calidad, etc. y que, en consecuencia, debe estar regulado por una norma de las características de una ley estatutaria. Otros aspectos de esta ley pueden estar librados a la regulación de una ley ordinaria, que pueden estar incluidos en la ley estatutaria o viceversa, sin que se afecte la naturaleza de una u otra normativa. 

25 Corte Constitucional de Colombia, sentencia C-641/2001 magistrado ponente Manuel José Cepeda Espinoza. Disponible en http://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2001/T-641-01.htm (05.07.2001).

26 Corte Constitucional de Colombia, sentencia C-708/2002 magistrado ponente Jaime Córdoba Triviño Disponible en http://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2002/C-708-02.htm (13.09.2002). 

En otros términos, en una ley estatutaria se pueden regular aspectos propios de una ley ordinaria sin que ello afecte su conformidad con el ordenamiento constitucional. El legislador puede dictar una ley ordinaria e incluir en ella aspectos propios de una ley estatutaria, pero observado el procedimiento agravado que el Constituyente diseñó para éstas.

Por tanto, es necesario volver a la discusión sobre el trámite que debe darse a la reforma que se pretende de la Ley 30 de 1992, toda vez que ésta sí trata de aspectos esenciales al derecho a la educación superior, y que como tal, exige un trámite agravado de reforma. No puede desconocerse que cuando la ley define en los primeros artículos qué es la educación superior, en la que por cierto se echa de menos el carácter de derecho fundamental, está regulando aspectos de la esencia de este derecho. Igual afirmación se puede efectuar frente a los artículos 16 a 23, al referirse a la naturaleza y características de las instituciones que pueden prestar este derecho. Esa configuración institucional necesariamente incide en la prestación y desarrollo de este derecho. Qué decir de los artículos 16 a 27 que regulan los títulos y exámenes de Estado, títulos que en los términos de la jurisprudencia constitucional "[…] hacen parte del derecho fundamental a la educación, puesto que no será suficiente con adquirir el saber determinado impartido por la institución de educación superior si el educando no cuenta con el medio institucional para acreditarlo […]"27. Los artículos 28 a 30 que regulan la autonomía universitaria. Igualmente el título II sobre institucionalidad.

En este contexto, es evidente que se debe abrir la discusión acerca de la naturaleza estatutaria de Ley General de Educación Superior. Es cierto que el procedimiento agravado de las leyes estatutarias hace más dispendioso el trabajo del legislador, sin embargo, ese argumento no puede soslayar la importancia y transcendencia de una regulación por vía estatutaria de la educación superior. 

El debate sobre la reforma de la Ley 30 de 1992, paradójicamente, no se ha ocupado del impacto que la misma pueda tener sobre la materialización y realización del principio constitucional que rige la educación superior en Colombia, el principio de autonomía universitaria, sus actores no se han ocupado de un aspecto fundamental, preguntarse si la propuesta gubernamental fortalece o debilita esa condición esencial a la universidad, la autonomía, que apenas hace dos décadas logró el espacio que le corresponde en el ordenamiento superior colombiano. 

27 Corte Constitucional de Colombia, sentencia C-807/2003 magistrado ponente Jaime Córdoba Triviño. Disponible en http://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2003/C-807-03.htm (14.10.2003). 

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