DISCURSOS ACADEMICOS

VARIOS AUTORES

Tomos II y III

ISBN: No registra

Nota de la Edición: Tomado de la edición preparada por la Biblioteca de la Presidencia de la República, Editorial ABC. Bogotá, 1955.

Nota de la Publicación Digital: Este documento digital contiene únicamente las partes del documento que se encuentran en el dominio público, de acuerdo con la legislación colombiana. Las partes que se especifican a continuación fueron retiradas en tanto se aclaran sus respectivos derechos de autoría y/o edición y se tramitan los permisos de publicación correspondientes.

TOMO II
HOMENAJE AL SEÑOR SUAREZ, por Laureano García Ortiz (7-20)
LAS VIEJAS LIBRERIAS DE BOGOTA, por Laureano García Ortiz(21-39)
BOGOTA EN 1883, por Laureano García Ortiz(40-54)
SANTANDER EN AMERICA, por Laureano García Ortiz(55-69)
ANTE LA TUMBA DEL GENERAL SANTANDER, por Luis López de Mesa(70-78)
DERROTERO HISTORICO DE ANTIOQUIA, por Luis López de Mesa(79-95)
POPAYAN DE BELALCAZAR, por Rafael Maya(168-178)
MONSEÑOR RAFAEL MARIA CARRASQUILLA, por el Padre José J. Ortega T., salesiano(191-205)
EPIFANIO MEJIA Y SU OBRA, por el Padre Félix Restrepo, S. J(206-238)
ORACION FUNEBRE POR LOS MARTIRES DE LA PATRIA, por el Padre Félix Restrepo, S. J.(239-248)
ELOGIO DE BOGOTA, por Raimundo Rivas(249-254)
EL CAPITAN CONQUISTADOR ANTON DE OLALLA, por Raimundo Rivas(255-262)
DEL REFRANERO ANTIOQUEÑO, por Emilio Robledo(263-276)
POPAYAN EN LA HISTORIA DE COLOMBIA, por Baldomero San ín Cano(357-363)
SANTANDER, por Guillermo Valencia(364-370)
POPAYAN Y SUS PROCERES, por Guillermo Valencia(371-377)
SOBRE CERVANTES Y EL QUIJOTE, por Eduardo Zuleta(378-389)
ELOGIO DE DON SANTIAGO PEREZ TRIANA, por Eduardo Zuleta(390-401)

TOMO III
DISCURSO DE RECEPCION, el 6 de agosto de 1917, por Miguel Abadía Méndez(7-25)
DISCURSO DE RECEPCION, el 23 de abril de 1942, por Jorge Alvarez Lleras(64-71)
LA PALABRA VIVA. DISCURSO DE RECEPCION, el 6 de mayo de 1941, por Manuel Antonio Bonilla(72-103)
RESPUESTA A MANUEL ANTONIO BONILLA, por José Vicente Castro Silva, Pbro(104-114)
DISCURSO DE RECEPCION, el 4 de mayo de 1919, por Guillermo Camacho Carrizosa(115-132)
DISCURSO DE RECEPCION, por Víctor E. Caro(133-150)
RESPUESTA A VICTOR E. CARO, por Antonio Gómez Restrepo(151-162)
DISCURSO DE RECEPCION, el 16 de julio de 1919, por José Joaquín Casas(187-224)
RESPUESTA A JOSE JOAQUIN CASAS, por Antonio Gómez Restrepo(224-229)
DISCURSO DE RECEPCION, el 16 de noviembre de 1934, por José Vicente Castro Silva, Pbro.(230-263)
RESPUESTA A JOSE VICENTE CASTRO SILVA, por Miguel Abadía Méndez(264-277)
DISCURSO DE RECEPCION, el 9 de octubre de 1941, por Juan Crisóstomo García, Pbro.(278-293)
RESPUESTA A JUAN CRISOSTOMO GARCIA, por Daniel Samper Ortega(293-300)
DISCURSO DE RECEPCION, el 3 de octubre de 1933, por Laureano García Ortiz(301-315)
RESPUESTA A LAUREANO GARCIA ORTIZ, por Antonio Gómez Restrepo(316-321)
DISCURSO DE RECEPCION, el 4 de noviembre de 1933, por Eduardo Guzmán Esponda(322-342)
RESPUESTA A EDUARDO GUZMAN ESPONDA, por Miguel Abadía Méndez(343-352)
DISCURSO DE RECEPCION, el 26 de septiembre de 1941, por Esteban Jaramillo(353-374)
DISCURSO DE RECEPCION, el II de mayo de 1935, por Luis López de Mesa(375-394)
RESPUESTA A LUIS LOPEZ DE MESA, por Eduardo Guzmán Esponda(394-405)
DISCURSO DE RECEPCION, el 6 de julio de 1924, por Luis María Mora(472-488)
RESPUESTA A LUIS MARIA MORA, por José Joaquín Casas(488-499)
DISCURSO DE RECEPCION, el día 20 de abril de 1939, por José J. Ortega Torres (Salesiano)(500-525)
RESPUESTA A JOSE J. ORTEGA TORRES, por Laureano García Ortiz(525-534)
DISCURSO DE RECEPCION, el día 17 de octubre de 1933, por Félix Restrepo, S. J(535-555)
RESPUESTA A FELIX RESTREPO, S. J., por José Joaquín Casas(555-568)
DISCURSO DE RECEPCION, por Martín Restrepo Mejía(569-578)
DISCURSO DE RECEPCION, el 5 de mayo de 1933, por Raimundo Rivas(587-602)
RESPUESTA A RAIMUNDO RIVAS, por Antonio Gómez Restrepo(602-610)
DISCURSO DE RECEPCION, el 23 de junio de 1934, por Alfonso Robledo(611-618)
RESPUESTA A ALFONSO ROBLEDO, por Eduardo Zuleta(618-626)
DISCURSO DE RECEPCION, el 27 de noviembre de 1933, por Daniel Samper Ortega(655-670)
RESPUESTA A DANIEL SAMPER ORTEGA, por Antonio Gómez Restrepo(670-679)
DISURSO DE RECEPCION, el 18 de octubre de 1935, por Baldomero Sanín Cano(680-702)
RESPUESTA A BALDOMERO SANIN CANO, por Laureano García Ortiz(702-722)
DISCURSO DE RECEPCION, el 30 de julio de 1938, por Eduardo Santos(723-733)
RESPUESTA A EDUARDO SANTOS, por Laureano García Ortiz(734-745)

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TABLA DE CONTENIDO

INDICE DEL TOMO II


ELOGIO DE JOSE MARIA VERGARA Y VERGARA, por José Manuel Marroquín
DISCURSO, por José Manuel Marroquín
EL POEMA DEL CID, por Lorenzo Marroquín
LOS REFRANES Y LA ECONOMIA POLITICA, por Carlos Martínez Silva
DON JOSE MARIA SAMPER, por Carlos Martínez Silva
BOLIVAR, ORADOR MILITAR, por José Joaquín Ortiz
DISCURSO, por Marco Fidel Suárez
ENSAYO SOBRE LA GRAMATICA CASTELLANA DE DON ANDRES BELLO, por Marco Fidel Suárez

INDICE DEL TOMO III


RESPUESTA A MIGUEL ABADIA MENDEZ, por Hernando Holguín y Caro
RESPUESTA A GUILLERMO CAMACHO CARRIZOSA, por Rafael Maria Carrasquilla, Pbro
DISCURSO DE RECEPCION, el 6 de agosto de 1890, por Rafael María Carrasquilla, Pbro
RESPUESTA A RAFAEL MARIA CARRASQUILLA, por José Manuel Marroquín
DISCURSO DE RECEPCION, el 23 de abril de 1879, por Carlos Martínez Silva
RESPUESTA A CARLOS MARTINEZ SILVA, por Sergio Arboleda
RESPUESTA A MARTIN RESTREPO MEJIA, por Rafael María Carrasquilla, Pbro.
DISCURSO DE RECEPCION, el 6 de agosto de 1886, por José María Samper
RESPUESTA A JOSE MARIA SAMPER, por José Manuel Marroquín

ELOGIO DE JOSE MARIA VERGARA Y VERGARA

Por José Manuel Marroquín

   Señores:

   Si, como me ha tocado consagrar un recuerdo a José María Vergara y Vergara a nombre y en presencia de una corporación de la naturaleza de ésta, me hubiera tocado expresar los sentimientos que su memoria excita en los que fuimos amigos suyos; si hubiera de hablar de Vergara acordándome sólo de que era amigo de los que aquí me están oyendo y, sobre todo, de que lo era mío, mi tarea sería más fácil que la que vengo a desempeñar; si bien el expresar con palabras lo que el corazón no quisiera explicar sino con lágrimas, no es de lo menos difícil entre cuanto puede ser asunto de discursos y de escritos.

   No es de la ocasión presente el llorar al amigo en compañía de otros amigos, sino encomiar las dotes literarias del colega en presencia de otros colegas. Discurriendo sobre las de Vergara, examinando sus escritos y haciendo de ellos un juicio crítico, cumpliría con la obligación que he tomado sobre mí; mas, ya por lo íntimo y afectuoso de las relaciones que me unieron a nuestro malogrado compañero, ya porque a él no se le puede mirar como escritor sin contemplarle al mismo tiempo por otros aspectos, no me es dable, ni lo será para ninguno de cuantos fueron amigos suyos, hablar sobre sus dotes y sobre sus escritos con la indiferencia propia de quien analiza y juzga producciones literarias sin acordarse de la persona del autor a quien se deben.

   En efecto, las de Vergara son para los que le conocieron, no pruebas de ingenio, no muestras más o menos estimables de los diferentes géneros en que se ejercitó su pluma, sino expresiones y desahogos de los sentimientos generosos que formaban lo esencial de su carácter. Para los amigos de Vergara, hasta los defectos que una crítica severa puede hallar en sus escritos, son siempre resultado de algo de lo que tanto apreciamos y amamos en él.

   La crítica es una disección anatómica en que se examina la cabeza dejando a un lado el corazón. Lo que escribió Vergara no puede ser asunto de esa crítica, porque en ello tuvo más parte el corazón que la cabeza: de ahí su falta de pretensiones y de tono pedantesco, su ingenuidad candorosa y su singular espontaneidad.

   A propósito de esto, llamaré la atención sobre el hecho notabilísimo de que, habiendo sido Vergara hombre más docto que los más de los literatos colombianos contemporáneos suyos, conocedor y admirador de los clásicos latinos, aficionado por extremo a la literatura española de los buenos tiempos, enemigo implacable de los malos traductores y adversario nato de los despreciadores de las letras españolas, se formó sin advertirlo un estilo que, sin dejar de ser propio, se asemeja más al de los escritores franceses modernos que al de los españoles modernos y antiguos. El hubiera querido escribir como Granada o como Solís, y bien lo dio a conocer en varios pasajes de sus obras; pero no escribía sino a la manera de ciertos autores de hoy, con cuyos talentos tenían más afinidad los que a él le distinguían. En él no había nada de afectado, nada de estudiado. Escribía porque sentía necesidad de comunicar sus impresiones, de hacer amar lo que él amaba, de hacer admirar lo que admiraba él, de hacer aborrecer lo que moral o literariamente le parecía malo, que era lo único que él podía aborrecer. Dominado y arrastrado por el entusiasmo y por nobles afectos, no era dueño de dar a la expresión de sus ideas la forma que hubiera querido escoger.

   La vehemencia en su modo de sentir y la viveza de su fantasía le hacían emplear expresiones paradójicas y atrevidas imágenes e hipérboles, sin que le contuviese el miedo que a todos suele contenernos de no ser comprendidos y de vernos censurados. Imaginaba, al hablar y al escribir, que todos habían de ver las cosas como él las veía, y de sentir de la misma suerte que él. Si esta propensión le hizo en algunas ocasiones ser oscuro o trivial, no sabré yo decirlo; pero sé que quienquiera que dé muestras de ella en sus escritos, da la más manifiesta de que trabaja exento de vanidad y obedeciendo sencillamente al instinto natural que nos impulsa a comunicar los pensamientos y a hacer participar a otros de las impresiones que experimentamos.

   La espontaneidad es, pues, la dote prominente en Vergara. Ocioso es advertir que hubo de estar acompañada de otras muy relevantes, sin las cuales ningún escritor puede ganar fama. Grandes debió de poseerlas, una vez que el público, juez competente cuando se trata de graduar el mérito de los autores para condenar al olvido las obras de unos y recomendar a la posteridad las de otros, ha dictado en favor de las de Vergara el más expresivo fallo: la simpatía del público por Vergara no se ha extinguido con la muerte de éste: de ello ha dado testimonio a sus desvalidos huérfanos, y Vergara no pudo inspirar tan verdadera y tan universal simpatía sino por medio de sus escritos.

   Yo juzgo que la espontaneidad, esta prenda de Vergara, principal asunto de mi razonamiento, es sobre todas recomendable en cualquier escritor. La claridad y perspicacia de ingenio, la sólida y vasta doctrina, el conocimiento del corazón y de todas las cosas humanas, son en aquel a quien falta espontaneidad, como excelentes instrumentos puestos en manos que no los han menester ni saben manejarlos.

   Según el orden establecido por la Providencia, los hombres y las cosas hacen bien lo que hacen cuando lo hacen obedeciendo a su destino; y, en los autores, escribir lo que su propia naturaleza les dicta, es cumplir con el suyo.

   La espontaneidad puede fingirse, merced al talento y al estudio; pero la espontaneidad artificial no produce obras útiles: sírvele al que escribe por especulación o por vanidad; no al que con la pluma ejerce la noble misión de difundir las ideas y excitar los sentimientos que, según su conciencia, deban dominar en la sociedad para bien de ella.

   No hay espontaneidad en quien, por no desaprovechar un asunto que le ocurre, una frase ingeniosa, un pensamiento original que se le viene a las mientes, enaltece hoy lo que vituperó ayer o condena lo que ayer puso por las nubes. Lamartine y Víctor Hugo embelesan a sus lectores; pero en un libro que contuviese todos los escritos de cualquiera de ellos, se echaría menos esa espontaneidad inseparable de la sinceridad que no puede dejar de hallarse en quien se propone ilustrar la conciencia humana, y lo hace conforme a principios de cuya bondad está convencido y por los cuales él mismo cree deberse regir. Mal puede ilustrar la conciencia de todos, mal puede ser órgano de la Verdad (que siempre es una) quien, como esos dos poetas, desacredita o niega en un escrito lo que en otro ha pintado con hermosos colores. Sus obras, si se hablara con rigurosa propiedad, deberían calificarse siempre de admirables, nunca de buenas.

   Para juzgar a los escritores, hay que penetrarse de que su misión no es proporcionar pasatiempos sino contribuir, según las fuerzas y las disposiciones naturales de cada uno, a la consecución de un fin moral; sostener otra cosa es hacer bajar las nobles tareas literarias hasta el nivel de los oficios más viles: del volatín y del jugador de manos.

   Infiérese de lo asentado que la espontaneidad, fuera de la influencia que ejerce para hacer hermosos los productos del ingenio, la ejerce decisiva sobre la eficacia de éstos para contribuir a fines morales, y que la misma dote hace útiles para el género humano los escritos de los hombres buenos, así como puede hacer nocivos los de los perversos.

   Por el punto de vista que acabo de indicar es por donde, para que fuese más honrada la memoria de nuestro difunto colega, quisiera yo que todos mirasen sus producciones. Benévolo, sensible, compasivo, generoso, apasionado por todo lo bueno, lo delicado y lo bello, dejó en cuanto escribió un reflejo de tan nobles partes. Y si de la bondad de su corazón estuviera yo hablando, más bien que de sus dotes literarias, dejaría hablar por mí la gratitud de los que fueron objeto de su caridad; le pintaría muriendo rodeado del aparato desconsolador de la pobreza en días que había llenado con obras de beneficencia; recordaría que, cuando, en época aciaga para la Patria, divididos y enconados los ánimos, empuñó Vergara, para defender una causa política, la única arma que sabía y debía manejar, la pluma, no pudo resistir a los naturales ímpetus de su corazón, y cerró con lo que le parecía inicuo, dondequiera que se hallase, ora tuviese que condenar la conducta de sus amigos, ora la de sus adversarios. Hízolo así aunque no ignoraba que por ello le habían de perseguir el odio y la calumnia, como en efecto le persiguieron. El llegó a no tener por dondequiera sino enemigos, porque en épocas turbulentas, cada partido arroja de su seno al que no acepta sus medios sin distinción, y no hace ninguna entre la imparcialidad y la enemistad declarada.

   Hoy, cuando serenada ya la borrasca, se puede juzgar con calma a los hombres que, trece años ha eran objeto de ciega veneración o de odios que parecían inextinguibles, ¿quién no hace justicia a la rectitud de intenciones de Vergara? ¿Quién no atribuye los que entonces se reputaron en él desaciertos, a su amor a la justicia y a los humanitarios sentimientos que no le permitían enmudecer a vista de la violencia y de la persecución, siquiera fuesen empleadas por rigurosa necesidad en provecho de la causa que él mismo defendía? Sí, ni el más apasionado amigo de Vergara pretende colocarle en la categoría de hábil político, pero tampoco se hallará entre sus detractores de otro tiempo quien no le coloque en la de los hombres bien intencionados.

   Y si Vergara fue hombre bueno, y si nunca escribió sino de la abundancia de su corazón, sus obras han debido ser benéficas para la sociedad. Aquí cabe el afirmar que no siempre que se hace el bien escribiendo se hace a sabiendas: la bondad es fecunda y no debe su acción a nuestra voluntad. Quien lleva en sí el germen de la virtud, hará siempre el bien, sea que obre, sea que hable, sea que escriba, y lo hará aun en ocasiones en que no aspire a fin determinado.

   Puede no faltar quien opine que a Vergara son menos aplicables que a otros muchos estas observaciones, porque él escribió muy a menudo con pluma festiva y ligera y porque muchas de sus producciones, juzgadas superficialmente, parecen frivolas.

   Yo soy de sentir que la importancia de los trabajos literarios y el beneficio que con ellos puede hacerse no estriba en lo interesante y grave de los asuntos ni en la manera de tratarlos. No sólo son sanos y provechosos los tratados serios, obra de dilatado estudio y de profunda observación; las disposiciones religiosas y filosóficas, los trabajos críticos, y los históricos y los políticos. Las obras de estos linajes son como santuarios a que no entran sino los iniciados en los ministerios de la ciencia y del arte; y si sirven para conservar la verdad y para que en ellas queden consignados los adelantos que van haciendo los que la investigan, no son las más propias para propagarla, ni para hacerla penetrar por todos los poros de la sociedad, ni para hacer disfrutar al vulgo de la belleza artística. Las obras de autores graves y eruditos son fuentes de donde otros sacan la doctrina de que se sirven para poner verdades y bellezas al alcance de todos; y éstos desempeñan una tarea no menos digna y gloriosa que la de aquéllos.

   La educación es el cúmulo de modificaciones que va padeciendo nuestro ser desde que nacemos hasta que morimos; y resulta del conjunto bien o mal combinado de ideas y de impresiones que recibimos en el curso de la vida; estas ideas y estas impresiones nos vienen de todo lo que vemos, de todo lo que oímos y de todo lo que leemos. Cada hombre está, sin saberlo, tomando en eso educación de todos los demás, porque está haciendo circular ideas y sentir impresiones; pero nadie desempeña en esto papel tan importante como el que desempeña quien escribe, porque la palabra escrita se oye a toda distancia y se fija para siempre en esos mármoles de nuestros tiempos que se llaman papel de imprenta. Pero, entre cuantos escriben, los que más influyen sobre la suerte de los hombres, son los que, dando a luz producciones breves y amenas, ligeras y atractivas, se hacen leer de los ignorantes y superficiales como de los doctos y reflexivos, de las mujeres como de los hombres, de los adolescentes como de los hombres maduros. El vulgo (que es casi la totalidad de los hombres) no lee sino lo que le entretiene, y huye de toda lectura que exija esfuerzos mentales y atención detenida.

   De aquí la incomensurable influencia que han ejercido las novelas sobre la sociedad del siglo XIX; de aquí el poder inconstrastable del periodismo en el orden social y político de las naciones modernas; de aquí el haber tenido que reconocer los más sesudos y doctos defensores de verdades elevadísimas, que a la novela y al folletín, no pueden oponerse armas mejores que el folletín y la novela.

   Siendo ello así, ¿quién tendría razón para mirar con desdén al escritor que, como Vergara, rindiendo culto apasionado a todo lo noble, lo bueno y lo bello, lo predica y lo vulgariza, acomodándolo al paladar de todos los lectores posibles?

   Y si este podría aplicarse a Vergara, aunque 110 hubiera escrito sino sus festivos y donosos artículos de costumbres y juguetes literarios, en que, a primera vista, no se halla otra cosa que chiste y travieso desenfado, ¡cuánto más aplicable no lo será si se traen a la memoria producciones suyas, tales como su Historia de la Literatura en Nueva Granada, la serie de sus trabajos biográficos y de controversia literaria y religiosa! Nadie sería osado a tachar de frivolos los asuntos de "estos escritos, y menos a condenar el que, al tratarlos, los hubiera embellecido con las galas de que su rica fantasía y su genial amenidad le hacían mostrarse pródigo, cualquiera que fuese el género en que se ejercitara su gallarda pluma.

   Amaba Vergara la religión, la patria, la familia, la literatura y las antigüedades. No hablo con distinción del afecto a sus amigos, porque, al modo que en la tienda hospitalaria del patriarca bíblico, no había aposentos separados para los huéspedes, en el corazón de Vergara nos hallábamos ocupando un mismo sitio sus padres, y su esposa, y sus hijos, y sus amigos; siendo de notarse que de éstos se hacía amar como amaba él: él ocupaba en nuestros corazones un lugar como el que nosotros ocupábamos en el suyo.

   No puedo dejar de hacer una confidencia: perdóneseme si es pueril. En el censo que va haciendo mi corazón, el mundo de los muertos va estando más poblado que el de los vivos. Para rogar a Dios por mis difuntos, he tenido que dividirlos en grupos, e instintivamente formé uno con Vergara y tres hijos míos que han fallecido en edad adulta.

   Amando Vergara a un mismo tiempo la patria y las antigüedades, naturalmente vio vinculadas en éstas las glorias de aquella, y a eso debe nuestra tierra dos monumentos que él levantó para contribuir a perpetuarlas: su Historia de la literatura y su Biblioteca Colombiana. A formar esta última dedicó gran parte de las horas de desahogo que pudo disfrutar en su agitada vida; y, una vez formada, ella le ofreció materia para su precioso libro. En la Biblioteca recogió gran copia de obras nacionales, antiguas y modernas, conocidas y desconocidas; las estudió y formó juicio sobre el mérito y las prendas de cada autor: el resultado de estas labores fue su historia. No sería justo pasar en silencio que a las bibliotecas formadas por dos amigos suyos, don José María Quijano Otero y don Ezequiel Uricoechea, del mismo modo que él había reunido la suya y con los propios fines a que él había aspirado, debió el poder hacer su trabajo tan completo como lo hizo.

   Tampoco omitiré el hacer honorífica mención de la compra que el Gobierno de Colombia acaba de hacer de la Biblioteca de Vergara, a fin de impedir que el fruto de su patriótica tarea llegue a ser perdido para la posteridad.

   Compuso también Vergara un compendio de la historia patria, proponiéndose que ese trabajo fuese como embrión de otro más extenso en que hubiera puesto mano si su rigurosa suerte se lo hubiere permitido.

   Encargado por algún tiempo del Archivo Nacional, se dio a descubrir y ordenar preciosos y desconocidos documentos de que esperaba se sacase partido para ilustrar muchos puntos importantes y oscuros de nuestra historia.

   Formó asimismo, y empezó a llevar a cabo, asociado con sus amigos don José Caycedo Rojas y don Ezequiel Uricoechea, un diccionario biográfico nacional.

   Acometido de mortal dolencia en el vigor de la edad, viudo ya y abrumado de pesares y amargo duelo; postradas sus fuerzas y abatido su espíritu, se fue al antiguo mundo a buscar en él alivio corporal, consuelo para sus quebrantos, pan para sus hijos y momentos de tranquilidad que no le era dado hallar en este suelo que le fue tan querido. Allá logró encontrar, si bien transitoriamente, alguno de los bienes que buscaba. Su corazón, que le parecía muerto ya para todo lo que 110 fuera el dolor, latió rejuvenecido, y su imaginación recobró la perdida frescura y lozanía delante del océano, de los monumentos de la Antigüedad y de las maravillas del arte, objetos cuya sola idea, desde la primera juventud, habían arrebatado su alma de poeta. Serenado algún tanto su ánimo, recuperadas las fuerzas, renovado el brío de mejores tiempos, se dirigió ansioso a buscar a los hombres ilustres a quienes amaba y admiraba por sus escritos, y tuvo la fortuna de poder tratar amigablemente con Manzoni, con Augusto Nicolás, con Henry Conscience y con otros escritores extranjeros; pero no podía gustar de reposo mientras no conociera la literatura española, encarnada en sus representantes contemporáneos: voló a la Península apenas le fue dado pasar los Pirineos, y en Madrid, sin presentaciones ni recomendaciones, se hizo recibir como antiguo amigo por Hartzenbusch, por Bretón, por Ochoa, por Campoamor y por muchos otros literatos eminentes, varios de los cuales han hecho, ya inmediatamente después de su venida, ya después que en Madrid se hubo recibido noticia de su fallecimiento, expresivas manifestaciones del afecto que les inspiró y del alto concepto que formaron de su capacidad y de sus luces.

   Siendo él hombre de iniciativa, como se dice ahora, hallándose dotado de una actividad que nunca cedió ni a los reveses, ni a los obstáculos, ni a la postración física, acogía con entusiasmo toda empresa de que, en su concepto, pudiera resultar un aumento, una mejora, ya para el país, ya para las letras, ya para su ciudad natal, ya para un campo, ya para un edificio. Quien, no conociéndole, le hubiera visto entregado a la tarea de beneficiar terrenos eriales, a la de levantar o reparar un edificio, a la de plantar y cultivar un jardín, no habría podido adivinar que tenía delante al mismo hombre que vivía arbitrando medios para compilar y dar a luz las producciones de nuestros ingenios, o arreglando mentalmente planes de composiciones literarias, o de obras de enseñanza elemental, o de reformas en la legislación o de trabajos históricos.

   Dominando en él esta fervorosa actividad; siendo tan vivo como se ha visto su amor a las letras y su celo por los adelantamientos de su país, no es de extrañarse la decisión con que empezó a trabajar por el establecimiento de la Academia Colombiana apenas se le habló en Madrid sobre el proyecto que de promover su fundación se había concebido. Puede decirse que esta institución quedó creada antes de que él saliera de Madrid; y, si fuera poco exacto el afirmar que ella le debe su existencia, es justo reconocer que a él se debió el que pudiera establecerse dentro de breve término y sin que se tropezara con los obstáculos que habrían entorpecido la ejecución de la empresa sin su oportuna y eficaz intervención.

   Omito hablar (aunque bien lo merecía el asunto) de los esfuerzos que hizo, aprovechándose de su visita a España, a fin de dejar establecido el comercio de libros, y entabladas las relaciones literarias entre esa nación y Colombia.

   Algo he dicho para mostrar cómo Vergara, amando las glorias y los adelantamientos de su patria, las antigüedades y la literatura, dio desahogo a estos afectos, así obrando como escribiendo; callo lo mucho que pudiera añadir para (sin extenderme en demasía) discurrir sobre sus benévolos sentimientos hacia la humanidad en general; y me duelo de que en un trabajo como el presente no me sea lícito mencionar hechos ni narrar sucesos. Debo limitarme, según el plan a que me he sujetado, a hablar sobre las manifestaciones que, como escritor, hizo Vergara de dicho sentimiento. No obstante, para no dejar olvidado un hecho que prueba juntamente su afición a la literatura, su patriótico celo y su genial benevolencia, recordaré de paso que toda su vida, y señaladamente en los años en que, junto con algunos amigos, estuvo redactando su periódico predilecto, El Mosaico, no omitió medio para estimular y para abrir ancho campo a los nuevos ingenios que se iban presentando en la palestra literaria.

   Cierto día cae en manos de Vergara un abultado e informe manuscrito que lleva trazas de ser primer ensayo de un escritor bisoño; le hojea y no tarda en descubrir en él una joya literaria de subido precio; busca el autor y se le muestra como tal un humilde campesino. No mucho después Vergara entrega al público, impresa ya, la obra cuyo original contenía el manuscrito, y a la estimación general el nombre del autor: la obra se llamaba: La Manuela, el autor, don Eugenio Díaz. Esta obra, la más nuéstra de todas nuestras obras, que sobrevivirá acaso a todas las de su género; modelo admirable que debería imitar todo el que quiera retratar la naturaleza observando la naturaleza misma, habría perecido desconocida si Vergara no hubiese hecho por sacarla de la oscuridad, lo que sólo era dado a su entusiasmo y a su perseverancia.

   Veía Vergara que, así entre los contemporáneos como entre las generaciones pasadas, había nombres de compatriotas nuéstros, olvidados o nunca bastante conocidos, que tenían derecho a ser pronunciados con veneración o con reconocimiento, y él a fin de darles el lustre que a su parecer les correspondía, escribió noticias biográficas y breves elogios de hombres que, sin haber hecho ruido en el mundo, eran dignos de figurar en él como modelos, ya de cristiana piedad, ya de perseverancia en el estudio o en el trabajo, ya de otras virtudes y prendas de aquellas que menos brillan y que más escasean. Entre las que hizo, descuella la biografía del cura Montenegro, cuadro encantador, que deja en el ánimo las más suaves impresiones y que no inspira menos simpatía por el que lo delineó que por el original que representa.

   Su odio a los políticos le inspiró su opúsculo titulado Los Buitres, en el que, pintando con lindos colores una escena de su infancia, se propone persuadir al lector de que cada hombre, por más que en el teatro de la política parezca aborrecible, es amable para quien, teniendo sentimientos humanos, le contemple en lo interior de su hogar, mostrándose tal cual es en los momentos de franca expansión, en que en él no se descubre sino al padre, al esposo o al hijo.

   No menos aversión que los odios políticos le inspiraban las mezquinas intrigas que entran en juego, las pasioncillas que hierven, las ridiculeces que se observan cuando, en poblaciones más o menos reducidas y so color de defender opiniones políticas, ciertas parcialidades contienden sobre ruines intereses. Para exponer a la luz esas cosas en toda su deformidad, escribió Vergara su libro Olivos y aceitunos todos son unos. Esta es una novela de costumbres políticas, género de composiciones en que, a lo que entiendo, ninguno antes que él se había ejercitado. En ella, no obstante las dificultades que el asunto ofrecía, dio su autor clarísimas muestras de la travesura y amenidad de su ingenio, de su perspicacia como observador, y de su habilidad para pintar lo que había observado y para censurar vicios y flaquezas aparentando no hacer otra cosa que jugar con el asunto de que se trataba.

   Vergara, miembro alguna vez fundador de asociaciones benéficas, y redactor de periódicos religiosos, hubiera, aun sin estos títulos acreditado bastante el ardor de su fe, con el tinte cristiano que dio a todas sus producciones, hasta a muchas de las ligeras y festivas que se le deslizaban de la pluma en horas de esparcimiento.

   Y ya que de asociaciones benéficas he hablado ¿cómo podría no hacer especial mención de una particularidad que de pocos fue conocida y que por todos debería ser admirada? Siendo Vergara miembro de la Sociedad de San Vicente de Paúl en Bogotá, resolvió, estando en París, estudiar allí el espíritu y las prácticas de la misma asociación a fin de traer a su regreso idea de las mejoras que en la de acá pudieran introducirse, y de hacer que ésta entrara, si fuese posible, en comunicación con la de París. Hízose inscribir como miembro de ésta; asistió a sus juntas; desempeñó caritativas comisiones y se perfeccionó en el santo arte de socorrer y aliviar la miseria. Testigos son los demás miembros de nuestra Sociedad de San Vicente de Paúl y, lo que vale más, los infelices que a su entusiasmo y su caridad debieron consuelos, de la eficacia con que cooperó a los fines de aquel instituto desde su vuelta de Europa hasta su muerte.

   Para desahogar su intenso amor a la familia, no escogió de ordinario otro lenguaje que el del verso; y, entre sus mejores poesías, deben colocarse las que le fueron inspiradas por ese puro sentimiento. Ni hay que extrañarlo cuando todas las que compuso hacen patente que el talento poético de que le había dotado la naturaleza, era aquel que sirve para pintar con colores templados escenas apacibles; para infundir en el ánimo de los lectores aquella amable melancolía que las almas sensibles prefieren al gozo, y para expresar afectos tiernos y dulces. Por eso cobró tan apasionada inclinación a las obras de Trueba, a las de la insigne escritora que se oculta bajo el seudónimo de Fernán Caballero, y a las de Henri Conscience; por eso esta inclinación se extendió de las obras a los autores, y le impulsó a emprender, mientras estaba en Europa, dos viajes con el único fin de conocer a los dos últimos. Con todos tres departió a su sabor, y el haber logrado hacerlo fue uno de los más eficaces consuelos que halló su lacerado corazón. Su simpatía por Trueba le llevó hasta a imitar involuntariamente su manera de escribir, hecho que ofrece una prueba más de que Vergara, al escribir, no hacía otra cosa que poner a vista de todos lo íntimo de su ser, en el estado en que se hallaba cuando tomaba la pluma.

   Escasa reputación habría alcanzado como poeta, si hubiera embocado la trompa épica, si hubiera intentado hacer odas, o elegías, o dramas o comedias. Por fortuna, nunca hubo riesgo de que se aventurase a seguir un camino que no fuera el que le estaba señalado: él no daba de sí sino lo que en sí sentía rebosar; no sabía celebrar héroes ni batallas, ni exhalar penetrantes gritos de dolor, ni escribir chistes de los que se aplauden a carcajadas. Si celebraba algo, era para hacerlo amar; si se quejaba de dolores propios o ajenos, excitaba dulce compasión, hacía salir suspiros, no acerbo llanto; sus donaires hacían sonreír y dejaban en el ánimo la impresión que suele dejar todo lo que toca las fibras delicadas del alma.

   Para juzgar a Vergara como poeta, hay que parar mientes, no menos que en sus versos, en muchas de sus composiciones en prosa; y más que en su prosa y en sus versos, en las revelaciones de su modo de sentir.

   En donde sobre todo debe estudiársele es en la descripción que hizo de su visita a la tumba de Chateaubriand. Cuando la hizo, sus facultades habían adquirido completa madurez; su alma se había ensanchado con la contemplación del océano y de las grandes cosas que había visto en el Antiguo Mundo, en el que le había cabido la suerte de presenciar la contienda gigantesca y mortal entre dos poderosos imperios; en fin, había enriquecido en ideas mediante el trato con escritores y sabios eminentes.

   Merced a tan favorables circunstancias, en lo que escribió hacia el fin de su vida se descubre un vigor de estilo que sorprende; se ve ya al literato, al hombre de ingenio amaestrado en el arte de hacer sentir lo que él siente, y hasta en el del crítico que acierta a descubrir y apreciar las bellezas artísticas mediante un gusto y una sensibilidad exquisitos desde el principio y educados con el estudio y el ejercicio.

   La lectura de las obras de Chateaubriand fue acaso lo que primero excitó en el alma de Vergara aquel poético y vago sentimiento propio de la adolescencia, que es como cierto indeterminado recuerdo de venturas mentidas; como un presentimiento ilusorio de dichas que, en realidad, nunca llegan; sentimiento profundo como los recuerdos y halagüeño como la esperanza.

   Adolescente aún, hizo Vergara su composición en verso titulada El sepulcro de Atala, en la que patentizó cuánto se había embebido en la poesía de que rebosa ese cuadro incomparable en que el genio reunió las más seductoras imágenes que pueden ofrecer el amor, la naturaleza virgen y la soledad del desierto para arrebatar una alma nueva y sensible.

   El principio de la vida de poeta de Vergara quedó marcado con ese homenaje al genio de Chateaubriand; el término, con la peregrinación a su sepulcro. Así debía comenzar y acabar, porque en toda ella dejó Vergara vagar su espíritu por las regiones a que elevaba el suyo y en que hablaba sus inspiraciones el autor de los Natchez.

   La prenda sobresaliente en los versos de Vergara es la facilidad. En él se reunían dos facilidades: la que da atractivo a la composición, cualquiera que haya sido el trabajo que haya costado hacerla, y la real y verdadera, esto es, la aptitud para escribir sin esfuerzo intelectual: esta excelente cualidad se hermana bien con aquella a que Vergara ha debido el alto puesto en que le vemos colocado en la república de las letras; la espontaneidad.

   Vergara y varios de sus amigos nos reuníamos, periódicamente, por la noche en casa de uno de los mismos. En estas sabrosísimas reuniones, que tanto amenizaba él, se proponían a veces temas sobre que había de escribirse en el acto. El tomaba la pluma y escribía de seguida una composición en verso, con la misma facilidad con que otros escriben una carta familiar.

   Muchas de sus mejores composiciones fueron hechas de este modo.

   El género epistolar es un género privilegiado. Grandes escritores, como Cicerón, que han asombrado al mundo con obras de otros linajes, han ofrecido al mismo tiempo en sus cartas familiares la más sabrosa lectura. Otros de mérito inferior, como el P. Isla, no han sido menos felices en dicho género. Para sobresalir en él no es menester grande ingenio, ni versación en las ciencias o las artes ni estudio especial. Diariamente vemos que hombres faltos de todo esto escriben cartas cuya lectura agrada aunque los asuntos no interesen; y apenas se hallará persona culta que una vez en su vida siquiera no haya escrito una buena carta.

   Esto sucede porque quien las escribe no se siente trabado por el recelo de venir a dar asunto a la crítica; porque trabaja sin pensar en la imprenta, ni en el público ni en la fama; porque no se propone otro fin que el de dar a conocer de un modo íntimo lo que le preocupa y lo que discurre, sin violentar sus facultades naturales y poniendo en ejercicio la que a nadie falta de comunicar sus ideas y sus impresiones; y, como lo que hace literariamente bueno un escrito no es lo sublime, ni lo nuevo ni lo intrincado del asunto, sino el que éste se halle tratado como debe tratarse, resulta que las cartas pueden tener mérito, como muy a menudo lo tienen, cualquiera que sea la idoneidad o la ineptitud de sus autores para ejercitarse en otros géneros.

   Todo esto ofrece una prueba más de lo mucho que vale la espontaneidad, y da a conocer que Vergara no pudo dejar de distinguirse en el género epistolar. Este era en cierto modo su género propio: puede decirse que dio aire o sabor epistolar a muchos escritos dirigidos al público, a quien trataba con la familiaridad y llaneza propia de quien habla a persona con cuya benevolencia cuenta y de cuyo discernimiento se fía.

   Pocos han poseído en el grado que Vergara el don de la conversación. Toques felices de aquellos que hacen formar cabal idea de una cosa, que explican todo un juicio, que de un golpe ponen a la vista lo malo o lo ridículo que hay en algo; frases expresivas y originales; anécdotas oportunamente traídas; desahogos de la tristeza que le comunicaban, todo esto constituía el embeleso de su conversación; y sus cartas no eran otra cosa que su conversación escrita. El recibirlas no era una de las menores satisfacciones que ofrecía el trato y amistad con Vergara.

   Vergara tuvo con muchos de los grandes escritores un punto de semejanza: murió pobre. Vivió batallando contra la fortuna para evitar la ruina que, desde que abrió los ojos, vio amenazando a su familia. Batalló así por deber de conciencia y contra su inclinación natural, con la energía, la abnegación y la constancia con que, si hubiera nacido avaro, habría pugnado contra la suerte adversa; pero él no parecía nacido para vivir en nuestro siglo: lo bello, lo poético atraía todos sus afectos, embargaba todas sus facultades; luchó contra la indigencia sin acierto y sin éxito, queriendo en beneficio de los suyos, aspirar a un fin que no le estaba señalado: los bienes de fortuna; mientras, sin saberlo, iba corriendo hacia el que le estaba señalado: la gloria.

   Si al trazar estas líneas me hubiera mostrado parcial y apasionado, en nadie como en mí sería excusable este yerro: si me hallo ocupando un asiento en esta corporación; si los académicos españoles me han honrado colocándome en él; si mis pobres escritos han visto la luz pública; y sobre todo, si en mí despertó y vive aún la afición al cultivo de las letras, afición a que deberé, si Dios me concede larga vida, los únicos solaces y consuelos que espero para la vejez, lo debo en gran parte a Vergara. Fomentando aquella ficción en otros, hizo gran bien a la Patria y a la literatura; fomentándola en mí, poco o nada hizo por una y otra; pero la gratitud que ellas no le deben se la debo yo.

   Perdóneseme si, incurriendo todavía en la falta de que acabo de hablar, me duelo de que Vergara no haya podido gozar de la satisfacción, que tan grande habría sido para él, de ver a nuestra Academia dando señales de actividad. ¡Con cuánto entusiasmo, con cuánta diligencia habría cooperado a la publicación de nuestro Anuario! ¡Cómo se habría recreado al ver recogidos los primeros frutos de nuestras tareas! Satisfacciones de éstas eran las únicas a que él aspiraba. De algunas semejantes gozó. Dios no quiso que gustara ésta. Debemos esperar que en compensación, se las habrá dispensado imperecederas.

DISCURSO

Por José Manuel Marroquín

   Señores Académicos:

   Quiso la Academia Colombiana que su instalación solemne se verificase un 6 de agosto para celebrar de esa manera el aniversario de la fundación de Bogotá, y consiguientemente el de los actos por medio de los cuales el cristianismo, la civilización y la lengua castellana tomaron posesión de nuestra tierra. El aniversario que hoy festejamos es doble: es el de aquellos mismos inolvidables hechos y el de la instalación de esta Academia. La sesión presente es, pues, como una de aquellas gratas reuniones de familia en que no se trata de intereses ni de asuntos graves, sino de dar testimonio de la satisfacción que causa el recuerdo de algún suceso próspero; y así, no es de extrañarse que el señor Director de la Academia, habiendo de designar a uno de los individuos de ella para que pronunciase un discurso delante de esta reunión, haya puesto los ojos en el único que es incapaz de presentar un trabajo tal como el que habría presentado cualquiera de mis colegas, el que habría servido a un mismo tiempo para solemnizar el acto y para adelantar en los estudios y trabajos propios de nuestro instituto.

   No puedo, con todo, dejar de hablar en esta ocasión acerca de la lengua castellana, ya porque para contribuir a limpiarla, fijarla y darle esplendor es para lo que nosotros estamos asociados, ya porque el fin con que principalmente nos hemos reunido ahora es el de celebrar el aniversario de su introducción en el país. Propóngome, por tanto, exponer lo que, no como filólogo ni como erudito, sino como simple observador, he podido notar en orden a la suerte que aquella lengua ha corrido entre nosotros desde que, mediante nuestra emancipación, dejó de ser una misma la que hubiera de correr aquí y en la Península.

   Hablaré primero de las causas que han influído en su decadencia y corrupción, y señalaré antes que otras la proscripción del estudio del idioma latino, único que ha existido entre nosotros sin existir también en todos los países en que se habla castellano.

   Siento no poder valerme, para probar la utilidad del estudio del latín y la influencia que ejerce sobre el uso de nuestra lengua y de las demás romances, de demostraciones matemáticas o de argumentos de que pudiera concluirse que el conocimiento del latín produce dinero; porque la naturaleza de los razonamientos que emplean sus adversarios me persuade de que éstos no han de satisfacerse con pruebas de otra clase.

   Cuando en un país es general el conocimiento y el uso de una lengua extraña, hay entre los naturales irresistible propensión a modificar su lengua propia, adoptando con necesidad o sin ella voces y locuciones de la extraña. Si ésta y la del país son de índole diversa, la última se desfigura y se corrompe. Pero si la una se ha derivado inmediatamente de la otra, nada de lo que la moderna tome de la antigua será contrario a su índole, y aquélla podrá imitar a ésta en lo más excelente que la distinga, sin que se haga amalgama extravagante y grotesca de elementos inconciliables. La lengua castellana es hija de la latina; ésta se distingue por su majestad, prenda de que el castellano heredó mucha parte y la conservó mientras la posesión del latín fue general. Los grandes escritores de la edad de oro de las letras españolas, a quienes apenas podemos imitar hoy, no tuvieron modelos españoles a que ajustarse: sus escritos eran un eco de la literatura latina en que estaban embebidos.

   Adviértase cuán bien suenan en nuestra lengua muchos modos de decir latinos, tales como las cláusulas absolutas; cuán ventajosa para ella es la comparación que puede hacerse entre ella y varias de las modernas, en cuanto a la necesidad que hay en éstas de repetir fastidiosa e inútilmente los sujetos de los verbos; y en cuanto al hipérbaton, esto es en cuanto a la libertad que hemos heredado de los latinos de colocar las palabras del modo que parezca más elegante, más armonioso o más propio para la energía de la frase. Aún hay en algunos escritos latinismos censurables que el lector no echa de ver, porque encuentra en ellos el mismo sabor que en el resto de la composición: cosa natural, porque al cabo los latinismos no son más que como aquellos ademanes, aquellas expresiones, aquellos gestos que, si los descubrimos en una persona, nos recuerdan vivamente a su padre.

   Desde la época de nuestra emancipación política, se ha adelantado aquí en el arte de escribir y de componer, entendida esta expresión en su mayor latitud; pero nuestros mayores nos aventajaban en cuanto al uso de la lengua. De ello dan clara muestra los escritos de García del Río, de Caldas, de Nariño, de Madrid, de Zea y de los demás hombres eminentes contemporáneos de éstos. A que ellos sobresalieran así, debió de contribuir eficacísimamente el conocimiento del latín, pues su estudio formó la parte principal de la educación literaria de aquellos hombres.

   A medida que el siglo ha ido adelantando, ese estudio y el manejo de los clásicos latinos se han ido haciendo más raros. Y si no fuéramos testigos del hecho, lo descubriríamos examinando los escritos de cada una de las cinco o seis décadas anteriores a la presente. Entre los escritos de hombres que se educaron cuando aún estaba en boga el latín, se halla gran semejanza con los de los siglos pasados; en los de neogranadinos, educados algo más tarde, empezará a echarse menos esa semejanza, y en los escritores recientes no se advertirá sino la más remota que puede hallarse entre escritores que se sirven de un mismo idioma.

   A hacer revivir el estudio del idioma y el de los clásicos latinos debería impulsarnos el ejemplo de las naciones más cultas de Europa y América, en las cuales se sigue haciendo siempre con el mismo ahinco con que entre nosotros solía hacerse. El entra en el plan de estudios de todas las universidades y colegios afamados, y los sabios de nuestros días hacen sobre ese magnífico idioma investigaciones de maravillosa profundidad. Y estas investigaciones no son doctos pasatiempos: son fundamento para los más provechosos estudios sobre la lingüística, la arqueología, la historia y sobre cada una de las lenguas relacionadas con la latina.

   Para hallar en la lectura de los clásicos de esta lengua el placer que ella puede procurar, y para sacar de su manejo la ventaja de adquirir buen gusto, poco aprovecha que poseamos traducciones de sus obras. Los enemigos y despreciadores del latín no pueden imaginarse cuál es la diferencia entre leer, verbigracia, a Virgilio o a Cicerón en los originales y leerlos en traducciones. Pero sí pueden notar que sólo entre los individuos que poseen la lengua latina se hallan adoradores apasionados de esa literatura, lo que prueba que sólo ellos han podido gustar realmente de sus bellezas.

   Ni los adversarios del latín podrán negar, si han gustado de la lectura del Quijote, que esa obra, traducida a cualquier lengua, queda despojada de la mayor parte de su atractivo. Y lo que sucede con el Quijote sucede con las obras clásicas latinas, en las cuales el lenguaje contribuye tanto a su excelencia, por la majestad, la concisión, la elegancia y la armonía que lo caracterizan, cuanto el castellano usado por Cervantes contribuyó a hacer de su obra el pasmo de las edades.

   De Víctor Hugo y de Lamartine abundan aquí fervorosos admiradores. De Byron apenas conocemos alguno. Las obras de aquéllos han podido ser saboreadas por muchos en el idioma original, que es fácil y universalmente conocido. Las de Byron sólo pueden serlo por quien conozca bien el inglés; los buenos conocedores del inglés son harto escasos entre nosotros, y las traducciones de sus obras han sido tan insuficientes para hacer gustar de sus bellezas como lo son las de los clásicos latinos para dar a conocer las que en ellos abundan.

   Cualquiera de los enemigos del latín se convertiría en defensor de él si, llegándolo a aprender a pesar suyo, experimentara por sí mismo el sabor especial, la gracia, la fuerza o el donaire que en sí contienen ciertas citas y alusiones que se refieren a pasajes de libros latinos, citas y alusiones de que están como empedradas casi todas las obras antiguas y modernas de autores hábiles, y con que las personas doctas amenizan muy a menudo su conversación.

   Las ciencias, cuyo culto (si bien un poco platónico) está ahora de moda aun entre los que miran el latín como inútil y retrógrado, han adoptado el latín como idioma suyo. En latín escribe sus obras cada sabio para estar seguro de ser entendido y fielmente interpretado por los demás sabios del mundo, cualquiera que sea la lengua que hablen.

   Pero me he apartado de mi propósito, y vuelvo a él. Suprimido el estudio de la lengua y la literatura latinas, la constante lectura de los buenos autores españoles, sobre todo la de los antiguos, habría aún mantenido el castellano en su prístina pureza y habría estorbado que se empobreciese, como entre nosotros se ha empobrecido. Así entre la gente instruida como entre la ignorante, ha venido el caudal de la lengua a quedar tan reducido, que hoy solamente los pocos que han hecho de ella especial y dilatado estudio conocen todos los vocablos que pueden hallarse en las obras escritas antes de este siglo o compuestas en él por españoles; de que resulta que estemos privados del servicio de innumerables voces necesarias, sólo porque la incuria ha hecho que caigan en desuso, y que nos habituemos a echar mano de toscos provincialismos y de voces y frases extranjeras para expresar infinitas cosas que pudiéramos declarar mejor con palabras que son nuéstras porque pertenecen a nuestra lengua, pero de que no nos aprovechamos porque las tenemos como enterradas en el Diccionario y en los demás libros que deben servir de pauta para hablar y escribir.

   El empobrecimiento a que la lengua ha venido entre nosotros y lo extraños que se nos han hecho los recursos que ella ofrece para engalanar la frase y para dar valentía y agradable novedad a la expresión, se nota muy señaladamente en las composiciones de nuestros poetas, muchos de los cuales se muestran dotados de talento e inspiración, pero desprovistos de aquella destreza en el manejo de la lengua que por sí sola hace eminentes a no pocos escritores.

   El manejo frecuente de los clásicos y de todos los escritores correctos españoles enseña a aprovechar los multiplicados recursos con que brinda la lengua para dar al discurso, ya fuerza y vehemencia, ya elevada entonación, ya concisión y energía, ya gracia y donosura. Pero los clásicos y aun los autores españoles de todo linaje, han ido haciéndosenos más y más extraños a medida que la literatura francesa ha ido invadiendo el país; contratiempo que tendría su compensación si en lo moral, en lo artístico o en lo científico hubiéramos ganado tanto con esa invasión cuanto hemos perdido en lo literario; pero que no ofrece sino motivos de sentimiento a quien contempla que las obras francesas que han abundado y cuya lectura se ha extendido y ha podido ejercer influencia, son casi en su totalidad novelas, que ya harían bastante daño si no causaran otro que el de quitar a los que se enfrascan en su lectura toda disposición a leer obras en que pudieran instruirse o adquirir buen gusto literario. A nuestra falta de comunicaciones comerciales y literarias con España y con los demás países en que domina el habla castellana hay que echar parte de la culpa de este mal. Leer es una necesidad; y a falta de libros españoles hay que echar mano de los únicos que el comercio nos ofrece, que son los franceses.

   ¿Y por qué, se dirá, volver la vista atrás cuando se trata de ir hacia adelante? ¿Por qué remontarse a lo antiguo, al latín y a los clásicos españoles, para buscar medios de perfeccionarnos en el uso de la lengua?

   Natural es que hagan estas preguntas los que creen que todo progreso consiste en demoler u olvidar lo viejo para abrazar algo nuevo.

   Con los idiomas sucede lo que con los ríos: sus aguas están más puras cerca de su nacimiento que lejos de él; a medida que de él se alejan, su caudal, acrecentándose, se enturbia. Entúrbiase el de una lengua con lo que recibe de corrientes que fluyen de fuentes distintas de la suya.

   Preguntad a los pintores por qué para adelantar en su arte copian cuadros de la época en que floreció Rafael de Urbino; a los escultores, por qué, aun más que a imitar a la naturaleza, aspiran a imitar los modelos que les dejó la Grecia; a los arquitectos, por qué tienen por más dignas de imitación las ruinas de antiguos templos y ciudades que el muy bonito teatro de la Grande Opera; a los poetas de hoy, por qué procuran embeberse en las obras de Homero, de Virgilio, de Horacio, o bien en las del Tasso, el Dante, Shakespeare, Milton, Lope de Vega o Calderón, no proponiéndose escribir como ellos, sino aspirando a competir con los contemporáneos célebres. Todos ellos os responderán que la inspiración artística y el gusto puro no se hallan sino en el estudio de la antigüedad. El hecho es singular y misterioso, pero es innegable. Ahora bien, con el idioma sucede lo que con las bellas artes: quien busca la perfección en él ha de estar mirando hacia lo pasado.

   Ni se maravillará de que así suceda quien observe que el progreso que consiste en dejar lo viejo y adoptar lo nuevo es el que se debe al descubrimiento de verdades que habían permanecido ocultas, y a las aplicaciones de esas verdades a las artes o a la industria. Todos los adelantamientos hechos en este siglo son de ese género; y bien puede preverse que seguirán haciéndose, porque las ciencias tienden naturalmente a adelantar. Cada verdad que se descubre abre la puerta y señala el camino para que se llegue al conocimiento de otra que a su vez también será fecunda. De todas las que se van descubriendo va el género humano juntando un caudal que siempre crece, porque las nuevas no quitan su lugar a las antiguas. Así, un sabio de nuestros días puede hallarse en posesión de todo el tesoro de verdades que encerró la cabeza de Newton, aumentado con todo lo descubierto después de su época.

   Pero lo que estaba encerrado en el alma de Miguel Angel pereció con él.

   En lo que concierne a la imaginación, en lo que cae bajo el dominio de las bellas artes no hay progreso en la época presente. Se produce lo bastante, no para satisfacer, sino para mantener excitada el hambre de lo bello que aqueja siempre a los hombres; lo preciso para calmar el ansia de novedad que agita al mundo; pero en la conciencia de todos se halla la confesión de que los hombres de esta época no estamos haciendo antigüedad. ¿De dónde sino de la convicción de que no hemos de poder competir con los antiguos ni con nuestros inmediatos antepasados, viene ese culto por los escritores, por las pinturas, por las estatuas, por los edificios de otras edades, que está de moda y que nos absorbe el tiempo y nos gasta las fuerzas que nuestros mayores habrían empleado en trabajar por producir obras que hicieran olvidar las que para ellos habían sido modelos y objeto de admiración?

   Mal que nos pese, recordamos al ver que el conato único de los que aman el arte es desenterrar lo antiguo, y estudiarlo, y escudriñarlo y buscarle nuevas bellezas, la fábula en que Iriarte refiere que los zánganos, sintiéndose incapaces de hacer cosa de provecho, resolvieron desenterrar el cadáver de una abeja "muy hábil en su tiempo y laboriosa", para hacerle pomposas exequias y susurrar de ella "elogios inmortales".

   Volvamos al estudio de los antiguos. ¿Por qué, dirán muchos, no sustituir a su áspero y fatigoso estudio el de los contemporáneos? La prueba está ya hecha: ahí está la generación que se ha criado a los pechos de la escuela moderna; ahí está la juventud que, mezclando lo útil a lo dulce, ha estudiado literatura en Alejandro Dumas y en Víctor Hugo. ¿Saldrán de ella siquiera otros Dumas y otros Hugos?

   Más de veinte siglos no han sido poderosos para gastar los nombres de Homero y de Virgilio, ni para empañar el brillo de su fama. De los libros que acerca de uno y otro se han escrito pueden formarse hoy bibliotecas. ¿De aquí a dos mil años estarán los hombres estudiando a Chateaubriand, a Lamartine, a Víctor Hugo, a Byron o a Schiller? Cuando el francés, el inglés y el alemán de hoy sean lenguas muertas, ¿habrá comentadores de alguno de estos ilustres contemporáneos nuéstros que se consuman en vigilias para indagar el verdadero sentido de un verso de Hernani o de un pasaje del Child Harold? Algo hay dentro de nosotros que nos responde: ¡No!....

   Perdonadme, señores académicos; en el trato con vosotros he aprendido, entre otras cosas, que en todo lo que se escribe debe haber unidad: en este discurso (si merece tal nombre) no acierto a guardarla. No me excusa ni siquiera la ignorancia: deba yo el perdón a vuestra pura indulgencia.

   No es extraño que con el idioma suceda lo que con las bellas artes. Ya he dicho que no suelen hacerse invenciones que contribuyan al progreso sino en lo que mira a las ciencias y a la aplicación práctica de sus principios. Y en cuanto al idioma, nada hay que descubrir. Los idiomas pueden adelantar y adquirir perfección nueva en las épocas fecundas en ingenios en que se verifican revoluciones favorables para las artes y para el gusto; pero a nosotros no nos ha tocado vivir en una época de esas.

   Cada lenguaje se ha formado según ciertas leyes que no han sido conocidas por los hombres en cuyas bocas empezó a formarse, y cobró la perfección a que ha podido llegar.

   El análisis maravillosamente ingenioso que de los idiomas están haciendo los sabios de nuestros días, ha hecho patente la existencia de esas leyes, y ha demostrado que los hombres, si hubieran acometido la empresa de componer una lengua, habrían fracasado, por ser la sabiduría de aquellas leyes superior a cuanto cabe en la previsión y en el ingenio humanos.

   La invasión de la literatura francesa, al paso que ha quitado a la española el lugar que habría debido ocupar, también ha influido directamente en la corrupción de nuestra lengua. Esta se aprende a usar, como todas, no sólo en lo que se oye, sino principalmente en lo que se lee. Y lo más de lo que aquí se ha leído en los últimos cuarenta años se ha leído no ya en francés (ojalá que así hubiera sido) sino en el dialecto de los que traducen del francés, a tantos francos por página, para proveer al comercio del artículo de exportación llamado libros. De ese dialecto se han tomado voces y locuciones sin cuento; ese dialecto ha sido adoptado por casi todos los que escriben, y así los modelos y las lecciones para el vulgo se han multiplicado a maravilla.

   De esto han nacido millares de monstruosas hibridaciones que afean el lenguaje; porque la mezcla de dos lenguas de índole diferente no puede producir otra cosa. El francés tiene sus perfecciones y bellezas peculiares, pero esas mismas se convierten en defectos y repugnantes lunares, introducidas en una lengua que, por su índole, exige bellezas y perfecciones de otro género. Los franceses echarían a perder su idioma y lo despojarían de la precisión y exactitud con que expresa las ideas, si quisieran imitar aquella libertad de que nosotros gozamos para colocar las palabras, o los largos y armoniosos períodos que hacen tan sabrosa la lectura de nuestros buenos escritores.

   Nuestras costumbres y las leyes modernas han desterrado la oratoria y han hecho superflua la elocuencia. El abogado que en sus alegatos se propusiera imitar a Cicerón, provocaría la risa de los jueces y la rechifla de la barra. De elocuencia popular no se ven más muestras que las arengas que en ciertos aniversarios se pronuncian al aire libre, y aquellas con que se solemniza uno que otro entierro; pero como a cada orador no toca pronunciar más que una o dos en su vida, de ese género no se hace estudio. En nuestras Asambleas legislativas estaría la elocuencia aún más fuera de su lugar que en el foro; y, con efecto, en ellas está hace mucho tiempo totalmente abolida, abolida como los vistosos trajes y los tratamientos de los magistrados, distinciones que desdicen de la igualdad que debe reinar en un pueblo libre.

   Esta decadencia de la oratoria ha sido parte para que la lengua pierda entre nosotros la majestad que en otro tiempo la distinguió. Así como han desaparecido aquellos trajes de que acabo de hablar, que distinguían a los magistrados del común de los ciudadanos, y todos nos vestimos de un mismo modo en todas ocasiones, la elevación del tono y la magnificencia en el decir, que tenían cabida en ocasiones determinadas, se han arrinconado como los dichos trajes, y todos gastamos un lenguaje llano, familiar y casero.

   Pero cuando llega el caso de tener que componer o que pronunciar pieza de lujo, la necesidad de lucir a toda costa y el prurito de la originalidad obligan a ocurrir a tropos, imágenes, exageraciones y figuras de todo linaje que, cuando (como acontece bien a menudo) no son parto de un verdadero ingenio, hacen ridículo y extravagante lo que por su autor estaba destinado a ser elegante, sublime o enérgico. De esto ha venido la abundancia de perfectos modelos para cuantos, careciendo de doctrina, quieran engalanar sus composiciones y hacerlas subir a tono elevado; de eso ha venido asimismo que se extiendan ciertos modos de hablar que deslumbraron acaso a la muchedumbre indocta la primera vez que fueron oídos, y que por eso tuvieron acogida. Expresiones tales como lanzar una candidatura, la confección de las leyes y los documentos que arrojan datos, no andarían en boca de todos, si alguna vez un escritor ansioso de aplauso no hubiera querido, empleando esas locuciones, apartarse del camino trillado, cualquiera que fuese el atajo que se le presentara.

   El gusto literario no ha padecido menos que el idioma con los esfuerzos hechos en busca de originalidad. La primera extravagancia a que da origen el afán por conseguirla es la de no querer dar a las personas y a las cosas sus verdaderos nombres. Hasta el nombre cristiano de Dios le pareció gastado al autor de unos versos en que le llamó Alá. El nombre de Nuestro Señor Jesucristo también ha parecido ya demasiado vulgar a los que lo han afrancesado convirtiéndolo en el Cristo, así como a los que lo llamaron el Hijo hombre, el Joven galileo de Nazaret y el Sublime Descamisado.

   Permitide, señores, que os ponga a la vista unos cuantos pasajes que he tomado de composiciones atribuidas a ciertos paisanos nuéstros que gozaban en la época en que las dieron a luz, de fama y de ascendiente; pasajes que demuestran mejor que cualquier razonamiento, cuanto puede extraviar la sed de originalidad:

   "Vengo a colocar una guirnalda de flores en la frente del porvenir y una corona de espinas en la frente del pasado."

   "La mitad de la humanidad se arropa con las mantas de la mendicidad, mientras que una parte de ella se reclina orientalmente en los aterciopelados cojines de la opulencia."

   "Más allá de la apagada estrella de la existencia no llegan sino las bendiciones arrojadas a la filosofía."

   "Empezaré por deteneros en la escena que pasa en una de esas habitaciones que circundan nuestras ciudades: ¿qué encontráis ahí? Cuatro niños desnudos, flacos, sentados junto a la hoguera que está calentando el porvenir de su existencia, la escasa esperanza de su estómago."

   "El delito más horroroso que se halla en los anales de la política, es el de esos monstruos que decapitan la inocencia en la guillotina de la mentira."

   "El genio opaco del despotismo fue desmayado por las ninfas de la mansedumbre; y.... sobre la tumba de la ignominia se ostentó el solio de la generosidad."

   Las composiciones de donde he tomado estos fragmentos alcanzaron celebridad, y como se dice ahora, formaron escuela. De ellas ha habido imitaciones bastantes para que se les pueda atribuir en parte la difusión del mal gusto.

   La facilidad con que aquí se hace uso de la imprenta es, en mi sentir, otra de las causas de decadencia en el lenguaje. Como todos se creen en la obligación o en la necesidad de imponer al público de lo que piensan, así sobre las más elevadas cuestiones de moral y de política, como sobre la venalidad y corrupción del juez que ha dictado un auto al sabor de su parte contraria; como a nadie falta materia para escribir, aunque no sea más que las virtudes del específico que ha descubierto y que ofrece a la humanidad doliente, no hay quien se abstenga de escribir. Y como casi todos escriben sin pretensiones de ganar fama literaria y sin habilidad para ganarla, contentándose con ir al grano, se están ofreciendo incesante y profusamente al público modelos de un lenguaje que, si no siempre es ramplón o incorrecto, es las más de las veces vulgar y poco esmerado.

   Tanto como el pudor puede retraer a una joven de cantar en público, retraía en otro tiempo a todos de escribir un saludable encogimiento, nacido de la idea de que para hablar con el público se necesitaba de dotes especiales.

   El periodismo ha hecho que el arte de redactar en un lenguaje exento de solecismos venga a ser común entre la gente educada; y sobrado rigor sería llevárselo a mal. Pero con esta vulgarización del arte de escribir ha sucedido lo que con la de las ciencias, que si por una parte ha puesto lo somero de alguna de ellas al alcance de un gran número de personas, dando visos de cultura a ellas y a nuestra sociedad, y aun procurando algunas ventajas reales, por otra parte va extinguiendo toda afición a estudios detenidos, sólidos y profundos, y va haciéndonos impacientes y superficiales, de forma que bien puede llegar día en que lo superficial de hoy venga a ser lo más profundo, y en que los sabios sean los que sepan lo que hoy sabe la muchedumbre.

   A tantas causas que han ocurrido para quitar su lustre a nuestra lengua, se agrega la que, hasta hace poco tiempo, se ha reputado el estudio de la gramática como medio eficaz y como el único a que se puede ocurrir para aprender a hablarla y escribirla correctamente: errada afirmación que sirve de principio a casi todos los libros que llevan el título de gramática de la lengua castellana. Aun en los poquísimos de esos libros que merecen tal título, no pueden hallar los que desean conocer la lengua nada de lo que concierne al significado y las diversas acepciones de los vocablos; y lo que en ellos se encuentra relativo a los regímenes, al empleo de los tiempos, a la naturaleza de las voces difíciles de clasificar y otros muchos puntos sustanciales, está muy lejos de ser completo.

   A estudios mejor dirigidos se debe que de algunos años a esta parte se esté adelantando en el verdadero conocimiento de la lengua; y a las Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano, obra que nuestro colega el señor Cuervo escribió con el único y modesto propósito de corregir con él errores y defectos vulgares, pero que ha venido a ser la delicia de los doctos y fuente de instrucción para todos, se debe que, entre nosotros, la lengua haya recobrado mucha parte de su antiguo brillo y de su perdida riqueza.

   Nunca han faltado aquí aficionados al cultivo de las letras; pero sí habían faltado, a principios y hacia el medio de la época a que me estoy refiriendo, escritores que dieran toda la debida importancia a la corrección, pureza y elegancia del lenguaje. Algún tiempo hace ya, han empezado a abundar escritores que, mediante el estudio de las letras españolas y la discreta imitación de los buenos modelos, den ejemplo de corrección y de elegancia.

   No es fácil determinar cuánto hayan contribuído los trabajos de la Academia Colombiana al pulimento que, según se observa, va adquiriendo la lengua en nuestra tierra. Mas para satisfacción nuéstra y para que se sepa que sí tenemos por qué celebrar con gozo el presente aniversario, diré que la Academia ha trabajado con aquel laudable fin y ha logrado conservarse, no sólo careciendo del apoyo, los estímulos, las remuneraciones y la cooperación con que en otros países se ven favorecidas las instituciones de su especie, sino pugnando contra la malquerencia de unos y contra la indiferencia de casi todos los que no son enemigos declarados.

   Es también lisonjero poder afirmar que muchos de los individuos de la Academia han contribuido de una manera sensible a esos progresos que han empezado a hacerse en el conocimiento y uso de la lengua. De uno de ellos ya tengo hecha mención. Este mismo y el señor Caro han acreditado y facilitado el estudio del latín; y si alguna vez, merced a ello, el conocimiento de este idioma y la afición a los clásicos latinos vuelven a extenderse, la lengua les deberá el ver removida una de las causas de su decadencia.

   La propensión a despreciar todo lo que no es mejoras materiales y adelantamientos industriales y mercantiles, la adoración exclusiva de lo positivo, un no nada ilustrado espíritu de progreso, hacen mirar a algunos el lenguaje como un mero conjunto de signos convencionales que pueden cambiarse de cualquier modo, aunque sea la ignorancia quien introduzca los cambios. Yo mismo he oído decir a individuo que se precia de ilustrado y progresista, y que puede ser considerado como representante genuino de la opinión que domina entre muchos, que en materia de lenguaje, lo que importa es que nos entendamos unos a otros, que es lo mismo que afirmar que en materia de cuadros lo que importa es que sepa qué es lo que el pintor ha querido representar.

   Harto superficialmente ven las cosas los que no ven en una palabra sino una ligera vibración del aire. Esta ligera vibración es ciertamente de menos valor que el átomo de polvo que el soplo más tenue remonta por el aire: millones de millones de ellas están en cada instante atravesando el espacio, sin que de ninguna quede rastro ni memoria; sabios e ignorantes, grandes y pequeños, pueden a su antojo producirlas en copia incalculable en todas las horas de su existencia, sin pena y sin esfuerzo; y todos, aprovechándose de esta portentosa facultad, desperdician en cada minuto las que, reunidas, bastarían para ahogar los bramidos del océano y el estruendo de cien tempestades. Todos las tienen y todos las dan, sin que al desprenderse de ellas se les disminuya el caudal que poseen. Todas son de todos y de cada uno; y cada uno puede estropearlas y cercenarlas sin que alguno tenga derecho de quejarse de que se ha atropellado lo que es propiedad suya. Nada cuesta menos que una palabra; nadie se engríe ni se recrea con el número infinito de palabras que tiene en su poder.

   Esto será lo que han contemplado los que tienen un poco de palabras, es decir, el idioma.

   Pero una palabra puede ser, y ha sido, instrumento para llevar a cabo las más altas empresas; el arma con que, mejor que con escuadras y cañones, se conquistan imperios; el medio de producir las revoluciones que cambian el semblante del mundo.

   El idioma, pues, que es el conjunto de las palabras, empleadas metódicamente, no merece el desdén con que, en nombre del progreso, se le quiere tratar.

   El lenguaje es el noble complemento de las facultades intelectuales y morales del hombre, don precioso que éste debe a Dios y que no puede emplear sino con las condiciones y según las leyes que Dios mismo ha establecido, así como no puede hacer uso de aquellas facultades sino conforme a leyes establecidas por Dios. Tan incapaces seríamos de crear un idioma como lo somos de crear una nueva facultad mental, o la de ejercitar alguna de las que poseemos por un método distinto del que enseña la naturaleza. El lenguaje tiene una parte principalísima en la generación de las ideas, en su enlace y en las operaciones mediante las cuales se les da forma, o se las hace sensibles. El lenguaje ofrece a las ideas como una sustancia para que encarnen. De la importancia de este papel que él desempeña en las operaciones del entendimiento, resulta la influencia que cada lengua ejerce en la literatura de la nación a que pertenece, y para la de cada una resultan de esa influencia ventajas o bellezas diferentes. No es por tanto extraño que cada nación, así en los tiempos antiguos como en los modernos, haya mostrado tanto amor a su lengua como a la patria misma. Cada una mira encarnadas en ellas sus glorias literarias y sus tradiciones históricas, y en ella ve un vínculo, el más estrecho de todos, después del de la religión, que liga cada generación con las anteriores y con las que han de sucederle. Un pueblo culto conserva puro su idioma a fin de que pase a su posteridad como uno de los rasgos que pueden darle a conocer los antepasados cuya memoria venera; así como guardamos con esmero cariñoso los retratos y otros objetos que pueden dar a nuestros hijos idea de nuestros mayores. Nada han exagerado los que han dicho que la cultura de un pueblo se mide por el grado de pureza y de perfección con que haga uso de su lengua.

   Y si el idioma que a una nación le ha tocado hablar brilla y descuella por prendas y bellezas señaladas; si en él se conservan copiosos e interesantes monumentos de la antigüedad, y sublimes concepciones de ingenios insignes, esa nación daría una prueba inequívoca de atraso y de barbarie si dejara que su lengua se corrompiese.

   Esto haríamos nosotros si, por no remover las causas de decadencia que pueden ser removidas, viniésemos a echar a perder la lengua que nos ha tocado hablar, lengua privilegiada por su hermosura, lengua cuya historia es tan gloriosa, por lo menos, como la de la lengua moderna que más puede ufanarse por su origen, con sus tradiciones y con la fama de los escritores que en obras de universal celebridad le hayan dado lustre y hayan encontrado en ella un auxiliar poderoso para hacer inmortales sus escritos.

EL POEMA DEL CID

Por Lorenzo Marroquín

   Después de la invasión de los bárbaros en España, el latín era la lengua oficial y la que se hablaba y se escribía por las gentes ilustradas del país; mas no era ésta la lengua de que se servía el pueblo. Es de suponerse que ese idioma se haría cada vez más informe y acabaría por adquirir el carácter de una verdadera monstruosidad en el largo período en que no fue escrito. Pero no sucedió así ni podía suceder. Las modificaciones que se producen en el lenguaje son resultado de las sugestiones de la razón espontánea, y en ellas se manifiestan las tendencias regularizadoras de la naturaleza, no el capricho o el acaso. Las lenguas producidas en medio del caos social acababan por ser al fin hermosas, llenas de coherencia y capaces de expresar las más altas especulaciones del espíritu. Despreciadas al principio por la clase sabia, llega por fin para ellas la época del triunfo. Así, el latín, que había degenerado en la Edad Media y que puede llamarse latín bárbaro, tuvo que ceder el lugar por partes a las lenguas romances superiores a él 1.

   Varios son los pareceres y muchas las discusiones sobre la autenticidad y antigüedad de los monumentos en que cada lengua romance se observa ya definida e independiente del latín. Nosotros señalaremos como cuna de las lenguas romances los documentos que trae Díez con mayores probabilidades de ser tan antiguos como se supone y como verdaderamente auténticos.

   Los primeros monumentos de la lengua italiana se remontan a mediados del siglo XII y se encuentran en las poesías líricas de Gerardo de Firenza y de Aldobrando de Siena.

   Los portugueses creen que la primera obra en que se encuentra portugués escrito es la que contiene las cántigas del Rey D. Diniz; hay escritores españoles que señalan como tal obra las cántigas de D. Alfonso XI. La época en que han podido escribirse estas dos obras es casi una misma; en todo caso ambas quedan encerradas en el siglo XIII; Díez las considera, juntamente con un manuscrito inédito de la Biblioteca de Ajuda, como fuente del portugués.

   Un poema sobre Boecio, en doscientos cincuenta y siete versos de diez sílabas, y que se coloca sin exageración en el siglo X, es el primer monumento del provenzal.

   De las romances la lengua francesa es la que puede gloriarse de poseer los monumentos más antiguos; si bien es cierto que ni de ésta ni de las demás puede fijarse sino aproximativamente la época de su fundación. Según Díez, pertenecen al siglo IX los siguientes documentos: Los juramentos prestados por Luis el Germánico y por Carlos el Calvo, la cantinela o leyenda de Santa Eulalia, escrita por un benedictino, y el fragmento de Valenciennes, despojos de una homilía sobre el Profeta Jonás. En los siglos X, XI y XII se encuentran más de diez piezas de que habla el autor que hemos seguido.

   El nacimiento de la lengua y de la literatura válaca se coloca en el siglo XV, y se considera como tal un largo fragmento histórico de la lengua válaca romance 2.

   Para concluir, El Poema del Cid, de tiempo y origen inciertos, en todo caso anterior al siglo XIII, es el primer documento en que puede estudiarse la formación del castellano; menor antigüedad se reconoce a las poesías espirituales de Berceo, al romance de Alejandro el Grande por Juan Lorenzo de Segura, al de Apolonio de Tiro y a otros que forman el cuerpo de monumentos en que se encuentra castellano escrito por primera vez.

   Mas no ha sido solamente el poema de que hemos estado hablando el único escrito de que es héroe el guerrero castellano; pues pocos caudillos de la Edad Media son más conocidos que el Cid, y pocos han habido cuya historia haya sido de más varios escritos. De pocos han quedado más datos históricos, ora en cantares y crónicas llenas enteramente con sus hechos, ora en historias que tocan incidentalmente los de su vida.

   Entre los héroes que ha producido España en la Edad Media, el único que ha adquirido reputación verdaderamente europea es Rodrigo de Vivar, el Cid Campeador. Los poetas de todos los tiempos lo han cantado. Los más antiguos monumentos de todos los tiempos llevan su nombre; más de ciento cincuenta romances celebraron sus amores y sus combates; Guillén de Castro, uno de los más preclaros talentos de la Península, Diamante, y otros, lo han escogido para protagonista de sus dramas. Toda Europa lo conoce: Francia, por la tragedia de Corneille; Alemania, por la traducción del romancero de Herder 3.

   Haremos una lista de los escritos que ha inspirado el famoso Campeador, que ocupan el primer término por su antigüedad, los que han sido comparados y analizados más tarde para formar la verdadera historia del Cid, diseminada en fabulosos cantares, crónicas e historias.

   Pueden entrar en esta lista la Crónica general de España, o más bien la última parte de ella; los Anales toledanos; el Liber Regum; los Anales latinos de Compostela; la Crónica de Lucas de Tuy; la de Rodríguez de Toledo; la Gesta Roderici Campiducti; la Crónica del Cid; el Poema (o la gesta en lengua vulgar), y la Crónica rimada, documentos todos de antigüedad y respetabilidad controvertidas, pero que entran como elementos de la historia del castellano Ruy Díaz 4.

   Réstanos aún recordar el modo como fue descubierto el manuscrito que contiene El Poema del Cid, pues que esta producción va a ser objeto más particular de nuestra atención. Cupo en suerte descubrir y entregar al mundo literario el poema histórico en que se refieren las cosas de don Rodrigo de Vivar, al español don Tomás Antonio Sánchez. Cuéntanos el famoso editor que leyendo las Fundaciones de San Benito, de fray Prudencio de Sandoval, encontró casualmente la primera noticia de él. Esta y otras noticias despertaron en Sánchez gran curiosidad y deseo de ver el Poema, lo que consiguió al fin, como también facilidad para leerlo y copiarlo. Después de Sánchez hizo Janer otra edición del Poema, copia hecha con mayor cuidado, y que merece por tanto mayor crédito. Entre estas dos ediciones está la obra de Bello, de desarrollo y plan diferentes.

   El poema de una nación es el que contiene su vida, sus creencias, sus condiciones en una época dada, y especialmente en aquellos tiempos primitivos en que ninguna mezcla heterogénea había aún alterado las formas que constituían principalmente su carácter 5.

   Cantú hace ocupar al Poema del Cid el primer lugar, visto por ese lado, considerándolo como la epopeya verdaderamente nacional de España.

   Siendo El Poema del Cid la primera prueba que hace constante la existencia de un idioma vulgar en la Península, y la más antigua de las composiciones inspiradas por el Cid, tiene inestimable valor para quien quiera estudiar la lengua castellana en sus principios y remontarse a su origen.

   Hemos hecho tales observaciones, recordando los documentos que desempeñan en todas las lenguas romances el mismo oficio que El Poema del Cid en el castellano, y apuntado las demás producciones que se le asemejan por tener una misma fuente de inspiración, para fijar el importante lugar que ocupa esta obra en el mundo de la historia, en el de las letras y en el mundo filológico.

   Cuál fue el autor del Poema, cuál la época en que se compuso, cuál la fecha del manuscrito y cuál su contenido, puntos serán de que diremos luego en el curso de nuestra disertación sobre la obra de Bello.

   Por la importancia del Poema podrá valuarse el mérito del pensador que aplicó a ese cadáver el lente del criterio filosófico, y, rico en erudición, se puso a analizarlo, desvaneciendo errores históricos, rebatiendo o apoyando opiniones de los que le precedieron en el mismo camino, restaurando lo falseado y recogiendo lo disperso. Tal fue la tarea de Bello en la obra suya llamada El Poema del Cid.

   Para dar la más aproximada idea de la obra es forzoso darla antes del plan y del contenido de ella.

   Dividirémosla a este fin en tres partes, que versan sobre las materias siguientes:

   I. Fecha del manuscrito.

   II. Tiempo en que se compuso el Poema.

   III. Lugar que corresponde a la composición entre las producciones poéticas de la Edad Media.

   IV. Explicaciones preliminares sobre la obra.

    En la segunda parte se encuentra íntegramente transcrita la Crónica del Cid, seguida de notas, cada una de las cuales lleva por epígrafe algunas palabras de la Crónica o el punto de ella que va a explicar, discurriendo sobre los siguientes temas:

   I. Materiales de la Crónica del Cid.

   II. Genealogía del Cid.

   III. Casamiento del Cid con doña Jimena Gómez.

   IV. El Conde D. García de Cabra.

   V. "E entonces mandó el Rey que le dixesen Ruy Díaz mío Cid."

   VI. "En el tercero año del reinado del Rey D. Sancho."

   VII. Guerras del Rey D. Sancho con su hermano Alonso García.

   VIII. Cerco de Zamora.

   IX. "Lidió el Cid Ruy Díaz con un caballero de los mejores de Navarra."

   X. "Enbió el Rey D. Alfonso al Cid a los Reyes de Sevilla é de Córdoba."

   XI. Destierro de Ruy Díaz.

   XII. "E vió los sus palacios desheredados é sin gentes."

   En la parte tercera, que lleva por título La Gesta del mío Cid, está el Poema con notas más numerosas que las de la Crónica y un glosario: ni la última parte dé estas notas ni el glosario han llegado a nuestras manos.

   En el número I del prólogo trata Bello una cuestión aparentemente baladí; pero que ha dado mucho en qué pensar a los eruditos: es ésta la fecha verdadera del manuscrito.

   Los últimos dos versos de la edición de Sánchez dicen así:

   Plantearemos la cuestión que vamos a averiguar como la plantea Tícknor (aunque sin resolverla). Se nota en el manuscrito original un hueco producido por una raspadura entre la segunda C y la X; hay que averiguar si esta raspadura fue obra del copista, que se equivocó y puso una fecha demasiado avanzada, o si se hizo posteriormente para aumentar la antigüedad y con ella el valor del manuscrito, y si en caso de llenarse el hueco ha de ser con otra C o con la conjunción é; es decir, si está escrito en la era de MCCXLV, o en la de MCCCXLV, que son los años de Cristo de 1207 o 1307. La cuestión versa, pues, sobre la fecha de la copia, no sobre la época en que se compuso o se escribió por primera vez el Poema.

   Bello dice que el hueco no podría en ningún caso llenarse con una é, y añade: "lo más verosímil es que algún curioso la rasparía, como sospecha Sánchez, para dar al códice más antigüedad y estimación." Adhiriéndose luego, como hace con la de Sánchez, a la opinión de don Pascual de Gayangos y de D. Enrique de Vedia, traductores de Tícknor, transcribe lo que ellos dicen en orden a esto, a saber: "En cuanto a la fecha del códice, no admite duda que se escribió en la era de mil trescientos cuarenta y cinco, y que algún curioso raspó una de las CCC, a fin de darle mayor antigüedad." Nosotros no conocemos escritor alguno, a no ser Janer, que difiera de esta opinión. El hace basar su argumentación sobre un descubrimiento que hizo en el códice, y del que vamos a dar cuenta en seguida.

   En la edición de Sánchez y en otras copias del Poema, termina éste con las siguientes palabras, que Bello y Sánchez ponen en boca del copista:

   Sánchez y los demás que han copiado el original han suprimido las palabras siguientes, y que son las que subrayamos. El manuscrito, tal como lo ha copiado Janer, termina así: Per Abbat le escribió en el mes de Maio en éra de mill e CC XLV annos es el romanz Fecho: daí nos del vino si non tenedes dinneros camas podré, que bien vor lo dixeron labielos.

   Janer da grande importancia a su descubrimiento, y cree que él puede servir de clave para descifrar el enigma de la raspadura y para fijar la época de la composición del Poema. "Como el códice, dice Janer, tiene indicios de ser copia de otro anterior, por más que sea el único conocido, ¿no podría el copista, si lo fue Per Abbat, indicar, como lo hace, la fecha de la composición del Poema, por leerla en el original que tenía delante? Y siendo así, ¿no podía haberse equivocado el copista, sabiendo que vivía cíen años después, y raspase una C escrita inadvertidamente, para dejar la fecha verdadera, con lo cual aparece un blanco raspado que tanto ha dado que presumir a los críticos?"

   Bello no tuvo a la vista la edición de Janer: si la hubiera tenido, aunque quizá no hubiera variado de opinión, nos hubiera dado alguna explicación satisfactoria.

   Decimos que hubiera permanecido en su opinión, como se mantuvo en ella, no obstante ser opuesta a la de escritores que son autoridades en la materia. Bello anduvo en la verdad, y pronto veremos corroborada su opinión por el sabio alemán cuyo dictamen es hoy más respetado en lo tocante al manuscrito original del Poema.

   Respecto a la época en que fue compuesto, están de acuerdo, con pocos años de diferencia. Tícknor, después de fundar su opinión en la de los escritores a quienes más fe se puede prestar en el asunto, lo suponen escrito, cuando más tarde, en el año de 1200.

   Nosotros añadiremos a los autores que cita Tícknor a Mr. Dozy, que participa de la opinión general. Bello se separa un poco de ella, y supone compuesto el Poema en el primer cuarto del siglo XIII: la diferencia es de poca importancia, y por eso confundiremos su opinión con las demás, mas no sin apuntar los argumentos que hace para corroborar la general creencia, pues no dejan de ser originales y bien urdidos.

   La primera señal que da Bello para conocer y fijar la antigüedad del Poema es la revisión de documentos muy antiguos, en que se citan cantares alusivos al Cid. Descubrió en la Crónica latina de Alfonso VII, escrita en la segunda mitad del siglo XII, un pasaje que hace mención de que las hazañas de Ruy Díaz eran celebradas en cantares, y que a éste se llamaba comúnmente Mío Cid.

   Quizá por no cansar, no quiso Bello mencionar otra circunstancia a que pudo aludir, que se encuentra también en la Crónica, y que hace conocer que la historia, según la trae el Poema, corría ya en tiempo de la Crónica, y es éste el pasaje que se encuentra poco después del citado:

   El Poema repite a cada paso que este Alvarus, que no es otro que su Alvar-Fañez, era el segundo del Cid.

   Debe concluirse de las alusiones de la Crónica latina, que se cantaban las victorias de Ruy Díaz y se le daba el título de Mío Cid, con que lo nombra a cada paso el Poema, desde la segunda mitad del siglo XII, por lo menos.

   Bello no afirma que el Poema que ha llegado hasta nosotros sea precisamente uno de aquellos a que alude la Crónica de Alfonso VII; supone que desde el siglo XII hubo muchos Cantares o Gestas, inspirados por el Cid, que son variantes de un mismo original, pues los trovadores y juglares las iban acomodando a su manera; y que una de esas Gestas o Romances es lo que se ha encontrado escrito en San Pedro de Cardeña.

   Otra prueba que aduce Bello de la antigüedad del Poema es la que se saca del lenguaje.

   Bien sabido es que la o breve latina se diptonga en las lenguas romances ante una consonante simple, y da en italiano uo; en válaco ou; o, u; en español ue, en provenzal, o, ue, uo; en francés eu, o, etc. 7.

   Siguiendo únicamente el español en el modo como se fue romanceando, se ve que mientras más vocablos se conservan con la o latina, que poco a poco se ha convertido en ue, es más antiguo y está más unido a la lengua madre.

   En El Poema del Cid es común que palabras como fuerte, muerte, se encuentren escritas morte, forte, lo que lo hace acercar al latín, y le da, por consiguiente, antigüedad incontestable.

   Puede objetarse que así como se encuentran muchas palabras en El Poema del Cid que aún conservan la o breve latina, también hay muchas otras en que ya se ha convertido en ue.

   Bello sostiene que gran número de las palabras en que ya se encuentra el diptongo lo tienen equivocadamente, debiéndose siempre considerar que fueron escritas en la composición del Poema con o; que aunque encontremos, por ejemplo, fuer y fuert debe leerse for y fort, porque la asonancia que viene en la o lo exige así. Y prueba que los copiantes daban a las palabras la pronunciación contemporánea, modernizando la lengua y haciendo desaparecer la asonancia en muchos pasajes del Poema. Diez, que escribió después de Bello, y cuya opinión es la más respetable, dice, corroborando la de nuestro escritor (página 150): "en El Poema del Cid la asonancia obliga muy frecuentemente a pronunciar ue como o. Pueden, por ejemplo, como poden."

   Suprimiendo el diptongo y poniendo o en su lugar, como da derecho a hacerlo la conservación de la asonancia en el Poema, queda probado que éste fue compuesto antes de la diptongación de la o.

   Otra razón que da Bello para colocar la Gesta del Cid en el año 1200, es que contiene muchos y manifiestos errores, tales como la introducción de los Infantes de Carrión y otras fábulas no menos falsas, errores que no hubiera cometido el autor si hubiera hecho el Poema inmediatamente después de la muerte del héroe, y para esto hace patente que "las tradiciones fabulosas no nacen ni se acreditan de golpe, mayormente aquellas que suponen una entera ignorancia de la historia auténtica, y que se oponen a ella en cosas que no pudieron ocultarse a los contemporáneos o a sus inmediatos descendientes". Es, pues, forzoso hacer mediar un siglo entre la muerte del Cid y la composición del Poema, para que hubieran podido tener cabida en él, por el transcurso del tiempo, todos los errores y fábulas que contiene; fábulas que se van inventando, divulgando y arraigando a medida que va alejándose la época en que han tenido lugar los acontecimientos. Sobre la vida de Carlo Magno y sus paladines, por ejemplo, se han inventado, después de muertos, mil patrañas y portentos que no se repitieron ni divulgaron mientras hubo testigos de los hechos.

   Habiendo muerto el Cid en el mes de julio, según Dozy, o en mayo, según Janer, del año de 1099, y dejando pasar un siglo para la composición del Poema, queda colocado en el año de 1200, como muchos otros argumentos e investigaciones lo comprueban.

   Al dar por terminada la cuestión de la época en que se compuso el Poema, cita Bello un dictamen de D. Rafael Floranes sobre la fecha de la Gesta y sobre su autor. Dice el señor Floranes que en el repartimento de Sevilla se nombra un tal Per Abbat, sujeto que muy bien pudo ser el autor de la composición; según este dictamen, que Bello rechaza, Per Abbat no es el nombre de un mero copista sino del autor; y el manuscrito lleva la fecha de la composición, no la de la copia.

   Por sobre estas dos respetables opiniones, y además de que hay fuertes motivos para vacilar, Bello se mantiene en su opinión, atrincherado en que escribir no significó nunca sino copiar. Los que han dicho la última palabra respecto de la fecha del manuscrito y de la composición han venido a corroborar por otros caminos la opinión de Bello.

   El alemán Foll Müller, que ha hecho la última edición del Poema, probablemente la más esmerada, y cuyo dictamen es hoy en el asunto el primero a que debe atenderse, dice que el carácter de la letra del manuscrito pertenece a 1345. Luego, trayendo en apoyo de esta opinión otra tan respetable como la suya, aduce el dictamen del sabio Baist, que ha examinado por sí mismo el manuscrito y que asegura que por el carácter de la letra la última fecha que hemos asignado a éste es todavía demasiado antigua, y que por esa prueba el manuscrito no puede colocarse sino a mediados del siglo XIV.

   Estas respetables opiniones han venido a fijar definitivamente la cuestión y a dar la palma a Bello sobre Riscos, Floranes y Janer, quienes tuvieron más medios que él para averiguar la verdad del hecho.

   En el número III del prólogo fija Bello el lugar que corresponde al Poema entre las composiciones de la Edad Media, declarando su sentido sobre el mérito poético de la obra, y emitiendo dictámenes luminosos y originales sobre su estructura, o sea su parte métrica, camino que tomó para fijarle ese lugar. Como nosotros tocaremos esa cuestión al dar idea de la tercera parte de esta obra, dejaremos para cuando expongamos el juicio de ella, el manifestar el nuéstro, en lo concerniente a este punto que es digno de la mayor atención.

   Finalmente, en la última parte del prólogo, después de indicar el procedimiento seguido para hacer descubrimientos relativos a la buena interpretación de algunos pasajes y para poner en claro puntos dudosos, advierte que respecto a la ortografía ha hecho algunas enmiendas que se reducen a escribir c por ch, j por i, ll por l, ñ por n o nn, asegurando que ha sustituido arca, ojos, lleno, a archa, oios, leno, porque estas dicciones "no han sonado nunca de este segundo modo". Respecto de la ch y de la ll nada objetaremos; no así en lo que toca en la j: creemos que la sustitución de la j por la i no es corriente, pues los vocablos que escribe Bello para que se pronuncien como se leen hoy, no sonaban así cuando se compuso el Poema, sino del modo como Bello asegura que no han sonado nunca.

   Por la aseveración de Bello se deja entender que el sonido que hoy tiene la j, lo tenía desde la formación de la lengua. Nosotros vamos a probar lo contrario.

   Para que aquello sea posible, es forzoso en primer lugar que el castellano hubiera tomado tal sonido de algunas de las lenguas que entraron en su formación: del latín, del vasco, del gótico o del árabe. El latín no tiene aspiradas, ni el gótico aspiradas guturales propias; tampoco pudo tomar tal sonido del vasco, pues esta lengua no lo conoce sino en palabras tomadas del castellano; finalmente no lo tomó del árabe, porque la ch árabe de esta lengua tiene un sonido palatal, y la j española otro gutural, y además la ch árabe está siempre representada en nuestra lengua por la consonante labial f, que se ha convertido luégo en h como la f latina 8.

   Mucho podríamos decir sobre este asunto, pues se ha escrito sobre él de acuerdo con nuestro dictamen. Con todo, a las que se han hecho agregaremos esta observación:

   En el epitafio cuadrilingüe de San Fernando se encuentra la palabra jaen escrita en español y en latín con i; y en árabe con djim; pero como no hay letra para representar este sonido en hebreo, tuvieron que usar la combinación gi y escribieron giem. Si la palabra jaen se hubiera pronunciado tal como hoy se pronuncia, es decir, si en ese tiempo hubiera habido j aspirada, hubieran representado ese sonido en hebreo, una vez que esta lengua sí lo tenía, con una aspirada como en árabe.

   Monlau, en el vocabulario gramatical, cita una opinión de López de Velasco (escritor del siglo XVI) en apoyo de la que antiguamente no había j aspirada en castellano, "y así, dice Velasco, maiestas, en latín con i, y majestad en romance con g, se leen de una misma manera". Dando por terminada esta cuestión, haremos algunas observaciones más respecto del uso antiguo de la j en lo escrito.

   En una memoria compuesta por don León Galindo y de Vera, premiada por la Real Academia Española, que lleva por título Progreso y vicisitudes del idioma castellano en nuestros cuerpos legales desde que se romanceó el Fuero Juzgo hasta la sanción del Código Penal que rige en España, prueba que en tiempo del traslado del Fuero Juzgo no se usaba la j y que no ha encontrado sino 35 palabras escritas con esa letra, y aun ésas se encuentran otras veces escritas con i. La falta de fijeza en el uso de la j y de la i en lo antitiguo, hace pensar, o que la j y la i eran una misma letra, o lo que es más probable, que la j representaba un sonido antes de una vocal, tan parecido a la i que la atrasada ortografía de la época no hace diferencia entre una y otra letra.

   Puesto caso que la i y la j fueran una misma letra y representaran ambas un mismo sonido, éste tenía que ser el de la i, pues las palabras escritas como miior, pueden leerse si la letra que está después de la m suena como i, pero no si sonara como nuestra j.

   Siguiendo las observaciones del señor de Vera, copiamos de él lo que va a leerse: "En lugar de la j usaba la i y la y indistintamente, aunque más la primera que la segunda."

   Razón de más para juzgar que si la j y la i representaban un mismo sonido, éste era el de la i, pues que esta letra equivalía a la y.

   Respecto de la y no hay dudas, pues podemos juzgar del sonido que representaría en palabras como ynfantes, mayor, que deben leerse como se leen hoy.

   Tenemos, pues, que el sonido de la j aspirada no existía en los primeros tiempos del castellano.

   Que si la j y la i tenían igual valor, era el de la i, no el de la j; y por consiguiente, que las palabras que se encuentran en el Poema del Cid con j o con i deben leerse como si estuvieran escritas con y, y finalmente, que la aseveración de Bello de que la palabra oio, por ejemplo, no sonó nunca como está escrita, es inexacta, habiendo debido Bello cambiar más bien la j por la i si quería dar al Poema un carácter de propiedad presentándolo del modo como fue compuesto, que es el objeto principal que se propuso en la tercera parte de su obra.

   En la que hemos llamado segunda, copia Bello la Crónica del Cid para que quede más completa la historia del héroe, pues el Poema empieza a contar su vida desde su destierro solamente.

   Hemos dicho que después de la Crónica siguen notas aclaratorias y extensas; empero, sería sobrado largo dar razón del contenido de cada una de ellas, por lo que hemos escogido darlas sólo de la primera; ya porque versa sobre un punto más importante que las enunciadas después, ya porque Bello se separa en este lugar de las opiniones de uno de los que mejor y con más erudición han escrito sobre el Cid y sobre los documentos de donde puede tomarse su historia: quiero hablar de M. Dozy, otras veces por nosotros citado. En la primera nota a la Crónica entra Bello a informarnos de los documentos que han podido servir para componerla, sugiriendo suposiciones sobre épocas y autores.

   Como son varios los documentos que se supone tuvo a la vista quien firmó la Crónica del Cid, deberemos nosotros exponer antes lo que Bello infiere de cada uno de ellos: empezaremos por dar noticia de la Crónica General de España, que es el principal de los elementos de la Crónica del Cid.

   La Crónica General de España es una historia que se empieza por la creación del mundo y el diluvio y se termina con la muerte del Rey Fernando de España, acaecida en el año de 1252. Se compone de cuatro partes; el autor de las tres primeras es, a no caber duda el Rey don Alfonso el Sabio. Al terminar la parte tercera hay una nota del editor, que lo fue el maestro Florián de Ocampo, quien dice que él puede dar razón del autor de las tres primeras; mas que habiendo muerto el Rey al llegar a este punto, nada cierto manifiesta sobre el autor ni la procedencia de la cuarta parte.

   Como esta Crónica es uno de los más antiguos documentos, y según algún escritor el más antiguo de los escritos en prosa castellana, y como precisamente la cuarta parte es la que da razón de los hechos y vida del Cid, la circunstancia de no tener autor conocido ha suscitado controversias, opiniones varias y conjeturas entre los que han escrito sobre el famoso don Rodrigo.

   Una de las fuentes que sirvieron para formar la cuarta parte de la Crónica General es una historia de origen árabe, a todas luces. Así lo comprueba entre otros M. Dozy, demostrando con ejemplos concluyentes y copiosos que hay locuciones, giros y modismos en la Crónica, enteramente árabes y aun de árabe muy castizo y propio, lo que da derecho para pensar que un trozo de la Crónica, especialmente el lugar en que se cuentan los sucesos relativos al sitio y toma de Valencia por el Cid, es traducido de alguna relación originariamente árabe.

   A mayor abundamiento, el Cid de la cuarta parte de la Crónica no es el Cid, siempre leal, siempre noble, siempre humano de las canciones y romances; es un monstruo sin piedad, que hace quemar en un día diez y ocho valencianos hambrientos, y que hace despedazar a otros como perros. El Cid allí retratado no es aquel de quien se hubiera podido decir: Deus! con se joignent en lui bel cuers de lion e cuers de'aignel. Es el Cid de las historias árabes.

   Da por sentado Bello que de una relación árabe o valenciana, como la seguiremos llamando, se han tomado datos tanto para la Crónica del Cid como para la Crónica General de España que él transcribe en su obra; y por lo tanto, en ambas crónicas pueden rastrearse las huellas del autor de la historia árabe.

   Tres pasajes de la crónica dan luz a Bello para descubrir el autor de esa historia:

   Un trozo de la Crónica del Cid, manuscrita, y que decía:

   "Entonces un moro Aben-Fax que escribió esta crónica en arábigo en Valencia puso cómo valían las viandas." Este otro de la misma Crónica:

   "La historia que compuso Aben-Alfanje, un moro sobrino de Gil Díez, en Valencia."

   Y este de la Crónica General:

   "Según escribe la historia que de aquí adelante compuso Aben-Alfarax, su sobrino de Gil Díez, en Valencia."

   Para Bello el Aben-Fax de la primera cita, el Aben-Alfanje de la segunda y el Aben-Alfarax de la última son una misma persona, cuyo nombre ha sido escrito de diferentes modos.

   Para dar mayor verosimilitud a la idea de que este personaje pudo ser el autor de la Relación Valenciana, hace presente que, según aparece de esa misma relación, un Aben-Alfarax tuvo gran parte en los negocios de Valencia como lugarteniente del Cid, y que por consiguiente nadie pudo hallarse en mejor situación que ese sujeto para dar noticia de los acontecimientos de Valencia.

   Dice Bello no haber tenido a la vista la Crónica General. Como nosotros sí la tenemos y como es un documento más importante que la Crónica del Cid, vamos a manifestar lo que puede sacarse de ella para aclarar las citas y las opiniones de Bello en lo concerniente al autor de la Crónica Valenciana.

   La General da también noticia circunstanciada del precio a que se pusieron las viandas en una ocasión en que la ciudad entera estuvo atacada por el Cid. Mas no da cuenta de quién sea el autor del dato. Leemos "e puso entonces la vianda en Valencia el cafiz del trigo diez e ocho maravediz, etc."

   Cierto que no lejos de estas líneas se encuentra el nombre de Aben-Jaf (sujeto de quien daremos razón en seguida), pero nada tiene que ver este nombre con el de que da noticia del precio de las viandas. Bien pudo ser que al pasar este dato a la Crónica del Cid en que se nombra al Aben-Fax o Aben-Jaf hubiera confusión. Del Aben-Alfarax a que se refiere la segunda cita se habla muchísimo en la Crónica, pero no hemos encontrado el pasaje que cita de la Crónica General en que se nombra a Aben-Alfarax como autor de la relación.

   Este Aben-Alfarax mencionado por Bello y del cual dice la Valenciana haber tenido gran parte en los negocios de Valencia, está muchas veces nombrado en la Crónica y desempeña empleo semejante e idéntico papel al que le asigna Bello.

   Encontramos en la Crónica General que en cierta ocasión en que hubo el Cid de ausentarse "Dexo en Valencia sus mayordomos que le guardasen lo suyo e que cogiessen aquel tributo que le daban: un su alguazil era y que avíe nombre Aben-Alfarax".

   Háblase en la Crónica de un Aben-Jaf cuya historia y empleo se nos da a conocer allí menudamente, pero que no sólo no es el mismo Aben-Alfarax, sino que es enemigo del Cid y de su alguacil Aben-Alfarax, a quien tuvo preso.

   Para hacer notar la diferencia entre estos dos personajes que Bello cree son uno mismo, bastará poner a la vista lo que dice en un lugar de la Crónica. "E Aben-Jaf entendió como Aben-Alfarax non queríe pasar a él."

   Este Aben-Jaf que supone Bello autor de la Relación Valenciana, y no puede ser otro, pues en la Crónica no hay más que éste con tal nombre, es Alcalde de Valencia, adversario del Cid y personaje importantísimo en los sucesos de Valencia, anteriores y posteriores a la entrega de la ciudad.

   Aunque el nombre de Aben-Alfarax, el alguacil y amigo del Cid, está escrito de diferentes modos en la Crónica, siempre se da en ella alguna señal para que no haya equivocación respecto de su personalidad. Aben-Alfarax, Ben-Alfarax, Aben-Farach son siempre una persona misma, alguacil según la Crónica General, o lugarteniente del Cid, como piensa Bello.

   Aben-Jaf el Alcalde enemigo del Cid, sí está nombrado siempre de un mismo modo; por tanto, no hay que pensar en que estos dos nombres pueden ser uno mismo, por más que se equivocaran los copistas y por más variaciones que se introdujeran en los nombres propios.

   Como hemos apuntado, en una de las citas que trae Bello se lee "La historia que compuso Aben-Alfanje, un moro sobrino de Gil Díez en Valencia", de lo que se deduce que el tal Aben-Alfanje o Aben-Alfarax que compuso una historia era sobrino de Gil Díez. Del Aben-Alfarax de que habla la Crónica, no se sabe fuera sobrino de nadie, aunque sí se sabe que tenía uno, bien que ignoramos cómo se llamaba; así lo manifiestan las palabras: "E enviaron a un Castiello que dizien Segorve, muchas bestias cargadas de haver, e de sus riquezas con un sobrino de Aben-Alfarax."

   De la Crónica General aparece que hubo efectivamente un Aben-Jaf y un Aben-Alfarax, pero que ninguno de estos dos personajes, alcaide de Valencia, matador del Rey moro y condenado a ser apedreado por ello el uno, alguacil y amigo del Cid, a quien prestó grandes servicios, el otro, fuera autor de historia alguna. Añadiremos que nos hemos encontrado en la Crónica General el Aben-Alfanje de uno de los lugares citados.

   Avanza Bello una conjetura, a nuestro parecer muy bien fundada, en lo relativo al origen de la relación árabe que ha servido de fuente para componer la Crónica del Cid (que es la que que él conoce), de que ha debido de haber más de una historia árabe de donde se hayan tomado datos para formar la historia del Cid en algunos escritos de los que han llegado hasta nosotros; y se funda en que junto a pasajes bien contados, que tienen todos los visos posibles de verdad y de conocimiento de los hechos en quien los ha relatado, hay otros que traen fábulas y mentiras; que por tanto es forzoso creer que, además del autor contemporáneo árabe, hay otro que tomó el mismo nombre de aquél, el cual, mucho después de la muerte del Cid, hizo acopio de las leyendas fabulosas originadas de las tradiciones del pueblo; y las dio a luz con el mismo nombre del escritor contemporáneo al Cid más verídico y digno de crédito en su historia que los demás que dieron cabida en las suyas a cuentos maravillosos y a las insustanciales hablillas del pueblo.

   Hemos dicho ya que Bello no tuvo a la vista la Crónica General, y por consiguiente para su argumentación tuvo que apropiarse datos esparcidos en las relaciones y conjeturas que se han hecho sobre la vida, historias y hechos del Cid.

   Tomó Bello nota, por lo que otros autores dicen, de que en la Crónica General se lee que en el sitio de Valencia subió un sabio moro a una torre y pronunció unas razones que han sido traducidas luégo al lenguaje de Castilla. Supo también que, conquistada Valencia, pidieron al Cid los valencianos que les pusiera un alcalde, y que entonces el Cid les dio por tal al autor de La Lamentación, llamado Alfaraxi.

   Este es el texto:

   "Ellos cuando esto oyeron plogóles mucho: e pidiéronle merced (al Cid) que pussiesse su alguazil: e que les diesse por un alcayde a un su alcayde que havie nombre Al-Hugi: este fue el que hizo los versos, según que lo cuenta la historia. E después que el Cid fue assossegado en la cibdad de Valencia, se convirtió este moro e fizol el Cid cristiano así como la historia vos lo contará adelante."

   Este autor de los versos o de la Lamentación sobre Valencia, cuyo nombre está escrito aquí Al-Hugi, puede leerse Alfaraxi, pues más adelante lo llama así la Crónica.

   Refiere la del Cid, además (y esta la vio Bello), que un moro llamado Alfaxati, que para el caso lo mismo vale que Alfaraxi, muy amado del Cid, se convirtió y recibió en el bautismo el nombre de Gil Díez.

   Háblase también en la Crónica del Cid de una historia que "Aben-Alfarax o Aben-Alfanje, su sobrino de Gil Díez, compuso en arábigo en Valencia".

   Muchos han supuesto que el Alfaraxi de La Lamentación, convertido después y llamado Gil Díez, según el pasaje de la Crónica del Cid no há mucho mencionado, es el mismo Gil Díez de quien tanto se habla en la Crónica General, en la parte que relata los últimos días del Cid.

   En resolución: de estas noticias, de los pasajes que Bello mismo ha encontrado en la Crónica del Cid, y de los que han llegado a su conocimiento porque otros autores aluden a ellos, saca Bello en limpio que hubo un Aben-Alfarax (que, como ya dijimos, no sabemos cuál pueda ser), autor de los manuscritos árabes a que se ha dado el nombre de Relación Valenciana, por tratarse en ellos cosas relativas a la ciudad de Valencia, y de donde se han tomado muchos datos para la cuarta parte de la Crónica General de España. Bello rechaza la opinión de que Alfaraxi, llamado también Al-Hugi, autor de La Lamentación y convertido luégo al cristianismo, sea el Gil Díez de la Crónica General. Supone que el verdadero Aben-Alfarax, que para él es autor de la relación, tuvo un tío llamado Alfaraxi, autor de La Lamentación, y que esta lamentación fue insertada luégo en las memorias de su sobrino.

   Resignémonos a ignorar quién fuese el autor de las memorias árabes, y veamos de qué otras fuentes se ha tomado la cuarta parte de la Crónica General, que es la que a nosotros interesa.

   Fuera de la Relación Valenciana, la Crónica misma declara que ha consultado las crónicas latinas de Rodrigo de Toledo y de Lucas de Tuy.

   Y aunque no lo dice la Crónica, puede probarse que muchos hechos históricos de los que ella contiene han sido tomados, con ligeras variaciones, de Cantares y Gestas, entre las cuales puede ocupar el primer lugar la del Mio Cid.

   Para rectificar esta opinión, basta leer algunos trozos de la Crónica, por ejemplo, la que refiere el destierro del Cid y los hechos siguient es, y se verán referidos casi con las mismas palabras de la Gesta, con las mismas repeticiones, con las propias construcciones y con los errores mismos. Y aun en muchas partes no se ha tenido cuidado de suprimir la asonancia, las cadencias y demás caracteres del verso.

   Tales son los elementos de la Crónica General, ensartados y revueltos sin discernimiento ni criterio.

   Sobre los elementos que han entrado a formar la Crónica, no hay controversia, y por eso no nos explayaremos en este lugar; pero como sí la ha habido respecto del autor o compilador o sobre quien sea el traductor de la historia árabe, deberemos detenernos a poner a la vista las diferentes opiniones.

   Bello da crédito a la versión de Florián de Ocampo, el cual conjetura que la cuarta parte sería primeramente trabajada y escrita a pedazos por otros autores antiguos, y sin que los que las recopilaron después hubieran hecho más que colocarlos por su orden sin aliñarlos, ni pulirlos, ni poner otra diligencia en ellos.

   Niega Bello la posibilidad de que la tal traducción haya podido ser hecha por don Alfonso el Sabio, pues no es creíble, dice, que un príncipe que tanto esmero y cuidado ponía en cuanto salía de su pluma, hubiera hecho una traducción del árabe tan reconocidamente mala como la de la relación arábiga, inserta en la obra empezada por D. Alfonso.

   Sin detenernos en conjeturas, asentaremos la que forma Bello como más próxima a la verdad en este particular, y es que el Rey Alfonso no tradujo la relación arábiga, sino que tenía reunidos todos los materiales para formar la cuarta parte de la obra, y antes de empezarla lo sorprendió la muerte, como a Arquimedes, arrancándolo a sus meditaciones y labores de sabio.

   Todo lo antedicho hemos tenido que declarar para poder decir con claridad de los materiales, de la antigüedad y del origen de la Crónica del Cid, transcrita por Bello en su obra. Los tres puntos que dejamos escritos son el asunto principal de que trata la nota primera de la Crónica.

   Respecto de los materiales de que se ha compuesto la Crónica susodicha, o sea de las historias de que ha sido formada, la discusión es inoficiosa, pues bien sabido es que la del Cid está principalmente calcada sobre la Crónica General: la conformación de los hechos y la identidad del lenguaje no dejan duda de la verdad de esta idea. Sin embargo, en algunos pasajes se aparta de la General por ignorancia o por capricho. Hay, con todo, un autor que, estando citado en la Crónica del Cid, no lo está en la General, lo que da a entender que su autor tomó datos de alguna historia que no entró en los materiales de la Crónica General.

   Esta es la única fuente que no es común a ambas Crónicas; por lo demás, todo cuanto hemos dicho acerca de los autores, escritos, relaciones y gestas de que hemos hablado al tratar de la General, puede aplicarse a la Crónica del Cid, una vez que no hay diferencias sustanciales entre una y otra y que ésta se tomó de aquélla.

   Se tiene conocimiento de la Crónica del Cid porque el Padre fray Juan de Velorado, abad del monasterio de Cardeña, la dio por primera vez a la estampa en Burgos, en el año de 1523. Bello no conjetura quién fuera el autor de la Crónica, sólo sí niega que el Padre Velorado lo fuera de algunas interpolaciones y enmiendas con que la Crónica salió a luz.

   Observa que, según la letra, puede fijarse a mediados del siglo XIV la época de la composición, lo que para él está comprobado con el voto de autoridades respetables.

   Veamos ahora pareceres contrarios a los de Bello y especialmente los de M. Dozy, que, como Bello mismo dice, es uno de los mejores escritores entre cuantos han contado y puesto en claro la historia del Campeador.

   Expongamos de una manera concreta, y en el orden cronológico en que los hemos enumerado, los puntos en que Bello opina de un modo diverso a M. Dozy. Son éstos: Autor de la Relación Valenciana árabe. Traductor de esa Relación. Materiales e importancia de la Crónica del Cid.

   Probando Dozy que el relato de la Crónica ha sido tomado indudablemente del árabe, da entre otras muchas pruebas la de que la relación de la Crónica está perfectamente de acuerdo con los autores árabes más antiguos y dignos de fe. Agrega que hay muchos hechos, nombres propios poco conocidos, detalles topográficos y palabras, que se encuentran frecuentemente en los historiadores árabes de la época, y termina por manifestar que la historia árabe en que ha encontrado mayores puntos de analogía, más semejanza y congruencia, es en la excelente crónica árabe llamada Kitâb-al-ictifâ, que fue compuesta en la segunda mitad del siglo XII por un faquí africano, que lleva por nombre Ibn-al-Cardebous.

   Entre los muchos puntos de contacto de la Crónica árabe y la cristiana, haremos conocer tan sólo la que pone al fin, y es que las señales que dan estas dos obras sobre las tropas o partidos del Cid y de Alvar-Fañez son exactamente unas mismas; "esas tropas, dice la Crónica General, dan un moro por un pan o un vaso de vino", y la misma frase se encuentra en la relación árabe.

   No obstante lo fuerte de la sospecha, Dozy no se atreve, y con razón, a dar por cierto que esta Crónica árabe sea la que está traducida en la española; ni a dar, por consiguiente, como autor de la Relación Valenciana al Ibn-al-Cardebous. Reflexiona que el árabe que la compuso debió estar en Valencia en tiempo del sitio de aquella ciudad y de los demás acontecimientos tan minuciosa y exactamente narrados en la relación; y el autor de la Crónica árabe citada no lo estuvo. Echa de ver entonces que la historia es verdadera hasta la prisión de Aben-Jaf, que nosotros hemos nombrado en otro lugar (y que Dozy escribe Ibn-Djahhaf); nota, además, que la muerte de este hombre está contada de una manera muy singular, y que la ley musulmana (de que habla la Crónica) que lo condena a ser apedreado por haber muerto a su Rey, no se encuentra en ninguna parte. El suplicio de Aben-Jaf no está contado, y la relación española se sirve, de este punto en adelante, de memorias cristianas. Todo esto da derecho para conjeturar que el autor de las memorias árabes murió junto con Aben-Jaf; una vez que la relación árabe varía y está cortada en este punto. Y efectivamente, entre aquellos infelices que fueron quemados el mismo día de la muerte de Aben-Jaf, se encuentra un hombre de letras que había desempeñado el empleo de Secretario del Visir apedreado, y que se llamaba Abou-Djafar. Puede echarse de ver que la relación árabe está redactada con la más elegante dicción, como compuesta por un literato.

   "¿No podría suponerse, concluye M. Dozy, que el Secretario de Aben-Jaf, muerto el mismo día que él, y literato, sea el autor de la relación traducida en la Crónica?"

   Para echar por tierra el supuesto que surge del pasaje de la Crónica del Cid que hemos citado, en que se dice que un tal Aben-Alfanje fue el autor de la reclamación, bastará poner de manifiesto que si tal pasaje se encontrara en la Crónica General, podría tener algún viso de verdad. Pero no encontrándose, como no se encuentra, esa aserción, sino en una crónica de origen árabe, en que la relación se halla interpolada no lejos del pasaje de Aben-Alfanje con las siguientes palabras que ha advertido M. Dozy: "Pero Nuestro Señor Jesucristo no quiso que fuera así", merece muy poco crédito.

   La conjetura de Dozy respecto del autor de la relación arábiga tampoco satisface. Si pudiera averiguarse que entre la Relación Valenciana y la Crónica árabe, que dice M. Dozy tener tantos puntos de contacto con la española, hay rasgos de semejanza bien característicos, habría fuertes presunciones para creer que todas las historias arábigas y españolas han tenido una misma fuente en lo que toca a los hechos de Valencia en tiempo del Cid. Esto sería un camino menos tortuoso para averiguar la verdad.

   No rechaza Dozy, como Bello, la opinión de que Alfonso el Sabio fuera el traductor de la Crónica Valenciana; para cimentar este juicio arguye Dozy que el Rey la aceptó con entusiasmo por ser hostil al Cid, lo que a primera vista parece razón para que el Rey no la prohijara. Hé aquí lo que responde M. Dozy para fundar su aserto:

   "El Cid, siempre exaltado en los romances como rebelde y enemigo de la realeza; el Cid, tan caro a Castilla, porque triunfa del Rey que lo ha desterrado, es un enemigo de Alfonso, que debió holgarse al denigrar al representante ideal del noble castellano."

   Y explica lo malo de la traducción en quien tan propiamente poseía el árabe y el español, sospechando que el Rey quiso disfrazarse con un mal estilo, traduciendo literalmente la relación árabe con el objeto de que no pudiera acusársele de haber calumniado al ídolo de la nobleza, y esta es la causa de la disparidad de estilos en el autor de la Crónica General.

   Ticknor cree que don Alfonso fue el compilador de la cuarta parte de la obra. Pero las razones que da valen bien poco.

   Para Ticknor es concluyente el que en el prólogo se anuncie que la historia llegará hasta el tiempo del autor, lo que no tiene lugar sino en la cuarta parte; y muy bien pudo suceder que el Rey empezara el libro por el prólogo, o lo compusiera cuando ya llevaba algo adelantado de la obra, y la muerte no le dejara cumplir lo ofrecido.

   Habla Ticknor del Rey don Alfonso como compilador de la Crónica, no como traductor de historia alguna.

   Por esto y por ser un tanto aventurada la suposición de que don Alfonso tradujo una relación arábiga para deprimir a la nobleza, se debilita la conjetura de Dozy.

   El proceder que supone en el Rey haciéndose autor de una mala traducción para un fin político y por vengarse, es poco probable, atendiendo al carácter benévolo y poco astuto de don Alfonso; proceder, además, contrario a las costumbres de la época, tan poco diestra en golpes, ardides y sutilezas diplomáticas.

   La opinión de Bello es en este lugar la más digna de crédito, pues sin oponerse sustancialmente ni a la de Ticknor ni a la de Dozy, es la más lógica y natural. El no lo supone traductor, sino mero compilador de memorias árabes ya traducidas al castellano, que habían de servir, entre otros materiales, para formar la Crónica General que la muerte no le dejó concluir.

   Dozy manifiesta gran desprecio por la Crónica del Cid; dice que ella no es otra cosa que la parte correspondiente de la General, retocada y refundida arbitrariamente en el siglo XV, o cuando más a fines del siglo XIV, por algún ignorante; probablemente por un monje de San Pedro de Cardeña, y luégo vuelta a retocar y refundir a principios del siglo XVI por el editor Juan de Velorado.

   Para saber si fue o no retocada por el editor Velorado, hay un medio infalible: si la edición que se dio a luz en Burgos (por Velorado) está perfectamente igual al manuscrito original, no ha sido retocada por Velorado: pero si hay diferencia entre una y otro, lo ha sido indudablemente

   Berganza ha sido el único que ha hecho esta confrontación, y decide el punto diciendo:

   "Debo advertir que la Crónica del Cid impresa no está de acuerdo, en lo que concierne a ciertos detalles y capítulos, con la Crónica manuscrita; así no seguiré sino la que se halla en nuestros archivos."

   Este pasaje no deja duda, ni tiene más interpretación que la natural. Además, se sabe 9 que hay más diferencias entre la edición de Velorado y la Crónica General, que entre ésta y el manuscrito.

   Para que este trabajo fuera menos imperfecto deberíamos tomar una por una las notas de la Crónica del Cid, pues en cada una de ellas hay algo interesante y que podría ser objeto de estudio especial. Muchas de las conjeturas de Bello que se encuentran en estas notas se hallan corroboradas por autores alemanes, que son los que más se han distinguido en los últimos tiempos en la aplicación de la Filología a la Historia y de la Historia a la Filología. Como los asuntos de esta clase no pueden tocarse sino por extenso, nos vemos forzados a no considerarlos, por no dilatarnos extremadamente, dando tan sólo alguna idea de la tercera parte de la obra de Bello, que es para nosotros la más importante y la que demanda más tiempo y mayor acuciosidad y diligencia.

   No obstante que en varios pasajes del Poema es éste llamado Gesta, nombre que llevan también las composiciones de origen francés de la misma época, nadie había probado hasta ahora con razones concluyentes que este Poema perteneciera al género de las leyendas versificadas de los troveres, llamadas chansons, romans y gestes.

   El camino que tomó Bello para clasificar definitivamente el sobredicho Poema, lo llevó a hacer un descubrimiento del que se desprenden muchos otros, y lo indujo a emprender y llevar a cabo un trabajo sobre él, enteramente diverso de los que hasta ahora se habían hecho.

   ¿Cuál fue el norte de sus observaciones y la nueva vía que tomó? El estudio escrupuloso y bien dirigido de la parte métrica, o sea de la versificación del Poema.

   Hasta no ha mucho se había creído que ésta no estaba sujeta a regla alguna (salvo en los versos alejandrinos), que los versos eran caprichosos y bárbaros, sin que se pudiera conservar constantemente la armonía, ni mucho menos definirlos ni clasificarlos. La opinión de Dozy, que escribió antes y después de Bello sobre esta cuestión, da la medida de lo que se pensaba en orden a este punto:

   "Al principio, dice este autor, la poesía española no tenía un ritmo regular, y aunque se había procurado establecer cierta armonía y se observaban las cesuras hacia el medio del verso, no se contaban las sílabas. Para convencerse de ello basta echar una ojeada a la Canción del Cid ... En la Canción el número de las sílabas del verso es de ocho a veinticuatro."

   Tomando Bello por guía para averiguar este punto, no los ojos sino el oído, es decir, fijándose no en el número de sílabas, sino en la distribución de los acentos, pudo entresacar de un crecido número de palabras colocadas aparentemente sin ritmo determinado, un período sujeto a reglas; pudo fijar el límite de cada verso, clasificarlos todos y descubrir las reglas seguidas por su autor; clasificando los versos, clasificó el Poema, y restaurándolos, restauró el Poema en la parte métrica, y muchas veces aclaró el sentido de los vocablos.

   El único metro determinado que se había atribuido a las más antiguas composiciones en verso español era el alejandrino o de catorce sílabas, compuesto de dos hemistiquios; así se encontraban largos trozos en que la armonía parecía interrumpirse, a causa de que no se había observado que con el alejandrino se mezclan a menudo el endecasílabo y algunas veces el eneasílabo, observación que debemos a Bello.

   Bello descubrió, pues, que la Gesta del Mio Cid está escrita en diferentes metros, que él reduce a tres: el alejandrino, el endecasílabo y el eneasílabo, metros que, predominando en el Poema, se observan usados con igual frecuencia en los romances o gestas francesas.

   Facilísimo es echar de ver que el alejandrino es el que predomina en aquellas composiciones: basta leer la Vida de Santo Domingo de Silos, la Vida de San Millán, el Sacrificio de la Missa, Los loores a Nuestra Señora, el Libro de Alejandro, los Cantares del Arcipreste de Hita y el Libro de Apollonio, obras todas escritas en este metro, para hallar confirmada nuestra observación. Por un mismo tenor son hechos los versos españoles y los franceses que transcribimos a continuación:

   En español el último acento del hemistiquio debe caer también en la sexta sílaba, pero es indiferente que este acento pertenezca a una palabra aguda, llana o esdrújula, por no ser tales grupos de sílabas verdaderos hemistiquios o partes de un solo verso, sino verdaderos versos heptasílabos.

   Los ejemplos aducidos hacen patente la identidad en la estructura métrica de los versos franceses y los castellanos.

   Pero la observación de Bello más digna de nota es la de que en el Poema hay versos de nueve y once sílabas que también tienen sus correspondientes en los romances franceses.

   "El endecasílabo de los antiguos cantares, dice Bello, fue tomado del decasílabo de los troveres, que constaba de dos porciones que se me permitirá llamar hemistiquios, aunque de diferente número de sílabas. Para los franceses el verso en su forma normal, termina en agudo, para nosotros en grave; pero unos y otros contamos las sílabas hasta la acentuada, inclusive; y de aquí viene que un metro idéntico es para nosotros de ocho o nueve sílabas, cuando no es para los franceses sino diez u ocho. El endecasílabo, pues, de los troveres, constaba de dos hemistiquios, el uno de cinco sílabas, si termina en grave, o de cuatro, si es agudo; y el otro enteramente parecido al hemistiquio alejandrino. En castellano se verifica lo mismo."

   Bello aduce los ejemplos siguientes en confirmación de esta teoría:

   Nosotros agregaremos a los ejemplos que trae Bello algunos que hemos tomado de las gestas francesas más características, preferibles, además, por llevar sus correspondientes citas:

   Casi podríamos asegurar que es este uno de los metros predominantes en las chansons de geste francesas.

   Además de los citados por Bello, agregaremos estos ejemplos de versos castellanos tomados del Poema de igual construcción métrica:

   Veamos, por último, algunos versos eneasílabos de los que ha descubierto Bello en el Poema y que tienen sus semejantes en las gestas francesas:

   Agregaremos nosotros:

   Y este otro:

   Creemos con estos ejemplos haber hecho patente la identidad entre los versos de nueve, once y catorce sílabas de los versos franceses, y los del Poema del Cid. La semejanza entre las dos primeras clases de versos es la que realmente viene a señalar el lugar que debe ocupar el Poema del Cid entre las composiciones en verso de la Edad Media; en las de Berceo, por ejemplo, la versificación es mucho más regular y armoniosa que la del Poema, y allí no se encuentran sino versos alejandrinos, nunca de once o nueve sílabas: esta circunstancia sirve para establecer la diferencia entre una y otras composiciones, revela el origen francés del Poema, que no tienen las de Berceo, y arroja luz sobre su antigüedad.

   Otro de los puntos que pueden observarse para que se adquiera el convencimiento de que el Poema del Cid y los romances franceses pertenecen a una misma familia literaria, es el monorrimo asonante, tan frecuentemente usado en el Poema y propio también de las gestas francesas. Inútil sería hacer citas para corroborar la aserción de Bello; bastará para esto observar en el Poema los larguísimos trozos en que tiene lugar el monorrimo, de donde concluye Bello:

   "Si los castellanos compusieron en estrofas monorrimas, como los troveres, es de creerse que los unos imitaron a los otros."

   Guiados nosotros por el género de metro, hemos podido agregar una observación más que hace patente que las composiciones en que se hallan usados los versos de ocho, nueve u once sílabas son de origen francés o provenzal.

   Nos hemos fijado más especialmente en la poesía de este país, porque los trovadores provenzales han dado las primeras muestras de la literatura moderna.

   La Provenza, enriquecida por el comercio, dotada de una situación venturosa, que permaneció durante dos siglos sin experimentar ni extranjera invasión ni guerra intestina, gobernada por los príncipes nacionales que sólo pensaban en fomentar las bellas artes, ofreció cómoda cuna a la literatura; el trovador más antiguo que se conoce es el Conde Guillermo IX, Conde de Poitiers y de Aquitania. Estas circunstancias podrían hacer conjeturar que las canciones de los trovadores, tanto las amorosas como las narrativas, han tenido su origen en la Provenza.

   Antes que a Castilla, llegó la poesía provenzal a Portugal, echó numerosas y profundas raíces a causa de que la separación de las dos Cortes, motivada por la batalla de Aljubarrota, puso un dique a la corriente literaria de Castilla y abrió el camino a la poesía provenzal para llegar fácilmente al suelo portugués.

   La corriente literaria que venía de Provenza pasó a Portugal por conducto de la Corte de Aragón, en donde predominaba por completo aquella poesía, y pudo transmitirse fácilmente a la portuguesa por haberse estrechado las relaciones entre aquellas Cortes con los matrimonios del Rey D. Duarte y de D. Pedro con infantas aragonesas.

   El señor Coello, el filólogo brasilero, que ha tratado con lucidez estos asuntos, viene en nuestro apoyo a hablar de la preponderancia de la poesía de Provenza en Portugal. Hé aquí sus palabras:

   "La poesía provenzal adquirió en la corte portuguesa un ascendiente definitivo después que terminó la lucha con los moros por la conquista de Algarve. A consecuencia de esto vemos que D. Dinis (Rey de Portugal) tenía en aquella época relaciones estrechas con el sur de Francia, y estuvo aprendiendo a versificar con un erudito de Cahors; adoptando en sus composiciones el verso lemosino, o de diez sílabas."

   Precisamente de las poesías de D. Dinis es de las que vamos a hablar. Fastidioso sería probar, después de lo que hemos dicho, que sus composiciones son de origen enteramente provenzal, o sea francés; citaré, sin embargo, los versos del Cancionero, que dan a conocer que aquel príncipe trovaba como los provenzales y reputaba a los trovadores de aquel país dignos de imitarse:

   Y luégo:

   Veamos ahora los géneros de metro en que está compuesto el Cancionero.

   Encontramos en esta composición muchos versos de los de diez sílabas o de once de verso castellano, con acento en la cuarta, seguido de medio alejandrino.

   La lista de ejemplos que podríamos traer sería interminable, sobre todo de eneasílabos. Para no cansar con este asunto, estableceremos que encontrándose en el Cancionero de D. Dinis numerosos ejemplos de versos de ocho, de nueve, de diez, de once y más sílabas, son escasísimos los versos alejandrinos; cuando más suelen hallarse versos de siete sílabas, pero no formando alejandrino. Si encontramos de cuando en cuando versos como:

   No están precedidos ni seguidos de otros versos heptasílabos con los que pudiera formarse un alejandrino.

   Una vez probado que el Cancionero de D. Dinis es de origen enteramente francés, y que en él no se encuentran sino muy raras veces alejandrinos, podríamos sentar como regla general que las composiciones peninsulares en verso anteriores al siglo XV o XVI, son de origen francés, cuando en ellas predominan los versos de ocho, nueve, diez u once sílabas, más bien que los alejandrinos, y aquellas en que predomina el alejandrino no lo son. De esta teoría se desprende el que composiciones como el Poema del Cid, en que se encuentran con más frecuencia otros metros que el alejandrino, son de origen francés, lo mismo que el Cancionero del Rey D. Dinis; lo que no sucede con las cántigas del Rey D. Alfonso, no obstante que están escritas en gallego y a mediados del siglo XIV. Este es el tipo de las cántigas de D. Alfonso:

que pueden considerarse como alejandrinos.

   Fijando el lugar que corresponde al Poema del Cid, toca Bello, como por incidencia, un punto que no debemos olvidar, y es la libertad con que usaban los antiguos versificadores del hiato y de la sinalefa, de la diéresis y de la sinéresis. Esta observación tiene dos razones para ser interesante: la una que establece un punto más de contacto con las poesías antiguas francesas; la otra, que para quien tenga en cuenta esta libertad y procure descubrir dónde y cómo se ha usado de ella, es de suma utilidad, pues muchos versos del Poema en que no se llega a percibir el ritmo, acabarán por sonarle de una manera más armoniosa y regular. Esta observación llevó a Bello a hacer muchas enmiendas en el Poema para restablecer el verso, variando apenas la colocación de alguna palabra.

   M. E. Littré está de acuerdo con Bello respecto a la clasificación de los versos antiguos franceses. Después de asignar a las antiguas producciones de la poesía francesa el eneasílabo y el alejandrino: "Nuestro verso más antiguo, dice M. Littré, es el verso de cinco pies, es decir, de diez a once sílabas, según la terminación. Tiene dos acentos necesarios: el uno en la décima y el otro en la cuarta sílaba; este último es el que marca el hemistiquio."

   Como de los tres metros descubiertos por Bello, el de once sílabas con acento en la cuarta es el más difícil de encontrar y el más característico de los antiguos versos franceses, vamos a insertar íntegramente el juicio de M. Littré en lo que toca a esta clase de versos, porque corrobora el de Bello:

   "Cualesquiera que fuesen las facilidades de la rima, dice el autor francés, nuestros antiguos poetas las han aumentado todavía con las numerosas licencias que se permitían; modificando las vocales finales, cambiando las consonantes y añadiendo las sílabas... Los poemas de caballería están divididos en secciones de un número variable de versos; estas secciones han recibido el nombre de couplet y son monorrimas, costumbre que ha prevalecido en las canciones de Gesta."

   Esta cita y la anterior del autorizado M. Littré corroboran todas las opiniones de Bello respecto al modo de versificar de los troveres.

   Finalmente, Ticknor nos da la frase que ha servido de tema en esta parte de nuestro discurso, frase que expresa la misma idea de Bello: "La forma del Poema es igual a la de todas las chansons de Geste francesas."

   Réstanos aún dar alguna idea (y tenemos la certidumbre de que será deficiente) del plan que adoptó Bello en la última parte de su obra, del objeto que se propuso, de los medios de que echó mano para llevarla a cabo y del resultado que obtuvo.

   Después de que Sánchez descubrió y copió el manuscrito original que contiene el Poema, se han hecho dos clases de trabajos sobre él. Algunos se han propuesto aclarar cierto hecho histórico o dar más extensa noticia de puntos mal explicados o tergiversados en el Poema; otros, como el señor Damas Hinar, como Janer, como Foll Moller, se han propuesto especialmente hacer una copia del original tan exacta, que los que no vean el manuscrito se formen tan completa idea de sus menores detalles, que puedan hacer cuenta que lo han visto.

   En las dos partes que de la obra de Bello hemos recorrido, se hallan tratados asuntos y cuestiones tocados del mismo modo que lo han hecho los que lo han precedido y seguido, ocupándose en la parte histórica del Poema. El único trabajo que ha llegado a nuestras manos y que tiene algo de semejante al de Bello, es el de M. Littré, en la parte de su Histoire de la langue française que él llamó Etimología, Gramática, Corrección de textos.

   M. Littré toma pasajes de las gestas francesas en que haya alguna palabra que él cree impropia, y teniendo en cuenta la parte métrica del verso o por medio de la analogía, o de la etimología, la sustituye con la más adecuada o natural, y fija el verdadero sentido de la palabra, conjeturando que tal o cual giro, tal o cual frase, debería hallarse escrito de una manera diferente de como está en la Gesta original, procura corregir o restaurar giros, frases y vocablos.

   Tanto Littré como Bello se han propuesto presentar un Poema o una Gesta tal como salió de la boca o de la cabeza del compositor, estudiando aquellas variaciones que se han introducido en la composición primitiva al correr de boca en boca. Bello ha tenido el cuidado de estudiar los errores que pudieron cometer los poco hábiles copistas tergiversando en muchas partes el sentido del Poema por impericia o descuido. No puede decirse que sean exactamente de un mismo género el trabajo de Littré y el de Bello, porque tengan algunos puntos de semejanza. Littré toma unos pocos textos y discurre tan extensamente sobre ellos, que lo que él llama revisión de textos es más bien una base para alzar sobre ella el edificio de su obra. El trabajo que ha llevado a cabo revisando unos pocos pasajes, lo ha hecho Bello con toda la Gesta del Cid, procurando rehacerla y volverla a su primitivo estado. Para desempeñar su plan ha tenido que revisar con la mayor atención el Poema, verso por verso y frase por frase.

   No consiste este plan en hacer una fiel copia del manuscrito en que se halla el Poema; consiste, como hemos dicho ya, en presentarlo como debió salir después de compuesto, no como está ahora.

   Para restaurarlo, echó mano Bello de cuantos medios estuvieron a su alcance, tomando por guía de sus investigaciones, en primer lugar, la rima y la mejor distribución de los acentos, de tal manera  que, invirtiendo el orden de las palabras, resultara verso lo que antes no lo era, sin alterar el sentido; en segundo lugar, el contexto, introduciendo o variando períodos o frases que, según el sentido general, debían introducirse, suprimirse o variarse; en tercer lugar, el uso, modificando las palabras que los copistas habían modernizado y que están usadas impropiamente, atendido el estado de la lengua en la época en que se compuso el Poema. En una palabra, para restaurarlo hubo Bello de estudiar la geografía del territorio en que pasan los acontecimientos, a fin de llamar por su nombre los lugares citados equivocadamente; de comparar las crónicas y canciones, ya para corregir nombres de personas, ya frases que nada significaban en la relación, introduciendo otras que están más de acuerdo con la historia del Cid. Hubo, por último, de aplicar los conocimientos con que se había preparado, la lógica y el sentido común, a lo que la ignorancia, el capricho o el descuido habían falseado.   

   Para hacer más patentes estas observaciones y dar más cumplida idea del trabajo de Bello, vamos a ilustrarlas con algunos ejemplos de los versos:

Antes destos quince días si plogiere al Criador,
Aquellos atamores a vos los pondrán delant é veredes quales son,

hizo Bello estos más regulares, sin variar el sentido:

   Introduciendo la palabra en en el que sigue, modifica el sentido, para que el verso exprese una idea más natural, y cambia el verbo posar por pasar:

y Bello corrige:

   En éste suprime una expresión que indudablemente sobra:

Bello:

   Por último, en el siguiente cambia una ciudad por otra, en que más naturalmente debieron pasar los acontecimientos que se refieren:

Bello corrige:

   Recordaremos, para terminar este estudio, la historia de las ediciones que se han hecho del Poema. No hemos comparado sino las tres más importantes de las que hemos tenido a mano: las de Sánchez, Bello y Janer. Como ya hemos dicho, apareció primero la de Sánchez, transcribiendo el Poema lo más exactamente posible; luégo Bello hizo la suya teniendo a la vista la de Sánchez, y proponiéndose restaurar, por conjeturas, la letra del Poema. Janer, que ha hecho la copia más exacta del original, está más autorizado que Sánchez para decidir en los pasajes en que difiere su edición de la de Sánchez. De la confrontación de estos tres autores hemos sacado los datos siguientes: hay entre los tres ochocientas una diferencia: Sánchez y Janer están de acuerdo quinientas noventa y cuatro veces, en lugares en que Bello está en desacuerdo con ambos; Janer difiere de Bello y Sánchez ciento veintitrés veces, en que éstos están de acuerdo.

   El dato más importante que podemos dar es la citación de los lugares en que Bello, separándose de Sánchez, coincidió con Janer, cuya edición está hecha con más cuidado y esmero que la de aquél.

   La palabra que constituye la diferencia entre cada uno de los pares de versos que vamos a citar, está indudablemente en el original tal como lo trae Bello:

   Como Bello ha corregido a Sánchez en la numeración de los versos, pues en lugar de ser tres mil setecientos cuarenta y cuatro, son tres mil setecientos noventa y cinco, para que se puedan verificar las citas anteriores, pondremos solamente los números que corresponden a esos versos en la edición de Bello, y que son, 106, 212, 244, 753, 944, 1,243, 1,670, 1,861, 1,945, 1,985 y 2,754.


NOTAS
1 F. Adolfo Coelho,
2 F. Díez.
3 R. Dozy.
4 F. Díez.
5 Cantú.
6 La edición de Bello trae saepe, errata manifiesta: la edición del padre Flórez, España sagrada, t. 21, p. 405, trae semper.
7 F. Díez.
8 Véase Contradiálogo de las letras, Repertorio Colombiano, t. v, p. 404.
9 Mr. Defrémery.

LOS REFRANES Y LA ECONOMIA POLITICA

Discurso pronunciado ante la Academia Colombiana en la Junta Inaugural de 6 de agosto de 1882.

Por Carlos Martínez Silva

   Señores:

   En la junta pública inaugural celebrada ahora dos años, tuvimos la complacencia de oír una discreta e interesante disertación de nuestro querido y respetadísimo colega don José Caicedo Rojas sobre la índole, uso y valor filosófico del refrán en general, y en particular del castellano. Dijo entonces el señor Caicedo Rojas, en elegante símil, para pintar la fuerza de expresión propia de los refranes, ser éstos a manera de relámpagos que en la oscuridad de la noche alumbran una vasta extensión del paisaje, haciendo ver de un golpe campos, cordilleras, bosques, cortijos y veredas, o como diamantes que en un solo punto concentran y reflejan gran cantidad de luz.

   Estas consideraciones del señor Caicedo Rojas, cuya exactitud habréis tenido ocasión de observar, me sugieren desde entonces la idea, a primera vista extravagante, de buscar en los adagios populares la síntesis de los principios de la economía política, tal como esta ciencia se enseña en nuestros días, porque me dije: si las verdades económicas son verdades de observación y de experiencia, fuerza es que el pueblo se haya apoderado de ellas también y las haya formulado a su modo en breves y concisas sentencias. Con positivo placer fui encontrando confirmada mi sospecha, de tal suerte que he llegado a poder arreglar, para la enseñanza de los fundamentos de la economía política, un programa cuyas proposiciones son casi todas refranes o adagios populares.

   Y no os anticipéis a decidir que en este resultado hay una ilusión de mi parte, nueva confirmación del conocido refrán: cada loco con su tema. El pueblo también tiene su ciencia, no aprendida en libros ni en academias, no oscurecida por las vanas y sutiles disputas de los sabios, sino deducida de la simple observación de los hechos, confirmada por la diaria experiencia y aplicada a las necesidades comunes de la vida.

   ¿Y cómo es posible, observará alguno, que el pueblo sepa economía política, cuando es esta ciencia modernísima y flamante, que gasta cual ninguna humos aristocráticos y que no ha sido cultivada hasta hoy sino por algunos pocos aficionados, a quienes no deja de apellidarse, acaso por lo mismo, soñadores y visionarios?

   A mi juicio, la explicación del fenómeno está en que la razón natural es don preciosísimo, descendido de lo Alto para alumbrar a todo hombre que viene a este mundo. Los humildes, es decir, los pobres de espíritu según el mundo, usan de él; los soberbios abusan. Aquéllos lo reciben de Dios y lo aplican directamente a su objeto; éstos empiezan por discutirlo y terminan por enredarse en el dédalo de sus propias cavilaciones, hasta perder el hilo misterioso pero seguro que conduce a las esplendorosas regiones de la verdad. En Babel, Dios confundió la lengua del soberbio; y desde entonces la ciencia rebelde no engendra sino el caos y la estéril disputa. Y cuando el Verbo se hizo carne, antes de presentarse a confundir a los grandes y poderosos, se dio a reconocer, entre angélicas armonías, en las majadas de los pastores de Belén. ¿Qué de extraño tiene, pues, que el pueblo se haya adelantado en muchos puntos a los sabios? Mientras éstos disputaban, aquél trabajaba. También la tortuga venció a la liebre en la carrera, según lo refiere La Fontaine.

   Ahora lo que no sé es si las consideraciones que sobre este tema pienso hacer sean asunto propio de un discurso en este lugar y en tal solemnidad como ésta, aunque sea cierto que el estudio de la literatura popular en sus dos más genuinas manifestaciones —las coplas y los refranes— llame hoy tanto la atención de los inteligentes. En todo caso tengo para tranquilizarme en este punto una razón poderosa: ignoro hasta ahora por qué se me brindaría con un asiento en el seno de esta Academia; pero lo que sí sé de positivo es que no se me llamó a ella en calidad de filólogo ni de literato; y como es vano pedirle peras al olmo, mis respetables colegas, y vosotros, señores, que nos honráis hoy con vuestra presencia, no debéis extrañar el que no os ofrezca, como lo deseara, peras, manjar muy delicado, sino lo que de sí dan ciertos árboles desprovistos de sabroso fruto: madera áspera y fuerte pero muy útil cuando hay quien sepa labrarla y beneficiarla. También, al escoger el tema de mi discurso, siguiendo las huellas de mi respetadísimo amigo el señor Caicedo Rojas, recordé aquel refrán: quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija. Y contando con esto y con vuestra benévola indulgencia, daré principio a mi tarea.

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*    *

   Por mucho tiempo se tuvo como verdad inconcusa por todos los gobiernos, legisladores, filósofos y hombres de Estado, que la riqueza consistía únicamente en el oro y en la plata. De aquí —haciendo caso omiso de las doctrinas políticas y económicas de la antigüedad— surgió el conocido sistema mercantil, que privó en la Europa entera desde mediados del siglo XVI, casi hasta nuestros días, y con el cual se combinó, como consecuencia necesaria, el régimen colonial fundado sobre el monopolio. Conocéis los resultados de aquella política. Nuestra madre patria fue en especial víctima de ella, precisamente porque se encontró en situación de darle más vasto desarrollo que ninguna otra de las naciones colonizadoras de Europa. En busca del oro y la plata de México y del Perú salieron de la Península para América más de tres millones de españoles, gente varonil y robusta, apta para las labores del campo y el ministerio de las artes y oficios. Inmediatos resultados de esta inmigración colectiva fueron el descaecimiento de la antes próspera agricultura, la decadencia de las fábricas de Toledo, llamada piña de oro, de Sevilla, reina del océano, de Burgos, Granada, Valencia y Medina del Campo; el estancamiento de su comercio, que enlazaba los puertos españoles, en activa contratación, con los de Francia, Flandes, Alemania e Italia. La excesiva abundancia de los metales preciosos produjo también en la Península la carestía de los artículos necesarios para la vida; y un mal superior a todos, mal cuyas consecuencias se dilatan de generación en generación: la licencia en las costumbres públicas y privadas, los hábitos de ocio y de disipación, el apocamiento del carácter nacional. El oro americano fue para España tósigo activísimo que en pocos años hizo cambiar totalmente de aspecto a aquel pueblo enantes tan noble, tan grande y tan viril. Pero la sed del oro y el régimen del monopolio no sólo agotaron y debilitaron la metrópoli, sino que mataron en germen la vida de las colonias americanas; y si quisiéramos indagar la razón verdadera de las crueldades de que fueron víctimas los indígenas en este vasto continente, no hallaríamos otra en el fondo que aquella falsa noción económica, raíz y fundamento del sistema colonial y mercantil. Y esto que se dice de España es aplicable igualmente a Inglaterra, Portugal, Francia y Holanda: el error fue común y comunes las consecuencias. Mas no paró ahí el mal: todas las potencias europeas adoptaron entonces, unas respecto de otras, cierta política suspicaz, de hostilidad permanente, de celos y rivalidades que embarazaba el comercio con perjuicio general, y que convertía a los pueblos en enemigos encarnizados por mar y tierra, empeñándolos a menudo en guerras tenaces y desastrosas, como son todas las que se hacen por conflicto de intereses. ¡Cuánta ruina, cuántas desgracias de todo linaje cayeron sobre el mundo, por no considerarse como riqueza sino los metales preciosos! Y mientras los hombres de Estado se aferraban en esta opinión, el sentido común enseñaba por boca del pueblo la sana y correcta doctrina, mucho antes que Adam Smith la divulgara y demostrara; dígalo, si no, este refrán español: oro es lo que oro vale.

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*    *

   Tendencia natural de todos los gobiernos ha sido siempre —y aún quedan de ello restos en el día— la de mezclarse y entrometerse en los negocios de los particulares a título de protección y amparo.

   Partiendo del principio de que el gobierno sabe mejor que el individuo lo que conviene a éste y a la comunidad; de que el gobierno es siempre más ilustrado, más previsor, más diligente; de que el hombre en sociedad es una especie de hijo de familia que no puede hacer nada sino bajo la dirección de su padre, que es el gobierno, éste ha tomado a su cargo suplir en todo caso por la impericia e ignorancia de sus hijos.

   No es esta una broma sino la verdad desnuda. En España, hasta fines del pasado siglo, casi todas las acciones individuales estaban sometidas a severa reglamentación oficial. El agricultor, por ejemplo, tenía que sembrar en su tierra lo que la autoridad le ordenaba, en el tiempo señalado y en cantidad determinada; no podía destinar a labor las tierras ocupadas con pastos para la cría de ganados, ni le era permitido cerrar sus campos, ni roturar nuevos, ni disfrutar los esquilmos del terreno alzados los frutos. La autoridad le lijaba el precio de sus ganados y los lugares en donde debía venderlos, prohibiendo hacer depósito de ellos en tiempos de abundancia, o exportarlos adonde valían más. En la industria fabril todas las operaciones estaban disciplinadas; la ley determinaba el tiempo que debía emplearse en el aprendizaje de un arte u oficio, lo mismo que las pruebas a que debía someterse un aprendiz para pasar a oficial y de oficial a maestro. Estaba prohibido a las mujeres ejercitarse en la pasamanería, torcer la seda, forrar los sombreros y en otras artes, semejantes. Una persona no podía tener más de un oficio, ni ejercer arte mecánica sin tener carta de licencia. La ley prescribía la manera de hilar el hilo, la lana y la seda, de tejer las telas, de teñirlas, etc., y hasta estaba señalado, bajo penas severísimas en caso de contravención, el número de hilos que debía tener una pieza. Para hacer cumplir estos minuciosos reglamentos el gobierno tenía a su servicio una infinidad de alguaciles y veedores que violaban constantemente el hogar doméstico y hostigaban a los artesanos con registros, sellos, procesos y castigos. Y no se contentaban los gobiernos con reglamentar la fabricación, sino que pretendían también llenar la mano hasta el seno de las familias para arreglar sus gastos e impedir así el menoscabo de los patrimonios. En España estuvo tasado el número de platos que debían servirse en las mesas diariamente, los cuales eran dos, tres o cuatro, según la dignidad de las personas; los vestidos de las dueñas y doncellas debían tener cierto número de varas y no podían ser sino de determinadas telas: un rico hombre no podía comprar sino dos mantos en el año, y por este estilo seguían las pueriles e ineficaces prohibiciones, que no servían sino para fomentar el disimulo y la hipocresía en los ricos y pudientes, y para oprimir y vejar a los pobres y desamparados. ¿Y todo esto de dónde provenía? De creer, como ya dije, que el gobierno lo ve todo, lo sabe todo, y lo puede todo, y que los particulares son a manera de menores, sujetos a perpetua tutela, incapaces de prevenir cualquier engaño y de manejar sus negocios propios. Esa era la teoría oficial y consagrada; pero a ella oponía el pueblo por lo bajo, en medio de sus sufrimientos y angustias, la doctrina que hoy tenemos por verdadera:

   Más sabe el necio en su casa que el cuerdo en la ajena. No hay tonto para su provecho.

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   Tocante al capital, enseñan los maestros de la economía política que éste no se forma sino lentamente por el trabajo, ni se adelanta y conserva sino por medio de la prudente economía; que sin el auxilio del capital los esfuerzos del hombre en la industria son estériles; que la fuerza productiva del capital va creciendo en proporción geométrica a medida que aumenta su masa; que el capital sustraído a la obra de la producción es como si no existiese; que el capital es cuanto sirve al hombre en su tarea de señorear la naturaleza, y que el representado en numerario no lo es sino en cuanto se transforma en verdaderos elementos productivos. Formular estos triviales principios ha sido obra de siglos; pero antes de que ellos aparecieran en los libros, formando cuerpo de doctrina, ya el pueblo los tenía al dedillo. Compruébanlo los siguientes adagios, entre muchos que en este capítulo pudieran citarse:

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   No basta, empero, que se produzca mucho en una sociedad. Para que la producción sea fecunda y benéfica es necesario que la riqueza creada se distribuya con equidad entre todos los agentes de la producción. Dios, al imponer a los hombres la ley del trabajo, quiso que cada cual viviera con el sudor de su frente, con independencia y dignidad, y por eso nos hizo libres. La riqueza que se acumula en pocas manos degenera en elemento de opresión, y se hace así aborrecible para el pueblo trabajador, que no hallando remuneración proporcionada a sus esfuerzos, llega a considerar a los ricos como sus naturales enemigos. Cuando por una viciosa distribución se constituyen en la sociedad dos clases o castas, la una que padece y trabaja, la otra que goza y disipa, no está lejos el día de las grandes convulsiones y de las aterradoras venganzas. El cuerpo social está sometido a leyes semejantes a las que rigen el mundo físico: el desequilibrio no es estado natural, y por eso vemos que cuando las aguas de los torrentes encuentran un súbito estorbo, se revuelven enfurecidas, y luchan por abrirse paso hasta que lo logran; pero entonces no van a buscar el lecho acostumbrado, sino que salen desbordadas arrasando mieses y plantíos, y arrastrando consigo cortijos y ganados.

   Tal es también la fiel imagen de las revoluciones sociales, engendradas siempre por injustas y antinaturales distinciones de clases. A la vista tenemos un ejemplo elocuente de lo que puede llegar a ser una distribución de la riqueza no fundada en la equidad. La cuestión irlandesa, legado funesto de la reforma protestante en Inglaterra, no podrá resolverse a la larga sin conmover la solidísima constitución de ese Reino; y de seguro el cataclismo social que allí se prepara repercutirá en el mundo entero. Filosofía profunda se encierra, pues, en este adagio italiano:

  Son las riquezas como el abono: amontonado hiede; regado fertiliza; que vale lo mismo que este otro español: Un rico solo empobrece a ciento.

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*    *

   Por un extravío inexplicable, cierta escuela política pretende hoy presentar al capital en pugna con el trabajo, haciendo creer a las que llaman clases desheredadas que están condenadas a perpetua esclavitud, mientras no acaben con el imperio del capital. ¡Y hay pobres ilusos que dan oído a tan satánica doctrina, y que creen cándi damente que el día en que los capitalistas se tornen mendigos, los padecimientos de los pobres cesarán como por ensalmo! No habiendo ricos lo serán todos: tal es la voz del seductor, ¡la misma exactamente que se oyó en el paraíso! "Seréis como Dios." Siempre el orgullo en rebelión contra las jerarquías naturales, siempre el hombre pretendiendo corregir la obra de su Creador. Pero contra Dios no se puede luchar: sus leyes se cumplen de un modo ineludible, a despecho del mismo que las quebranta. Así, el día en que las predicaciones socialistas consiguieran solevantar las masas populares contra el capital —lo que acaso Dios permitirá alguna vez en sus inescrutables designios— sucedería una de dos cosas: o ese capital se conservaba sin menoscabo, pasando sólo de las manos de los legítimos dueños a las de los usurpadores, y la situación entonces no cambiaría en el fondo, con la diferencia de que los nuevos amos serían más insolentes, despóticos y opresores que los anteriores; o el capital, para que hubiera consecuencia en la doctrina niveladora, se distribuiría por completo. ¿Cuál sería en este último supuesto la consecuencia? Ella salta a la vista: los pobres no estarían entonces, es cierto, bajo la dependencia de los ricos; pero quedarían de hecho sometidos al imperio del más duro, del más implacable, del más exigente de los tiranos: el hambre. Sin capitalistas que suministren recursos para las grandes industrias, sin empresarios que las acometan y las lleven a término, pagando a los obreros, es decir, vistiéndolos y alimentándolos a ellos y a sus familias, ¿de dónde sacarían los que de por sí nada tienen para proveer a tan premiosas necesidades? Si, pues, es verdad que el pobre alimenta al rico, también lo es que el rico alimenta al pobre. Ese es el orden maravilloso establecido por Dios; destruida esa dependencia recíproca, que por lo mismo viene a ser verdadera independencia común, la sociedad se destruye. Los pobres humildes que comprenden esto y que saben que en la lucha con el capital la llevan perdida, porque si da la piedra en el cántaro o el cántaro en la piedra, peor para el cántaro, rechazan las pérfidas sugestiones de los demagogos, oponiéndoles a modo de consuelo este sencillo argumento: Más da el duro que el desnudo. Quien poco ha, poco da. De costal vacío nunca buen bodigo.

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*    *

   Conocéis, señores, los maravillosos efectos de la división del trabajo. Basta para comprenderlos fijar por un momento la atención en un objeto cualquiera de los que nos suministra la industria. Ved, por ejemplo, un libro, uno de esos que colman los anaqueles de vuestros estantes, y que con ser de tan subido valor intrínseco, son sin embargo de tan bajo precio que están al alcance de los menos adinerados. ¡Qué prodigiosa cantidad de trabajo se encierra en esas páginas. En cada una de ellas han tomado parte el que limpia los tipos con la broza, el distribuidor, el cajista, el que saca las pruebas, el corrector, el que prepara los rodillos, el que da la tinta, el prensista, el plegador, el encuadernador, el librero, el acarreador, el comerciante; la lista sería demasiado larga. ¡Y cuántos en la preparación del papel, de la tinta, de los tipos, de las máquinas, de cada uno de los utensilios y enseres indispensables para la fabricación del libro!

   La imaginación se confunde cuando quiere apreciar la labor que representa un producto industrial, y el asombro sube de punto cuando se comparan en ese mismo producto su precio de venta y los obstáculos vencidos en la fabricación. Todo el secreto de este fenómeno está en la división del trabajo. En una gran fábrica cada obrero no ejecuta sino una sola operación todos los días y constantemente; como no hay pérdida de momentos, ni confusión de ocupaciones, ni desordenados movimientos; como cada cual sabe lo que debe hacer, y como no tiene que pensar en otras cosas, su espíritu todo se concentra en la obra que se le encomienda. La práctica constante da así al obrero singular versación, y le permite trabajar con pasmosa celeridad, porque, como lo enseñan estos refranes, el usar saca oficial; buey viejo surco derecho; el que está en la aceña muele y no el que ría y viene; no se puede repicar y andar en la procesión. De este modo el producto, resultado de tantos esfuerzos aislados, reúne en sí la perfección y baratura que se advierten en cada uno de los elementos componentes.

   Esa producción simultánea, ordenada, activa, es lo que hace tan grata la vista de una gran fábrica, y ese mismo encanto es el que se experimenta cuando contemplamos el trabajo de una colmena de abejas, tan poéticamente descrito por Virgilio:

   Resultando muy abundante y barata la producción, en fuerza de la división del trabajo, los empresarios inteligentes, que saben con el pueblo que muchos pocos hacen un mucho y que muchas gotas forman un cirio pascual, se afanan de continuo por bajar de día en día el precio de sus productos para extender el mercado; y de esta suerte se enriquecen ellos, y los consumidores pobres, que tan injustamente se quejan en ocasiones de los capitalistas y empresarios, ven cada día entrar a sus cabañas y zaquizamíes objetos de comodidad y aun de regalo que antes miraban con codiciosos ojos, como patrimonio exclusivo de los ricos y afortunados de la tierra.

   Consagrarse, pues, cada uno a aquel trabajo para el cual tiene disposiciones naturales, continuar en él con inapeable perseverancia, age quod agis, concurriendo así humilde y calladamente a la obra del adelanto común en la gran colmena de la humanidad, es el plan de la Divina Providencia. Zapatero a tus zapatos es la máxima popular, porque el que mucho abarca poco aprieta y muchas manos en un plato pronto tocan a rebato. Cicerón recomendaba también esta saludable práctica, de aplicación no sólo a la industria sino a las profesiones liberales y a todos los ramos del saber: Quam quisque novit artem in hac se exerceat.

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   En dos principios elementales estriba toda la doctrina del comercio libre: primero, que ningún hombre ni ningún pueblo se basta a sí mismo, o de otro modo, que todos necesitamos de todos, como que la vida social no es la agrupación de individuos sino la prestación de recíprocos servicios; y segundo, que los productos de la industria no adquieran valor sino por el cambio. El primero de estos dos axiomas económicos es la aplicación de la gran ley de la división del trabajo en el comercio de individuo a individuo y de pueblo a pueblo; ley que se demuestra con sólo reparar en que cada hombre no ha sido dotado por Dios sino con muy limitados medios de producción, a la vez que le ha sometido a necesidades indefinidas. Existe, pues, en nosotros un desequilibrio permanente entre nuestras necesidades y núestros propios recursos; pero en la sociedad ese desequilibrio no sólo desaparece, sino que, merced a la combinación de esfuerzos comunes, venimos a recibir infinitamente más de lo que damos. Sabiduría infinita de Dios que, no contento con imponer la caridad como ley del corazón, nos estimula también a cumplirla con el atractivo del interés. Ligados estamos, pues, todos los hombres con apretado vínculo; la prosperidad de nuestros prójimos es nuestra propia prosperidad, su desgracia es nuéstra también. Y esto que se dice de los individuos es aplicable igualmente a las naciones: entre ellas no hay necesario conflicto de intereses industriales y comerciales, como se creía antes, cuando un pueblo consideraba que para enriquecerse y prosperar necesitaba arruinar a los que le hacían sombra. Hoy el interés de las naciones es que todas se enriquezcan, produciendo aquello en que naturalmente pueden sobresalir, para que así les sea dado comprar lo que otras en circunstancias análogas producen a su vez. La mejor protección a la industria nacional es, por lo mismo, la libertad, porque si sus productos son naturalmente malos o caros, las prohibiciones redundan en perjuicio de los consumidores, y si se encuentran en capacidad de producir bueno y barato, no necesitan entonces de los andadores de la prohibición.

   Todo esto lo sabe el pueblo tan bien como los economistas, y para que su voz sea más autorizada en asunto tan capital, será bueno hacerle hablar en varias lenguas:

   Y sobre la ineficacia de la prohibición en beneficio de la industria nacional, falla así el pueblo español:

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   ¿Por qué las obras emprendidas en común salen de ordinario malas y caras? Porque en ellas falta el interés individual, aguijón poderoso que estimula a vencer todas las dificultades, a prevenir los riesgos, a buscar economías, a no descuidar ningún pormenor por insignificante que parezca, a ganar tiempo en todo, a anticiparse con solicitud a las necesidades, gustos y caprichos de los compradores. El que va a las ganancias y a las pérdidas en una industria, trata naturalmente de que aquéllas sean siempre mayores que esotras, y para conseguirlo no hay otro medio que la diligencia y el cuidado. De aquí deducen los economistas que los gobiernos son por lo regular los peores empresarios, porque en las obras por ellos emprendidas las pérdidas las paga el público, y los empleados o agentes tiran sus sueldos íntegros, corresponda o no la utilidad realizada al sacrificio impuesto a los contribuyentes. Así se explica también el desastre final de aquellas poderosas compañías privilegiadas de comercio que se organizaron en otro tiempo en Inglaterra, España y Holanda para el tráfico con sus respectivas colonias. Tenían en su favor el monopolio; pero como eran máquinas pesadísimas, movidas por agentes extraños que no tenían el mismo interés que los socios industriales, faltaba en ellas todo lo que constituye garantía de acierto en las empresas particulares. En éste también el riesgo de las grandes compañías anónimas, tan comunes en nuestro tiempo, y las cuales, si es verdad que han realizado maravillas, también lo es que han sido mina fecunda de explotación por parte de especuladores audaces y sin conciencia. El pueblo no ignora ninguna de estas verdades:

   Y ya que de este asunto he tratado, convendrá agregar también que la ausencia del interés individual es la causa de que el trabajo de los esclavos, de los reclusos, de aquellos a quienes se obliga por vía de contribución a componer los caminos públicos, en una palabra, de todos los que no producen en beneficio propio, sea de ordinario caro y de resultados poco beneficiosos. Cossa fatta per forza non val una scorza, dicen los italianos, y en términos semejantes se expresan los alemanes:

   Der Wille ist Werkes Seele: (La voluntad es el alma de la obra.)

   No es esto, sin embargo, regla general, y cuando lo fuera, no podría alegarse el hecho como razón bastante, según lo pretenden los sectarios del positivismo, para proscribir la esclavitud. Menguado criterio que no encuentra para condenar tan monstruosa iniquidad sino el que ¡el tráfico de sangre humana es por lo regular un mal negocio! Y donde los plantadores, con sus libros de cuentas en la mano, demostraran que el empleo de los esclavos era una excelente operación industrial, ¿qué podrían alegar los filósofos de la escuela positivista? Dejemos a estos pretendidos campeones de la libertad humana resolver tan ardua cuestión, y volvamos a nuestro asunto.

   Quéjanse algunos de que las ganancias de los empresarios no guardan proporción con las de los obreros, a pesar de ser el trabajo de éstos tan duro y constante; y no ha faltado quien sostenga que el que construye una casa, por ejemplo, y la vende después por mucho más de lo que le costó, está en el deber moral de distribuir parte de esa ganancia entre los obreros que ayudaron a levantarla. Y si en vez de ganancia hubiese pérdida, ¿estarían los obreros obligados a pagar el déficit que resultara en la cuenta del empresario? Claro es que no, porque precisamente ellos se contentaron con un salario bajo a trueque de no correr las contigencias del negocio. He aquí explicada en dos palabras la razón de aquella aparente injusticia que se advierte en la distribución de las ganancias entre empresarios y obreros. Los ingleses, gente práctica, tienen a propósito de esto dos refranes expresivos :

   When tho ride the same horse, one must ride behind.

   He that hires the horse must ride before, que quieren decir en castellano:

   Cuando dos montan un mismo caballo, el uno debe ir atrás: el que alquila el caballo debe ir adelante.

   El propio pensamiento se expresa en nuestra lengua con este refrán:

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   Hay, fuera de estos de quienes hemos hablado, otros productores que trabajan en más alta y noble escala, y que aunque no concurren directamente a la creación de la riqueza, son sin embargo el alma de toda producción. Sin ellos, imposible sería cualquier adelanto industrial, vanos los esfuerzos que se hicieran para sacar partido de los elementos que el Señor ha puesto a nuestro servicio. Son esos productores los que arrancan sus secretos a la naturaleza, los que descubren las propiedades de los cuerpos, los que estudian las leyes de la justicia, para aplicarlas a la gobernación de los pueblos, los que consagran sus vigilias a profundizar las grandes y trascendentales cuestiones relativas al destino y origen del hombre, los que fijan y analizan las leyes del pensamiento, los que educan la juventud, haciéndola apta para el trabajo y para el servicio de la República, los que recuerdan las glorias nacionales, los que levantan el nivel intelectual de los pueblos y les dan lustre y esplendor, los que enseñan las cosas buenas y nobles y grandes, los que mantienen en vela el espíritu contra las pérfidas y traidoras asechanzas de la sensualidad, los que defienden el derecho contra la fuerza, los que estimulan y alientan a quienes vacilan o caen, los consoladores de los oprimidos y débiles, en una palabra, los que a la cabeza de todo movimiento de mejora o de progreso llevan en alto la bandera en cuyos pliegues se lee esta palabra: Excelsior!

   Para éstos deberían ser en justicia las primicias de la industria; y sin embargo, lo que se ve de ordinario es que mueren en la indigencia y dejan en desamparo a sus familias aquellos que con los frutos de su ingenio y sus trabajos abnegados han enriquecido quizá generaciones enteras. La explicación que de esta anomalía dan los economistas es demasiado prosaica y fría para repetirla aquí. Toda ella está condensada en el siguiente adagio, de cuya exactitud dais testimonio vosotros, queridos y respetados compañeros, y todos cuantos en nuestra patria se han dedicado con devoción al cultivo de las letras y las ciencias: honra y dinero no caben en un talego.

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   El término de la producción es el consumo, como el remate de la vida es la muerte. Trabajamos, pues, para satisfacer nuestras necesidades, del mismo modo que debemos lidiar acá en la tierra para asegurar a nuestra alma la eterna felicidad en la posesión de Dios.

   Trabajar sin buscar resultado alguno, sería imponernos una fatiga estéril y desaprovechar los beneficios divinos; pero trabajar para amontonar riquezas sin disfrutar de ellas y sin permitir que otro las disfrute, es el colmo de la insensatez y signo inequívoco de una alma baja y de una inteligencia depravada. El que hace del oro su dios, incide en la más degradante y torpe de las idolatrías; y empezando por negar lo que debe a su verdadero Dios, y por desconocer en sí mismo su alta dignidad, concluye por cobrar odio a su familia y a todos sus semejantes. Ser despreciable, sin afectos, sin sentimientos, sin aspiraciones generosas, el avaro pasa su vida odiando y siendo odiado, y muere maldiciendo y maldecido, porque avariento rico no tiene pariente ni amigo. En resumen, como enseña el refrán: de nada sirve lo ganado si no está bien empleado.

   Pero aun después de su muerte el avaro sigue siendo funesto a la sociedad en que vivió. Las riquezas por él allegadas, estériles mientras estuvieron en sus manos, al pasar a las de sus herederos no se convierten de ordinario en fuente viva de prosperidad y de actividad industrial, sino que son causa de males aún más graves que el mismo infecundo estancamiento en que antes se encontraron. Los hijos del avaro, criados en medio de mal soportadas estrecheces, privados de la benéfica influencia de una educación esmerada, enseñados desde niños al disimulo, a la mentira y aun al fraude, corrompidos por los malos ejemplos y por el desamor e indiferencia del padre, esperan sólo la muerte de éste para dar rienda suelta a sus pasiones y apetitos, irritados éstos por la continuada privación. Riqueza puesta de este modo en la circulación, es cual germen ponzoñoso que al salir del foco de putrefacción va a difundir quizá muy lejos el contagio y la muerte. La avaricia y la disipación, como se ve, se dan la mano; por eso dice el refrán:

   Por fortuna este degradante y odioso vicio de la avaricia no es general en ninguna sociedad, y menos en la nuéstra que, vaciada en el molde español, peca, al contrario, por rumbosa y gastadora. Pero la disipación y la prodigalidad son también males, y males gravísimos que exigen una enérgica y oportuna corrección, porque tienen la particularidad de que una vez desarrollados son incurables. La prodigalidad trae como necesaria consecuencia el agotamiento de los capitales, porque de donde se saca y no se echa, de acabarse tiene, y quien tiene cuatro y gasta cinco no ha menester bolsico, y grano a grano se acaba el montón de antaño; la paralización de la industria, porque ¿qué aprovecha candil sin mecha?; la degradación y disolución de las familias, porque donde no hay harina todo es mohina, y costumbres y dineros hacen los hijos caballeros; la corrupción pública y privada, el retroceso científico e intelectual, porque buenas son las razones tras los doblones; el enervamiento y relajación del carácter nacional, que abre de ordinario el camino a la conquista extranjera. Todos estos y otros que sería largo enumerar, son los resultados del hábito de la prodigalidad y el despilfarro, así como los beneficios opuestos, el desarrollo de la riqueza y de la industria, la templanza en las costumbres, la conservación y el engrandecimiento de las familias, la energía del carácter nacional, son el fruto de la moderación y orden en los gastos privados.

   Los economistas recomiendan, en consecuencia, como primera regla en materia de consumos para combatir la prodigalidad y ese necio pujo de los pobres de querer vivir como los ricos, el que cada cual acomode sus gastos a su renta, y que si aun es posible, ahorre parte de ésta para acrecer el capital o para subvenir a las necesidades comunes en los casos de crisis o de obligada suspensión del trabajo cuotidiano. Esto mismo lo enseñan los siguientes adagios:

   No hay que extender la pierna más de lo que alcanza la manta.
   El pobre que quiere imitar al rico, perece.
   A quien no le sobre pan no críe can.

   Citaré ahora, para concluir este capítulo, otras reglas populares sobre consumos privados, que conviene recordar. Son tan prácticas, que no necesitan comentarios:

   Y para los que comprometen sus capitales en construcciones superiores a sus recursos, ya sea por razones de ostentación, ya con el objeto de proporcionarse holgura y comodidades, tenemos también un sabio refrán:

   Estas reglas sobre los consumos que la moral y la economía política prescriben a los particulares, son sagradas especialmente para los gobiernos, por la sencilla razón de que ellos no cuentan para subvenir a las necesidades del Estado sino con las contribuciones públicas que representan el pan del pueblo. Hacer gastos de pueril ostentación, disipar los caudales nacionales en empresas quiméricas o mal dirigidas, descuidar el cumplimiento de obligaciones premiosas, multiplicar innecesariamente el número de los empleados; todo esto, que en un particular sería sobremanera reprensible, en un gobierno viene a ser delito de lesa humanidad, no sólo porque implica para el pueblo gravámenes injustificados, sino porque la disipación oficial tiene un carácter tan contagioso que es casi imposible se sustraiga a ella una sociedad en donde los que gobiernan estimulan y facilitan el desorden y la intemperancia en los gastos. Y no hay que forjarse la ilusión de creer que un pueblo puede soportar el peso de derramas y gabelas siempre crecientes, cuando no aumenta a la par la riqueza nacional, cuyas fuentes ciegan los impuestos excesivos o desigualmente repartidos; todo lo cual se explica gráficamente con los siguientes refranes:

   Creo, señores, que estoy abusando de vuestra benévola atención. En este apedazado discurso he tratado de hacer notar, pasando ligeramente por las cumbres de la economía política, la concordancia que existe entre las conclusiones a que ha llegado la ciencia, y las que ha sacado el pueblo con el solo ejercicio de la razón natural. Arguye esta concordancia en favor de la misma ciencia que no es, como suponen algunos, conjunto de vanas lucubraciones, sino estudio esencialmente práctico y sobremanera benéfico para hacer comprender las leyes naturales sobre las cuales estriba la organización social. El día en que esta verdad penetre en todos los espíritus, cesarán muchas irritantes injusticias arriba, y dejarán de oírse abajo las voces destempladas del odio y de la envidia. Considero por lo mismo del más vivo empeño posible, vulgarizar las verdades económicas, admirable corroboración de las enseñanzas evangélicas; pero para esto es preciso empezar por limpiar aquel estudio de todas las sutilezas con que lo han oscurecido los maestros. El pueblo no gusta de reconditeces, y para que comprenda y ame la verdad, hay que hablarle en su idioma. El Divino Maestro adoctrinó así a las gentes.

   Probar que acaso pueda conseguirse esto con la economía política apelando a la forma popular por esencia, ha sido el objeto que me he propuesto en este discurso. No sé si lo habré logrado; pero abrigo la esperanza de que si alguno acomete con perseverancia la labor indicada obtendrá excelentes resultados.

DON JOSE MARIA SAMPER

Discurso pronunciado en la sesión solemne de la Academia Colombiana, el 6 de agosto de 1889.

Por Carlos Martínez Silva

   Señores Académicos:

   Dispensóme la Academia Colombiana el alto honor de encomendarme el elogio fúnebre de nuestro distinguido colega don José María Samper, y sin vacilar acepté el encargo, movido por el deseo de dar pública muestra de la estimación y del afecto que profesé al ilustre difunto; afecto y estimación que nacieron en el aula en que tuve la honra de recibir sus lecciones, y que se desarrollaron y acrecentaron cuando más tarde me tocó compartir con él los azares de la lucha política, las penalidades de una campaña y los serenos y apacibles goces con que brinda el cultivo de las letras, que él amó con todo el entusiasmo y ardor que ponía en cuanto cautivaba su corazón.

   Aceptado el compromiso, advertí al punto que para llenarlo no bastaba lo único de que yo disponía: cariño intenso por la memoria del amigo muerto. Vida tan llena y tan agitada como la del doctor Samper, y labor literaria tan vasta y variada como la suya, demandan, para ser juzgadas con acierto, dotes críticas de que en absoluto carezco, y una serena imparcialidad de que —lo digo con franqueza— no me siento poseído, tratándose de persona en quien sólo quisiera hallar motivos de encarecido encomio.

   Por fortuna para mí, conozco vuestros sentimientos en esta ocasión, que son precisamente los míos, y sé que estáis congregados aquí, no tanto con carácter de académicos, cuanto como dilectos amigos del doctor Samper. Deseáis que se os hable de él a la manera que los miembros de una familia gustan de departir acerca del hijo o del hermano ausente. Innecesariamente son por lo mismo, para vosotros datos biográficos que sobrado conocéis; y huelga la razonadora crítica donde sólo encuentran eco las manifestaciones de cariño.

   Don José María Samper es a mi ver la más acabada y viva personificación de la revuelta vida democrática que nuestra patria ha vivido desde que se constituyó en nación independiente. Lucha brava y tenaz de ideas y de doctrinas radicalmente contrapuestas; acciones y reacciones violentas; revoluciones armadas, apenas por breves treguas interrumpidas; exageración de todos los ideales y de todos los principios; sed insaciable de progreso, aunque sin plan ni sistema, deshaciéndose hoy lo que ayer se construyó; loco anhelo de innovaciones y cambios; todo eso, vivificado por una savia generosa y fuerte, ha constituido nuestro modo de ser político y social en los años que de existencia autonómica contamos. En medio de tan febril agitación, no es extraño que los hombres llamados a la vida pública hayan tenido que desempeñar en ella diversidad de papeles, ejercitarse en todos los campos de la actividad humana, ensayarse e improvisarse en la política, en la administración, en la guerra, en el profesorado, en la magistratura; pasar bruscamente de una ocupación a otra; defenderse y atacar, ya con estas armas, ya con aquéllas; habérselas hoy con un adversario antiguo, y mañana con el aliado y amigo de la víspera. Tal es, repito, la ley de las democracias turbulentas, ley cuyo inexorable cumplimiento no deja de producir también sus beneficios, retemplando los caracteres, abriendo ancho camino a las ambiciones nobles, levantando desconocidos ingenios. Aquello es, en una palabra, la juventud con sus ardores e inconstancias, sus inconsecuencias y versatilidades, sus vicisitudes y peligros. Pero después de todo, ¡qué hermosa y amable y seductora es siempre la juventud!

   La vida del doctor Samper fue síntesis y reflejo de aquella vida de la república, que acabo de bosquejar. Tenía él naturaleza expansiva y generosa, actividad volcánica, ardiente y desinteresado patriotismo y un pronunciado temperamento de combatividad y de lucha; y por lo mismo, al lanzarse desde muy joven en la escena pública, llevó a ella todas aquellas cualidades con los defectos que les son inherentes.

   Su primera pasión fue la de las letras, como lo ha sido en esta tierra la de todos los jóvenes que buscan la gloria o siquiera la notoriedad. Cuando el doctor Samper empezó a figurar en este palenque, la república navegaba a velas desplegadas por los mares del romanticismo literario y político. En aquel entonces no se respetaban ni reglas ni tradiciones; la educación escolar era superficial y ligera, y todo convidaba a la improvisación temeraria. En semejante atmósfera y en aquella escuela, recibió sus primeras impresiones, acaso decisivas, el doctor Samper; y como él se sintiese con una exuberancia de vida —que le acompañó hasta sus últimos días— y con una actividad que no consentía límites estrechos y precisos, quiso desde el principio abarcarlo todo y tratarlo todo. Ningún explorador más audaz que él en el campo de las letras patrias; y como tenía conciencia de la robustez de sus fuerzas, no hubo tarea que le arredrase ni obstáculo que reputase invencible. Su actividad no era la de aquellos trabajadores pacientes, a estilo germánico, que persiguen tenazmente una sola meta sin mirar atrás ni a los lados, sino la de ciertos espíritus inquietos y traviesos que no se avienen con la ociosidad, pero que tampoco trabajan por otra cosa que por la necesidad de dilatarse y de dar pábulo al fuego interior.

   Vosotros conocéis muy bien el acervo literario del doctor Samper, y de seguro os habréis sentido más de una vez humillados ante la prodigiosa variedad de los asuntos que él trató. Periodista infatigable desde muy joven, vehemente y apasionado en el ataque y en la defensa, tuvo la rara cualidad de no dejar penetrar en el corazón el tósigo del odio, que esteriliza y seca. Por eso, a la par que sostenía en el diario polémicas de ordinario ardientes, tenía tiempo, y serenidad de espíritu, y frescura de sentimientos para cultivar la poesía, para escribir dramas, comedias, novelas, retozones y maleantes cuadros de costumbres, obras didácticas de largo aliento, biografías y bocetos de personajes notables, disertaciones científicas, viajes, trabajos de crítica y de historia, etc. Y estemos también en que el doctor Samper, mientras todo eso hacía, trabajaba rudamente, ya en el comercio, ya en el desempeño de laboriosos destinos públicos y le sobraba todavía tiempo para leer mucho, para mantener activísima correspondencia epistolar, para asistir a juntas políticas y tertulias literarias, para cultivar con esmero sus numerosas relaciones sociales, para tomar parte en toda obra de interés público, para viajar, para divertirse con el febril entusiasmo de un mozo de veinte años, para qué sé yo qué más.

   Aquí, donde la pereza nos adormece de ordinario en blando sueño, un tipo como el del doctor Samper debe ser objeto de admiración. De mí al menos sé deciros que el estudio que hacía de su carácter, siempre me dejaba secreto remordimiento por la consciencia del tiempo malgastado.

   Pero el doctor Samper no era solamente una fuerza impulsiva. Distinguíale raro poder de asimilación y un don de sagaz y flexible observación, que le permitían sacar partido de cuanto leía y de cuanto veía, de los hombres y de las cosas. En casi todas sus obras brillan estas cualidades, y muy especialmente en los Bocetos biográficos, en varias de sus novelas y cuadros de costumbres nacionales, en su popular comedia Un alcalde a la antigua y dos primos a la moderna, y en su precioso libro Historia de un alma, en que nos cuenta con candor y riqueza de sentimiento, gran parte de su agitada vida, trazando como de paso magistrales cuadros de situaciones políticas y rasguños de los principales hombres públicos con quienes estuvo en contacto. Tenía el doctor Samper, como se dice de ciertos pintores, la gracia del parecido; descubría al vuelo los rasgos característicos de la fisonomía o del cuadro que quería retratar, y pintaba luégo con vigor y frescura de colorido. En esta materia, acaso su único defecto consistía en el exceso de fidelidad, pues no quería dejar perfil indeciso ni pormenor alguno en la sombra.

   Sus escritos sobre asuntos políticos y sociales se recomiendan por la claridad de la exposición, que es acaso la primera de las dotes del escritor. Analizaba minuciosamente y sintetizaba con rapidez; sabía interesar por la viveza de la expresión y empleaba un lenguaje correcto y elegante. Su estilo era propio, y muy propio, imposible de confundirse con otro alguno, de tal suerte que cuando él mismo quería contrahacerlo, no lo alcanzaba. Su amor al orden en todo, hacía que, al escribir sobre puntos abstractos, abusase acaso de las clasificaciones, cayendo a menudo en lo arbitrario y convencional; y en su anhelo por convencer, pecaba de ordinario contra la sobriedad. Su vocabulario no era rico y variado, pero sí escogido; y si le faltaban aquella donosura y gracia de las frases hechas que caracterizan a los escritores peninsulares, en cambio no incurría en ciertos descuidos y desaliños que allá no son raros aún en escritores de nota. Y si esto fuese un defecto, preciso sería agregar que él es común a la mayor parte de nuestros prosadores, que se cuidan más del estudio de la gramática que del de la lengua viva.

   La extraordinaria facilidad que el doctor Samper tenía para escribir y para trazar el plan de una obra, no podía menos de perjudicar al pulimento y a la delicada y fina contextura que demandan los trabajos literarios destinados a vida imperecedera. El comprendía esto muy bien; mas ni estaba en su mano cambiar de modo de ser, ni creía acaso que valiera la pena de desaprovechar la ocasión de salir a la defensa de un principio comprometido o de lanzar alguna idea buena, a trueque de preparar una obra esmeradamente pensada y laborada. Sintiéndose siempre con cierta vocación de propagandista, buscaba el resultado inmediato, sin preocuparle la idea de tener que volver luégo sobre el mismo asunto para ampliar o rectificar lo antes dicho.

   Dícese que no proceden así los verdaderos artistas y los maestros: aceptado. Pero también se convendrá en que en épocas de agitación y de lucha de solevantadas pasiones, no son los maestros graves y circunspectos los que conducen las multitudes ni los que despiertan el entusiasmo y avivan la fe. Este género de contiendas guarda mucha semejanza con las de la guerra verdadera; y así, acaso no sería aventurado asegurar que en uno de tantos de nuestros fratricidas combates, dada la naturaleza del suelo, la educación del soldado y lo deficiente de los elementos bélicos de que disponemos, un táctico frío y científico como Moltke sería vencido por un jefe como Páez. Nuestra política y nuestro modo de guerrear son propios y exclusivos, y haríamos mal en querer juzgar a un publicista colombiano comparándole con los de naciones viejas y más civilizadas. Por supuesto que esta observación sólo sería aplicable a lo que ahora se llama el diarismo político, porque en los otros campos de la literatura, tomada esta voz en su más alta acepción, mal pecado seria sostener, y más en el seno de una academia, que no hubiese verdades absolutas, principios estéticos ciertos, y modelos dignos en todo tiempo de ser imitados y estudiados.

   Como era natural, el doctor Samper figuró también mucho en la política nacional, y su nombre aparece ligado a los sucesos más trascendentales ocurridos en la República desde el año de 1848 hasta nuestros días. Y sin embargo no podría decirse que él fuese un político, en el sentido técnico de la palabra. Su genial franqueza, su arrebatado entusiasmo, su candor de niño, y acaso también su intransigente probidad, no le hacían apto para desempeñar el papel que corresponde al verdadero hombre de Estado, que tiene que armonizar contrapuestos intereses, despertar y apagar ambiciones, jugar con ellas peligrosísimo juego, mantener la disciplina de los partidos, anticiparse a los acontecimientos muchas veces, y dejarse llevar por ellos, otras, en aparente indiferencia y descuido. Para todo ello se necesita disimulo, frialdad y precisión de cálculo, profundo conocimiento del corazón humano, y sobre todo notable ausencia de aquello que nosotros los del vulgo de los mortales llamamos sensibilidad y honradez. Manejar los hombres como fichas en un tablero de ajedrez, sin afectos profundos, sin predilecciones ni antipatías, sacrificando hoy al amigo y levantando mañana al enemigo, son cosas que no puede hacer nunca bien hechas un hombre del temperamento del doctor Samper.

   Mucho menos podía ser él lo que los americanos del norte apellidan despreciativamente un politician, es decir, uno de aquellos menguados especuladores con la cosa pública, sin ideas ni principios, que medran a la sombra de todos los gobiernos y se venden a todas las causas, no siquiera por ambición de mando, sino tan sólo por apetito desordenado de riquezas. El doctor Samper, que era antes que todo un hombre honrado, leal, pundonoroso y de un desprendimiento absoluto, miraba con horror cualquiera granjeria política, movía guerra implacable a los círculos explotadores, y denunciaba a los cuatro vientos, con entereza y valor, todo proceder que él juzgase en oposición con los dictados de la probidad y del honor. Por eso fue siempre un mal partidario, como dicen los del oficio; un tanto díscolo e indisciplinado; entusiasta hasta el sacrificio cuando creía servir a los grandes intereses de una noble causa, pero reacio e indiscreto cuando se quería hacerle entrar por senderos torcidos o que, con razón o sin ella, él consideraba tales. Así, del doctor Samper no podría decirse aquello que de sí mismo asevera el célebre Núñez de Arce con menguada frase: "En las cortes voté con mi partido, si no siempre convencido, siempre disciplinado."

   Si el doctor Samper ha dejado huella, que sin duda será duradera en los anales de las letras colombianas, acaso lo que hará más recomendable su nombre a las generaciones venideras será su fama de eximio orador; y digo fama, porque por desgracia muy pocos de sus grandes discursos se conservan, a causa de haber sido todos ellos improvisados, ya en reuniones populares, ya en el calor de los debates parlamentarios, de los cuales sólo quedan, a lo más, descarnados e inconexos extractos en las actas oficiales.

   Cuando el doctor Samper subía a la tribuna o tomaba la palabra, cualquiera que fuera la temperatura de su auditorio, ejercía sobre él imperio absoluto. Su voz encontraba siempre eco, despertando ya el entusiasmo, ya la ira y el despecho de los que le oían; indiferencia o frialdad, nunca. En el memorable Congreso de 1876, lo recordaréis muy bien, el doctor Samper se alzó a altura verdaderamente prodigiosa. Luchó allí como bravo y esforzado paladín, contra una mayoría abrumadora por el número, pero que se sentía como anonadada ante aquella palabra de fuego, ante aquella pujanza titánica y ante aquel valor impertérrito, que no había peligro que no afrontase ni golpe que no parase. Sus discursos de entonces condensaron todos los agravios, todas las quejas, todas las cóleras que un gran partido político, oprimido durante largos años, quería hacer sentir a su adversario; y puede asegurarse sin faltar a la verdad histórica, que la excitación producida por las filípicas o catilinarias del doctor Samper en aquellos días, fue causa muy principal de la gran revolución armada que inmediatamente se siguió. Y dígase lo que se quiera, quien así sabe arrastrar a las multitudes y desconcertar enemigos fuertes y disciplinados con sólo el poder de la palabra, tiene derecho a que se le cuente entre el número de los grandes oradores.

   El doctor Samper no era sin embargo un orador parlamentario fino, acerado, discreto, de esos que hieren con estilete italiano, que no dicen ni más ni menos que lo que se proponen decir, que escogen la frase más elegante y pulcra y que con ella sugieren mucho más de lo que afirman. Su manera oratoria era harto distinta de la de tales maestros de esgrima, por lo cual pudiera decirse que su arma predilecta era la maza y que atacaba siempre a fondo, no con el propósito de desarmar al adversario o de herirle ligeramente, sino con el de postrarle y dejarle exánime en el sitio. Era pues propiamente orador tribunicio y de la plaza pública, con todas las dotes necesarias para arrastrar y subyugar a la multitud. En la convención francesa hubiera figurado con brillo al lado de Dantón, y en los albores de nuestra independencia habría sido émulo de Camilo Torres. Su voz era robusta y extensa; su presencia en la tribuna, imponente; su acción desembarazada y noble; la posesión de sí mismo completa, de suerte que nada le turbaba ni desconcertaba. Manejaba con maestría el lenguaje de la pasión; razonaba poco en tales ocasiones, pero en cambio sabía herir todas las fibras del corazón, desde las más fuertes hasta las más delicadas.

   En nuestros días la oratoria tiende a desaparecer, en fuerza del cambio efectuado en las instituciones políticas, a tal punto que los discursos más ponderados son los que más se asemejan a disertaciones de libro, y casi lo mismo da leerlos en el retiro del gabinete que oírlos pronunciar. Pero, o yo estoy grandemente equivocado, o ésa no era la oratoria de los griegos y de los romanos, que se nos dan como modelos del género. El genuino orador, sagrado o profano, no es el que mejor discurre, ni el que más ideas lúcidas y precisas lleva al espíritu de sus oyentes, sino el que mueve, arrebata y subyuga, sin que se sepa cómo ni por qué. En ese arte, como en el de la música y el de la poesía, que es más que todo obra de cierta magia y fascinación inanalizables, el doctor Samper era maestro de superioridad indiscutible.

   Una de las fases más simpáticas de la vida de este preclaro ciudadano fue su nobilísimo empeño por levantar y poner de resalto todo lo que pudiera ser gloria nacional y cuanto contribuyera a hacer conocido, amado y respetado el nombre de la patria. Dondequiera que el doctor Samper se hallara, era siempre el primero en alzar la voz en defensa de nuestros hombres ilustres, de nuestras glorias históricas, de nuestras costumbres y tradiciones de raza. En esta especie de culto jamás mezclaba ningún sentimiento extraño, ninguna mira egoísta, nada que revelase espíritu de partido. Con el mismo fervor reconocía y publicaba los méritos del amigo que los del adversario, y toda acción noble, honrada y generosa, despertaba en su pecho eco simpático. Aquella máxima bastarda de que al enemigo político no se le debe reconocer jamás nada bueno, ni aún las intenciones, la miraba él con indignación, y tenía a orgullo desmentirla oportuna e inoportunamente.

   Pero donde más brillaban esas generosas disposiciones de nuestro colega, era en su modo de proceder con los jóvenes que por algún lado ofrecían ser esperanza de la patria. Despuntaba un mozo por su afición a las letras, a las artes, a las ciencias, el doctor Samper era el primero en buscarle, en visitarle, en estimularle, en presentarle a sus amigos, en formarle favorable atmósfera. Los triunfos literarios de ingenios conocidos y desconocidos eran para él más que sus propios triunfos; y si en tales ocasiones caía en la injusticia, era siempre por exceso de benevolencia, por entusiasmo desmedido en el elogio.

   Personas que no conocían de cerca al doctor Samper y que no le juzgaban sino por ciertas exterioridades, le creían soberbio y muy pagado de sí mismo; pero vosotros sabéis perfectamente que acaso la virtud que en él más resplandecía era la de la humildad; no por supuesto aquella humildad postiza, farisaica, que va diciendo por todas partes: "Ved qué modesto y qué pequeñito y qué insignificante quiero hacerme", sino aquella otra que consiste en reconocer los defectos y errores propios y en atribuir a Dios los dones de El recibidos, sin negarlos ni amenguarlos. Y que el doctor Samper tenía esta humildad del corazón y de la mente (no la del mirar, del andar y del hablar), lo probó en ocasiones solemnes de su vida.

   Convencióse un día de que andaba desviado de la senda de la verdad en asuntos religiosos; y por graves que fueran sus compromisos con la secta anticatólica a la cual había servido de vocero, no vaciló un punto en atropellar por todo, renunciando a posición política y a caras y antiguas amistades. Confesó pública y solemnemente que había errado y escandalizado, y por ello pidió perdón. ¡Cuántos que como el doctor Samper sienten el atractivo de la verdad, no le rinden sin embargo culto público por un mero sentimiento de orgullo! ¿Esta sola página en la vida de nuestro amigo no bastaría para dar idea cumplida de la nobleza de su carácter, de la rectitud de su corazón y de la humildad de su espíritu?

   Pero todavía dio el doctor Samper otra prueba de humildad heroica y de pureza de intenciones con el cambio posterior de su filiación política; y reparad que digo heroica, porque entre nosotros la renunciación de aquel segundo apellido de la familia política a que pertenezcamos es más duro y difícil que cualquiera otro sacrificio de amor propio. Y la prueba de ello está en que personas que han abjurado secretamente de todas las doctrinas y prácticas de un partido político para acoger y profesar las del contrario, vacilan y retroceden cobardemente cuando se trata de que, rebautizándose, por decirlo así, se incorporen en el bando a que de corazón pertenecen. Con honradez y humildad el doctor Samper resistió aquella prueba, y tomó un nombre político que había aborrecido desde su juventud con todo el calor de sus convicciones; y dio tan decisivo paso en momentos en que la proscripción y toda suerte de humillaciones iban a ser el premio de su leal proceder.

   Antes y después de esto le vimos, en ocasiones solemnes, desagraviar cristianamente a muchas personas a quienes, en la época de su ardorosa juventud, había herido y lastimado en sus escritos y discursos; y nunca se supo que el doctor Samper rehusase una conciliación o rechazase la mano que se le tendía, cuando no era él quien hidalgamente se anticipaba a buscarla.

   ¿Tendré finalmente que hablar a vosotros de las condiciones del amigo? ¿Quién que se honrara con su amistad le encontró alguna vez insensible a su desgracia o a su pena? ¡Con qué delicadeza, con qué solicitud se consagraba él a servir a los que amaba! Su tiempo, sus influencias, sus modestos recursos pecuniarios, cuanto era y cuanto tenía, lo ofrecía con mano larga al que solía andar necesitado. Aquel corazón de oro tenía ansia de amar y de ser amado, y sólo encontraba placer y solaz en el bien ajeno. Toda desgracia de sus amigos y aún de simples prójimos le afectaba vivamente, y fue ello causa de muchos y muy hondos pesares de su corazón, que vosotros conocéis muy bien.

   Tal fue, a grandes rasgos trazada, la vida de nuestro colega: de trabajo, de lucha, de amor, de fe y de esperanza. Como el siervo fiel del Evangelio, no sepultó los talentos recibidos del padre de familias, sino que los hizo rendir ciento por uno; y por eso habrá recibido también una medida apretada y llena del dispensador de todo bien. Su memoria será siempre cara y sus ejemplos dignos de ser imitados.

BOLIVAR, ORADOR MILITAR

Por José Joaquín Ortiz

   Cuando quiere la Divina Providencia realizar sus asombrosos planes en el mundo, escoge los instrumentos, los enriquece con las dotes convenientes para que, bajo sus auspicios y como guiados por su invisible mano, realicen prodigios que sobrepujan las fuerzas humanas. Tal cosa, si es lícito a ojos profanos penetrar en tan recónditos misterios, se verificó en hombres como Colón y Bolívar, en aquél para descubrir el Nuevo Mundo, en éste para hacer independiente media América de la dominación española.

   Para cumplir tan alta empresa, Bolívar debía poseer, dotes extraordinarias, y las poseyó en efecto: amor a su suelo nativo, libre de vulgares ambiciones; amor a la libertad, llevado hasta el delirio, hasta el fanatismo; gran corazón a prueba de los mayores reveses e infortunios, y aquel rayo del fuego del cielo que se llama genio en el lenguaje de los hombres.

   Refieren que, de joven, viajando por Europa, llegó una vez a pisar en Roma el Monte Sagrado; y que allí, doblando la rodilla sobre aquella tierra de antigua libertad, e invocando las sombras de Camilo, de Fabio y de Cincinato, juró consagrar su vida a la independencia de su Patria. Bolívar atravesó el Atlántico, y al pisar la primera playa colombiana desenvainó el acero y empezó de luego a luego la tremenda lucha.

   Lo que obró hasta coronar la empresa de emancipar su Nación y fundar a Colombia, y después libertar la tierra de los incas y crear una nueva República que lleva su nombre, y las penalidades y trabajos que para esto sufrió, con esa constancia que no desmayaba nunca ni en medio del fiero horror de las estaciones inclementes, guerreando, ora en las inmensas sabanas inhospitales y abrasadoras, ora entre los desfiladeros de los páramos bravios, en la cumbre de los volcanes, con reducidas huestes, faltas de todo, de vestuarios, de vituallas, de municiones, contra ejércitos reglados, veteranos y valerosos, muchos de ellos vencedores de los soldados de Napoleón I; todo esto, y las providencias administrativas para organizar sociedades no educadas para la vida de la República, que "salían con miembros entorpecidos por las cadenas" a respirar de repente el aura de la libertad; y su valor, su magnanimidad, su desprendimiento, son cosas que pertenecen a la Historia, en cuyas páginas van apareciendo más y más grandes sus hechos a medida que corren los tiempos y callan las voces de la calumnia, y más tarde servirán de grandioso argumento a la epopeya hispanoamericana.

   Voy a examinar rápidamente sus escritos, voy a considerarlo como orador militar, faz por la cual no ha sido considerado todavía.

   En las democracias antiguas, se hacían las leyes, se elegían los magistrados y se decretaba la paz o la guerra en las juntas populares; los oradores eran, por decirlo así, los árbitros de la suerte de la República, y la elocuencia deliberativa alcanzó entonces el más alto grado de perfección. Las modificaciones y cambios introducidos después en la forma de gobierno, la limitaron a las asambleas o cámaras representativas; y el cambio de auditorio templó su vehemencia primitiva, pues no era lo mismo perorar al pueblo reunido en la plaza en Atenas o en Roma, que hablar delante de pocos oyentes en un congreso. En los tiempos modernos queda como ejemplo O'Connell arengando al pueblo irlandés, tanto por lo numeroso del concurso, como por la magnanimidad del orador y la importancia suma del asunto. La antigua clasificación de la elocuencia en los tres géneros deliberativo, demostrativo y judicial pareció insuficiente en nuestro tiempo, y la crítica hizo un género aparte de la elocuencia militar; en la cual no sólo es justo colocar las alocuciones y proclamas sino también toda expresión según el lugar y las circunstancias en que se profiera.

   Tal género no se ajusta a las estrechas reglas que rigen en las composiciones de otro orden; cosa natural, porque siendo la escena y el auditorio diferentes, diferentes deben ser también los pensamientos, el lenguaje, la acción. El orador militar necesita una palabra de fuego que caiga rápida e inflame instantáneamente los corazones del pueblo o del ejército para inclinarlo a tomar alguna suprema resolución o empujarlo a la muerte o a la victoria. No en el recinto estrecho de la sala de un parlamento ni en las bóvedas de un templo debe resonar esa voz, sino en el campo, al aire libre, bajo el palio espléndido del firmamento: el orador militar habla no en la tribuna sino al pie de las banderas que sacude el viento, delante de los tupidos batallones, cuyas armas brillan al sol; en frente, no lejos del enemigo, en cuyo campo se mezcla con el ronco redoble del atambor guerrero, el relinchar de los caballos impacientes y el agrio son del clarín que manda el combate. Allí todo debe ser rápido, animado, vehemente: una breve exposición, recuerdos de glorias antiguas, grito de venganza por las derrotas sufridas, voz animadora, llena de convicción y de esperanza; a veces insulto mordaz lanzado atrevidamente al enemigo; la promesa de los bienes que ofrece la victoria, y esto, declamado, gritado con acento alto, desgarrador, solemne. De modo que si hubiera de tomar una comparación para ilustrar este asunto, diría que la elocuencia militar es como las ondas de un mar alborotado por la tormenta, cuyas inmensas moles corren aceleradas con el soplo del huracán, y llegan al alto promontorio y allí se rompen con estruendo, y espuman y borbotan, y hierven; en tanto que otras especies de elocuencia, en grado mayor o menor, se asemejan o a mansos ríos que corren apacibles, lamiendo campos tupidos de grama y colmados de flores, o a lagos tranquilos en los cuales se pintan las estrellas de un cielo sereno.

   Esta elocuencia, como eco que es de la pasión en su último paroxismo, admite la esplendidez del estilo metafórico en su mayor grado; y tal forma, natural en ella, sería hinchada en arengas de otra clase: diferencia que no han tenido en cuenta los que tachan de ampulosos los discursos del Libertador. Quien se halla al frente del enemigo en el trance de una batalla; quien habla a soldados, si valientes, rudos por lo común; quien debe aprovechar las circunstancias del lugar y el momento, mal puede detenerse a buscar giros y formas que no se atemperan a la situación. Así es como son naturalísimas estas palabras de Napoleón I: "Cuarenta siglos os contemplan de lo alto de esas pirámides"; y las de Bolívar después de Ayacucho: "¡Soldados colombianos! centenares de victorias alargan vuestra vida hasta el término del mundo."

   Por las mismas razones nos parecen naturales y propias de la situación la respuesta de Mario al pretor de Utica que le intimaba partir: "Di a tu amo que viste a Mario fugitivo sentado en las ruinas de Cartago", y la de Pompeyo, a quien hablaban de las victorias de César: "En cualquiera parte de Italia en que yo dé con el pie, brotarán legiones"; y la exclamación de Camilo cuando halló a los senadores pesando el rescate de Roma al caudillo galo: "El hierro y no el oro debe rescatar a los romanos."

   En ocasiones una de estas frases es el arranque de una suprema resolución. Bolívar en medio de la batalla de San Mateo, viendo que la balanza de la victoria se inclinaba a sus contrarios, echa pie a tierra, manda desensillar su caballo y grita a sus soldados: "¡Aquí, aquí moriré el primero!" palabras que recuerdan las de Sila, quien para detener las huestes que huían, dijo arrebatando una bandera: "Es glorioso para mí morir aquí. Si os preguntan en dónde habéis abandonado a vuestro General, responderéis que en Orcómeno." Otras veces es un recuerdo. Napoleón decía antes de una gran batalla: "¡Soldados; este es el mismo sol de Austerlitz"; y Escipión el Africano, citado delante del pueblo: "En tal día como hoy vencí a Aníbal y a Cartago. ¡Romanos! acompañadme al Capitolio a dar gracias a los dioses." —"Por Dios, amigos, decía Du-Guesclin, recorriendo las filas antes de la batalla de Cocherel, acordaos que tenemos un nuevo Rey en Francia: que seamos nosotros quienes hoy estrenemos su corona." Otras veces la elocuencia militar emplea el lenguaje sublime. Catinat obligado a atacar con fuerzas inferiores al Príncipe Eugenio junto al Oglio, respondió a un oficial que le decía: —"¿A dónde nos lleváis? ¿a la muerte? —Sí; es verdad; la muerte está delante de nosotros, pero la infamia detrás." Y en otras ocasiones, el tono de candor y de rudeza militar. Enrique IV elogió a Crillón en medio de su Corte diciendo: —¡Señores! ved aquí al primer capitán del mundo. —Habéis mentido, sire, pues sois vos, le respondió Crillón.

   Si a la altitud del pensamiento ha de corresponder la dicción, la de Bolívar debía ser notable por su grandeza. El lo miraba todo excelso y lo eran en efectos las empresas que acometía: eran nada menos que la libertad de medio mundo; la refundición en un solo cuerpo político de la Capitanía General de Venezuela, el Nuevo Reino de Granada y la Presidencia de Quito, con el nombre y bajo el estandarte de Colombia; era la reunión del congreso de Angostura en un rincón de las soledades de América, "en donde nada brillaba sino su genio, nada había de grande sino él mismo", a tiempo que el resto del país ardía en las llamas de la guerra o estaba dominado por los españoles; era la reunión del de Panamá, especie de Liga Anfictiónica que debía servir "de consejo en los grandes conflictos, de punto de contacto en los peligros comunes, de fiel intérprete en los tratados públicos, y de conciliador, en fin, de nuestras diferencias"; era la extinción de la esclavitud de la raza negra; y todo esto concebido sin probabilidades de realización y llevado a cabo finalmente a esfuerzos casi sobrehumanos en lucha tenaz de veinte años.

   A los ojos del héroe desplegaba el Nuevo Mundo la majestad de sus portentosas magnificencias; sabanas dilatadísimas y desiertas, caldeadas por el sol de los trópicos; selvas primitivas, muchas de ellas no pisadas por planta humana, invadeables ríos, gigantescos montes, que las nieves perpetuas ciñen con argentina diadema. En la conflagración de la guerra, los pobladores de las ciudades siguen a veces en masa a la retaguardia de los ejércitos republicanos; y éstos, compuestos de hombres arrancados ayer no más de entre los bueyes y las labores del campo, sin equipajes, sin raciones, sin hospitales, obligados a vivaquear al raso, librando su defensa sólo en el corcel y la lanza. Todas estas escenas y las vicisitudes de la campaña debían herir profundamente el alma y despertar ideas de sublime grandeza. Pero el espectáculo diario de aquéllas, nada engendraba en la mente de sus obstinados enemigos; los cuales, respirando entonces bajo el mismo cielo y pisando el mismo territorio, no lograron traspasar los límites de una pobre medianía en sus proclamas y comunicaciones oficiales: todo es, en efecto, pobre en ellas, pensamiento y formas; comoquiera que es privilegio del genio fecundizar, por decirlo así, la nada y hacer aparecer vivo y palpitante lo que yacía dormido, como si se tocara con la vara mágica de los encantadores de la leyenda.

   A esto debe agregarse la profunda convicción de la justicia de la causa, el desinterés con que Bolívar la servía y la fe inquebrantable en la Providencia que dirigía sus armas.

   "Yo soy uno de vuestros hermanos de Caracas, decía al empezar la reconquista de Venezuela en 1813, que arrancado prodigiosamente por el Dios de las misericordias de las manos de los tiranos que agobian a Venezuela, vuestra patria, he venido a redimiros del cautiverio en que yacíais. . . Prosternáos delante del Dios Omnipotente, y elevad vuestros cánticos de alabanzas hasta su trono, porque os ha restituido el augusto carácter de hombres." Y después de la victoria de Araure decía, hablando a una junta popular en Caracas: "No he podido oír sin rubor, sin confusión, llamarme héroe y tributarme tantas alabanzas.... La Providencia, y no mi heroísmo, ha operado los prodigios que admiráis." Y cuando, después de haber atravesado, como por entre un océano de llamas, los campos de Venezuela y llevado la libertad a Cundinamarca, logró ver realizado el sueño de sus sueños, el anhelo eterno de su alma, con la creación de la República de Colombia, exclamaba: "La República de Colombia, proclamada por el congreso general, y sancionada por los pueblos libres de Cundinamarca y Venezuela, es el sello de vuestra independencia, de vuestra gloria nacional.—Yo contemplo con gozo inefable este glorioso período en que van a separarse las sombras de la opresión de los resplandores de la libertad. Tan majestuoso espectáculo me asombra y encanta.—Vuestra suerte va a cambiar: a las cadenas, a las tinieblas, a la ignorancia, a la miseria, van a suceder los sublimes dones de la Providencia: la libertad, la luz, el honor y la dicha.—Cundinamarqueses ¡quise ratificarme si deseabais aún ser colombianos; me respondisteis que sí, y os llamo colombianos!—Venezolanos ¡siempre habéis mostrado el vivo interés de pertenecer a la gran República de Colombia, y ya vuestros votos se han cumplido. La intención de mi vida ha sido una: la formación de la República libre e independiente de Colombia entre dos pueblos hermanos: lo he alcanzado: ¡Viva el Dios de Colombia!" Grito sublime de un noble propósito satisfecho, que contrasta con la repudiación del nombre de Dios hecha por los que vinieron luégo, indignos hijos de la patria, a suceder en la primera magistratura nacional al héroe suramericano.

   El estilo de Bolívar es propio suyo, no imitado de original alguno, como no fueron imitaciones las luchas que encabezó; y diferente por esto de los escritos trabajados a la luz de la lámpara; dominan en él como rasgos característicos, la viveza de la imagen con que reviste el pensamiento y la fuerza o la gracia de la frase con que lo enuncia. Si comparaba a sus soldados, lo hacía con los héroes de la Edad Media: "En menos de dos meses habéis terminado dos campañas, y habéis comenzado una tercera que empieza aquí y debe concluir en el país que me dio la vida. Vosotros, fieles republicanos, marcharéis a redimir la causa de la independencia colombiana como las Cruzadas libertaron a Jerusalén, cuna del cristianismo." Mariño es "salvador de la patria"; Cedeño era "el bravo de los bravos de Colombia", quien "desesperado de no poder entrar en la batalla con toda su división por los obstáculos del terreno, dio contra una masa de infantería, y murió en medio de ella del modo heroico que merecía terminar la noble carrera del bravo de los bravos de Colombia".

   Rivas es un general "sobre quien la adversidad no puede nada; héroe de Niquitao y Los Horcones, cuyo valor vivirá siempre en la memoria americana"; Urdaneta, "el más constante y sereno oficial del ejército"; D'Elhúyart, "el intrépido vencedor de Monteverde en las Trincheras"; Campo Elias, "pacificador del Tuy y libertador de Calabozo"; y Villapol, "el bizarro coronel que, desriscado en Vijirima, contuso y desfallecido, no perdió nada de su valor que tanto contribuyó a la victoria de Araure". Y de éstos y de los demás guerreros dice que "no combatiendo por el poder, ni por la fortuna, ni aun por la gloria, títulos de libertadores de la República son sus dignos galardones".

   Declara en un decreto día nefasto el de la muerte de Girardot, "joven héroe que hizo aciaga con su pérdida la batalla de Bárbula".

   Plaza, muerto en Carabobo, "es acreedor a las lágrimas de Colombia, y a que el congreso le conceda los honores de un heroísmo eminente".

   Boves y sus huestes son "bandas de tártaros que, embriagadas de sangre, intentaban aniquilar la América culta y cubrir de polvo los monumentos de la virtud y del genio.... Sus ejércitos, que eran demasiado numerosos, han quedado tendidos en los campos que hemos consagrado a la Libertad".

   Pinta la devastación de América a causa de la guerra: "No ha sido Venezuela sola el teatro funesto de estas carnicerías horrorosas: la opulenta Méjico, Buenos Aires, el Perú y la desventurada Quito casi son comparables a unos vastos cementerios, donde el gobierno español amontona los huesos que ha dividido su hacha homicida."

   La expedición de Haití "estaba formada de 300 hombres, comparables en valor, patriotismo y virtud a los compañeros de Leónidas. Casi todos han muerto ya; pero el ejército exterminador también ha muerto. Trescientos patriotas vinieron a destruir 15.000 tiranos europeos, y lo han conseguido".

   De Bolivia decía que era "república que nació coronada con los laureles de Ayacucho"; llamaba a Colombia "madre de los héroes" (parens magna virum); y "la América unida, si el Cielo nos concede este deseado voto, escribía al supremo Director de las Provincias Unidas del Río de La Plata, podrá llamarse la reina de las naciones y la madre de las repúblicas".

   Inglaterra es "la patria de la gloria"; a Cartagena, ciudad en que empezó la libertad de Colombia, la apellida "redentora"; y de la capital de Boyacá dice: "¡Tunja! esta ciudad es heroica: en ella la reacción del espíritu ha sido proporcionada a la opresión terrible de tres años."

   Llama la guerra a España "guerra santa", y a la Constitución de la República, "el arca santa que fija para siempre los destinos de Colombia".

   La comunicación en que el gobierno le anuncia el reconocimiento de la República por "la señora de las naciones", la Gran Bretaña, "es gloriosa".

   Y al participar al congreso el triunfo de Carabobo, escribe: "Ayer se ha confirmado con una espléndida victoria el nacimiento político de la República. . . . Acepte el Congreso Soberano, en nombre de los bravos que tengo la honra de mandar, el homenaje de un ejército rendido, el más grande y el más hermoso que ha hecho armas en un campo de batalla."

   Y de él mismo decía: "Venezuela me vio aparecer en su territorio cubierto con los favores de la fortuna."

   En medio del fuego de la pasión encuentra siempre la imagen poética para expresar las ideas más comunes, y esta es la dote característica de su estilo: difficile est proprie communia dicere. El desastre de La Puerta sepultó en el caos nuestra afligida patria; y nada pudo entonces parar los rayos que la cólera del Cielo fulminaba contra ella ... La atroz e impía esclavitud cubría con su negro manto la tierra de Venezuela, y nuestro cielo se hallaba recargado de tempestuosas nubes, que amenazaban un diluvio de fuego. Yo imploré la protección del Dios de la humanidad, y luégo la redención disipó las tempestades." Hablando de las esperanzas del triunfo: "Morillo . . . muy pronto no fechará en Venezuela sus mentirosos despachos", escribía al Capitán General de La Barbada. Anuncia desde la ciudad de Angostura la libertad de Cundinamarca: "Ya nuestra vanguardia cubre con el brillo de sus armas, provincias de vuestro territorio; y esta misma vanguardia, poderosamente auxiliada, ahogará en los mares a los destructores de la Nueva Granada. El sol no completará el curso de su período, sin ver en todo vuestro territorio altares a la Libertad." Al marchar al Perú con el ejército colombiano exclamaba: "¡Soldados! vais a completar la obra más grande que el Cielo ha encargado a los hombres: la de salvar un mundo entero de la esclavitud.—Los enemigos que debéis destruir se jactan de catorce años de triunfos: ellos, pues, serán dignos de medir sus armas con las vuéstras, que han brillado en mil combates. El Perú y la América toda aguardan de vosotros la paz, hija de la Victoria, y aun la Europa liberal os contempla con encanto, porque la libertad del Nuevo Mundo es la esperanza del universo."—Los soldados libertadores que han venido desde La Plata, el Maule, el Magdalena y el Orinoco, decía al congreso peruano, no volverán a su patria sino cubiertos de laureles, pasando por arcos triunfales, llevando por trofeos los pendones de Castilla. Vencerán y dejarán libre al Perú, o todos morirán: señor, yo lo prometo." Y después de Junín: "¡Peruanos! Bien pronto visitaremos la cuna del imperio peruano y el templo del Sol. El Cuzco tendrá en el primer día de su libertad más placer y más gloria que bajo el dorado reino de los incas."

   Ningún hombre en América, en los tiempos antiguos ni modernos, se vio elevado a mayor altura que Bolívar: la gloria del mismo Washington, con ser tan grande, aparece pálida si se compara con la del héroe colombiano: aquél disponía de copiosos elementos para labrar la independencia de la América del Norte; Bolívar debía libertar un territorio más vasto, y carecía de todo; pero la fortuna, que le fue contraria tantas veces, tenía la rara virtud de fortificar su ánimo, y al otro día de la más completa derrota formaba nuevo ejército como por encanto, y comparecía denodado al frente de su enemigo. Su presencia entusiasmaba al soldado; sabiendo que Bolívar era el Jefe, los ciudadanos reposaban tranquilos; su tránsito por las poblaciones era un triunfo: al saberse que se acercaba a una de ellas, las campanas se echaban a vuelo, alfombrábanse de flores los caminos, y las gentes salían a recibirlo proclamándolo alborozadas, Padre de la Patria y Libertador de la República; los Congresos le daban gracias, le tributaban honores y lo invistieron muchas veces del tremendo poder de la dictadura; la poesía contaba sus triunfos y la Historia se preparaba a "grabar su nombre en las tablas del templo de la Memoria con el buril incomparable que hace resplandecer cuanto toca". Pues a colocarlo en grado tan eminente no contribuyó menos que su valor, su talento y su acendrado patriotismo, la elocuencia de su palabra que era necesaria para sacudir corazones inertes con el hielo de una esclavitud de siglos, llevar los pueblos al combate, vencer y fundar una Patria. Su estilo oriental, lleno de imágenes, era el conveniente para hablar a hombres de la raza latina; y el timbre mismo de su voz, que resonaba rápido, animado, vehemente, como se oyen rodar en las bóvedas de una antigua iglesia las notas terribles del Dies iræ, que se alcanzan, se atropellan, se mezclan, sin que ese tumulto pasmoso dañe en manera alguna a la armonía, no contribuía poco para lograr el efecto apetecido. Unas veces llevado en triunfo por la ola popular subía al Capitolio y arengaba a los senadores; otras recorriendo a caballo las filas del ejército, descubierta la cabeza, con la espada desnuda, proclamaba a los soldados: tal fue en Araure, en Boyacá, en Junín. Es preciso haberlo visto, es preciso haberlo oído, para saber lo que valía su palabra. En la colección de sus discursos y proclamas, no están incluidas sus improvisaciones, en las cuales brillaba todo el fuego de su espontánea elocuencia.

   En octubre de 1827 volvió Bolívar de Caracas a Bogotá. El Congreso colombiano lo esperaba reunido en la iglesia de Santo Domingo. Un pueblo inmenso llenaba ese recinto y se extendía en las calles circunvecinas. El Libertador atravesó al largo trote de su caballo la carrera, pasando por debajo de los arcos triunfales, al son de la música guerrera y del estampido del cañón, y se desmontó en el atrio del templo. Resonaron las espuelas del héroe en el pavimento; todo el concurso se puso en pie, y él fue rápidamente a colocarse debajo de un dosel a que hacían sombra las banderas de la Patria, que parecían inclinarse respetuosas al Libertador; éste, después de saludar al Senado y al pueblo, habló. El eco de su voz era alto, estridente, desgarrador, como acostumbrado a arengar al ejército, prolongando el sonido de las erres y las eses de las palabras. Se hallaba entonces Bolívar en la plenitud de la vida, lleno de fuerza y lozanía; su estatura sin ser elevada era gallarda; sus movimientos, rápidos y graciosos; sus cabellos negros y crespos empezaban a argentarse ya, más que por el transcurso del tiempo, por las tormentas de la vida; su faz, antes de una blancura perfecta, ahora tenía el color bronceado que da el sol de los trópicos, y sus ojos, negros, vivos, inquietos, tenían la mirada del águila, unida al brillo del relámpago de los cielos.

   Aquel momento fue solemne. Yo, niño entonces, al presenciar tal escena, comprendí el alto prez que alcanzan el heroísmo puro y la sublime virtud; y su recuerdo quedó grabado en mi mente con la profundidad que imprimen los sucesos extraordinarios que no se repiten en la vida.

   El corazón de Colombia, ensanchándose, palpitaba de gozo; sus brazos se abrían para estrechar en ellos a su hijo predilecto, y sus manos se alzaban para colocar en su frente las coronas debidas al vencedor. Detrás del héroe reverberaba el resplandor de la gloria; las banderas acribilladas a balazos que había llevado a la pelea, le formaban un dosel; los que lo contemplaban creían oír resonar los nombres de las grandes batallas: Araure, Boyacá, Junín... en las que rindieron las armas los soldados afamados de Zaragoza y de Bailén. Ese hombre extraordinario que estaba allí de pie había corrido de victoria en victoria "desde las orillas del Orinoco a las cimas argentinas del Potosí", y la espada que le pendía al lado era la misma con que había roto las cadenas de cinco millones de esclavos y fundado tres naciones; ese hombre era a modo de los caballeros de las antiguas leyendas, vaciado en el molde de César y Napoleón por el ingenio y el valor, y más grande por la virtud que los Godofredos, los Bayardos y los Turenas de otras edades. El sentimiento que despertaba era extremo: el amor de los suyos corría parejas con el odio que le profesaban sus enemigos; aquel rayaba en el frenesí, éste iba hasta intentar el asesinato; su nombre era escudo para los buenos, infundía terror en los malos y se invocaba como talismán sagrado en los peligros de la Patria.

   El remate de su magna empresa, como dije ya, no se debió únicamente a la fuerza de su espada, pues por mucho debe contarse el poder de su palabra. Fue así en efecto; y para convencerse de ello bastará saber que en tiempo de la guerra era un crimen digno del cadalso el poseer alguna de las proclamas de Bolívar, y conocer el recurso a que apelaban los patriotas para comunicárselas. Había personas, por lo regular jóvenes doncellas, en quienes podían recaer menos sospechas, que las aprendían de memoria y las iban repitiendo de casa en casa en el más retirado apartamiento y a puerta cerrada; especie de rapsodas de la Libertad, encantadoras por su belleza, por su juventud y por su amor patrio, que remedaban a los que iban recitando por las ciudades de la Grecia los cantos del poeta inmortal.

   No prestándose los límites de este estudio para dar largas muestras de los escritos del Libertador, copiaré uno o dos fragmentos únicamente.

   Hoy, cuando ha corrido ya más de medio siglo y nos hallamos tan lejos de los sucesos de la guerra; cuando el tiempo ha cicatrizado las heridas que ella abrió; nosotros ligados a la Madre Patria con los santos vínculos de un origen común, de una misma religión y de un mismo idioma; exentos de los odios feroces y anticristianos que infunden la ignorancia de la historia y las exageraciones de las escuelas ultrademocráticas, reconocemos a la luz de un sano criterio que el grave error del Gobierno español en la época de la guerra de la independencia consistió en la clase de hombres, o desalmados o facinerosos, desnudos de toda piedad y sentimientos humanos que envió a Colombia para subyugarla. Refiriéndose a éstos dice el poeta laureado Quintana:

   Es cosa innegable que las atrocidades que cometieron fueron tales y tantas que pusieron al General Bolívar, varón que acreditó por otra parte su generosidad en veinte campos de batalla, en la terrible necesidad de declarar la guerra a muerte.

   La lucha entre los beligerantes había sido larga y obstinada: se había peleado dondequiera; en las ciudades, en las sabanas, en los ríos, en los desiertos, en la cumbre de las montañas, en la falda de los volcanes. Fuera de los muertos en las escaramuzas, en las sorpresas repentinas, en las batallas campales, habían perecido en los patíbulos a cientos, y las cárceles y los pontones estaban llenos de prisioneros. La guerra había paralizado las operaciones del campo y se sufría carestía y hambre. Padres, hijos, esposos, cuantos podían disparar un fusil, habían abandonado sus hogares para correr al campo de la lucha; la espada y la tea pasaron segando vidas e incendiando poblaciones: parecía como si el genio de la destrucción hubiera paseado su fúnebre carro por la vasta extensión de la tierra colombiana, y el Libertador entonces, haciendo violencia a sus naturales sentimientos, se vio forzado a usar de justas represalias: "españoles y canarios, dijo en el tremendo decreto de Trujillo, ¡contad con la muerte aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de Venezuela!"

   Bolívar, sin embargo, ansiaba por la paz. El General don Pablo Morillo la ofreció al cabo, pero con dependencia a España. Bolívar respondió: "Se nos ha ofrecido Constitución y paz; hemos respondido: paz e independencia, porque sólo la independencia puede asegurar la amistad de los españoles, la voluntad del pueblo y sus derechos sagrados. Nadie tema al ejército libertador que no viene a romper sino cadenas; que lleva en sus banderas los colores del iris, y que no desea empañar sus armas con la muerte."

   Movido de estos sentimientos convino en un armisticio, y más luégo tuvo una entrevista con el jefe español en el pueblo de Santa Ana, y se firmó un tratado para la regularización de la guerra. Allí debió acabar ésta; no lo quiso así el Cielo, que reservaba todavía para Colombia largos días de dolorosa prueba, y que había decretado que dos pueblos hermanos por la naturaleza fueran irreconciliables enemigos.

   "¡Soldados! decía Bolívar anunciando la tregua, ¡soldados! el primer paso se ha dado hacia la paz... El Gobierno español, ya libre y generoso, desea ser justo para con nosotros: sus generales han mostrado franca y lealmente su amor a la paz, a la libertad y aun a Colombia ... La paz hermosea con sus primeros y espléndidos rayos el hemisferio de Colombia; y con la paz contad con todos los bienes de la libertad, de la gloria y de la independencia. Pero si nuestros enemigos, por una ceguedad que no es de temer ni aun remotamente, persistieren en ser injustos, ¿no sois vosotros los hijos de la victoria?"

   Notificando después al ejército la terminación de la tregua le encarecía la clemencia: "¡Soldados! escribió, la paz debió ser el fruto del armisticio que va a romperse; pero la España ha visto con indolencia los horrorosos tormentos que padecemos por su culpa... Colombia espera de vosotros el complemento de su emancipación; pero espera aún más, y os exige imperiosamente que en medio de vuestras victorias seáis religiosos en llenar los deberes de nuestra santa guerra... Os hablo, soldados, de la humanidad, de la compasión que sentiréis por vuestros más encarnizados enemigos. Ya me parece que leo en vuestros rostros la alegría que inspira la libertad, y la tristeza que causa una victoria contra hermanos. —¡Soldados! interponed vuestros pechos entre los vencidos y vuestras armas victoriosas, y mostraos tan grandes en generosidad como en valor . . . Esta guerra no será a muerte, ni aun regular siquiera: será una guerra santa; se luchará por desarmar al adversario, no por destruirlo. Competiremos todos por alcanzar la corona de una gloria benéfica.... —Todos son colombianos para nosotros, y hasta nuestros invasores, cuando quieran, serán colombianos. Sufrirá una pena capital el que infringiere cualquiera de los artículos de la regularización de la guerra. Aun cuando nuestros enemigos los quebranten, nosotros debemos cumplirlos, para que la gloria de Colombia no se mancille con sangre."

   Bolívar marchaba al Perú. En Pasto proclamó a los pueblos de este modo:

   "¡Colombianos! Ya toda vuestra hermosa Patria es libre. Las victorias de Bomboná y Pichincha han completado la obra de vuestro heroísmo. Desde las riberas del Orinoco hasta los Andes del Perú, el Ejército Libertador marchando en triunfo ha cubierto con sus armas protectoras toda la extensión de Colombia. Una sola plaza resiste; pero caerá.

   "¡Colombianos del Sur! La sangre de vuestros hermanos os ha redimido de los horrores de la guerra. Ella os ha abierto la entrada al goce de los más santos derechos de libertad e igualdad. Las leyes colombianas consagran la alianza de las prerrogativas sociales con los fueros de la naturaleza. La constitución de Colombia es el modelo de un gobierno representativo, republicano y fuerte: no esperéis encontrar otro mejor en las instituciones políticas del mundo, sino cuando él mismo alcance su perfección. Regocijaos de pertenecer a una gran familia, que ya reposa a la sombra de bosques de laureles, y que nada puede desear sino ver acelerar la marcha del tiempo para que desarrolle los principios eternos del bien que encierran nuestras leyes.

   "¡Colombianos! participad del océano de gozo que inunda mi corazón, y elevad en los vuéstros, altares al Ejército Libertador, que os ha dado gloria, paz y libertad".

   Es notable la descripción siguiente en su discurso al Congreso de Angostura:

   "La reunión de la Nueva Granada y Venezuela en un grande Estado, ha sido el voto uniforme de los pueblos y Gobierno de estas Repúblicas. La suerte de la guerra ha verificado este enlace tan asombroso. Volando por entre las próximas edades, mi imaginación se fija en los siglos futuros, y observando desde allá, con admiración y pasmo, la prosperidad, el esplendor, la vida que ha recibido esta vasta región, me siento arrebatado y me parece que ya la veo en el corazón del universo, extendiéndose sobre sus dilatadas costas entre sus océanos que la naturaleza había separado y que nuestra Patria reúne con prolongados y anchurosos canales; ya la veo servir de lazo, de centro, de emporio a la familia humana; ya veo enviando a todos los recintos de la tierra los tesoros que abrigan sus montañas de plata y oro; ya la veo distribuyendo por sus divinas plantas la salud y la vida a los hombres dolientes del antiguo hemisferio; ya la veo comunicando sus preciosos secretos a los sabios que ignoran cuán superior es la suma de las luces a la suma de las riquezas que le ha prodigado la naturaleza; ya la veo sentada sobre el trono de la Libertad, empuñando el cetro de la Justicia, coronada por la Gloria, mostrar al Mundo Antiguo la majestad del Mundo Nuevo."

DISCURSO

pronunciado en la sesión de la Academia Colombiana de la Lengua,
para conmemorar el tercer centenario de la muerte de
don Miguel de Cervantes Saavedra.

Por Marco Fidel Suárez

   Excelentísimos e ilustrísimos señores. Señores académicos:

   Ha querido la Academia Colombiana conmemorar por medio de la presente festividad el tercer centenario de la muerte de Miguel de Cervantes Saavedra, y entre los números de su programa ha puesto el discurso que voy a pronunciar. El contrastará por su aridez con la otra pieza de esta velada, en la cual han corrido los primores de la forma a porfía con la belleza y sublimidad de las ideas. De esta suerte me quedará siempre la satisfacción de haber contríbuido para el follaje de la corona ofrendada por la Academia a una de las primeras glorias de la literatura española y universal.

   Para cumplir mi cometido, no he podido hacer otra cosa que recurrir a la obra maestra de Cervantes, y volver a leerla atentamente, a fin de admirar una vez más su inimitable estilo, su lengua castiza y abundante, su filosofía profunda y su inmenso poder como obra de entretenimiento. Autores tan competentes como imparciales, especialmente de raza anglosajona, ponen el Don Quijote de Cervantes al lado de los libros más insignes de todos los tiempos y naciones, considerándolo no sólo como sobresaliente obra nacional, sino como una de las obras pertenecientes al género humano, y apareando a su autor con el que escribió la más grande de las epopeyas antiguas, con el autor de la Divina Comedia y con el primero de los trágicos modernos. Este dictamen dé la crítica tiene en favor de Cervantes un lado que lo enaltece de manera singular, aun respecto de esos otros ingenios gigantescos, pues si bien es cierto que su libro cede el paso, en muchos sentidos, a las obras maestras de Homero, Dante y Shakespeare, las vence y supera en punto de popularidad.

   Para probar esta tesis no es menester someterla al crisol de una refinada crítica. De otros libros podrá discutirse el mérito y la perfección, y podrá ponerse en balanza su superioridad o inferioridad, comparándolos con otros monumentos de la literatura. Pero la popularidad del Quijote es asunto de simple observación, pues en tanto que Ayax y Andrómaca son conocidos apenas de los iniciados en las lecturas clásicas, y en tanto que no todos pueden admirar los retratos de Ugolino o de Francisca de Rímini, y mientras que Otelo y Hamlet conmueven solamente los corazones de aquellos que contemplan sus tragedias, Don Quijote de la Mancha es talvez tan conocido de las gentes como Napoleón, y Sancho Panza parece que anduviera por la historia tan vivo como Julio César.

   Se ha cumplido, pues, a este respecto, lo que el mismo Cervantes anunció, cuando Sancho decía a don Quijote que antes de no mucho tiempo no habría bodegón, venta, ni mesón o tienda de barbero donde no anduviese pintada la historia de sus hazañas; o cuando al bachiller Sansón Carrasco se le traslucía que no habría nación ni lengua donde esa historia no fuese traducida; o cuando el héroe manchego informaba así a don Diego de Miranda: "Treinta mil volúmenes se han impreso de mi historia, y lleva camino de imprimirse treinta mil veces de millares, si el cielo no lo remedia."

   Así no hay duda de que entre todas las fábulas, la del ingenioso hidalgo es la más popular, a lo menos en los tiempos modernos. Los letrados la estudian, los eruditos la escudriñan y comentan, las lenguas la adoptan, el teatro le abre sus puertas, las bellas artes la ilustran, los filósofos rastrean sus recónditos significados, todos saborean sus donaires y todos admiran sus vivas pinturas y sus ingeniosas enseñanzas. Sus figuras principales, así como sus principales dichos y sucesos, se han apoderado de la imaginación del hombre civilizado. Hasta los niños aplican la imagen del Caballero de la Triste Figura y del Gobernador de la Barataria a ciertos tipos de la vida real y cotidiana, y todos sabemos de Rocinante, de la sin par Dulcinea, de los molinos de viento, de la cueva de Montesinos, del manteamiento de Panza, de las bodas de Camacho, y de otros cuadros, episodios, lances y ocurrencias que hormiguean en la novela más sencilla y más complicada, más idealista y más real de cuantas ha forjado el ingenio.

   ¿Cuál será la causa de esta popularidad extremada, inaudita, vencedora y universal, que confiere a Miguel de Cervantes en cierto modo el cetro de la fama literaria?

   ¿Por qué una fábula cuyos personajes principales son dos locos aquejados de opuestas manías, está más alta que el Olimpo en que se mueven y destellan los dioses de Homero, y que los campos de dolor en que peregrinan los muertos inmortalizados por el inmortal Gibelino? ¿Por qué vence y supera las figuras que contemplamos con estremecimiento en los dramas escritos por el pintor sublime de Yago y de Desdémona?

   No seremos atrevidos a afirmarlo; pero sí sospechamos que este señorío que ejerce el libro de Cervantes sobre la imaginación de una gran parte de los hombres, proviene de ser el libro que mejor retrata la vida humana en las varias formas de su psicología y de su actividad, con sus pasiones ruines o levantadas, con sus nobles virtudes o sus vicios despreciables, con su sabiduría práctica o literaria, con la experiencia acumulada por el estudio, los viajes, las tribulaciones, todo en un consorcio de verdad y de hermosura, y formando el perenne contraste de que procede el fenómeno de la risa. De aquí el manantial de emociones que produce el Quijote, pues en él se mezclan lo satírico, lo patético y lo cómico, con la filosofía de las costumbres, con el arte del gobierno, con las alusiones literarias, con los episodios del amor y el infortunio, todo ello bordado y esmaltado sobre la tela de una especie de mitología exprimida de la caballería andante, y todo ello saturado de sentimientos de alegría y al mismo tiempo de tristeza.

   El libro de Cervantes parece, pues, ser el más popular, por ser el más variado en sus pormenores, el más natural y real en sus pinturas, el más profundo en su significado y el que pulsa con más acierto las fibras del corazón, no bajo la forma de una poesía más o menos artificial sino bajo la forma de lo que diariamente vemos y sentimos. Mientras que los inmortales de Grecia, Italia, Inglaterra, hacen descender los dioses del cielo a la tierra, o trasladan las almas de la tierra al infierno, o convierten en ambas cosas el corazón poseído de intensísimas pasiones, este inmortal de España, este soldado estropeado, este poeta más versado en desdichas que en versos, este modesto terciario y este agente corredor de negocios que solicita una plaza de contador en Santa Fe de Bogotá o en Cartagena de Indias, pone en su libro toda la vida real con sus vaivenes y amarguras, con sus exaltaciones y caídas, que degeneran unas veces en locura sublime y otras en vulgar locura.

   Escogió Cervantes como personaje principal de su leyenda a un hidalgo ingenioso, esto es, juicioso y entendido, como lo define él mismo en varios lugares de la historia, pero aquejado de la manía de practicar la caballería andante. De esta manera, desde el título de la fábula se percibe la idea del contraste o contraposición y la intención que tuvo Cervantes de hacer de ella una obra singularmente cómica, pues el héroe al mismo tiempo que se presenta sabio se presenta loco. Llamólo Don Quijote, nombre explicado en la misma historia, especialmente en la disputa que tuvo el caballero con el canónigo de Toledo, y en que se declaró descendiente por línea recta de varón del valeroso Gutierre Quijada, quien junto con Pedro Barba desafió y venció en Borgoña a los hijos del Conde de San Polo.

   La caballería andante o aventurera, a que se entregó Alonso Quijada el Bueno, fue degeneración fantástica de la verdadera caballería que durante siglos prevaleció en Europa. Su origen y desarrollo es objeto de prolijos estudios; pero a los no iniciados en los secretos de la erudición nos basta observar que ella fue propensión espontánea en aquellos tiempos, pues satisfaciendo la necesidad de lo maravilloso que tienen el espíritu y el corazón del hombre, reemplazó las mitologías griega y septentrional con el poder sobrehumano de la personificada injusticia de los bárbaros, combatida por el heroísmo del valor y de la generosidad. Ese heroísmo suplía con una idea informe de justicia la legalidad que faltaba en aquellos tiempos, y por eso obraba sin sujeción a leyes ni autoridades. Con ese esfuerzo se mezclaba el concepto exagerado del honor como un culto a lo bueno y se unía igualmente el entusiasmo religioso en la época en que la cruz y el creciente se disputaban el imperio del mundo y en que las expediciones cruzadas confundían la fe, la poesía y el amor en los torneos y en las batallas.

   La caballería verdadera, no la fantástica, tuvo adeptos que combatían en defensa de la religión, de los desvalidos y necesitados, de los gobiernos y de las sociedades que formaban algo como el embrión de los Estados modernos. Seguidores de ella fueron ilustres campeones, especialmente en España, donde quedó imperecedera la memoria de héroes como Rodrigo Díaz, Fernán González, Alonso de Guzmán, Suero de Quiñones, Manuel Ponce de León, Diego de Paredes, Gonzalo de Córdoba y tantos otros cuya espada y cuyo esfuerzo echaron las bases o causaron los aumentos de la nacionalidad española.

   Pero las exageraciones de la fantasía reemplazaron esa caballería efectiva y patriótica con otra disparatada y fantástica, en que la tiranía y la arbitrariedad recibían la forma de gigantes, monstruos, endriagos y encantamientos, contra quienes luchaban los héroes de un modo sobrehumano, viniendo a ser mutuos enemigos y a ejecutar las más inverosímiles hazañas. De aquí provinieron los Orlandos y Amadises, los Palmerines y Esplandianes, cuyas sergas o empresas formaron un ramo especial de la literatura, particularmente de España, en que todo era un atentado seguido contra la verdad y la verosimilitud, tan pernicioso para las letras como para las costumbres.

   Contra esos libros se desató el ingenio de Cervantes, por medio de la sátira más brillante y poderosa. En concepto de don Quijote, la caballería era el valor puesto al servicio de los oprimidos y menesterosos y en obsequio de la propia fama y buena reputación, pero dejando aparte la justicia. "¿Dónde has visto tú o leído jamás —decía el caballero a Sancho, cuando éste le recordaba el peligro de la Santa Hermandad, después de la aventura del vizcaíno— dónde has visto tú que caballero andante haya sido llevado ante la justicia, por más homicidios que haya cometido?" Cuando iba a dar libertad a los galeotes, les decía a los guardas: "Me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres; allá se lo haya cada uno con su pecado; Dios hay en el cielo que no se olvida de castigar y premiar, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello." Y cuando Sancho en conversación con el cura y maese Nicolás, disculpaba la parte que en aquella aventura había tocado a su amo, éste le respondió: "Majadero, a los caballeros no les toca ni atañe averiguar si los afligidos, encadenados y opresos que encuentran por los caminos, van de aquella manera o están en aquella angustia por sus culpas o gracias: sólo les toca ayudarles como a menesterosos, poniendo los ojos en sus penas y no en sus bellaquerías."

   Para el héroe de Cervantes, la caballería era una especie de religión, que convertía a sus adeptos en hombres virtuosos y perfectos. "De mí sé decir, decía don Quijote, que después que soy caballero andante soy valiente, comedido, liberal, bien criado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos." Y considerando la caballería como ciencia universal, que encierra todas las demás, pues el caballero tiene que ser jurisperito, teólogo, médico, astrólogo, matemático, y ha de estar adornado de las virtudes teologales y morales, y nadar como el peje Nicolao, y saber herrar un caballo y aderezar una silla y un freno, torna a describirlo así: "Ha de ser casto en los pensamientos, honesto en las palabras, liberal en las obras, valiente en los hechos, sufrido en los trabajos, caritativo con los menesterosos, y finalmente, mantenedor de la verdad, aunque le cueste la vida el defenderla."

   Estas ideas trastrocadas e invertidas que formaban, como se dice hoy, el criterio de Don Quijote de la Mancha, son la base de su carácter, que no pudo ser más firmemente delineado, más íntegro ni más constante. Al entrar en un breve análisis de esa noble índole, observad, señores, cuánta es la verdad literaria de la fábula de Cervantes, pues a veces olvidamos que no se trata sino de un personaje fingido, y lo consideramos como un sujeto que respiró en realidad en el mundo, y cuyo corazón alentó realmente para la virtud sobre esta tierra de malandanza y de miseria. Tracemos uno que otro rasgo de esa singular fisonomía, que en cierta manera puede servir de ejemplo, de reproche y de atractivo a los mortales.

   Cuando Dorotea, haciendo de princesa de Etiopía e hija de la reina Jaramilla, decía al licenciado y al barbero que las nuevas de Don Quijote la habían movido a buscarle para fiar su causa en el valor de su invencible brazo, el héroe replicó: "No más; cesen mis alabanzas, porque soy enemigo de todo género de adulación, y aunque ésta no lo sea, todavía ofenden mis castas orejas semejantes pláticas."

   Si Don Quijote se muestra enemigo de la adulación en este lugar, en otros da pruebas de su liberalidad extremada. Aunque el rucio pareció, no por eso revocó él la cédula de los tres pollinos, que en reemplazo de aquél había mandado a Sancho. Después de hacer trizas los títeres de maese Pedro, se condenó él mismo en costas por lo que pidiese el agraviado, a quien pagó en buena y corriente moneda castellana. Cuando Sancho, después de concertar su salario en dos ducados por mes, alegaba que la promesa de la Insula tenía veinte años de data y que desde esa fecha tenía que liquidarse la cuenta, el caballero le respondió: "¿Dices, Sancho, que ha veinte años que te prometí la Insula? Yo digo que quieres que se consuma en tus salarios el dinero que tienes mío; y si esto es así, y tú gustas de ello, desde aquí te lo doy y buen provecho te haga, que a trueco de verme sin tan mal escudero, holgaréme de quedarme pobre y sin blanca." Llegó día en que Sancho se resolvió a desencantar a Dulcinea, mediante los tres mil y trescientos azotes, y entonces don Quijote le declaró que todo el tesoro de Venecia y las minas de Potosí fueran poco para pagarle, y le facultó para que, tomando el tiento a los dineros que llevaba, propios del amo, pusiese el precio a cada azote. "Ellos, respondió Sancho, son tres mil y trescientos, que a cuartillo cada uno, hacen ochocientos y veinticinco reales. Estos desfalcaré yo de los que tengo de vuesamerced, y entraré en mi casa rico y contento, aunque bien azotado." "¡Oh, Sancho bendito, oh, Sancho amable! respondió Don Quijote, y cuán obligados hemos de quedar Dulcinea y yo a servirte todos los días que el cielo nos diere de vida."

   No menos brillaba su probidad. Camino de la cueva de Montesinos y disertando con el primo, preguntó Sancho cuál era el primer volteador del mundo, y no pudiendo los otros atinar al acertijo, él mismo lo resolvió con decir que había sido Lucifer, cuando cayó a los abismos dando vueltas, a lo que observó Don Quijote, volviendo por los derechos literarios contra el plagiario Sancho Panza: "Esa pregunta y respuesta no es tuya, a otro las has oído decir." Al salir del castillo, y estando Altisidora dirigiéndole la amorosa canción en que por broma le reclamaba ciertos tocadores y ligas, Don Quijote no para mientes en los requiebros, sino que mirándola como distraído, vuelve el rostro a Sancho para preguntarle: "Díme una verdad: ¿llevas, por ventura, los tres tocadores y las ligas que dice esta enamorada doncella?"

   La historia del ingenioso hidalgo es un espejo de patriotismo y de lealtad política, como cuando dice al mancebo que iba a la guerra: "Tenga a feliz ventura el haber salido de la corte con tan buena intención, porque no hay cosa en la tierra, más honrada ni de más provecho, que servir a Dios, primeramente, y luego a su rey y señor natural." A Dorotea, que de rodillas le pedía el don de favorecerla, le respondió: "Yo a vos le otorgo y concedo, como no se haya de cumplir en daño o mengua de mi rey, de mi patria y de aquella que de mi corazón y libertad tiene la llave." Y ponderando el denuedo de los valientes, dice que, llevados en su vuelo de las alas del deseo de volver por su fe, por su nación y por su rey, se arrojan por la mitad de mil contrapuestas muertes que los esperan.

   La honestidad del héroe se ostenta cuando ruega a los duques que en la ausencia de Sancho dispongan que él mismo se sirva y que otra persona no éntre en su cuarto; cuando dice a las claras que quiere huir de las tentaciones, porque al cabo de los años no venga a caer donde nunca ha tropezado; cuando hablando del Quijote contrahecho por Avellaneda, declara que de las cosas obscenas y torpes, los pensamientos se han de apartar, cuanto más los ojos; y cuando prorrumpe contra los requiebros: Fugite, partes adversae: "Dejadme en mi sosiego, pensamientos malvenidos."

   De su veracidad da idea lo que respondió a Panza, que le aconsejaba darse las calabazadas no contra los árboles, como don Roldán, sino en el agua o sobre algodones: "El hacer una cosa por otra es lo mismo que mentir." Para ponderar el candor de Don Quijote, respondió Sancho al escudero del Bosque: "Mi amo tiene una alma como un cántaro; no sabe hacer mal a nadie, sino bien a todos; ni tiene malicia alguna; un niño le hará entender que es de noche en la mitad del día, y por eso le quiero como a las telas de mi corazón."

   "Mal cristiano eres, dice a Sancho, porque nunca olvidas la injuria que una vez te han hecho", lo cual prueba la virtud de la religión en el ánimo piadoso de Don Quijote. Platicando con Sancho sobre el deseo de alcanzar fama, que es activo en gran manera, le enseñaba: "Los cristianos católicos y andantes caballeros más habemos de atender a la gloria de los siglos venideros, que es eterna en las regiones etéreas y celestes, que a la vanidad de la fama que en este presente y acabable siglo se alcanza." Su teología y religión campean en su modo de pensar acerca del mono de maese Pedro, pues observando que no responde sino a cosas pasadas y presentes, lo atribuye a influjo del diablo, cuya sabiduría no se extiende a más, pues a sólo Dios está reservado conocer los tiempos y momentos, y se admiraba por eso de que aquella bestezuela no hubiera sido presentada al santo Oficio. "La ley que profesamos, dice hablando con los dos pueblos del rebuzno, que iban a reñir, nos manda que hagamos bien a nuestros enemigos y que amemos a los que nos aborrecen: mandamiento que aun que parece algo dificultoso de cumplir, no lo es sino para aquellos que tienen menos de Dios que del mundo, y más de carne que de espíritu: porque Jesucristo, Dios y hombre verdadero, que nunca mintió, ni pudo ni puede mentir, siendo legislador nuéstro, dijo que su yugo era suave y su carga liviana; y así no nos había de mandar cosa que fuese imposible el cumplirla."

   El honor más subido, el amor de la fama y de la gloria, son el móvil y el fin de las hazañas del ingenioso Hidalgo. Por eso cuando el desabrido y severo capellán de los duques lo baldona, llamándole de alma de cántaro y don Tonto, él responde, refrenando con el respeto el enojo: "¿Por ventura es asunto vano, es tiempo mal gastado el que se gasta en vagar por el mundo, no buscando los regalos del, sino las asperezas por donde los buenos suben al asiento de la inmortalidad?" Y cuando el maleante y burlador don Antonio Moreno lo sacó a pasear por las calles de Barcelona con su nombre en un rótulo que, leído por todos, arrebataba de todos las miradas, él decía: "Grande es la prerrogativa que lleva en sí la andante caballería, pues hace conocido y famoso al que la profesa por todos los términos de la tierra; y si no, mire vuesamerced, señor don Antonio, que hasta los muchachos de esta ciudad sin nunca haberme visto me conocen."

   Una de las virtudes que más enaltecen a Don Quijote es la del reconocimiento, como puede verse en las palabras que dirigió a las pastoras de las redes del bosque: "No es otra la profesión mía que mostrarme agradecido y bienhechor con todo género de personas"; y en pago de las mercedes y buen acogimiento que le hicieron, salió al camino, y desafiando a todos los viandantes retó a singular batalla a todo el que negase que, exceptuando a Dulcinea, aquellas pastoras se llevaban la palma de la hermosura y de la discreción. Alzados los manteles de la comida en la misma aventura, alzó también la voz Don Quijote para decir: "Entre los pecados mayores que los hombres cometen, aunque algunos dicen que es la soberbia, yo digo que es el desagradecimiento, ateniéndome a lo que suele decirse que de los desagradecidos está lleno el infierno." Cuando el duque confiere a Sancho la gobernación, el amo le manda que se hinque de rodillas y bese los pies a su Excelencia por la merced que le ha hecho; y se colgó del cuello de Sancho dándole mil besos en la frente y en las mejillas, cuando el socarrón escudero aceptó la penitencia de los tres mil azotes para el desencanto de Dulcinea.

   El valeroso caballero, en cuyo pecho jamás tuvo entrada el miedo, era tan humilde cristiano, que en su vida se pueden hallar edificantes ejemplos de aquella santa virtud. Escribiendo al Gobernador Panza, dícele que Dios sabe levantar de la basura a los pobres y de los tontos hacer discretos. "Haz gala, le aconsejaba antes que Sancho partiera para la Insula, haz gala de la humildad de tu linaje, y no te desprecies de decir que vienes de labradores." Pide perdón al escudero por el enojo que le ha dado y se humilla diciéndole que los primeros movimientos no son en manos del hombre, y volviendo Sancho a hablar del disgusto pasado, le ruega con ternura: "No tornes a esas pláticas, Sancho; por tu vida, que me dan pesadumbre."

   Un gran sentido moral guiaba al héroe y le hacía excelente consejero, como cuando persuadía a Panza de que no hiciera caso de los maldicientes, con estas palabras: "No te enojes ni recibas pesadumbre de lo que oyeres, que será nunca acabar; ven tú con segura conciencia y digan lo que dijeren, y es querer atar las lenguas de los maldicientes lo mismo que querer poner puertas al campo." Al oír a Roque Guinart el buen deseo de salir de su rota y desastrada vida, le responde: "Señor Roque: el principio de la salud está en conocer la enfermedad: el cielo, o Dios, le aplicarán medicinas que le sanen, las cuales suelen sanar poco a poco y no de repente y por milagro, y más que los pecadores discretos están mas cerca de enmendarse que los simples; y pues vuesamerced ha mostrado en sus razones su prudencia, no hay sino tener buen ánimo y esperar mejoría de la enfermedad de su conciencia."

   Cervantes pone en ridículo la caballería andante en la persona del virtuoso Don Quijote; pero pinta a éste con tal colorido de virtudes mezcladas de locura y le exalta con tan nobles prendas, que la desventura en que coloca al caballero para mostrar vencida la caballería, hace que de lo cómico resulte lo patético, y que los hombres, en lugar de ver al héroe con el desprecio que merece su profesión, lo miren con verdadera simpatía.

   Así parece como si el público de los siglos dijera a Cervantes: ¿Por qué a un modelo de valor y generosidad lo habéis convertido en un Edipo perseguido por el más cruel infortunio? La venganza se ceba en él por medio de los palos de los yangçeses, de las pedradas de pastores, galeotes y comediantes, y de los golpes del ventero y de los cuadrilleros. La burla y el escarnio lo persiguen cuando doña Tolosa y doña Molinera le sirven en la venta, cuando la moza asturiana le da tormento suspendiéndolo de aquella mano tan vigorosa como honrada, cuando los ociosos duques y su servidumbre hacen aparatosas fiestas divirtiéndose con el noble hidalgo, cuando don Antonio le hospeda para deshonrarle, y siempre que Panza le hace objeto de sus engaños y mentiras. Hasta la beneficencia se convierte para él en negra fortuna, pues por curarle le denuesta el eclesiástico del castillo, le encierran en una jaula tirada por bueyes el licenciado Pero Pérez y maese Nicolás, y le da batalla y le rinde el bachiller Sansón Carrasco. El muchacho Andrés y el galeote Ginés de Pasamonte le pagan los beneficios con ingratitud, acíbar que destila sobre el corazón una amargura que aceda la miel de la beneficencia. El mismo Sancho, aquél a quien él llama Sancho bueno, Sancho amigo, Sancho hijo, lucha con su señor y lo pone bajo sus pies; y hasta la fatalidad sirve de instrumento a su desgracia, burlándose de él naturaleza por medio de los batanes, de los molinos de viento y de la locura de Cardenio. Finalmente, la pobreza, que es la piedra que más pesa sobre los hombros del bueno, lo aflige en el castillo avergonzándolo con la ruina de sus medias y obligándole a calzarse las botas del ausente Gobernador. ¿Por qué, por qué a tánto valor y a tánta virtud no les dáis más premio que el de despertar a la razón al cerrar los ojos a la vida?

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   Contrapuesto al carácter de don Quijote es el de Sancho Panza, lo cual explica por qué el libro de Cervantes es un minero de gracias y donaires, pues según muchos filósofos, lo esencial del ridículo es siempre cierto fondo de oposición y de contraste. Aunque tampoco es cierto que los dos personajes están siempre animados de sentimientos opuestos, personificando el uno el ideal de las nobles asp6iraciones y el otro la realidad del egoísmo con todas las pasiones que de él nacen. No, porque Sancho es a veces capaz de bondad, caridad y hasta valor, y su corazón siente también el aguijón de la fama. Lo más exacto en este punto sería decir que hay oposición entre don Quijote, cuyo carácter es el sumo posible de la constancia, la sinceridad, la rectitud y la firmeza, y Sancho que, aunque distinguido siempre por ciertas inclinaciones vulgares, es versátil, sin embargo, y simboliza por eso a los que el mundo suele llamar hombres sin carácter.

   Gran malicioso se muestra el señor Gobernador y muy perspicaz en varios lugares de la novela. "Para estar tan herido este mancebo mucho habla", decía en la escena en que Basilio desempeña la farsa de herirse con un estoque que en realidad no podía herirle, en las bodas de Camacho. ¡excl;Y cómo nos admira Panza al mostrarse prelombrosiano en aquella ocasión en que disculpándose con su amo, alega suplicando: "Vuesamerced me perdone y se duela de mi mocedad y advierta que si hablo mucho, más procede de enfermedad que de malicia."

   Sus embustes y mentiras son la ocasión principal de la parte cómica del libro. Persuade a su amo de que vio a Dulcinea y al cabo de algún tiempo, olvidando la mentira, asegura que jamás la ha visto, a lo cual responde el caballero: "¿Cómo que no la has visto, traidor, blasfemo? ¿Pues no acabas de traerme un recado de su parte? —Digo que no la he visto tan despacio que pueda haber notado particularmente su hermosura y sus buenas partes punto por punto." Más refinado fue el engaño que empleó con su mano en el hallazgo de la señora Dulcinea, pues en seguida de un soliloquio en que pondera los peligros que correrá si los del Toboso saben que anda sonsacándoles sus princesas, dice para sí: "Siendo mi amo loco, como lo es, y de locura que las más veces toma unas cosas por otras, no será muy difícil hacerle creer que una labradora, la primera que me topare por aquí, es la señora Dulcinea, y cuando él no lo crea, juraré yo, y si él jurare, tornaré yo a jurar, y si porfiare, porfiaré yo más, de manera que tengo de tener la mía siempre sobre el hito, venga lo que viniere." Sus facultades mentirosas suelen ser el colmo del desenfado, y así se ve cuando jura y perjura, que no puso los requesones en el yelmo de Mambrino, cuando describe puntualmente las siete cabrillas en el viaje celeste de Clavileño, diciendo que las dos son verdes, las dos encarnadas, las dos azules y la una de mezcla, y cuando engaña al bueno de don Quijote dándose de seguida tres mil azotes que reciben los troncos de las hayas: en vano el caballero trata de disuadirlo de prolongar tanto su martirio, porque Sancho le responde: "A dineros pagados brazos quebrados, no ha de decirse por mí: apártese vuesamerced y déjeme dar otros mil azotes, que a dos levadas de éstas habremos cumplido la partida." Condesciende luego en suspender cuando apenas le faltan unos pocos, diciendo: "Sea en buena hora y écheme su ferreruelo sobre estas espaldas, que estoy sudando y no quiero resfriarme", con lo cual queda don Quijote desnudo por abrigar al azotado.

   El escudero es hombre goloso de suyo y más aún a causa de las fatigas del oficio. Así, en el episodio del cabrero Eugenio dice y hace de esta manera: "Saco la mía, que yo a aquel arroyo me voy con esta empanada, donde pienso hartarme por tres días, porque he oído decir a mi señor Don Quijote que el escudero de caballero andante ha de comer cuando se le ofreciere hasta no poder más." No menos valiente en esta materia se mostró en el banquete improvisado sobre la verde yerba por el escudero del Bosque, a quien dijo: "Vuesamerced sí que es escudero fiel y legal, moliente y corriente, magnífico y grande, como lo muestra este banquete, que si no ha venido aquí por arte de encantamiento, parécelo a lo menos, y no como yo, mezquino y malaventurado, que sólo traigo en mis alforjas un poco de queso tan duro, que pueden descalabrar con ello a un gigante." Se desvive por las ollas podridas, particularmente en el gobierno de la Barataria, cuando el doctor Pedro Recio de Agçero, natural de Tirteafuera, lo pone a desesperante dieta: "Aquel platonazo —dice— que está más adelante vahando me parece que es olla podrida, que por la diversidad de sus cosas no podré dejar de topar con alguna que me sea de gusto y provecho." Y otra vez dijo: "Lo que el maestresala puede hacer es traerme de estas que llaman ollas podridas, que mientras más podridas son mejor huelen, y en ellas puede embaular y encerrar todo lo que él quisiere como sea de comer."

   Con su gula corre pareja su codicia, por más que él diga lo contrario respondiendo a Ricote cuando lo invita a ir a buscar el tesoro: "Yo lo hiciera, pero no soy nada codicioso, que a serlo, un oficio dejé esta mañana de las manos, donde pudiera hacer las paredes de mi casa de oro y comer antes de seis meses en platos de plata." Los desengaños y desventuras del gobierno se le mitigan con el bolsico de doscientos escudos que le dio el mayordomo para suplir los menesteres del camino. Ya vimos cómo negoció con su amo los tres mil y trescientos azotes, que a cuartillo cada uno montaron ochocientos veinticinco reales. Casi pone pleito a su amo por su salario, pues poco o mucho, sobre un huevo pone la gallina, y en caso de recibir la Insula prometida, el no será ingrato para impedir que se aprecie la renta y se descuente del salario. Cuando su amo le manda por albricias o el primer despojo de la primera aventura, o las próximas crías de las tres yeguas, dice Sancho: "A las crías me atengo." Halla por su cuenta, conversando con don Fernando, que no le está bien que Don Quijote llegue a ser arzobispo, porque Sancho es inútil para la Iglesia siendo casado, y concluye: "Andarme ahora a traer dispensaciones para poder tener renta por la Iglesia sería nunca acabar." En la aventura de los frailes benitos y de la señora vizcaína, Panza arremete al religioso caído y le comienza a despojar de los hábitos a fuer de botín de guerra. Y después de oír a Don Quijote ponderar los maravillosos efectos del bálsamo de Fierabrás, dice resueltamente: "Si eso hay, yo renuncio desde aquí el gobierno de la prometida ínsula, y no quiero otra cosa en pago de mis muchos y buenos servicios, sino que vuesamerced me dé la receta de ese extremado licor que para mí tengo que valdrá la onza a dondequiera más de a dos reales, y no he menester yo más para pasar esta vida honrada y descansadamente: aunque es de saber primero si tiene mucha costa el hacelle."

   Cree Sancho a pie juntillas en la ínsula, y sin embargo, se burla de lo que cuenta don Quijote acerca de sus visiones en la cueva de Montesinos: "De todo cuanto aquí ha dicho vuesamerced, lléveme Dios, que iba a decir el diablo, si le creo cosa alguna." Cuando habla Don Quijote de que vio en la cueva a Dulcinea encantada en la misma forma en que Sancho se la mostró saliendo del Toboso, el escudero piensa perder el juicio o perecerse de risa, pues está seguro de que todo aquello fue fruto de una de sus más grandes mentiras; y sin embargo, la duquesa le persuade de que esa mentira es verdad, como sucede con ciertos mentirosos que de tanto repetir sus embustes les dan cabida en su propia convicción.

   A pesar de sus codicias y mentiras, y a despecho de su egoísmo, Sancho era caritativo y limosnero, como lo mostró en el lance del triste viejo que lloraba de enfermo y lacerado cuando iba en la cadena de los galeotes y a quien Panza le ofreció un real de a cuatro. A maese Pedro, a quien le oía lamentarse de la ruina de su hacienda, fincada en el retablo de los títeres y en el mono adivino, Sancho le decía: "No llores, maese Pedro, ni te lamentes, que me quiebras el corazón, porque te hago saber que mi señor Don Quijote es tan católico y escrupuloso cristiano que te pagará con ventaja." Cuando la duquesa le encargaba que mirase bien por sus leales vasallos, le respondía él: "Eso de gobernar bien no hay para qué encargármelo, porque yo soy caritativo de mío y tengo compasión de los pobres." Finalmente, Cide Hamete Benengeli, a quien Cervantes endosa a título gratuito su propia gloria, dice que Panza era caritativo además, y que al regresar de la gobernación, sacó de sus alforjas medio pan y medio queso de que venía proveído y se los dio a los moriscos disfrazados de peregrinos.

   Panza no deja de sentir afición a la fama, si bien mezcla ese mismo gusto con algún grano de egoísmo, y así dice: "Desnudo nací, desnudo me hallo, ni pierdo ni gano, aunque por verme puesto en libros y andar por ese mundo, de mano en mano, no se me da un higo que digan de mí todo lo que quisieren." Y en otra parte explica el mismo afecto diciendo: "Pues que tengo buena fama y según oí a mi señor, que más vale el buen nombre que las muchas riquezas, encájenme ese gobierno, y verán maravillas."

   Sancho es quien hace el principal gasto de las gracias y donaires en la novela más donairosa y graciosa del mundo. Dejando emboscado a su señor, éste le observa que parece estar menos cuerdo que el mismo Don Quijote, a lo cual Sancho replica: "No estoy tan loco; pero estoy más colérico", y cuando el andante iba a acometer a los leones, lo cual dio lugar para que el caballero de lo Verde dijese que Don Quijote era loco, el escudero le responde: "No es loco, sino atrevido." A Sansón, que le trataba de averiguar por el paradero de los cien escudos de la maleta, le observa que cada uno debe meter la mano en su pecho y no ponerse a juzgar por blanco lo negro y lo negro por blanco, porque cada uno es como Dios le hizo y a veces peor. Observa a los duques que si no les parece bien la carta por él dictada para su mujer, no hay sino rasgarla y hacer otra nueva que podría ser que fuese peor, si se dejaba a su caletre. "Dénme de comer, clamaba en el gobierno, o si no tómense su Gobernación, que oficio que no da de comer no vale dos habas", y tornaba a lo mismo diciendo: "Dénme de comer y lluevan casos y dudas sobre mí, que yo las despabilaré en el aire." En el asalto de sus dominios exclamaba todo atribulado e impedido: "¡excl;Ah, si mi señor fuese servido que se acabase ya de perder esta ínsula y me viese yo o muerto o fuera de esta grande angustia!" "¿Qué es esto, quién me toca y desencinta?" exclamó despertándose, cuando a su amo le vino en voluntad ir a suplir la falta de Sancho y a aplicarle mal su grado los tres mil azotes necesarios para desencantar a Dulcinea, y teniendo a su amo en el suelo en virtud de una oportuna zancadilla, respondía a sus denuestos: "Ni quito rey ni lo pongo, sino ayudóme a mí mismo que soy mi señor."

   Dijimos que el Gobernador propiamente no era el reverso del carácter de Don Quijote, sino más bien un carácter versátil y variado, falto de atributos bien definidos. Ahora promete seguir a su amo hasta los términos del mundo si ello es necesario, para quitar las barbas de las dueñas, pero en vista de Clavileño declara que busquen ellas otro modo de alisarse. El, como su mujer, vacila y fluctúa en cuanto al condado de Sanchica, asegurando aquélla que ese condado no será de su consentimiento; pero después, en la misma plática, Teresa dice a Sancho que lleve consigo a su hijo para que desde luego le vaya enseñando a tener gobierno. Esta versatilidad del genio de Sancho Panza era lo que hacía decir a Don Quijote: "Tiene a veces unas simplicidades tan agudas que el pensar si es simple o agudo causa no pequeño contento: tiene malicias que le condenan por bellaco y descuidos que le confirman por bobo: duda de todo y créelo todo: cuando pienso que se va a despeñar de tonto sale con unas discreciones que le levantan al cielo."

   De aquí la especie de mancomunidad que presentan los dos personajes en su locura, que es lo que hacía pensar al discreto licenciado que los dos estaban forjados en una misma turquesa y que las locuras del uno sin las necedades del otro no valían un ardite. El mismo Sancho informaba a su señor que el vulgo tenía a Don Quijote por grandísimo loco y a él por no menor mentecato. Todos hallaban que el hablar de Don Quijote era concertado, elegante y bien dicho, y que aquello que hacía era de un disparatado, temerario y tonto. En resolución, don Quijote era entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos, como decía don Lorenzo de Miranda, y Sancho era más loco y más gracioso, como sentía la duquesa, aunque el mismo Sancho, en su correspondencia con Teresa Panza, aseguraba que Don Quijote era un mentecato gracioso y un loco cuerdo, de suerte que sus obras desacreditaban su juicio, y su juicio sus obras. Lo peor era que la aureola de gracia que rodeaba la locura del caballero influía sobre el genio positivo del escudero, y la locura de ambos casi daba al traste con el genio de don Antonio Moreno y de los duques, que no estaban a dos dedos de parecer tontos cuando disfrutaban de la dolencia espiritual de aquellos dos hombres.

   Esta común locura despertó en el uno un constante flujo de ufanía y vanagloria, y en el otro la ambición de mando y de poder. "Yo soy Don Quijote de la Mancha, aquel que de sus hazañas tiene lleno el orbe", decía a los salteadores de Barcelona; y cuando el gato le tenía asido de las narices, él exclamaba: "Déjenme mano a mano con este demonio, con este hechicero, que yo le daré a entender quién es Don Quijote de la Mancha." Después de limpiarse cabeza, rostro y barbas del suero de los requesones, se afirma en los estribos y mirando al carro del leonero que se aproxima, prorrumpe en estas palabras: "Ahora venga lo que viniere, que estoy con ánimo de tomarme con el mismo Satanás en persona." Cuando Sancho, atándole, pugna por hacerlo desistir de la bajada a la cueva, él le responde: "Ata y calla, que esta empresa para mí estaba guardada." Sancho en ocasiones, no obstante su ordinaria pusilanimidad, saca también fuerzas de flaqueza y se torna atrevido y valiente, como cuando el barbero del yelmo de Mambrino trata de arrebatárselo. Don Quijote, a su turno, sabe también templar su vanagloria con una sana filosofía y con verdadera humildad, como cuando dice a la asturiana: "Podéis llamaros venturosa por haber alojado a mi persona, que si yo no la alabo, es por lo que suele decirse, que la alabanza propia envilece." Y al caballero del Verde Gabán le advierte que aunque las propias alabanzas envilecen, le es forzoso decir las suyas por no hallarse presente quien las diga.

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   Una de las causas que hacen regocijada sobre modo la novela de Cervantes es el frecuente empleo de baldones, denuestos e improperios en que prorrumpen los personajes de la novela cuando viene la ocasión de amenazar, reprender o zaherir a otras personas. "Gente endiablada y descomunal, decía don Quijote a los frailes benitos, dejad a la princesa o recibiréis presta muerte en castigo de vuestras malas obras." Como Sancho hiciera notar a los pastores que su amo no podía ser loco, pues tantas cosas ingeniosas sabía decir, Don Quijote le interrumpió con estas voces: "¿Es posible, Sancho, que haya persona que diga que no eres tonto aforrado de lo mismo con no sé qué ribetes de malicioso y de bellaco? ¿Quién te mete a ti en mis cosas y en averiguar si soy discreto o majadero?" A maese Nicolás el barbero, que junto con el señor cura se afanaba por reducir a juicio a Don Quijote, lo apodaba éste con los términos de señor rapista y señor Bacía. Entre el ama y Sancho Panza ocurre un diálogo en que ella lo llama mostrenco y él le responde ama de Satanás, en el momento en que alterna la sobrina diciéndole: "Malas ínsulas te ahoguen, Sancho maldito, golosazo y comilón." Al leonero lo denuesta Don Quijote así: "Voto a tal, don bellaco, que si no abrís luego las jaulas, que con esta lanza os he de coser con el carro." El pobre de Sancho entra temblando en el barco encantado y entonces escucha estas palabras de su amo: "¿De qué temes, cobarde criatura? ¿de qué lloras, corazón de mantequilla? ¿qué te persigue o acosa, ánimo de ratón casero?" Y cuando se excusaba de azotarse, escuchó éstas: "Tomaros he, don villano, y amarraros he a un árbol, y no tres mil y trescientos sino seis mil y seiscientos azotes os daré, bestión indómito." Al empezar la refriega con los cueros de vino, exclama Don Quijote: "Ténte, ladrón, malandrín, follón, que aquí te tengo y no te ha de valer tu cimitarra."

   Uno de los improperios más frecuentes en la novela es el de ladrón, que suele tomarse en un significado genérico en cierto modo, cual sucede con otros adjetivos de significado penal. Así dice el andante a Sancho Panza: "Díme, ladrón vagabundo: ¿no me acabas de decir que esta princesa se había trocado en una doncella llamada Dorotea?" Al mismo Don Quijote le decía el ventero: "¿No ves, ladrón, que la sangre no es otra cosa que el vino que nada en este aposento?" Y cuando Sancho agonizaba de ansias y bascas, trasudores y desmayos por haber bebido el bálsamo de Fierabrás preparado por su amo, maldecía el bálsamo y al ladrón que se lo había dado. Aplícase, pues, el nombre de ladrón en el Quijote, como otros nombres de significado infamatorio, tales como cautivo, en aquellos tiempos, y como condenado y bandido, en la actualidad, en un sentido que no cuadra con el propio y que es lo mismo que observamos hoy cuando oímos a ciertos muchachos llamar ladrón a la acémila que sirve fiel y silenciosa, y cuando leemos que uno de los más famosos coroneles del mundo llama de bandidos a aquellos a quienes ha cercenado su tierra.

   Uno de los campos en que más luce la gracia del libro de Cervantes es el campo de la política. Disertando Sancho sobre su futuro gobierno con el canónigo de Toledo, éste le advertía: "En eso entra la habilidad y buen juicio y principalmente la buena intención de acertar, y así suele Dios ayudar el buen deseo del simple como desfavorecer al malo del discreto." "Si Dios me ayuda y hago lo que debo con buena intención, sin duda que gobernaré mejor que un jerifalte", decía Sancho a los duques. La buena intención, es tema repetido frecuentemente por Cervantes como condición primera del gobierno, por lo cual dice que los que mandan, aunque sean unos tontos, talvez los encamina Dios en sus juicios, y por eso se observa, según que aquella intención falta o asiste, que los oficios y cargos graves o adoban o entorpecen los entendimientos. Con estas reflexiones aludía Cervantes al tino y agudeza, asombrosos ciertamente, con que Sancho resolvía por el estilo de juez salomónico los casos y dudas que se le presentaban de repente y que él soltaba con tanta presteza y habilidad como si fuera hombre avezado a las dificultades más ingeniosas y a los rompecabezas más difíciles del sofisma y de las abstracciones lógicas. En ese número pueden contarse, ante todo, el dilema formidable del puente y de la horca y las dudas referentes al sastre de las caperuzas, al negociante de los cerdos, al viejo del báculo y a otros semejantes.

   No se escapó de la sátira de Cervantes la costumbre de entonces y de ahora de alertar o alarmar a los hombres políticos con avisos de conspiraciones, dados a veces por verdadero celo en favor de ellos, pero otras por efectivo celo en favor de quien los da. A esto mira la carta dirigida por el duque al gobernador de la Barataria, concebida en estos términos: "A mi noticia ha llegado, señor don Sancho Panza, que unos enemigos míos y desa ínsula la han de dar un asalto furioso no sé qué noche: conviene velar y estar alerta, porque no le tomen desapercibido. Sé también por espías verdaderas que han entrado en ese lugar cuatro personas disfrazadas para quitaros la vida porque se temen de vuestro ingenio: abrid el ojo y mirad quién llega a hablaros y no comáis de cosa que os presentaren."

   Vengamos ya a contemplar, siquiera sea superficialmente, las condiciones literarias del libro de Cervantes. Aunque su objeto principal es el descrédito o menosprecio de la caballería andante, el autor no pierde ocasión de satirizar otras cosas censurables. A él mismo se critica cuando advierte que en la segunda parte de la historia ha evitado ingerir novelas sueltas y pegadizas, como El curioso impertinente y El cautivo, que publicó en la primera parte y que valga la verdad, aunque interesantes e ingeniosas, interrumpen el hilo de la historia y quitan interés a la fábula principal. Advierte, pues, que sólo se ha permitido algunos episodios nacidos de los mismos sucesos, de suerte que se le deben alabanzas no por lo que escribe sino por lo que ha dejado de escribir. Rondando la ínsula, habló Sancho de limpiarla de las casas de juego, que se le traslucían como muy perjudiciales; pero entonces le observó un escribano que aquella que acababan de ver no podía ser cerrada por tenerla un gran personaje que perdía más él jugando que lo que sacaba de los naipes. Lamentábase Sancho cuando con todo y asno cayó en el subterráneo que salía del castillo, y entonces decía al rucio: "Perdóname y quiera la fortuna sacarnos de este trabajo, que yo prometo de ponerte una corona de laurel en la cabeza de modo que no parezcas sino un laureado poeta." Hablando del gobierno y de las ocasiones que brinda para prevaricar, decía: "Bueno soy yo para encubrir hurtos, pues a quererlos hacer, de paleta me había venido la ocasión en mi gobierno." "Traed dineros, marido, decía Mari Gutiérrez a Sancho, sean ganados por aquí o por allí, que como quiera que los hayáis ganado no habréis hecho usanza nueva en el mundo." Hablando con un joven poeta respecto de la glosa que éste traía entre manos y que podía entrar en justa literaria, o en concurso, como ahora se dice, le aconsejaba el ingenioso hidalgo que procurase llevar el segundo premio, porque el primero se lo llevan siempre el favor o la calidad de la persona, de forma que el segundo es primero y el tercero es segundo. Al mozo que iba a la guerra le decía que aunque la vejez lo llegara a coger en el honroso ejercicio y aunque se viera herido, estropeado o cojo, siempre lo cogería con la honra y le evitaría la pobreza, "cuanto más que ya se va dando orden —agregaba el caballero— de cómo se han de mantener los soldados viejos, pues no es bueno que con ellos se haga lo que hacen los que ahorran a sus negros, echándolos de la casa libres y haciéndolos esclavos del hambre".

   Las pinturas del libro de Cervantes son a veces maravillosas, como ésta del león enjaulado: "Pareció de grandeza extraordinaria y de fea y espantable catadura. Lo primero que hizo fue revolverse en la jaula donde venía echado y tender la garra y desperezarse todo: abrió luégo la boca y bostezó muy despacio y con casi dos palmos de lengua que sacó fuera se despolvoreó los ojos y se lavó el rostro; hecho esto, sacó la cabeza fuera de la jaula y miró a todas partes con los ojos hechos brasas, vista y ademán para poner espanto a la misma temeridad. Sólo Don Quijote lo miraba atentamente, deseando que saltase del carro y viniese con él a las manos, entre las cuales pensaba hacerlo pedazos; pero el generoso león, más comedido que arrogante, no haciendo caso de niñerías ni de bravatas, después de mirar a una y otra parte, volvió las espaldas y enseñó las ancas."

   Pero nada tan vivo, nada tan cómico y natural como la descripción de la reyerta que acerca de la albarda se armó en la venta entre los cuadrilleros y Don Quijote, en torno de los cuales se forma la riña más complicada entre los personajes más varios y de más diversas condiciones. Ni nada tan hermoso y pintoresco como la descripción de los dos ejércitos en que se convirtieron los carneros y en que se enumeran con incomparable belleza y colorido los primeros personajes de la fama, las razas y pueblos más notables del orbe y los lugares más afamados de la geografía.

   Las descripciones son a veces tan acabadas que embargan la atención hasta casi confundirse con la realidad, debido a su espontaneidad extraordinaria. Así sucede con aquella que tiene por objeto la riña entre Don Quijote y el cabrero Eugenio, cuando encontrándose los dos asidos en furiosa y sangrienta lucha, suena de repente una triste trompeta que alborota al caballero y le hace creer en una nueva aventura. Entonces hay un momento en que al lector le parece que la lucha ha sido cierta y que en pos de ella se comienza una aventura ilusoria.

   La naturalidad de ciertas observaciones pone a lo vivo las personas y los objetos. En la aventura de los comediantes que representan las Cortes de la Muerte, el demonio bailador sube sobre el rucio, le sacude con las vejigas y entonces el animal despide volando por la campaña: "Miraba Sancho la carrera de su rucio y al mismo tiempo veía la caída de su amo con quien Rocinante había venido a tierra, y no sabía a cuál de las dos necesidades acudiría primero." Cuando Don Quijote estaba listo para descender a la cueva, dijo: "Inadvertidos hemos andado en no haber traído un esquilón pequeño que fuera atado junto a mí en esta misma soga con cuyo sonido se entendiera que todavía yo bajaba y estaba vivo; pero pues ya no es posible, a la mano de Dios que me guíe." Curioso Don Quijote y amigo de saber, no se le cocía el pan hasta oír una historia que le había de contar el hombre conductor de ciertas armas, quien acosado de preguntas, le dijo: "Déjeme vuesamerced, señor bueno, acabar de dar recado a mi bestia, que yo le diré cosas que le admiren. No quede por eso, respondió Don Quijote; yo os ayudaré a todo, y así lo hizo, echando la cebada y limpiando el pesebre."

   Lo natural del asomo de envidia recíproca que despierta en los corazones de Don Quijote y de Panza el gobierno del uno y las fortunas amorosas del otro, es incomparable. Respecto del gobierno, dice Don Quijote: "Infinitas gracias doy al cielo, Sancho amigo, de que antes de que yo haya encontrado con alguna buena dicha te haya salido a recibir y encontrar la buena ventura; yo me veo en los principios apenas, y tú te ves ya premiado en tus deseos"; y respecto de las fortunas amorosas, dice Sancho: "¡excl;Crueldad notoria! ¡excl;Desagradecimiento inaudito! Yo de mí sé decir que me rindiera y avasallara la más mínima razón amorosa de Altisidora. ¡excl;Qué corazón de mármol! Pero no puedo pensar qué es lo que vio esa doncella en vuesamerced que así la rindiera y avasallara." En este antagonismo de sentimientos en medio de la amistad, está pintado el corazón humano.

   ¡Con cuánta delicadeza están descritas algunas escenas del Quijote! Alborozadas la mujer y la hija de Sancho con la carta del Gobernador y con los presentes de la duquesa, dice Sanchica: "Mire, madre, que me ha de dar la mitad de la sarta de corales, que no tengo yo por tan boba a mi señora la duquesa, que se la hubiera de mandar toda a ella"; y Teresa, a fuer de madre, le responde: "Toda es para ti, hija, pero déjamela traer algunos días al cuello." Al descubrir Sancho a su aldea, se hinca de rodillas y dice: "Abre los ojos, deseada patria, y mira que vuelve a ti Sancho Panza tu hijo." La ventera, enojada, juraba que le habían de pagar los cueros de vino, en cuyas amenazas le ayudaba la moza de Asturias, y agrega el autor: "La hija callaba y de cuando en cuando se sonreía."

   De la elocuencia de la obra son muestras acabadas el discurso sobre la edad de oro que dijo Don Quijote la noche en que le albergaron los cabreros, y el discurso sobre las armas y las letras que corre en la mayor parte de las antologías. Al encontrar el morisco a la prenda que buscaba, exclama: "¡Oh, Ana Félix, desdichada hija mía, yo soy tu padre que volví a buscarte por no poder vivir sin ti, que eres mi alma!" Y viendo Don Quijote la imagen de bulto de San Pablo, que le enseñaron los labradores cuando la llevaban con otras a su pueblo, exclama de esta manera: "Este fue el mayor enemigo que tuvo la Iglesia de Dios Nuestro Señor en su tiempo, y el mayor defensor suyo que tendrá jamás: caballero andante por la vida, y santo a pie quedo por la muerte, trabajador incansable en la viña del Señor, doctor de las gentes, a quien sirvieron de escuelas los cielos y de catedrático y maestro el mismo Jesucristo."

. . .

   El autor del Quijote revela, sin quererlo, grande erudición, dejando deslizar alusiones tácitas a las grandes obras, entre ellas la Divina Escritura. "Díme, Sancho amigo: ¿qué es lo que dicen de mí por esos lugares? ¿en qué opinión me tiene el vulgo, en qué los hidalgos y en qué los caballeros?", palabras que hacen recordar las que emplea el Evangelio hablando de Nuestro Señor y del Bautista. Tratando don Quijote y Sancho de la segunda salida, relinchó Rocinante, cuya voz tomó el caballero por agçero felicísimo, lo cual hace recordar lo que dicen las historias acerca de Darío o de Alejandro. Refiriendo la aventura de la cueva de Montesinos, donde vio encantados a Durandarte y a Belerma, cuenta cómo vio del mismo modo a Dulcinea y a sus compañeras, en la propia figura en que Sancho se las había señalado: "Habléla, dice, pero no me respondió, antes me volvió las espaldas; la llamé y se fue huyendo con priesa", palabras que recuerdan el encuentro de Eneas con Dido en el libro VI de La Eneida. Sin esfuerzo alguno y sin traer las cosas por los cabellos, parece recordar Cervantes sus estudios teológicos, mencionando de paso y como quien no lo quiere el canon "si quis suadente" y las gracias "gratis datas". En el escrutinio de los libros hecho en casa del manchego por el cura, maese Nicolás, el ama y la sobrina, se muestra Cervantes gran conocedor de la literatura castellana, condenando al fuego casi todos los libros de caballerías, pero salvando a Amadís de Gaula, a Palmerín de Inglaterra y a Tirante el Blanco; y en el otro escrutinio de los libros del ventero, salvó las verdaderas historias de Gonzalo Fernández y Diego García, héroes humanos y realmente históricos.

   El canónigo personifica en el Quijote la ilustración clásica que defiende las tres unidades contra las comedias que en una escena presentan a un niño en mantillas, y en otra lo sacan hombre hecho y barbado, y contra los libros de caballerías, que relatan aventuras tan desordenadas e inverosímiles como las del lago encantado que el hidalgo manchego relata al señor canónigo. Pero aunque Cervantes no puede ocultar su gran saber y erudición, no por eso los ostenta haciendo gala de ellos y fastidiando al lector con citas inoportunas; antes por el contrario, destinó el prólogo de su libro a criticar la erudición vanidosa y ridicula, que se cubre de acotaciones, dedicatorias y listas alfabéticas de los autores citados. En esto se muestra el talento satírico del autor, cuyo libro no sólo se mueve por la intención principal de zaherir la disparatada caballería andante, sino que censura otras muchas cosas criticables en la literatura, en la política y en las costumbres.

   Es distintivo de la lengua de Cervantes el ser figurada y pintoresca, en lo cual conviene con la de los otros grandes escritores de los siglos XVI y XVII, cuyo lenguaje es opuesto al lenguaje abstracto e inanimado de muchos autores modernos y especialmente al habla artificial y culterana de los modernistas. "La temerosa visión remató el ánimo de Sancho Panza", quiere decir que lo acobardó del todo. Para significar el desaliento, dice: "Como la codicia rompe el saco, a mí me ha rasgado mis esperanzas." En vez de decir que no se le olvidarán las burlas, afirma que no se le caerán de la memoria. "No hay que dejar pasar la ocasión que ahora nos ofrece sus guedejas", equivale a decir "que se nos presenta". Para significar que su amo anda loco, asegura que está lastimado de los cascos, y la misma idea expresa Eugenio cuando asegura que el gentilhombre debía de tener vacíos los aposentos de la cabeza. Para dar a entender que una idea se le ocurrió, afirma don Quijote que le cayó en las mientes. "Renovaron la república de suerte que parecían haberla puesto en una fragua para sacarla otra de la que habían puesto", significa que dos políticos hablaban y discutían, censuraban y levantaban falsos testimonios, tratando de reformas y modo de gobierno. "Todos los designios de Sancho se destroncaron y borraron de allí a dos días con el gobierno", quiere decir que se acabaron. "Venid al punto sin rodeos ni callejuelas, ni retazos ni añadiduras", decía Sancho al socarrón que le pedía dote para la hija, y con esto le mandaba que evitara digresiones.

   Este lenguaje figurado de Cervantes no es el compuesto de metáforas y demás figuras retóricas, sino aquel en que abundan las frases hechas, los modismos y refranes, que son notas del castellano castizo. En la primera parte de la novela la crítica de refranes no se presenta sino rara vez, mientras que en la segunda es tan abundante, que forma uno de los recursos principales de que se valió Cervantes para armar la contraposición frecuente entre el caballero y el escudero. Sancho ensarta y enhila refranes sin cuento, vengan o no a él; pero Don Quijote los repele y zahiere con furia y denuestos, aunque hay ocasiones en que, llevado de su característica curiosidad, ruega a Sancho que le diga los dos refranes que el socarrón ha dejado en el tintero. Sería interesante descubrir por qué la segunda parte de la historia, y no tanto la primera, es fertilísima en esta preciosa flor del idioma castellano.

   Sin darse humos de preceptista hace Cervantes, en forma festiva y ligera y sin abandonar la naturalidad que le distingue, observaciones que lo gradúan de gran conocedor de la literatura y sus reglas. Entre los consejos que da a Sancho Panza para su gobierno está el de procurar que su lenguaje no sea grosero y villano, y a propósito del vocablo erutar, le advierte que aunque algunos no entiendan ciertos términos, el uso irá haciendo que con facilidad se comprendan, lo cual enriquece la lengua, sobre quien tienen poder el vulgo y el uso. En otra parte observa que el lenguaje puro, el propio, el elegante y claro está en los discretos cortesanos, aunque hayan nacido en Majalahonda, advirtiendo que deben ser discretos, porque la discreción es la gramática del buen lenguaje que se acompaña con el uso. El docto Clemencín, con todo el mérito que le granjean sus admirablemente eruditas notas al Quijote, aplicó a la obra un criterio no siempre atinado en materia de lengua, que después ha sido muy rectificado merced a los adelantos de la crítica gramatical, sobre todo en manos de los señores Cejador y Rodríguez Marín, insignes entre los más ilustres comentadores de Cervantes. Este adelanto, en vez de desfavorecer la pureza del lenguaje del libro inmortal, saca casi siempre ileso su mérito, tal que se cuentan en los dedos los solecismos que él contiene, como aquellos de "Hablara yo más bien criado si fuera que vos y "En este tiempo no he visto que el sol del cielo de día y la luna y las estrellas de noche".

   Respecto de traducciones decía Don Quijote en su visita a la imprenta de Barcelona: "Me parece que el traducir de una lengua en otra, como no sea de las reinas de las lenguas griega y latina, es como quien mira los tapices flamencos por el revés, que aunque se ven las figuras, son llenas de hilos que las oscurecen y no se ven con la lisura y tez de la haz", comparación brillante que después han repetido grandes escritores, entre ellos quizá un moderno autor italiano de estudios sobre historia universal.

   De la poesía expresa Cervantes en el Quijote una idea tan exacta como original y que concuerda con la de aquellos que han considerado aquel arte como una profesión y como la profesión más digna de los hombres a quienes el cielo concedió el don de expresar la belleza por medio de la música de las palabras. "La poesía —dice— es hecha de una alquimia de tal virtud, que quien la sabe tratar la volverá en oro purísimo de inestimable precio; el que la tuviere la ha de tener a raya, no dejándola correr en torpes sátiras ni en desalmados sonetos: no ha de ser vendible en ninguna manera si ya no fuere en poemas heroicos, en lamentables tragedias o en comedias alegres y artificiosas: no se ha de dejar tratar de los truhanes, ni del ignorante vulgo, incapaz de conocer ni estimar los tesoros que en ella se encierran."

   El estilo del Quijote se distingue, ante todo, por enumeraciones llenas de eufonía y riqueza, como cuando refiere que el ingenioso hidalgo hacía gran falta en el mundo según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que enmendar y abusos que mejorar y deudas que satisfacer. Del pastor Grisóstomo dice que fue único en el ingenio, solo en la cortesía, extremo en la gentileza, fénix en la amistad, magnífico sin tasa, grave sin presunción, alegre sin bajeza. Cuando Sancho despierta y halla menos el rucio, exclama: "Oh, hijo de mis entrañas, nacido en mi misma casa, brinco de mis hijos, regalo de mi mujer, envidia de mis vecinos, alivio de mis cargas, y finalmente, sustentador de la mitad de mi persona, porque con veintiséis maravedises que ganabas cada día mediaba yo mi despensa." En uno de sus soliloquios decía así Don Quijote: "Oh, Dulcinea del Toboso, extremo de toda hermosura, fin y remate de la discreción, archivo del mejor donaire, depósito de la honestidad y últimamente idea de todo lo provechoso, honesto y deleitable que hay en el mundo." "Halléla, —dice también— encantada y convertida de princesa en labradora, de hermosa en fea, de ángel en diablo, de olorosa en pestífera, de bienhablada en rústica, de reposada en brincadora, de luz en tinieblas, y finalmente de Dulcinea del Toboso en una villana de Sayago."

   El pleonasmo se le perdona al estilo de Cervantes en la inmortal novela, en gracia de la riqueza y sales del lenguaje, como cuando dice que las cartas de Sancho y Teresa fueron solemnizadas, reídas, estimadas y admiradas; o que el gobierno de Panza se acabó, se consumió, se deshizo, se fue como sombra y humo; o que a don San Diego Matamoros le han visto visiblemente en las batallas derribando, atropellando, destruyendo, desbaratando y matando los agarenos escuadrones; o que la apuesta entre los dos desafiadores que pesaban el uno once arrobas y el otro cinco, debía cumplirse igualándolos para la carrera, no por medio de un peso que se pusiera al flaco, sino, como dijo Sancho, de suerte que el gordo se escamonde, monde, entresaque, pula, rebane y atilde y saque seis arrobas de sus carnes.

   La elegancia de algunos pasajes consiste precisamente en aquella redundancia en que Cervantes hace lucir su dominio o imperio sobre la lengua que por eso se llama suya, y así se observa en pasajes como estos: "Quedó pasmado Don Quijote, absorto Sancho, suspenso el primo, atónito el paje, abobado el del rebuzno, confuso el ventero y finalmente espantados todos los que oyeron las razones del titerero: pasmóse el duque, suspendióse la duquesa, admiróse Don Quijote, tembló Sancho Panza, y finalmente hasta los mismos sabidores de la causa se espantaron: la historia de Carloto y Valdovinos es sabida de los niños, no ignorada de los mozos, celebrada y aun creída de los viejos, y con todo eso no más verdadera que los milagros de Mahoma."

   Otra fuente de elegancia en el estilo del Quijote es la forma de frases que da Cervantes a los epítetos, como cuando dice: "Oh, sobre las bellas bella Dulcinea del Toboso: el siempre vencedor y jamás vencido timonel de Carcajona: la sin ventura hasta que tú quieras y desdichada Dorotea: la por mí y no por él engañada Antonomasia." Y otra es el hipérbaton con que comunica al castellano algo de la flexibilidad de las lenguas clásicas, y en cuya virtud nuestro romance brilla a veces con tornasol de belleza y ostenta juegos parecidos a las aguas de una piedra preciosa, cual se ve en estas expresiones: "Así era discreta como bella y era la más bella de todas: los consejos y la compañía del maestro le fue y le fueron de singular provecho: no es otra mi desgracia ni mi infortunio es otro: os juro por aquella enemiga dulce mía: ¿Pues qué cuando prometen el fénix de Arabia, la corona de Ariadna, los cabellos del sol, del sur las perlas, de Tíber el oro y de Pancaya el bálsamo?"

   Con crítica de taracea, como la de aquel que tiene que suplir con la paciencia la falta de ingenio, hemos probado a delinear los caracteres de los dos principales personajes del querido libro de Cervantes, así como su literatura, lengua y estilo. Ahora, para concluir, séanos lícito agregar dos palabras sobre la persona del autor, esto es, sobre su ingenio literario, sobre su genio moral y sobre las acciones que más brillan en su vida pública.

   Así como el Quijote ha sido objeto de exageradas alabanzas, atribuyéndole algunos un significado oculto y maravilloso y considerándolo como cifra de todos los conocimientos, así Miguel de Cervantes Saavedra ha sido calificado como hombre de ciencia infusa y de virtudes de santo. Estas opiniones, tan perjudiciales al crédito del libro como a la gloria del autor, pues toda exageración provoca reacciones en sentido contrario, felizmente están hoy reemplazadas por la sentencia de una crítica ilustrada, justa y tranquila.

   El Quijote no es la suma ni el talismán de todas las ciencias, sino la primera de las novelas que posee la literatura universal; y Cervantes no fue el sabio inspirado ni el santo canonizable que algunos piensan, sino simplemente un hombre de bien, un sujeto ilustrado, un gran patriota, un buen cristiano y un republicano benemérito, en el sentido que los antiguos daban a esta palabra, usándola como sinónimo de amigo y servidor de la causa pública.

   La figura de Cervantes tiene, sin embargo, tanto en lo intelectual como en lo moral, lados que lo presentan como héroe extraordinario por sus virtudes y por los talentos de su ingenio sublime. Estuvo en Navarino y asistió a la batalla de Lepanto, levantándose del lecho donde yacía postrado de fiebres para ir a pelear cuerpo a cuerpo en el esquife de un navio, donde perdió una mano y recibió dos arcabuzazos en su noble pecho. Ejecutó durante cinco años la hazaña seguida de conspirar casi constantemente por la libertad de sus hermanos y compañeros de cautiverio, y desafiando las iras de los más crueles tiranos y exponiéndose, él solo, al suplicio y a la muerte. Como escritor produjo entre varias obras de fama imperecedera una que se califica como la primera entre todas las de su clase y que forma las delicias de las naciones cultas.

   De este modo Cervantes ha merecido y conquistado un lugar entre los pocos ingenios que ocupan la cumbre del parnaso, lugar que nadie le disputa y que le reconoce la verdadera crítica después de una observación de tres siglos. Su reputación se acrecienta y enaltece, en vez de rebajarse y disminuir, pues no sólo subsistirá para siempre en el Quijote, sino que se halla físicamente vinculada a un hecho que puede durar indefinidos siglos. Este hecho es un fenómeno material y espiritual que constituye el medio de que se sirven muchos millones de hombres para expresar sus ideas y sentimientos en una grande extensión de la tierra: ese hecho es una lengua no nacional, sino imperial: esa lengua es quizá la segunda entre todas las que hablan los hombres civilizados, la lengua castellana, de cuyo raudal opulento es uno de los principales ingresos la obra maestra de Miguel de Cervantes Saavedra.

   La fama y la gloria de Cervantes están fincadas en su libro, pero lo están de un modo especial y mucho más vivo en esta rica y majestuosa lengua y subsistirán mientras ella se agite en el ambiente que bulle y discurre por los montes y valles de la noble España, por la tierra que dominan y riegan las cordilleras y ríos gigantescos de América, y por muchas de las alias que tachonan las llanuras de ambos océanos. Trescientos años han corrido ya después de la muerte de Cervantes, y cada sol que durante este tiempo ha pasado sobre el mundo ha echado menos el sepulcro del grande hombre; pero en compensación ha hallado su gloria cada día más firme y más luminosa.

ENSAYO SOBRE LA GRAMATICA CASTELLANA DE DON ANDRES BELLO

Por Marco Fidel Suárez

INTRODUCCION

I

   Cuando los modernos idiomas de Europa entraron en su período de cultura, después de haber atravesado el de su formación dialéctica, adoptaron para sí la gramática de las lenguas sabias que a varios de ellos habían dado origen; de donde resultó que Dionisio Tracio, Donato y especialmente Prisciano constituyeron durante largos siglos autoridad absoluta en lo tocante al arte del lenguaje. Arte decimos, porque en el tiempo que prevalecieron los principios de las gramáticas griega y latina fue el empirismo el método impuesto a las inteligencias: los nuevos idiomas al ser reducidos a la enseñanza, se amoldaron al sistema gramatical inventado en Atenas, Roma y Alejandría. Natural era que así sucediese en una época que para no ser bárbara tenía que vivir vida prestada, asimilándose en cuanto podía la cultura de los antiguos, y en que el espíritu predominante era, en cuanto a la ciencia, más especulativo que experimental.

   Así como la necesidad de enseñar un idioma extraño fue la causa probable del primer análisis del lenguaje, o sea de la primera gramática, del propio modo el estudio más o menos general de las lenguas ha sido parte en reciente época para que éstas se clasifiquen; clasificación que, permitiendo observar junto con las semejanzas las profundas diferencias que separan los innumerables ramos del habla, ha dejado en el aire y sin fundamento alguno el sistema de aplicar a un idioma la gramática propia de otro. Débese, pues, en gran parte a la moderna Filología, tan cultivada hoy, tan ilustrada, el haber sustituído en los estudios gramaticales un método científico al antiguo de secular dominación. Esta reforma, empero, no se ha verificado de un modo tan completo, que pueda decirse umversalmente olvidado el sistema de la rutina en lo que ha tenido de tiránico.

   Por aquel camino hubo de andar la lengua castellana que, después de lenta elaboración entró en su edad dorada al tiempo que la nación a quien había tocado en dote, se hallaba también en época de gloria. Pero aun antes de llegar a este período juvenil ya la lengua de Castilla tenía cultivadores: sin hablar de antiguas colecciones de refranes, encontramos en tiempo de los Reyes Católicos bastante cultivada la afición a este linaje de estudios, siendo su digno representante el restaurador Antonio de Lebrija, autor del Arte de Gramática para la enseñanza en la Corte de Fernando e Isabel.

   Bien que fue durante los reinados de Carlos I y de los Felipes cuando la lengua alcanzó mayor esplendor, pues adquirió entonces la elegancia, riqueza y majestad con que aventajó a sus hermanas, no siendo por lo mismo aquél un período de crítica; no por eso decayeron, antes se aumentaron, los estudios gramaticales, trabajando en ellos con más o menos perfección y éxito después del Brocense, López de Velasco, Aldrete, Covarrubias y otros.

   En la edad post-clásica, con la decadencia de las letras y la consiguiente de la lengua, hizose sentir la necesidad de los estudios gramaticales como remedio a tamaño mal. La fundación de la Real Academia Española a principios del siglo pasado fue feliz ocasión para que los hombres ilustrados se diesen a la noble y útil tarea de estudiar el admirable idioma castellano y limpiarlo, fijarlo y devolverle el esplendor que había perdido. Fiel a sus fines aquel Cuerpo emprendió desde luego la formación del Diccionario y la Gramática, y al cabo de algún tiempo publicó sus primeras ediciones, que seguidas de otras y otras de un modo u otro ha sido fuente abundante y sana de las doctrinas que sobre la materia se han publicado en las obras posteriores. A aquellas obras, tanto más meritorias cuanto tenían pocos modelos propios, han dirigido su vista y las han imitado cual más, cual menos, los gramáticos españoles del presente siglo, entre los cuales bástenos citar al eximio Salvá, cuyo texto ha gozado de grande merecida aceptación en los países que hablan castellano.

   Pero en las obras, que hasta aquí van brevemente enumeradas, el sistema tradicional, si así es lícito decir, ha sido el religiosamente seguido. Exactitud y abundancia en la exposición del arte de hablar, claridad en los conceptos y hasta erudición en la doctrina, todo esto, que basta para enaltecerlos, se puede hallar en dichos tratados; pero no se vaya a buscar en ellos el análisis científico del idioma. Al consignar hechos estamos distantes de lanzar cargos insensatos: con respecto a los primeros tratadistas, puede afirmarse que bastante se hacía en una época en que así los métodos como los modernos inventos eran desconocidos; harto se hacía con preparar la materia prima que andando el tiempo había de tomar magnífica forma, bajo manos más adestradas por haberse educado en época más culta. Ni las Humanidades ni la misma Filología fueron jamás extrañas a aquella nación que parece haber heredado, más que otros pueblos hermanos suyos, en las letras y en hechos gloriosos, el espíritu que hizo inmortales las razas de Cécrope y de Eneas; ella puede, en efecto, mostrar nombres que, en sus varias épocas, se han ilustrado en estos nobles estudios: allí está Valdés, que al comenzar la cultura de la lengua escribía sencilla y elegantemente cosas exquisitas acerca de ella; allí están Mayans y Capmany, eruditos restauradores del idioma; allí el ilustre Hervás, de esclarecida fama, digno continuador de Leibniz, autor del pasmoso Catálogo a que tanto debe la ciencia, Hervás el encomiado por Humboldt, un Max Müller, un Pott.

   En lo que se refiere a la Real Academia Española, como ella lo advierte en el prólogo de su Gramática, la misma naturaleza de su instituto no puede compadecerse con un indiscreto espíritu de forma, ni le permite aceptar a la ligera innovaciones por buenas que éstas parezcan o sean; siendo Cuerpo conservador del idioma, sobre ella pesa grave responsabilidad que la obliga a examinar mucho y a aguardar largo tiempo para admitir modificaciones gramaticales; conducta tanto más prudente cuanto la ciencia que ilustra con sus enseñanzas a la gramática particular, si no puede ni podrá nunca verse despojada de su carácter, es nueva todavía, y de aquí nace que sus tallos no tengan aún toda la fuerza y prestigio que da la experiencia hija de una larga vida.

   Los autores particulares, en quienes no se descubre tal circunstancia, tienen mucho más franca la vía de la investigación y del invento: empero, respecto de los que han escrito gramáticas, buenas en muchos aspectos, aunque siempre conforme al primitivo sistema, hay también razones que nos explican por qué han sido remisos en introducir en la Gramática teorías nuevas, aun las sugeridas por la ciencia del lenguaje. Entre los obstáculos con que tropiezan las reformas no es el menos grave el embarazo que produce en los estudios la admisión de nomenclaturas, clasificaciones y definiciones recientes que, por buenas que sean, aislan, cuando son exclusivas de un idioma, su sistema gramatical del de los otros idiomas. Fuera de esto, una circunstancia influyó seguramente para que la Gramática castellana, aun en manos de doctos autores, anduviese abrazada al método latino: la de haberse exhibido la entonces naciente ciencia del lenguaje en poder de una escuela superficial que adoptaba acerca de trascendentales cuestiones teorías arbitrarias, de que se siguió cierto grado de aversión, muy natural por cierto, a novedades que llegaban por tan desacreditado conducto. Si a esto se agrega que la audaz insuficiencia se creyó con derecho para reformar a su sabor el lenguaje y para sustituir el criterio del uso autorizado con el de una ideología que no tenía de tal más que el nombre, comprenderemos por qué el acreditado Salvá juzgó que debía rechazar, y rechazó en efecto, ciertas innovaciones, algunas de ellas fundadas, que se proponían en su tiempo.

II

   En tal estado se hallaban estos estudios cuando apareció en 1847 la Gramática castellana destinada al uso de los americanos por don Andrés Bello, coronada luego con tan completo éxito, que sus doctrinas fueron pronto corrientes en los pueblos de la América Española. Con profundos estudios de la lengua propia y de varias extrañas, así antiguas como modernas, perfecto conocedor de la historia del castellano, castizo escritor y gran poeta, dotado de una vasta ilustración literaria y científica, de sólido juicio, de talento superior, y más que de talento de genio, pues que tuvo el excelso don de crear, Bello acometió y llevó a término la alta empresa de reformar, de reconstruir por completo, el edificio de la Gramática castellana.

   Sin embargo, para que su obra no careciese ni aun de aquel atractivo que la modestia sabe dar, él la destinó al uso de los americanos.

   "No tengo —dice en el prólogo de su obra— la presunción de escribir para los castellanos; mis lecciones se dirigen a mis hermanos los habitantes de Hispanoamérica."

   No espíritu exagerado de nacionalidad ni menos la pretensión de fraccionar el idioma fraccionando su estudio, como en breve tendremos ocasión de hacerlo notar, sino la modestia que casi siempre acompaña al verdadero mérito, fue lo que dictó las líneas que hemos copiado. Pero los estrechos fines que el autor se propuso los sobrepujó el alcance del resultado, pues la Gramática del gran filólogo fue luego encomiada y más tarde reimpresa en la Península y valió a su autor el insigne puesto de miembro honorario de la Real Academia de la Lengua, testimonio patente de la admiración que aquel docto Cuerpo tributó a la obra de nuestro sabio.

   Tres criterios guiaron a Bello en la composición de su Gramática: el estudio del castellano en sí mismo, para formarle a su medida una Gramática propia, desechando todo lo que, más o menos bueno para la lengua madre, no podía convenir a nuestro romance; el de estudiar el lenguaje con un método bastante experimental, prescindiendo en lo posible para la clasificación y el análisis gramatical, del significado ideológico de las palabras, —esto en cuanto a la parte filológica de su obra—; cuanto a la crítica o corrección del lenguaje, el uso erudito fue el guía que se propuso seguir y la piedra de toque con que analizó el habla castellana.

III

   "No debemos aplicar a un idioma los principios, los términos, las analogías en que se resumen bien o mal las prácticas de otro... Una cosa es la gramática general y otra la gramática de un idioma dado; una cosa es comparar entre sí dos idiomas, y otra considerar un idioma tal como es en sí mismo... ¿Se trata, por ejemplo, de la conjugación castellana? Es preciso enumerar las formas que tiene y los significados de cada forma como si no hubiera en el mundo otra lengua que la castellana. Este es el punto en que me he colocado y en el que ruego a las personas inteligentes, a cuyo juicio someto mi obra, que procuren también colocarse, descartando sobre todo las reminiscencias del idioma latino... Obedecen sin duda los signos del pensamiento a ciertas leyes que derivadas de aquellas a que está sujeto el pensamiento mismo dominan a todas las lenguas y constituyen una gramática universal... Pero si se exceptúa esta armazón fundamental de las lenguas, no veo nada que estemos obligados a reconocer como ley universal de que a ninguno sea dado eximirse" 1.

   Vemos por estas palabras que Bello se propuso aislar la lengua para el efecto de estudiar sus accidentes y fijar sus cánones, partiendo del supuesto de que la gramática general no existe sino en campo sumamente reducido; en lo cual sus doctrinas han venido más tarde, debido a los adelantos que cada día alcanza la ciencia, a ser más confirmadas, pues hoy se sostiene en vista de hechos irrecusables, que no existe una verdadera gramática general. Hay, en efecto, lenguas desposeídas de todo accidente y formas gramaticales y separadas por completo del sistema de las demás; tales son las que constituyen la rama monosílaba en la gran clasificación lingüística moderna; careciendo estos idiomas de aglutinación y flexiones, las palabras no tienen carácter fijo, y una misma puede desempeñar todos los oficios en la proposición, según el lugar que ocupe y las partículas que la acompañen: de que resulta que tales lenguas carecen de gramática. De este modo la doctrina de Bello, basada en un supuesto muy próximo a la verdad, ha recibido una corroboración completa.

   Aunque no son idénticas las conclusiones por no serlo los casos a que se refieren, es muy para notarse en honor del sabio americano la semejanza que hay entre su doctrina respecto del desarrollo del lenguaje, que hemos copiado, y lo que casi al propósito enseña Max Müller. Reléanse las palabras de Bello y compárense con las siguientes del ilustre filólogo alemán:

   "Este desarrollo (del lenguaje) no depende del capricho del hombre, y es dirigido por leyes que una observación atenta puede descubrir y hacer remontar a leyes de un orden superior que dirigen los órganos del pensamiento y de la voz humana" 2.

   Pero si Bello asentó como fundamento de su método el estudio aislado del idioma, no hay que violentar la mente con que escribió las palabras citadas para darles una interpretación tan lata, que hayamos de entenderlas como repudio formal de la Filología en los estudios sobre una lengua dada, ni como un desconocimiento de los servicios que a las gramáticas particulares presta frecuentemente la gramática comparativa. Que no fue ese el propósito del insigne gramático ni que su doctrina puede velar un exclusivismo tan exagerado nos lo prueba, primeramente, la época en que escribió su obra monumental. Privaban entonces, según ya hemos notado, las teorías de lenguas extrañas artificiosamente impuestas a la nuéstra, y era natural que quien atacaba esa práctica se expresase en términos generales y aun se inclinase al otro extremo, fenómeno muy común en las obras del hombre, cuya huella por el camino de la perfección fue siempre huella sinuosa. Pero lo que más victoriosamente prueba que Bello no pretendió separar el estudio de la gramática de las enseñanzas de la ciencia general del lenguaje, son sus mismas prácticas, pues muchos de los puntos que trata en su obra, los relativos al artículo, al género, al pronombre, y otros, los ilustra con doctrinas deducidas de un estudio enteramente comparativo.

   Ni podía ser de otro modo, dados el ingenio y la ilustración del autor; porque mal podría avenirse con ellos el sistema de estudiar las cosas por un solo lado, que siempre da resultados falsos. Cierto que los adelantos de la Filología permiten agrandar y aun modificar, como lo han hecho ya sabios continuadores de Bello, muchas teorías del primer filólogo de Hispanoamérica; pero de aquí ninguna conclusión puede sacarse en contra del mérito de éste: los talentos escogidos hacen grandes descubrimientos y señalan rumbos nuevos, tal es su destino; pero nunca les es dado dejar obras perfectas: ¿cuál hay perfecta? Newton descompuso la luz y creía que era emanación sideral, Colón halló un mundo nuevo y pensó que era la extremidad del Asia.

   Como el lenguaje es un fenómeno que, sea cual fuere la opinión que se abrace acerca de su origen, da suficiente materia a las observaciones, clasificaciones y teorías de una verdadera ciencia natural, no es posible que el estudio particular de una lengua deje de sacar gran provecho del estudio de los otros ramos de ese árbol inmenso. Las obras de Dios, unas en la variedad, guardan siempre, por apartadas que se hallen, íntimas y vivas relaciones; y si el análisis de individuos y hechos aislados sirve a la síntesis, ésta a su vez sirve a aquélla y le presta eficaz ayuda.

   Tiene además el idioma una parte histórica, de que nadie puede prescindir sin exponerse a errar; no debe dejarse de la mano esa clave para descifrar arcanos que sólo pueden explicarse a la luz de lo pasado. Hoy en día la consigna de la gramática no es, no puede ser, la mera tarea de mostrar y distinguir las buenas y las malas locuciones; destino más alto le ha tocado: el sujetar al análisis científico el más admirable de los fenómenos después del pensamiento, el de estudiar ese sagrado suelo con la misma atención, con el propio cuidado con que estudian el naturalista y el filósofo la tierra que nos sustenta, los astros que nos dan luz.

   Desde este punto de vista considerada la gramática particular, deja de ser empírica para convertirse en teórica; al transitorio interés de simple arte del bien hablar agrega un carácter excelso, el carácter de ciencia, y redobla así su alcance, porque va servida de algo más que la aislada observación que discrimina lo correcto de lo incorrecto.

IV

   Otra de las exageraciones que Bello hubo de desechar como fecunda en malos resultados en los estudios gramaticales, es la de considerar el lenguaje no sólo como un signo del pensamiento sino como su copia exactísima, tal que deban aplicarse a las palabras las mismas leyes de las ideas.

   "Se ha errado —dice— no poco en filosofía suponiendo a la lengua un trasunto fiel del pensamiento; y esta misma exagerada suposición ha extraviado a la gramática en dirección contraria; unos argüían de la copia al original y otros del original a la copia. En el lenguaje lo convencional y arbitrario abraza más de lo que comúnmente se piensa" 3.

   Esta idea, que Balmes defiende ingeniosamente con argumentos tomados en especial de las oraciones negativas, y que parece insinuar también Pott 4, envuelve la reprobación de aquel prurito que hubo en la escuela de trasladar intactas, de la dialéctica al lenguaje, las categorías y denominaciones, de donde resultaban absurdas teorías, tales como la del verbo único, que convertían la gramática en una oscura ideología.

   En verdad que la palabra, por ser signo de la idea, tiene con ella estrechísima relación; pero de aquí no es dado inferir que todo lo que se dice de la una sea siempre aplicable a la otra, y de esto nos convenceremos si ponemos atención en un hecho evidente, a saber: que hallándose el pensamiento en los hombres sujeto a una admirable comunidad de principios y leyes, prueba la existencia de una Verdad sustancial, la expresión del mismo pensamiento, o sea el lenguaje, es asombrosamente variado. No es posible que el medio material del habla, reducido a las condiciones del espacio y del tiempo, pueda ser una imagen completa, pero ni siquiera una sombra simétrica del pensamiento; no es posible que una sucesión de sonidos materiales, por admirable que sea, pueda reflejar siempre con toda exactitud aquella actividad viviente, aquel verbo inefable que, libre de los límites de lo extenso y lo durable, brilla en la mente humana como destello de la Divina Esencia 5. Sobrada razón tuvo, pues, nuestro autor al impugnar un principio que la filosofía desecha, y para establecer en gramática un método propiamente baconiano, no libre en verdad de defectos si se pretende aplicarlo en todo y para todo, pero muy racional y generalmente provechoso.

   Generalmente, decimos, porque no es posible en tratándose del signo prescindir por completo de la idea significada; y así Bello, si da y desarrolla varias de sus definiciones y teorías fundándose exclusivamente en la observación de los oficios que las palabras desempeñan, no llega hasta exagerar este método aplicándolo a todos los casos. En efecto, si da a conocer las partes de la oración más por las funciones que desempeñan en el discurso que por las ideas que significan, cuando se trata de la proposición y de sus dos elementos recurre al método ideológico para dar una definición en que descansan las demás.

   Este último método es tan antiguo como la gramática misma, pues es sabido que los términos y divisiones introducidos por los antiguos fueron un traslado de los términos y divisiones de su dialéctica; y aunque es muy cierto que no hay razón para aplicarlo indistintamente al examen de todo accidente gramatical, ni ello es posible, los sabios han reconocido también que "el sistema frecuentemente criticado de la gramática clásica parece reposar sobre algo real y tener sus raíces en la naturaleza misma de nuestra inteligencia".

   Parece, pues, lícito concluir aquí que a este respecto no puede aplicarse en la gramática un proceder exclusivo; y de las doctrinas de Bello confrontadas con su propia práctica, creemos también racional inferir que no profesó un sistema único, sino que supo colocarse en un punto muy conveniente, practicando aquel principio hasta donde es practicable y abandonándolo en lo que no puede seguirse; prueba de la prudencia, que es uno de los caracteres de nuestro insigne filólogo.

   Comoquiera que sea, es de Bello la gloria de haber sentado, al tratar esta materia, grandes principios sostenidos posteriormente por sabios de fama universal; bástenos citar el que pone en la nota 2 del Apéndice, confutando la teoría del verbo único, a saber, que en el lenguaje lo concreto ha precedido a lo abstracto, doctrina que casi con idénticas palabras ha sido sostenida por uno de los primeros filólogos contemporáneos 6. Dice mucho en pro del genio de Bello el haber consignado principios capitales que más tarde los sabios han deducido de profundas y extensas investigaciones.

V

   Vamos finalmente a estudiar el criterio que siguió Bello en la parte crítica de su Gramática, o sea en la exposición del lenguaje correcto, a aquel uso que el poeta llama "arbitro y juez y norma del lenguaje".

   Mientras que otros autores se contentan con definir la gramática "el arte de hablar correctamente", Bello aclara la definición, diciendo en qué consiste dicha corrección, con estas palabras:

   "La gramática de una lengua es el arte de hablarla correctamente, esto es, conforme al buen uso, que es el de la gente bien educada."

   En esta definición van embebidos dos principios: primero, que la tarea del gramático o del filólogo no es forjar teorías o reglas a priori y ajustar a ellas el lenguaje, sino que debe estudiar y clasificar los hechos y de aquí deducir la teoría; y segundo, que el uso que la gramática ha de exponer no es un uso cualquiera, sino uno determinado, el cual no es, según ya veremos, otro que el de los doctos.

   La misma naturaleza del lenguaje está indicando que su guía no puede ser en absoluto el mismo que dirige el arte y la ciencia: no el primero, porque el lenguaje carece de los caracteres de los inventos humanos, que son progresar y tender así a la unidad; no el segundo, porque está muy distante de regirse por la lógica, que es el distintivo de la ciencia. Sígnese de aquí que a la gramática no es dado inspirarse en criterios puramente racionales al tratar de fijar cuál es el buen lenguaje; aserción que se confirma con el testimonio de respetabilísimas autoridades que aseguran ser inútiles las tentativas para perfeccionar el lenguaje en su parte sustancial 7.

   Pensar, pues, que un individuo o una corporación puedan modificar o alterar sustancialmente un idioma, es pensar un imposible, porque el lenguaje es de aquellos fenómenos (y esto prueba que no es invención del hombre) que son guiados en su marcha por superior impulso, por misteriosa corriente. En su desarrollo constante, es tendencia del lenguaje el separarse y fraccionarse en diversos usos; ¿y cuál será la tarea de la gramática en presencia de este fenómeno? En cuanto ciencia debe estudiar y comparar las leyes de ese desarrollo, que no por ser ocultas dejan de existir; y ya que otra cosa no puede, debe en cuanto arte exaltar y aprobar aquel de entre los usos que, por reunir ciertos caracteres, merezca preferirse. Cierto es que el hombre no podrá jamás evitar la creciente corrupción de los idiomas, pues la experiencia nos muestra realizada en todos los tiempos y lugares la maldición del Señor; pero sí puede diferir tal cataclismo, y para ello no hay otro medio que conceder autoridad a cierto y determinado uso.

   No se ha librado el lenguaje de sufrir las influencias de la demente Libertad moderna, divinidad destructora como el Siva de los indostanes; pero la idea que confunde la independencia con la libertad es tan absurda en lo tocante al lenguaje, que aun muchos de los que la defienden en otros aspectos, reconocen aquí necesario el racional imperio de la autoridad; porque suprimido este único principio de unidad, el idioma se divide y necesariamente se arruina.

   Pero no cualquier uso es el que debe constituirse en árbitro del idioma, que a ser así ninguna locución podría calificarse de incorrecta; pues la más informe jerga, el dialecto más bárbaro tienen siempre en su apoyo el uso más o menos dilatado de la tribu, el pueblo o la provincia; el uso que debe reinar en materia de lenguaje es, según Bello, el que reúna las condiciones de uniformidad, elegancia y perfección. "Se prefiere —dice— el uso de las personas bien educadas, porque es el más uniforme en las varias provincias que hablan una misma lengua, y por tanto el que hace que más fácil y generalmente se entienda lo que se dice; al paso que las palabras y frases de la gente ignorante varían de unos pueblos y provincias a otros y no son fácilmente entendidas fuera de aquel estrecho recinto en que las usa el vulgo." Considerada de este modo, la gramática viene a ser el medio que asegura, en bien de los pueblos, las ventajas de una misma lengua, y no menos que literaria es social la tarea de defender en lo posible esa unidad que afianza las mutuas relaciones de las naciones y las liga, por apartadas que se encuentren, con poderoso lazo de hermandad, que es a la vez vehículo de civilización. De tanta importancia juzgó Bello esta influencia de la comunidad de lenguaje, que afirma haber sido uno de los fines que tuvo al escribir su gramática el colaborar en la obra de mantener en la unidad el idioma de los pueblos latino-hispanos.

   Fuera de estas razones de conveniencia y utilidad, hay otras que persuaden a erigir el uso erudito en arbitro de la lengua. Esta es instrumento de la literatura, de la ciencia y de la religión, la forma en que encarnan la verdad, el bien y la belleza, alimento del alma; y es por lo mismo en alto grado susceptible de elegancia y hermosura. ¿Cómo comparar el idioma pobre, versátil y mal sonante de una tribu, con la lengua armoniosa, fijada y rica de un pueblo civilizado? ¿Cómo no ver la inferioridad del habla de los salvajes, comparada con la majestuosa lengua del Lacio, con la hermosísima del Atica, con las cultas lenguas de la Europa moderna? Es cierto, y así lo ha observado Cantú, que en la parte lógica, es decir, en aquel fondo que poseen los idiomas independiente del esfuerzo humano, suelen los salvajes guardar primores que exceden a cualesquiera perfecciones que pudiera idear el ingenio; pero en lo que es de reformas y accidentes, los idiomas son capaces de adquirir y perder su cultura; es sabido que esas mismas lenguas de los salvajes son tan propensas a mudanzas, que quien ha aprendido una puede estar seguro de que a vuelta de pocos años sabrá apenas una lengua muerta; porque expuestas a los vaivenes de la fantasía y del capricho individual, ninguna resistencia contiene el indómito flujo que late en ellas.

   Sólo colocándola bajo la salvaguardia del buen uso puede librarse una lengua de esas fatales variaciones. Corrobórase este aserto por el hecho de que la separación de los idiomas es más realizable en días de decadencia literaria; las épocas más funestas a la civilización son las más propias a la continuación de la obra de Babel; cuando la lira no se deja oír, y calla, la voz de los sabios y enmudece la elocuencia, entonces nada se eleva sobre la común medianía, y no habiendo modelos que concentren los esfuerzos esparcidos, ocurre naturalmente la anarquía de la lengua, como surge el feudalismo en las épocas de desorganización política.

   ¿Pero qué es lo que Bello entiende por el uso de la gente bien educada? Como el término es general y ocasionado por lo mismo a diversas interpretaciones, hemos de buscar la respuesta en las autoridades que cita nuestro sabio en apoyo de sus enseñanzas. Tales autoridades las saca preferentemente de los escritores que más se distinguieron en la clásica edad de la lengua y de los que, en la restauración de ésta, han seguido con más fidelidad las huellas de aquellos otros; son sus preferidos autores Cervantes y Granada, Mariana, Ri-vadeneyra y Santa Teresa, Jovellanos, Moratín y Martínez de la Rosa 8. Admite un uso elevado y erudito en el cual pueden y aun deben campear locuciones y giros que si no se usan en el idioma vulgar, no por eso deben ser descuidados del poeta ni aun del prosista; reconocimiento de aquella majestad que recibe la lengua del discreto uso de ciertos arcaísmos.

   Cuando los idiomas entran en su período de perfección, es decir, en la edad que se llama clásica, los escritores que los pulen y enriquecen tienen bastante libertad para escoger entre los varios usos y hacer prevalecer el que creen preferible; mas fuera de estos tiempos tal libertad ha de mermar, especialmente si se empieza a mostrar la decadencia; entonces la tarea del gramático es más conservadora que progresiva. Quizá por esto el príncipe de los líricos latinos, que escribía en el siglo de Augusto, que era contemporáneo, testigo y en mucha parte autor de la perfección de su propia lengua, erigió el uso actual en juez inapelable en materia de lenguaje 9, y con grande empeño defendió para los buenos hablistas de su tiempo la misma libertad que Cecilio y Planto habían usado en el suyo; mientras que Quintiliano, escritor de época menos feliz, encaminaba sus esfuerzos a restaurar la pureza y elegancia perdidas. Así también, refiriéndonos al castellano, el autor del Diálogo de la Lengua, que escribía al empezar la perfección de nuestro idioma, parece defender para los escritores una libertad excesiva con tal que lleven en mira la mejora de su lengua10, al paso que los eruditos Mayans y Capmany pusieron, siglos más tarde, todo su conato en devolver a la lengua sus antiguas dotes.

   Con todo, Bello no concede al uso una autoridad tan absoluta y despótica: en varios lugares censura a los más respetables autores, en varios propone útiles reformas, en varios aconseja la admisión de nuevos giros y locuciones. "Una lengua viva es un cuerpo que crece siempre sin tasa y sin medida", y que naturalmente ha de cambiar, no siendo posible ni conveniente que se mantenga en un mismo ser, dadas las modificaciones que exigen el progreso de los conocimientos, la difusión de las luces, las nuevas invenciones, los cambios mismos de la política y hasta las circunstancias geográficas de los pueblos. Así es que la gramática, si por punto general se subordina al uso, sírvele en muchos casos de mentor y maestro, tarea que para ser dignamente desempeñada exige mucho más que el conocimiento del uso actual; necesítanse aquí los auxilios de la historia del idioma, de la crítica ilustrada y la gramática comparativa. Por tanto, quien cultiva en este país con más lucimiento y gloria la Filología, no ha vacilado en decir que el uso y esta ciencia "son dos bases en que funda sus decisiones" acerca de nuestro lenguaje 11.

   Al verificarse este desarrollo necesario, la lengua se encuentra colocada entre lo pasado y lo por venir; y aquí como en las demás fases del progreso la obra difícil, la que más juicio y sabiduría requiere es la de armonizar el movimiento con el orden, sin abrazarse al sistema de la enervante estabilidad, pero tampoco al de la loca innovación. Supo Bello situarse lejos de los extremos, pues aunque eminentemente conservador del idioma, no por eso repudia todo neologismo ni niega que la lengua sea susceptible de mejorar.

   "Juzgo importante —dice— la conservación de la lengua de nuestros padres en su posible pureza, como un medio providencial de comunicación y un vínculo de fraternidad entre las naciones de origen español derramadas sobre los continentes. Pero no es un purismo supersticioso el que me atrevo a recomendarles."

   Bello practica la ingeniosa regla de Quintiliano, de escoger entre las palabras nuevas las más antiguas y entre las antiguas las más nuevas, y de este modo guarda una prudente distancia, así del innecesario neologismo como del arcaísmo caduco.

   Pero lo que especialmente reprueba, lo que ataca en todo el curso de su obra, es el neologismo de construcción que entraña violación de la índole del idioma y corrompe su esencia. A este propósito asienta Bello un gran principio cuando dice que "la vitalidad de una lengua no consiste en la identidad de elementos, sino en la uniformidad de las funciones que éstos ejercen y de que proceden la índole y forma que distinguen el todo"; palabras en las cuales se contiene la misma doctrina establecida hoy por los filólogos que aseguran ser imposible una lengua mixta, pues una cosa son las voces y otra los accidentes y las formas gramaticales, que es lo que da a los idiomas su carácter especial 12. El árbol del idioma exige que sus hojas se renueven, pero su forma no la puede cambiar sin perecer; puede enriquecerse con extraños elementos, pero cuando éstos penetran a su circulación sin habérsele asimilado, atacan la vida de su admirable organismo. El neologismo de construcción que Bello impugna es ese elemento extraño no asimilado al idioma, que en vez de enriquecerlo lo destruye.

   A nuestra lengua, la más elegante y sonora, la más armoniosa de las modernas 13, le ha tocado su época de infortunio bajo la influencia de la irrupción neológica; y es el galicismo la plaga que, desfigurando el moderno castellano, ha marcado la peor de sus decadencias. Este mal no puede decirse que haya logrado conjurarse, porque sus causas son hoy las mismas que, hace un siglo, reducía a estas dos un apreciable autor: la primera es la que Longino señala en la incuria de la juventud, que debiendo heredar y conservar el tesoro de las ciencias, da lugar en su pecho a la desidia y no lleva más mira en sus estudios que procurarse en vil ocio el interés o el honor que va vinculado a los empleos; la otra es predominio de una literatura extraña que traída por mano de ineptos traductores, afea y echa a perder el idioma. No obstante, entre los autores de la feliz reacción que ya se hace sentir en esta materia, ocupa distinguido puesto y por eso es acreedor a gratitud nuestro célebre autor americano.


PARTE PRIMERA

FILOLOGIA

I

PRINCIPIOS ORTOLOGICOS Y ORTOGRAFICOS

   Antes de entrar en la clasificación de las partes de la oración establece Bello algunos principios de ortografía y ortología, comprendidos bajo la denominación de "estructura material de las palabras".

   Estas se componen de dos clases de elementos: los sonidos simples, que se llaman letras, y las sílabas. Las primeras son vocales y consonantes, y entre éstas se enumeran separadamente la r y la rr, que son tan diferentes como la b y la p. El alfabeto es la reunión de las letras, entre las cuales hay dos extranjeras, la k y la w; una doble, la x, y dos mudas, la h y accidentalmente la u.

   Las sílabas son los miembros de cada palabra separables e indivisibles. Esta definición ha sido objetada por no comprender las palabras monosílabas, que carecen de elementos separables, y porque hay sílabas que pueden separarse materialmente, cuales son los diptongos. Pudiera quizá responderse a esta segunda objeción diciendo que cuando el diptongo se disuelve, la palabra se altera tanto como en el caso en que se separan consonantes que debieran ir unidas; tan distinto es Di-ós de Diós como at-las de a-tlas 14.

   Para la separación de las sílabas se consideran tres casos, según que haya una, dos, o tres y cuatro consonantes en medio de vocales; y el principio de que se deducen las reglas relativas a cada caso es la aptitud de la consonante o del grupo de consonantes para principiar palabras. Por consiguiente, una consonante entre dos vocales se debe juntar a la vocal que sigue, excepto la r y la x, que no se hallan al comienzo de ninguna voz castellana; deberá, pues, silabarse Par-is, ex-amen, hi-lo- o-so. Por idéntica razón habrán de separarse así los elementos de estas palabras: pal-ma, ta-bla, cons-ta, as-tro, cons-truir.

   El principio citado tiene su analogía con el método de los latinos, que dividían ins-to, co-gnomen, re-spuo, y se funda acaso en la misma naturaleza de la voz humana. Pero las dos excepciones propuestas por Bello acerca de la r y la x, no han sido confirmadas por el uso, por racionales que puedan ser, y aunque ya Salvá las había señalado en cuanto a la r, y Murray, en inglés, para la x.

   Regla muy clara y aplicable es la que sirve para conocer cuándo dos vocales concurrentes forman diptongo, a saber: interponer una consonante entre las vocales y deducir del isocronismo la existencia de aquél; así, rehusar tiene tres sílabas, porque se pronuncia en el mismo tiempo que reputar; día es disílabo, porque se pronuncia lo mismo que dicha; mientras que Dios, soy, isócronos de sol, son monosílabos. Si puede haber casos en que el oído se engañe o no perciba bien claramente la igualdad o la diferencia de extensión, como sucede con fiamos que parece tener dos sílabas, cuando prosódicamente tiene tres, eso proviene de defecto de pronunciación.

   La materia nos conduce naturalmente a considerar las doctrinas de Bello acerca de las reformas ortográficas que creyó útil y lógico introducir, cuales son las relativas a la g y la j, la i y la y, la c y la z, aunque en su Gramática no toca sino accidentalmente estos puntos.

   Ante todo, débese reconocer que Bello, al proponer y autorizar con su propia práctica tales innovaciones, iba guiado por la intención de mejorar la ortografía del castellano, y, atendida la época, procedió con toda prudencia y con espíritu diverso del que en este punto ha dirigido a otros autores. Las reformas ortográficas emprendidas desde mucho antes por Fray Luis de León y otros, fueron continuadas por la Academia Española, pero con bastante lentitud, de manera que por el tiempo en que escribía nuestro autor, la ortografía no podía decirse aun enteramente fijada, pues él mismo observa que poco antes se había suprimido el uso de la x en lugar de la j y restablecídose en ciertas palabras como extraño, experimentar: la época de las reformas no estaba, pues, cerrada. Otros autores, entre ellos Salvá, censores más explícitos que Bello, habían notado las vacilaciones de la Academia en algunos puntos de ortografía 15; y esas vacilaciones autorizaban, o a lo menos servían de disculpa a los escritores particulares para proponer y practicar las reformas que más convenientes les parecían. No era Bello el único que las proponía: Salvá, cuya Gramática es encomiada y juzgada por Ticknor como superior a la de la Academia 16, quiso que se estableciesen algunas variaciones, casi las mismas apuntadas después por el filólogo americano; pues propuso que se usase la i como conjunción, y al final de voces como lei, mui, que se refiriese la r a la vocal anterior y no se partiese la rr al fin del renglón, y que no se pusiese tilde a los monosílabos sino como señal para distinguirlos. Tampoco eran dichos cambios exclusivos de aquella época: algunos habían sido seguidos por notables autores como Nebrija, Abril y Mayans.

   Dada esta situación, Bello pudo, sin atacar ninguna conveniencia literaria, afiliarse en el partido que creía mejorar la ortografía, y cuyas reformas podían ser sancionadas por el uso y por el Cuerpo encargado de autorizarlo, dado que otras eran en esos tiempos admitidas y autorizadas.

   La ortografía reformada, si bien ha logrado privar algún tiempo en varias partes de América, no podía ni puede prevalecer indefinidamente; porque aunque introducida con sanas intenciones y patrocinada por tan alta autoridad como la de Bello, no ha obtenido el fallo del uso general y constante; y no lo ha obtenido, entre otras razones, por haber servido de ocasión para que se levantase un funesto sistema de innovación que amenazaba eliminar de todo en todo la ortografía castellana, proponiendo, bajo las apariencias de la lógica, reformas absurdas por ser opuestas a la práctica universal no sólo de nuestra lengua sino también de los demás idiomas cultos. Innegable es que a la ortografía como a todas las artes humanas, le toca su progreso racional; pero por eso mismo no es posible que se reduzca a representar precisa y únicamente los sonidos, pues llegando a tal estado se diversificaría extraordinariamente perdiendo por completo su fisonomía propia.

   Decimos que la lógica de que se ha armado el prurito neo-gráfico, infinitamente apartado de la mente del ilustre Bello, es una lógica aparente, porque muchas de las irregularidades de la ortografía sólo pueden serlo para quien desconozca principios incontrovertibles en materia de lenguaje. Las palabras no sólo en sus remotas derivaciones al través de una lengua a otra, sino en las más próximas que se verifican en el recinto de un mismo idioma, experimentan constantes alteraciones fonéticas, y en esa corriente de variación le toca al arte de escribir algo muy útil, el conservar las huellas, tan interesantes para la ciencia, de esa derivación. Es más: la ortografía mantiene viva la afinidad de las palabras, que no por pronunciarse de modos diversos, dejan de tener un mismo origen; si fuese la escritura copia fiel, y nada más que copia, de los sonidos, perecería uno de los medios, el más seguro acaso, para establecer las relaciones de las palabras; y la Etimología, así como la Filología, casi serían imposibles: al oír a un inglés pronunciar uol, ninguna semejanza hallaremos en esta palabra con el bayado de ciertos pueblos de origen español; ni una radical hay común en las dos voces; pero restitúyase a éstas su natural ortografía, escribiendo wall y vallado, y la semejanza y afinidad, enantes veladas, brillarán con toda claridad 17. Otro de los detrimentos que ocasionaría al idioma el establecer un mero signo para cada sonido sería la confusión de palabras idénticas en pronunciación y diversas en sentido; ningún medio quedaría para distinguir ha, verbo, de a, preposición, huso, instrumento, de uso, costumbre, y multitud de voces homófonas que tenemos.

   En honor de Bello bástenos decir que casi todas las innovaciones que probó a establecer no pertenecen al número de esas que en vez de simplificar el idioma lo complican y oscurecen, y que el espíritu con que las dictó fue el mismo de autores que honran las letras castellanas.

II

CLASIFICACION DE LAS PALABRAS

   Son las clasificaciones excelente medio para comprender los objetos, e influyen mucho en el método y claridad de los tratados científicos: hacen, en efecto, las veces de puntos distintos de observación en que la mente se coloca para poder estudiar completamente y entender bien los objetos complicados de la ciencia o del arte. Cuando las clasificaciones se conforman con la naturaleza de las cosas, separando lo que realmente está separado, son utilísimas a la inteligencia; en el caso contrario, cuando no tienen otro fundamento que el capricho, en vez de ser convenientes perjudican al orden y la claridad y embarazan los estudios.

   En gramática las clasificaciones han variado desde la distribución introducida por Platón para los nombres y los verbos hasta la división del discurso en diez clases de palabras, establecida en época posterior. Bello no admite más que siete partes de la oración 18, pues comprende el artículo en la clase del adjetivo y reduce el pronombre y el participio unas veces a la del sustantivo y otras a la del adjetivo.

   Aunque para comprender el fundamento de esta clasificación sería menester haber expuesto ya los caracteres de las partes del discurso, para de ese modo ver que las otras clasificaciones separan palabras que en realidad son de una misma especie, únicamente diremos que ésta tiene la ventaja de ser más sencilla y de hallarse corroborada por los principios de la etimología, que nos dice que el artículo no es en su origen más que un pronombre. Si hubiese de ser razón bastante para establecer nuevas especies de palabras cualquiera diferencia entre éstas, su número se multiplicaría extremadamente: si el participio se coloca en un género separado, no hay por qué negar el propio honor al gerundio y al infinitivo.

   La clave de la clasificación que venimos exponiendo, el punto común de referencia de todas las palabras, es la proposición. Esta es la reunión del sujeto y el atributo, definición que es quizá mejor que aquella otra tan usada, "el juicio expresado con palabras"; en efecto, hablando en rigor, esta última no comprende todas las proposiciones, pues cuando decimos el sol sale expresamos una verdadera afirmación, un juicio perfecto; pero al decir Pedro hable, en proposición optativa, o no expresamos un verdadero juicio, o tenemos que admitir acerca de éste una noción bastante oscura.

   Los elementos de la proposición son el sujeto, o sea aquello de que pensamos algo, y el atributo, o sea lo que pensamos del sujeto. La distinción del sujeto, cópula y atributo, admitida en ideología, no debe correr en gramática porque no tiene fundamento ni aplicación alguna. Es verdad que la idea de ser, según opiniones muy respetables 19, es como el fundamento, si no como la fuente de las demás ideas, pues se halla latente en todos los actos del pensamiento; cierto también que deben distinguirse dos significados en el verbo ser, el uno que denota la existencia, verbigracia "Troya fue", "Dios es"; el otro que hace las veces de signo de igualdad entre las ideas, verbigracia "el círculo es redondo" 20. Todo esto confirma la distinción ideológica, pero no debe conducir a establecer una distinción gramatical, opuesta a la historia del lenguaje y capaz de producir confusión sin ningún resultado útil.

   Aun los verbos de significado más abstracto tuvieron al principio uno muy concreto; el mismo verbo ser, que se arroga hoy el carácter de verbo único y esencial, significó en su origen respirar (de la raíz as), y estar, también muy abstracto, pues sirve para denotar la existencia de un modo transitorio, quiso decir lo mismo que estar en pie (de la raíz sta) 21. No han faltado autores que sostengan que cuando decimos Pedro ama, el atributo ama lleva guardados el verbo y el predicado, es amante, y que por lo mismo todo verbo debe resolverse en dichos elementos.

   Tal teoría se funda en una distinción ideal, pero de ningún modo en un hecho del lenguaje; porque aunque es cierto que algunas flexiones verbales se forman por el verbo ser pospuesto, como el pretérito y el futuro imperfectos del latín (canta-bam, canta-bo), otros verbos pueden también desempeñar esa misma función, como podemos verlo en el futuro y el pospretérito castellano (amar-he, amar-hía ).

   Demás de esto, la teoría del verbo único es desechable porque explica hechos simples de un modo complexo, y, lo que aún es peor, porque oscurece importantes distinciones gramaticales; si se admite el verbo ser como parte esencial de toda proposición, es necesario admitir también como tal el predicado, cuando esta denominación debe reservarse para ciertas y determinadas funciones del nombre cuya distinción sí es útil y necesaria.

   El verbo castellano es "la palabra que designa el atributo de la proposición, indicando juntamente el número y persona del sujeto, el tiempo del atributo y el modo de la proposición".

   Esta definición es del número de aquellas que alcanzan su fin principal, cual es el presentar con claridad el objeto, pues da una señal inequívoca para distinguir la palabra a que se refiere. Pero hay que reconocer que tiene una extensión talvez innecesaria, porque asigna al verbo cuatro diferencias específicas, de las cuales las dos primeras, que son denotar número y persona, le son comunes con el nombre y el pronombre; lo que parece distinguir verdaderamente al verbo en la definición aludida es el denotar tiempo, pues la inflexión talvez no la consideró el autor tan esencial, una vez que no aparece en la primera definición deducida del análisis hecho exprofeso para definir el verbo 22.

   Resta ver si en efecto el señalar tiempo es tan esencial del verbo que pueda presentarse como su distintivo, de tal modo que sea corriente la definición dada por Balmes, y que algunos refieren a Aristóteles: "verbo es la palabra que expresa una idea bajo la modificación variable de tiempo". Si se busca una definición del verbo en general, la citada es insostenible, pues cuando más es aplicable a cierto período lingüístico: el verbo hubo de existir primero que la conjugación, porque desde que ha sido posible separar la raíz de las flexiones, se ha visto cómo éstas no son más que desinencias agregadas a aquélla o sus modificaciones internas 23; lo que hoy está formando un solo todo, fue en un tiempo distintas palabras; en amábamos, verbigracia, existe un sufijo que denota el número (s), otra la persona (m), otro el tiempo (ba), y la raíz, significativa de la acción, que tuvo que existir independiente y que es el verdadero verbo; así cada forma verbal es como un cuerpo compuesto de partes perfectamente soldadas 24.

   Debe tenerse presente, sin embargo, que Bello, según claramente lo advierte él mismo y según puede colegirse del criterio que la guió, no presenta una definición del verbo en general, sino del verbo castellano. ¿Será cierto, en este limitado aspecto, que el verbo es la parte de la oración que denota número, persona, tiempo y modo, o que puede conjugarse? Apenas podrá hallarse un verbo que, aunque defectivo, carezca enteramente de conjugación; los que hoy aparecen en suma pobreza de formas tuvieron varias no ha mucho; así hallamos estas dos de atañer: "Este proverbio me atañe a mí" 25. "Estas alabanzas os atañen y tocan a vos" 26. Parece, pues, lícito sostener que la definición de Bello es por lo menos aplicable a nuestro verbo y distintivo seguro para conocerlo.

   Reprueba nuestro autor aquella definición que dice ser verbos las palabras que significan, o en otro tiempo significaron, movimiento o acción, porque ella comprende las mismas palabras movimiento y acción, como parece claro. Esta definición, despojada después de lo defectuoso que tenía 27, indudablemente se funda en la historia del lenguaje; aun aquellos verbos que parecen no denotar acción alguna, la significaron antes; así, yacer significó arrojar (jacere), y quizá el mismo morir envolvería alguna idea de actividad, pues se cree que Morta fue nombre griego de una de las Parcas. El movimiento continuo que Bello observa 28, por el cual los verbos pasan de activos a neutros y de neutros a activos, existe también de lo activo a lo pasivo. Hállase, pues, en todo verbo, a lo menos de una manera latente, la expresión de una actividad en ejercicio. Pero es claro que la definición que consideramos más conveniente al verbo en general, ha menester explicación por ser más profunda.

   Como el verbo es la palabra que por su esencia designa el atributo, el sustantivo es, según Bello, la palabra que puede servir de sujeto. Ante todo, esta definición parece tener en su favor el que siempre que una palabra sirve de sujeto, siquiera sea accidentalmente, se sustantiva, como "el justo honra a Dios", "el malo será castigado". Talvez tiene relación con esto un hecho deducido por los sabios del estudio etimológico de las palabras, y es que los sustantivos no han significado por sí mismos las cosas y personas, sino que fueron, por lo menos muchos de ellos, verdaderas palabras de significado atributivo, que merced a emplearse como sujetos o a desempeñar otras funciones del adjetivo, han perdido su carácter originario y convertídose en verdaderos nombres de los objetos y no de sus cualidades.

   Sin salir de nuestra lengua, hallamos muchos sustantivos que evidentemente fueron antes adjetivos, como director, y que a poder sustantivarse por ir tácito el sustantivo a que se refieren, asumieron para sí este carácter. Y si fijamos la atención en más apartados orígenes hallados por los sabios, el número de tales sustantivos se multiplicará a nuestra vista; hecho, por otra parte, muy natural, pues los primeros hombres hubieron de fijarse, para denominar los objetos, en las cualidades de éstos y no en su esencia, que sólo raras veces, y eso tras profundos estudios, es dado al hombre concebir en abstracto. Así la luna se llamó en unas partes la brillante (lucina), y en otras la que mide (moon), por haber sido, en efecto, el primer instrumento que sirvió a los hombres para medir el tiempo; así también el hombre recibió en unas partes el nombre de el terreno (homo, humus), y en otras el de pensador (man).

   Un prolongado uso hace que las formas se vayan modificando, y que al mismo tiempo la palabra que antes sirvió para designar una cualidad común sirva después de nombre a un solo objeto que posea en grado eminente dicha cualidad, y no hay duda que esto sucede cuando el adjetivo se pone de sujeto de la proposición, como cuando se dice, por ejemplo, la brillante crece, el pensador vive.

   Con todo, quizá no es temeridad pensar que Bello no quiso dar del sustantivo una definición propiamente didáctica, y así lo persuade el hallarse su definición aislada en medio de un aparte, sin ocupar la categoría que suele dar a aquellas definiciones que, como fórmulas deducidas de profundo análisis, establece a veces. Aunque es verdad que el sustantivo por su esencia puede servir de sujeto, los niños cuando de antemano no saben distinguirlo, deducen de la definición que se va exponiendo, consecuencias como éstas: justo, bueno, blanco, pero, son sustantivos, porque pueden servir de sujetos: "el justo se salva", "el bueno merece", "el blanco es activo", "el pero contradice".

   Entre las palabras que modifican al sustantivo hay una que sin los accidentes del verbo siempre va agregada a aquél; se llama adjetivo y ejerce dos funciones: la de especificar, o expresar cualidades no necesarias, verbigracia, animales mansos, y la de explicar, o enunciar cualidades naturales, verbigracia, mansas ovejas.

   Hay cuatro palabras que, aunque relacionadas por alguna analogía de significado, entrañan sin embargo profundas diferencias: el atributo, el adjetivo, el epíteto y el predicado. Atributo, correlativo de sujeto, es una parte de la proposición, que no puede existir sin éste, y puede constar de varias palabras; adjetivo, correlativo de sustantivo, es por necesidad una sola palabra, y parte del discurso que no sugiere ninguna idea de juicio ni proposición; epíteto, cuyo significado no es el mismo en retórica que en gramática, es un adjetivo que explica el objeto enunciando de él una cualidad necesaria, y no puede hallarse solo; con éste identifica Bello el predicado, pues aunque acerca de tal punto su doctrina no quedó perfectamente clara, según puede verse comparando lo que dice en el capítulo II de su obra con lo que trae en la nota respectiva del fin. En el primero de estos lugares es predicado el epíteto, como manso cordero; en la nota lo es todo adjetivo que en cualquier lugar de la frase se refiere al sustantivo sin limitar su sentido, sin especificarlo, verbigracia, el triste invierno, el día amaneció triste. No presumimos haber penetrado la mente de nuestro autor en en esta materia; pero parece que para él cualquier adjetivo, esté o no esté en proposición, con tal que no especifique al sustantivo, debe llamarse predicado; y en efecto, en las frases el triste invierno, el día amaneció triste, el adjetivo no especifica, pues no establece una clase de invierno o de días. No puede negarse, empero, que si los dos adjetivos tienen esa vaga semejanza, ella no basta para que se confundan en un mismo nombre dos funciones tan distintas como las que dichos adjetivos ejercen; por lo cual hoy se reserva el nombre de epíteto para aquellos adjetivos que explican al sustantivo inmediatamente, como triste invierno, y el de predicados a aquellos que por medio del verbo se refieren al sustantivo, como en el segundo ejemplo.

   Incluye Bello el tratado del género en el del adjetivo. Cuando éste tiene dos terminaciones, como bueno, buena, hay ciertos sustantivos que se juntan con la primera terminación, y otros con la segunda, de donde resultan dos grupos de sustantivos, los unos del género masculino y los otros del femenino. Género es, pues, la clase a que pertenece el sustantivo según la terminación del adjetivo con que se construye cuando éste tiene dos en cada número. Síguese de aquí que el género neutro no existe en nuestra lengua en cuanto a la concordancia, porque para que existiese sería menester que hubiese adjetivos con tres terminaciones; por lo mismo el admitirlo es uno de tantos artificios en que se aplica al castellano desacertadamente la gramática del latín.

   Nuestro autor impugna la definición que dice ser género la distinción del sexo real o ficticio de los seres, y apoya su doctrina en las diferencias que hay en el género de una misma palabra al pasar de un idioma a otro. Observa que en esta materia se toma la causa por el efecto, pues el sexo ficticio no es el que hace que ciertos nombres sean masculinos ni femeninos, sino, al contrario, el usarlos en uno u otro género es la causa de que se finja en ellos cierta imagen de sexo. En este punto nuestro autor es enteramente lógico, pues dicha doctrina es consecuencia necesaria de su método y sistema, que es estudiar la lengua aisladamente, tal como hemos advertido atrás. Si se ha de considerar la materia de un modo más general, es preciso reconocer que la razón primitiva que dio al género existencia fue la distinción de los sexos, aunque luego, en la dilatada corriente de la derivación, se haya verificado esa mutua influencia del uno sobre el otro, como lo expone Bello 29.

III

PRONOMBRE Y ARTICULO - DECLINACION

   Ya hemos visto que del pronombre habían formado los gramáticos una parte distinta de la oración, y que Bello la refundió en la clase del nombre, pues unas veces es sustantivo y otras adjetivo; participa en efecto de los mismos accidentes y tiene los mismos caracteres que los nombres, y si el ponerse en lugar de éstos fuera razón suficiente para constituir con el pronombre una especie de separada de palabras, habría de incluirse en dicho número una multitud de sustantivos que se usan en vez de otros para evitar su repetición, como cuando después de hablar de Napoleón, se le llama el Emperador.

   Llámanse pronombres los nombres que significan primera, segunda o tercera persona, sea que expresen esta sola idea o que la asocien a otra.

   La primera clase de pronombres es la de los personales, que significan la idea de persona por sí sola, y son: yo y , con sus plurales nosotros, vosotros. Los demás gramáticos consideran a él como pronombre personal de tercera persona; pero Bello lo tiene por un simple adjetivo demostrativo sustantivado, según se verá más adelante. Las diferencias esenciales de él respecto de los pronombres yo y hacen que esta exclusión sea a lo menos muy plausible: en efecto, mientras que los dos últimos designan por sí solos la persona o tienen un significado que cualquiera entiende, él no lo tiene hasta que sabemos a quién se refiere; yo y no envuelven elipis alguna, él lleva supuesto y tácito el nombre a que se refiere. Fuera de esto, ocasiones hay en que otras palabras hacen las veces del pronombre él sin que por ello se llamen pronombres personales: tales son éste, ése, aquél; y su origen (ille), enteramente adjetivo, lo distingue quizá esencialmente de yo y , que siempre se aplican a designar la persona.

   Distintivo de los pronombres yo, tú, él es la declinación por casos, materia en que Bello sentó doctrinas verdaderamente filosóficas y acordes con la ciencia del lenguaje, reformando así la gramática castellana, que en esta parte andaba servilmente por la senda de gramáticas extrañas.

   Así como las terminaciones de la conjugación, que hoy aparecen enteramente confundidas con la raíz, fueron en otro tiempo palabras separables y aun apartadas de aquélla, así los complementos, o frases compuestas de preposición y término, forman a veces una sola palabra en las lenguas que poseen mucha fuerza de flexión; el aparente genitivo domi, que se traduce en casa, según los filólogos es una contracción de domu in, y el ablativo terminado en muchos nombres en i admite una explicación semejante. Los casos, según esta doctrina, son inflexiones formadas, a lo menos varias veces, por una partícula pospuesta al término, aunque el uso haya venido a confundirlos de tal manera, que en ocasiones no sea posible señalar la línea fija de la primera aglutinación. Conforme a esto, la declinación es al nombre lo que la conjugación al verbo, y por consiguiente el número de los casos necesariamente varía de una lengua a otra; se halla en algunas sumamente reducido, como en la nuestra, al paso que en otras, ricas en flexiones, constituye uno de los accidentes más variados: así el griego tiene cinco, el latín seis, y Max Müller observa que el finlandés posee quince.

   La declinación corresponde a un período sintético, y en este sentido las lenguas antiguas eran más gramaticales que las modernas 30; con todo, aun en la más adelantada época del latín hállanse ejemplos que muestran cierta tendencia, destructiva de la declinación, a sustituir el caso con el complemento; de manera que en esta materia ha habido con el transcurso del tiempo, primero una ascensión y después un descenso; así el arroyo deshace hoy el aluvión que sus mismas aguas habían estado formando desde época remota. El castellano apenas posee una pequeña reliquia de declinación; se vale casi siempre de la preposición y el término para expresar las relaciones; verbigracia, para traducir el ablativo terra (Horat. Epod. II, X, Sat. I, 1), dice con tierra, por tierra, en tierra 31.

   De acuerdo con estos principios establece Bello la declinación castellana; y lo notable es que una doctrina que los filólogos han deducido de largos estudios y de la comparación de muchísimas lenguas, la expresó perfectamente y la redujo nuestro sabio con sólo decir: "No deben confundirse los casos con los complementos." Del genio es reducir vasta doctrina a una proposición.

   Los casos son cuatro: nominativo, que designa siempre el sujeto de la proposición; es el caso recto de los latinos: verbigracia, yo leo, tú cantas; complementario acusativo, que equivale a un complemento cuyo término es el objeto gramatical de la acción del verbo: por ejemplo, me odian, te honran; complementario dativo, que equivale también a un complemento cuyo término recibe indirectamente la acción del verbo, verbigracia, me dan la lección, te dictan el escrito; y terminal, que es una inflexión que va siempre después de una preposición, por ejemplo, por ti, de mí. El cuadro de la declinación es, pues el siguiente:

   Aunque Salvá tiene el mérito de haber conocido el inconveniente de aplicar al castellano la declinación latina, no se puede comparar el sistema que él propone con el desarrollado por Bello. No pudo Salvá librarse del todo de las influencias latinas, y por eso los tres casos que inventó expresan tres géneros de relaciones y no tres desinencias distintas. Llama caso recto al nominativo; objetivo, al acusativo, y oblicuos, al dativo y al terminal, de donde resulta que casos tan diferentes como los que se ven en estos ejemplos: me dan la lección, vienen por mi, se llaman de un mismo modo 32. También Murray había ya presentado la declinación inglesa según un método con el cual concuerda la de Bello 33.

   Pronombres posesivos son los que a la idea de persona agregan la de pertenencia. Tales son mío, tuyo, suyo, nuestro, vuestro, con sus respectivas terminaciones femeninas y plurales.

   Demostrativos son los que señalan la situación de los objetos respecto de determinada persona, y son este, ese, aquel, con sus demás terminaciones. Esto, eso, aquello, tenidos por terceras terminaciones de los primeros, son verdaderos sustantivos porque no van agregados a otra palabra modificándola, porque sirven de sujeto y de término, y porque pueden llevar modificaciones adjetivas.

   El, la, los las, es un demostrativo que sirve, no para señalar lugar, como los que van enumerados, sino para determinar la idea del objeto. Entre las expresiones: aquella casa que vimos, esta casa que vemos, y la expresión la casa, no hay más diferencia que la que proviene de faltar en la última la indicación de lugar. Este demostrativo, llamado articulo definido, es el mismo ille latino, cuya forma íntegra sustantivada es él, ella. El último es juntamente con el sustantivo ello la otra palabra que tiene declinación por casos en castellano: nominativo, él, ella; complementario acusativo, le o lo, la; complementario dativo, le, le o la; terminal, él, ella; etc. Tal identidad del artículo el y el pronombre él la confirma Bello observando que Destutt de Tracy había reconocido como idénticos el artículo le y el pronombre il en francés. Esta doctrina no puede ya revocarse a duda, siendo obvia a la luz de la etimología 34.

   Así como de los demostrativos de lugar salen los sustantivos esto, eso, aquello, de las formas íntegra y sincopada de él salen los sustantivos ello y lo, que aparecen en frases como ello es cierto, lo justo es meritorio. Esta doctrina es una generalización de la anteriormente expuesta, y ha sido respecto del lo contradicha por algún filólogo de grande autoridad 35; no es por consiguiente temerario el seguir un parecer distinto de la doctrina expuesta; y ya que tal parecer escogemos, debemos consignar las razones que parecen demostrar que lo no tiene, en frases como lo bueno, lo justo, carácter sustantivo sino adjetivo.

   Lo que según Bello caracteriza al sustantivo es el poder ir sin modificaciones adjetivas y servir de sujeto, siendo ésta la razón por que esto, eso, aquello tienen tal carácter. Pero parece que no tiene el de sustantivo una palabra que como lo no se aparta nunca de otra a la cual va adherida; adjetivo es una palabra que va siempre agregada a otra modificándola o determinándola; lo se halla siempre agregado a otra palabra sirviéndole de determinación, luego es adjetivo. Y no se diga que bueno y justo en las frases referidas no pueden ser sustantivos, pues es sabido que pueden hallarse sustantivados.

   Se verá esto más claro todavía comparando el castellano con el latín en este punto: mientras que esto, eso, aquello, ello, se traducen en esta última lengua por hoc, istud, illud, id el lo que analizamos carece, lo mismo que los demás artículos, de equivalente latino; así es que al verter frases como lo bueno, lo infinito, no veremos aparecer más que el segundo elemento, bonum, infinitum, prueba evidente de que es éste y no el elemento lo el que tiene la fuerza sustantiva; es decir, que sucede exactamente lo mismo que en frases como el hombre (homo), la mesa (mensa) 36.

   Imitándose una explicación de la gramática latina, se dice que en las frases lo grande, lo bueno, lo equivale a las cosas, y que por consiguiente bueno y grande son modificativos de esta frase sustantiva que va envuelta. Empero, semejante sustitución no es posible en varios casos; si se dice LO ALTO de la torre, LO ANCHO del puente, no se podrá decir las cosas en lugar de lo, sin que el sentido quede evidentemente repugnante.

   En frases como lo capitán, lo rey, lo mujer, reconoce Bello el lo como demostrativo o artículo (§ 362); y a la verdad, dichas frases no se diferencian esencialmente de las que analizamos, porque la segunda palabra, aunque ordinariamente es sustantivo, pudiera considerarse adjetiva si el lo tuviera el carácter que el autor le asigna en los demás casos.

   El horror de la lengua por la m final tuvo parte talvez en que el adjetivo castellano quedase con solas dos terminaciones, pues las tres de varios adjetivos latinos (us, a, um) quedaron reducidas a o, a, según las leyes de la derivación; pero permaneció un solitario adjetivo que permitió la triple versión; tal fue ille, illa, illud, que se tradujo eli, ela, elo (el, la, lo), único representante del género neutro en castellano. Hubo quizá en los primeros tiempos de la lengua alguna tendencia a dar al artículo masculino la forma lo:

   De sus principios sobre los demostrativos deduce Bello los relativos al género neutro, materia que ilustra admirablemente estableciendo una distinción real y profunda, y es que el género de los sustantivos se puede conocer de dos maneras: o en cuanto a la concordancia con el adjetivo, o en cuanto a la reproducción de ideas precedentes. Si examinamos estos dos ejemplos: "El niño es aplicado e inteligente; por eso pueden fundarse esperanzas en EL" y El estudiar es provechoso; por eso me dedico a ELLO", notamos que niño y estudiar son masculinos, pues se juntan con estudioso y provechoso, y también que mientras el primero es reproducido por medio del pronombre masculino él, el segundo lo es por medio de ELLO, nombre que no es ninguna de las terminaciones adjetivas. Las palabras que se reproducen por ello, esto, eso, aquello se dice que tienen género neutro.

   Esta doctrina, muy clara y muy fundada, puede tener una excepción, según el dictamen que se adopte acerca del lo; pues si se reconoce en éste una tercera terminación del artículo, acaso pueda inferirse que hay palabras en castellano que se juntan con una terminación neutra. En este caso accidental tendrían tal género los adjetivos sustantivados y los nombres que por un uso raro lo admiten, como lo mujer, lo rey.

IV

RELATIVO

   El pronombre relativo no se diferencia del demostrativo sino en que a la idea de demostración agrega la de relación. Si en esta frase: "las estrellas son otros tantos soles; éstos brillan con luz propia", se pone que en lugar de éstos, en vez de dos miembros desunidos se tendrá una oración perfectamente enlazada, debido a la presencia del relativo.

   El de más frecuente uso es que, adjetivo de todo género, número y persona. En "el navio que viene de Londres" es de género masculino, número singular, tercera persona; en "vosotras que me oís" es de género femenino, número plural, segunda persona. Puede servir de sujeto, como en los ejemplos anteriores; de complemento acusativo, como en "la casa que vemos", y de término, como en "las plantas de que está alfombrada la ribera".

   La proposición de que forma parle el relativo es especificativa unas veces, y otras explicativa. Especificativa, como "los muebles que compró Juan son buenos"; explicativa, como "ella, que deseaba descansar, se retiró".

   El relativo puede ser sustantivo neutro, que sirve de sujeto, complemento, término o predicado. Sujeto, como eso que pasó; complemento, como en esto que te digo; término, como servir a Dios, de que depende la felicidad, es el primer deber; predicado, como ese país, de estéril que era, se ha vuelto un jardín continuado.

   El neutro que, en vez de hacer relación a una idea precedente, puede referirse a una que venga después, y en este caso se llama anunciativo. En esta frase: "Que la tierra se mueve es cosa averiguada", puede sustituírse el que con el demostrativo esto sin otro resultado que la flojedad con que aparece la sentencia. El anunciativo puede servir de sujeto, como en la frase anterior; de término, como en dudo de que venga; de complemento, como en prometió que vendría. De aquí se deduce que la palabra analizada es un verdadero nombre, y no, como pretenden los demás gramáticos, una conjunción.

   Esta doctrina de Bello acerca del que anunciativo concuerda con la que sostuvo Sánchez acerca de la conjunción latina quod 38, y con la de Horme-Tooke sobre ut. El anunciativo que entró al castellano, según todas las apariencias, como una traducción literal del segundo elemento de las locuciones bárbaras dico quod, credo quod, giros que, aunque propios de la baja latinidad, aparecen alguna vez en el mismo período ciceroniano 39. De este modo la proposición infinitiva latina quedó casi sin representación alguna en nuestra lengua; y lo notable es que así como en latín quod correspondió a ut, nuestro anunciativo que se sustituye a veces por como, especialmente después de ciertos verbos, cuales son acontecer, decir, conocer, etc. 40.

   Pudiera acaso inferirse de lo que precede que el carácter del que llamado anunciativo está bastante indeterminado, y que si la historia de su origen hace reconocer en él un verdadero relativo neutro, varios de sus usos actuales confirman la opinión que sostiene el erudito anotador de Bello 41.

   Los pronombres relativos se hacen interrogativos acentuándose, y como adjetivos y sustantivos sirven de sujeto, verbigracia: ¿Qué hora es?; de predicado, ¿Qué es filosofía?; de término, ¿A qué punto te diriges?, y de complemento, ¿Qué quieres hacer?

   Las expresiones el que, lo que unas veces son dos palabras y otras equivalen a una sola. En el primer caso el artículo está sustantivado, y sirve de antecedente al relativo: "Los que no moderan sus pasiones son arrastrados a lamentables extravíos." Aquí no puede suprimirse los, y por lo mismo es una palabra distinta. Pero en este otro ejemplo: "La relación de las aventuras de D. Quijote de la Mancha, escrita por Miguel de Cervantes Saavedra, en la que los lectores vulgares sólo ven un asunto de entretenimiento, es un libro moral de los más notables que ha producido el ingenio humano", aquí, decimos, puede hacerse desaparecer el la sin que por ello sufra detrimento alguno el sentido 42.

   Quien es un relativo equivalente a el que, la que cuando se refieren a personas. Lleva a veces envuelto su antecedente y pertenece entonces en parte a una proposición, en parte a otra. Quien te adula te agravia, es lo mismo que Aquel te agravia que te adula.

   Por el sucinto extracto que precede es fácil ver cuán acertado fue generalmente nuestro filólogo en el estudio del relativo, que seguramente es uno de los más intrincados y difíciles asuntos de la gramática castellana, así como su uso es escollo temible para quien desea hablar con propiedad y elegancia. Nadie antes que Bello había expuesto una doctrina tan exacta y completa sobre los usos de la palabra que, verdadero enigma gramatical cuando los gramáticos se limitaban a llamarla simplemente adjetivo o conjunción, sin más análisis que pudiera guiar en la clasificación de tan interesante palabra.

V

DERIVADOS VERBALES

   Llámanse derivados verbales varias especies de nombres y de adverbios que se derivan del verbo y lo imitan en sus construcciones. Tales son el infinitivo, el participio y el gerundio.

   El infinitivo es un derivado verbal sustantivo que termina siempre en ar, er, ir. Tiene un significado semejante al de los sustantivos abstractos; así, temer y temor expresan casi una misma idea. Conserva el significado del verbo, sin indicar número ni persona. Ejerce todos los oficios de sustantivo, sirviendo ya de sujeto: "Cosa muy dura parece a los malos comprar bienes futuros con daños presentes"; ya de predicado, como en "el reino de Dios no es comer ni beber" ; ya de complemento, verbigracia, "Quiero imitar al pueblo en el vestido"; ya, en fin, de término, como "tomaron las armas para echar a los buenos de la villa".

   Imita en sus demás construcciones al verbo de que se deriva, llevando sujeto y complemento acusativo, por ejemplo: "Informado el general de estar ya cerca los enemigos, mandó reforzar las avanzadas"; en donde estar tiene por sujeto los enemigos, y reforzar por complemento las avanzadas. Constrúyese igualmente con adverbios y afijos o enclíticos: "Para administrar bien la sociedad es necesario conocerla perfectamente." Participa, pues, de la naturaleza del verbo, bien que no denota tiempo con relación al momento de la palabra.

   Tal es lo que enseña Bello acerca del infinitivo, dictamen que había enunciado ya Prisciano y que Salvá había profesado en parte. No es el infinitivo la raíz del verbo, por más que le sirva de nombre, sino que es uno de sus derivados, como lo demuestra la etimología. Tan completamente se reviste a veces el infinitivo del carácter sustantivo, que llega a tener plural formado según las reglas generales del nombre:

   

   Accidente muy común en el antiguo castellano, como puede observarse en los poemas anteriores al siglo XV.

   Pero también es innegable que participa de la naturaleza del verbo, y en un grado tal que pierde en ocasiones su carácter sustantivo: en efecto, sabe reemplazar al modo llamado finito, especialmente en proposiciones subordinadas a algunos verbos, como pensar, decir 43, y en este caso es talvez un resto de la proposición infinitiva de la lengua madre. Así, en estas oraciones: "Cuando pensaba que había llegado al término de sus deseos, la muerte le sorprendió", y "Dicen que se ha hallado el método tan largo tiempo buscado", puede sustituírse perfectamente el infinitivo, diciendo haber llegado, haberse hallado, en lugar de las formas verbales. Sustitución semejante puede verse en este verso de Berceo, en donde hoy pondríamos hacer en vez de ficiessen:

   El participio es un derivado verbal adjetivo que tiene variedad de terminaciones, las cuales son siempre en o, a, y comúnmente en ado, ada.

   Del participio resulta la diferencia de las construcciones activa y pasiva. "Yo edifico una casa" es una construcción en que el verbo significa la acción de edificar; "la casa es edificada por mí", expresa de la casa una cualidad producida por mi acción, un estado que el acto que yo ejecuto deja en el objeto. La primera de estas construcciones se llama activa, y pasiva la segunda.

   Sustantívase el participio cuando se construye con haber, como he leído, he escrito. En este caso participa en un grado más eminente de la naturaleza del verbo, porque así se acomoda más que cuando es adjetivo a las construcciones del verbo de que nace 45.

   Según Bello, el gerundio es un derivado verbal terminado en ando, endo, que hace siempre el oficio de adverbio. Modifica al verbo, expresando la causa, ocasión u otra idea semejante: "Andando los caballeros por florestas y despoblados, su más ordinaria comida sería de viandas rústicas." Aquí el gerundio expresa la causa de lo que se dice en la proposición principal. Participa de la naturaleza del verbo, pues le imita en sus construcciones y significa coexistencia o inmediata anterioridad.

   En ocasiones el gerundio parece construirse con el sujeto de la proposición, modificándolo, y pudiera dudarse si conserva o no el carácter del adverbio: "El ama, imaginando que de aquella consulta había de resultar la resolución de la tercera salida, se fue a buscar al bachiller Sansón Carrasco." Pero no hay tal, según nuestro autor; el gerundio es aquí una frase adverbial que modifica al sujeto, como lo haría un complemento de causa: "El ama, por imaginar...." o una proposición introducida por el adverbio relativo: "El ama, como imaginaba."

   Forzada es a la verdad esta explicación, pero por lo menos, si no alcanza a quitar al gerundio el carácter modificativo que tiene en la frase referida, consigna un hecho notable, y es que del mismo modo que en el latín la proposición subjuntiva acarreada por quum (quum crederet) es a veces convertible en un participio (credens), en castellano las encabezadas por como tienen también una conversión muy semejante. Los tres ejemplos siguientes nos van a mostrar esa triple correspondencia:

   "Respondió Sancho todo encendido en cólera: pues, señor doctor Pedro Recio de Malagüero, natural de Tirteafuera, lugar que está a mano derecha como vamos de Caraquel a Almodóvar del Campo... voto al sol que tome un garrote y a garrotazos comenzando por él, no ha de quedar médico en toda la ínsula" 46.

   "La segunda batalla que dio Aníbal fue pasante los montes Pirineos." 47. De aquí ya no hay más que un paso al gerundio:

   Consignó, pues, nuestro autor un hecho; pero, apegado a una idea preconcebida, no dedujo la conclusion natural, antes la rechazó. Salvá había ya reconocido que hay casos en que el gerundio es un verdadero adjetivo que puede reemplazarse con otro de forma participal, verbigracia: "Tenía su vida colgando de un cabello", gerundio que puede ser sustituído por colgante 49. Pero quien ha agotado materia tan difícil e importante es el señor don Miguel A. Caro en su Tratado del Participio, en que prueba que el carácter principal del gerundio no es el de adverbio, sino el de adjetivo equivalente al participio presente latino.

VI

CONJUGACION

   Entre las materias tratadas por Bello, ninguna lo fue de una manera tan nueva y perfecta, ninguna revela más ahincados estudios ni talentos más privilegiados que su teoría sobre el verbo castellano. Este es su argumento preferido, el que con más elegancia desarrolla y el que por sí solo basta para colocar a su autor en el puesto de gran filólogo y gran filósofo. Sus tratados de los verbos irregulares y del significado de los tiempos, el segundo de los cuales publicó por separado en una obra titulada Análisis ideológica de los tiempos de la conjugación castellana, son verdaderos monumentos de genio y atención, y, sin necesidad de que el mismo autor lo dijera, se comprende que hubieron de ser fruto de profundos estudios.

   Ningún otro autor había conseguido dominar por completo la materia más complicada de nuestro idioma, como él lo consiguió; los más afortunados habían hecho observaciones aisladas; sólo Bello comprendió el filosófico plan y redujo a verdadero sistema ese cúmulo de formas verbales que parecían rebeldes a toda clasificación, esa variedad de significados, al parecer caprichosos, pero guiados por "procederes intelectuales" y regidos por verdaderas leyes.

   Ante la invención de éstas, Bello no vaciló en cambiar la vieja nomenclatura y en sustituir la antigua clasificación, universalmente admitidas, por otras que creyó más exactas y adecuadas a exponer sus principios; de que resulta el inconveniente, por no decir defecto, de aislar el sistema gramatical del castellano. Dudamos, empero, que tal inconveniente haga menguar la importancia de la obra de Bello; porque supuesto su mérito intrínseco, las diferencias respecto de los otros métodos, si embarazosas, muestran que su autor ha aventajado a los otros filólogos y que su teoría supera a las demás.

   También era natural que al tratar los puntos más abstrusos del lenguaje, situados en los confines de la ideología y de la gramática, no resultasen las enseñanzas con la claridad que es exigible en obras elementales; pero eso no depende del autor, cuyo método y estilo son siempre luminosos, sino de la profundidad del asunto.

   Vamos a hacer un breve extracto de los tratados de la conjugación, de los verbos irregulares y del significado de los tiempos, aunque ya sabemos que su cortedad e imperfección oscurecerán sin duda el mérito de la obra de Bello a los ojos de las personas que no hayan leído su Gramática.

   Se llaman modos las inflexiones del verbo en cuanto provienen de la influencia o régimen de una palabra o frase a que éste puede estar subordinado.

   Modo indicativo es el conjunto de formas que pueden regirse por los verbos saber, afirmar, no precedidos de negación.

   Modo subjuntivo común es el conjunto de formas que se subordinan o pueden subordinarse a los verbos dudar, desear.

   Este modo se llama optativo cuando expresa en proposición independiente el deseo de un hecho positivo o negativo, verbigracia: "Nada te aparte de tu propósito."

   El modo imperativo lo constituyen aquellas formas verbales que expresan un mandato afirmativo que puede ejecutarse por la segunda persona, a quien el mandato va dirigido.

   El hipotético comprende las formas que se usan para expresar hipótesis o condición.

   Puede decirse que los modos principales son el indicativo, que expresa operaciones del entendimiento, y el subjuntivo, que designa ordinariamente afecciones del ánimo, y que se subdivide en subjuntivo común, optativo, hipotético e imperativo.

   Cada uno de los modos se distribuye en tiempos, que son las formas del verbo para denotar la época en que la acción se verifica. Los tiempos son simples cuando constan de una sola inflexión verbal, y compuestos cuando se forman de un verbo auxiliar y un derivado verbal, como he cantado, he de leer.

   El modo indicativo tiene cinco tiempos: presente, pretérito, futuro, copretérito (cantaba) y pospretérito (cantaría), los cuales recibían de los demás autores varias denominaciones, siendo común la práctica de dividirlos en perfectos e imperfectos, conforme a la conjugación latina. El subjuntivo tiene sólo tres formas para expresar los cinco tiempos del indicativo: presente y futuro (cante), pretérito, copretérito y pospretérito (cantase o cantara) y la forma cantare, propia del hipotético.

   El método seguido por Bello en la conjugación es el mismo que le guía al establecer los principios de la declinación: estudiar las formas tales como existen en nuestro idioma sin mezclar las simples con las compuestas, sin incluir en un modo formas que evidentemente son de otros, sin amoldar forzosamente la conjugación castellana a la latina. Con arreglo a su método, examina las formas diferentes que tiene el verbo, las clasifica por modos según la idea que de éstos da y les aplica un nombre que, como luego veremos, es generalmente una fórmula del significado del tiempo; estudia por separado las formas compuestas y no las confunde como los latinizantes que agrupaban en un mismo tiempo y llamaban con idéntico nombre formas tan diversas como amé, he amado y hube amado, o como cantaría y cantara o cantase, sólo porque en latín les corresponde una sola inflexión verbal.

   En las variaciones del verbo se debe distinguir la raíz, o parte invariable, de la terminación o flexión que se muda. En el verbo hay dos raíces: una general, que se obtiene quitando del infinitvo las terminaciones ar, er, ir; otra especial, que es todo el infinitivo. De la primera raíz salen todos los tiempos, excepto el futuro y el pospretérito, que salen de la segunda. Funda Bello esta división en un hecho reconocido antes y después de él por grandes filólogos, a saber: que el futuro y el pospretérito fueron formados en castellano y otros idiomas neolatinos por la agregación de ciertas formas del verbo haber al infinitivo (amaré=amar-he; amaría=amar-hia) 50; de la cual no se puede dudar, aunque algunos quieran explicar dichas inflexiones como formas mutilas del futuro perfecto latino (amaré=ama-ve-re).

   Las diversas inflexiones del verbo puestas en orden forman la conjugación, de la cual hay tres modelos, según que el verbo termine en ar, en er o en ir. Si un verbo se acomoda en su conjugación a tales modelos, es regular, e irregular si se aparta de ellos.

   Para la clasificación de los verbos irregulares se observa que cuando una forma sufre una anomalía, la padecen igualmente otras formas que constituyen con aquélla un grupo de inflexiones afines. Estos grupos son seis:

   El primero comprende la primera persona del singular del presente de indicativo y todo el presente de subjuntivo. Así, verbos como lucir, oír, traducir, salir, decir, hacer, y venir, forman luzco, oigo, traduzco, salgo, digo, hago, vengo, reteniendo generalmente la raíz nueva en las formas apuntadas.

   El segundo comprende las tres personas del singular y la tercera del plural de los presentes de indicativo y subjuntivo y el singular del imperativo, como puede verse en acierto, muelo, advierto, puedo, vienes.

   El tercer grupo comprende las tres personas del singular y la tercera del plural del presente de indicativo, las terceras personas del pretérito de dicho modo, todo el subjuntivo, el singular del imperativo y el gerundio, como en elegir (eligiendo) advertir (advirtiendo) 51.

   Fórmase el cuarto de las tres personas del singular y la tercera del plural del presente de indicativo, de todo el presente de subjuntivo y del singular del imperativo, como argüir (arguyes), oír (oyes).

   El quinto comprende los pretéritos de indicativo y subjuntivo y el futuro de subjuntivo, como andar (anduve), traducir (traduje), hacer (hice), poder (pude), venir (vine), decir (dije).

   El sexto comprende el futuro y el pospretérito de indicativo, como salir (saldré), hacer (haré), poder (podré), venir (vendré), decir (diré).

   Esta primera clasificación, en que descansa la secundaria que luego expondremos, no se funda, como es claro, en las semejanzas de los sonidos alterados, sino en la identidad de las formas a que se extienden las irregularidades: así es, verbigracia, que anduve, hice, traduje se consideran afines aunque son diversas las alteraciones que sufren: a primera vista la clasificación tiene más de matemática que de filológica. No obstante, pueden observarse en casi todas las formas de un mismo grupo analogías más o menos claras: así, las irregularidades del primer grupo consisten en la intercalación de las guturales g, c. En el segundo se diptongan la e y la o acentuadas, lo cual es muy común en nuestro idioma: piedra (petra), cuerpo (corpus), antiguo cuerno (como), etc. En el tercero se observa la reaparición de la i original en varios verbos, eligió (eligiere), diciendo (dice), siendo para consultar la eufonía por lo que se dice elegimos, decimos; de manera que en este grupo la irregularidad es más que real, aparente. En el cuarto aparece la y entre vocales, cosa igual a lo que sucede en tuyo (tuo), antiguo trayo (tra-ho). Pueden observarse en el quinto algunas influencias de origen: dije (dixi), hice (feci),   traduje (traduxi); respecto de anduve, la Academia y Salvá la explican como forma compuesta de haber (andar-hube), Bello, como procedente de andido o andudo, y Cuervo ha puesto en el gallego y el portugués la clave para explicarla 52. Hallamos, finalmente, en el grupo sexto la síncopa de varias inflexiones, que íntegras producirían mal sonido, verbigracia, querrá (quererá), podré (poderé).

   Como hay verbos irregulares en varios grupos, esta primera clasificación es insuficiente, y hay que establecer una segunda, que comprende tres clases de verbos irregulares.

   Las cinco primeras clases son formadas por aquellos verbos que tienen solamente las anomalías de los cinco primeros grupos respectivos; tales son, por ejemplo, lucir, acertar, elegir, argüir y andar.

   Hay verbos que reúnen las irregularidades de dos grupos a la vez, y éstos forman cuatro clases, del modo siguiente: en la sexta se incluyen los que reúnen las irregularidades de los grupos primero y cuarto, como oír; en la séptima, los de los grupos primero y quinto, como traducir; en la octava, los del primero y sexto, como salir; y en la novena, los del segundo y tercero, como advertir.

   Otros hay que reúnen tres irregularidades; éstos constituyen dos clases: la décima, los que son irregulares en los grupos primero, quinto y sexto, como hacer, y la undécima, los que son irregulares en los grupos segundo, quinto y sexto, como poder.

   Hay, por último, verbos que reúnen cuatro irregularidades, y forman las dos últimas clases: en la duodécima entran los que son irregulares en las familias primera, segunda, quinta y sexta de formas afines, como venir; y en la décimatercia los que reúnen las irregularidades de las familias primera, tercera, quinta y sexta, como decir.

   Esta ingeniosísima clasificación, que hace que uno se acuerde de los desarrollos que preceden a ciertas fórmulas algébricas 53, tiene, si se ha de considerar el libro como texto de enseñanza, el inconveniente de ser muy crecido el número de las clases, por lo cual y por ser bastante complicadas las diferencias, particularmente en las últimas, con mucha dificultad puede fijarse en la memoria. Hay, por otra parte, clases como la quinta, la octava y la undécima, que no comprenden más que dos verbos cada una 54; bien es cierto que aun las más admitidas clasificaciones científicas, la zoológica, por ejemplo, contienen géneros y especies que abarcan muy pocos individuos: una buena clasificación debe ser una buena copia de la naturaleza, y ésta es desigual en sus obras.

   Pero al lado de estos inconvenientes, la clasificación tiene una ventaja esencial, cual es haber comprendido casi todos los verbos irregulares, excepto sólo seis: dar, estar, haber 55, ir, ser, ver; mientras que en las otras gramáticas el número de los verbos anómalos es tal, que puede decirse que no existe en ellas una verdadera clasificación.

VII

SIGNIFICADO DE LOS TIEMPOS

   Si el verbo castellano es complicado en sus formas, hasta el punto de aventajar, merced a sus auxiliares, a la riqueza del verbo latino, es aún mayor la variedad de los significados de esas mismas formas. Lo que a este respecto ha conseguido Bello es una verdadera invención de leyes fijas y admirables que rigen el habla, y que se ostentan aquí con mayor magnificencia que en ningún otro punto de los pertenecientes al lenguaje.

   Tres significados ha descubierto Bello en las formas verbales: el fundamental, el secundario y el metafórico; he aquí un resumen de ellos:

I. SIGNIFICADO FUNDAMENTAL

A. TIEMPOS SIMPLES DEL INDICATIVO

   Son cinco: presente, pretérito, futuro, copretérito y pospretérito. El presente indica coexistencia con el momento de la palabra: "el correo llega", "el sol alumbra". El pretérito indica anterioridad respecto del momento en que se habla: "Troya fue", "César conquistó las Galias." El futuro significa que la acción es posterior a ese momento: "el correo vendrá." El copretérito significa que la acción coexistió con un hecho pasado: "cuando llegaste llovía." El pospretérito expresa una acción posterior a un hecho pasado: "los profetas anunciaron que el Salvador nacería de una virgen."

B. TIEMPOS SIMPLES DEL SUBJUNTIVO COMUN

   Tiene dos formas: cante para el presente y el futuro, cantase y cantara para el pretérito, el copretérito y el pospretérito. Presente: "No percibo que hable nadie en el cuarto vecino." Futuro: "Es dudoso que ni mi hermano llegue mañana." Pretérito: "Hoy se duda que Rómulo fundara a Roma." Copretérito: "No percibí que hablara nadie en el cuarto vecino." Pospretérito: "Dudé que al día siguiente llegara el correo."

C. TIEMPOS SIMPLES DEL HIPOTETICO

   Tiene una sola forma, cantare, que significa presente y futuro. Presente: "Si el tesoro estuviere aquí, lo hallarás." Futuro: "Si el cielo me diere fuerzas, terminaré hoy." Cuando la hipótesis va expresada por si, se puede emplear además de cantare la forma canto del indicativo: "Si el tesoro está aquí", "si el cielo me da fuerzas". Cuando la hipótesis es expresada por otra palabra, entonces además de cantare se puede emplear cante, presente de subjuntivo: "Caso de que el tesoro esté", "suponiendo que el cielo me fuerzas".

   El hipotético recibe prestadas del indicativo y del subjuntivo común las formas para expresar el copretérito y el pospretérito. Copretérito: "Dijo que si el correo llegaba, llegara o llegase, recibiría carta"; el llegar, supuesta su realización, coexiste con dijo, que es pretérito. Pospretérito: "Dijo que si al día siguiente llegaba, llegara o llegase el correo, recibiría carta."

   No menciona Bello en el subjuntivo hipotético el simple pretérito. Aunque son bastante raras las condiciones que se refieren a dicho tiempo, ellas existen: "Si ya llegó el correo, tráeme la carta." Parece que en este caso se usa casi exclusivamente la forma indicativa llegó, y no llegara o llegase.

   También parece conveniente que tratándose del subjuntivo simplemente hipotético, se le distinga del metafórico, que, según se verá luego, incluye negación implícita. En este ejemplo: "Dijo que si era capaz alzaría la piedra", no puede talvez, sin variarse el sentido, sustituírse fuera o fuese a era. De aquel primer modo, la frase puede ponerse en boca de un hombre que va a tantear la piedra para alzarla; del otro modo (fuera o fuese), el sentido puede ser negativo: "Dijo que si fuera capaz alzaría la piedra" significa que no es capaz, y que por lo mismo no la alza. Lo mismo en las formas compuestas: "Dijéronle que si hubiese llegado el correo recibiría cartas", puede significar que el correo no llegó; pero diciendo había, desaparece el riesgo de negación.

   Hay, sin embargo, circunstancias que remueven toda ambigüedad: "El mandó a quien hubiese de ser rey de Israel que tuviese a par de sí este libro escrito de su mano; si quisiese reinar prósperamente." El mandato del Señor excluye el sentido negativo en la oración hipotética.

D. TIEMPOS COMPUESTOS DEL INDICATIVO

   El antepresente expresa inmediata anterioridad al presente, o un hecho pasado que conserva de algún modo la relación de coexistencia: "Hoy ha habido un terremoto." "En este año han sucedido desgracias."

   El antepretérito significa anterioridad inmediata a un hecho pasado: "Cuando hubo amanecido salí."

   Respecto de este tiempo es de notarse que en lo antiguo se usaba en lugar del simple pretérito56.

   De aquí pudiera inferirse que su significado actual no le es propio sino que lo debe a los adverbios o frases cuando, apenas, luego que, etc., que ordinariamente lo acompañan. Pero Bello, como para prevenir la objeción, cita un pasaje en que el antecopretérito tiene por sí solo, pues no lo precede ninguna de aquellas palabras, el significado que él le asigna.

   El antefuturo significa anterioridad respecto de un hecho por venir: "El día primero del mes entrante habrá llegado su amigo."

   El antecopretérito significa anterioridad indefinida respecto de un hecho pasado: "Los israelitas desobedecieron al Señor, que los había sacado de Egipto." La explicación de este significado es muy ingeniosa: el haber sacado es un estado que empieza al punto que se verifica la acción de sacar, dicho estado coexiste con la desobediencia de Israel en un momento cualquiera, y pudo por lo mismo empezar mucho tiempo antes.

   El antepospretérito significa anterioridad a un hecho que es posterior a otro pasado; la acción se halla colocada, pues, entre dos sucesos, el uno anterior y el otro posterior: "Díjome que viniera al mes completo, que era probable que para entonces me habría buscado acomodo." La acción de buscar es anterior a venir, que es después de decir.

   Se ve por aquí que la nomenclatura de Bello es, como él mismo lo hace notar, un verdadero formulario del significado de los tiempos, hallándose generalmente expresados en los nombres de éstos, por medio de las partículas ante, co y pos, todas las relaciones que las formas verbales pueden significar.

E. TIEMPOS COMPUESTOS DEL SUBJUNTIVO COMUN

   Antepresente. "Dudo que el correo haya llegado hoy."

   Antefuturo. "No creo que mañana haya terminado la obra."

   Antecopretérito. "Juan me negó que él hubiera ejecutado aquella falta."

   Antepospretérito. "Yo dudaba que al mes siguiente hubiera cesado mi mal."

   No teniendo forma especial, como la tiene el indicativo, el subjuntivo común carece de antepretérito.

F. TIEMPOS COMPUESTOS DEL HIPOTETICO

   Antepresente: "Si hubiere acaecido el desastre, pronto lo sabremos."

   Antefuturo. "Irás a la ciudad, y si hubieren terminado la obra, tráela."

   Antecopretérito. "Dijo que si había, o hubiese o hubiera llegado el correo, tendríamos carta." 57.

   Antepospretérito. "Le previno que si al día siguiente no había o hubiese o hubiera vuelto, estuviese seguro de su muerte."

II. SIGNIFICADO SECUNDARIO

   Es propio de las formas que envuelven relación de coexistencia, que son presente, copretérito, antepresente y antecopretérito.

   En este significado el presente se convierte en futuro: "Cuando percibas que mi pluma se envejece, cuando notes que se baja mi estilo, no dejes de advertírmelo."

   El copretérito se convierte en pospretérito: "Díjome que cuando percibiese que su pluma envejecía, cuando notase que se bajaba su estilo", etc.

   El antepresente se convierte en antefuturo: "Cuando veas que en una batalla me han partido por medio del cuerpo."

   El antecopretérito se vuelve antepospretérito: "Díjome que cuando viese que en alguna batalla le habían partido por medio del cuerpo."

III. SIGNIFICADO METAFORICO

   Uno de los principales usos es sustituir al pretérito en las formas que expresan relación de coexistencia. Consígnese así el hacer más vivas las narraciones, y entonces el presente toma el nombre de presente histórico.

   El presente y el copretérito se expresan entonces por medio del presente: "Quítase Robinson la máscara que trae puesta y mira al salvaje con semblante afable y humano."

   El pospretérito se expresa por el futuro: "Poseído del espíritu del Señor anúnciale que su reino será dividido y entregado a los persas y los medos."

   El antepretérito y el antecopretérito, por el antepresente: "Cuando echa de ver que su fementido amante se ha hecho a la vela la ha dejado sola y desamparada en una playa desierta, no puede la infeliz moderar su dolor."

   El antepospretérito, por el antefuturo: "Todo lo predice, hasta el año del suceso, y que cuando el Enviado llegue no habrá ya reyes salidos de Israel."

   Empléase también la forma de presente en lugar de futuro para denotar la necesidad de un hecho, la seguridad de un suceso o la fijeza de una determinación: "Mañana sale el sol", "esta noche hay teatro", "dentro de dos días voy a la ciudad".

   Al contrario, las formas que envuelven significado de pretérito se suelen sustituir a las que envuelven relación de presente para dar a la sentencia el significado de probabilidad o conjetura.

   Entonces el presente se expresa por medio del futuro: "Tiene su manía de predicar y el pueblo le oye con gusto; habrá en esto su poco de vanidad."

   El pretérito pasa a expresarse por el pospretérito: "Se ignora su paradero; talvez se precipitaría a la corriente."

   Finalmente, es propiedad del pretérito sugerir una idea de negación respecto del presente; cuando decimos que una cosa fue, damos a entender que ya no es. De aquí el sentido de negación implícita que toman las oraciones condicionales y optativas cuando se expresan por el pretérito. Al decir: "Si él trabaja con tesón logrará por fin instruírse", enuncio la hipótesis como posible; al decir: "si trabajase lograría instruirse", enuncio que no trabaja y que por lo mismo la instrucción no se realiza 58.

VIII

CLASIFICACION DE LAS PROPOSICIONES

   La proposición es de dos clases: regular y anómala. Regular es la que consta de sujeto y atributo expresos o que fácilmente pueden suplirse, como "Pedro estudia", "Existo"; irregular es la que carece de sujeto no sólo por no llevarlo expreso, sino porque según el uso de la lengua no puede tenerlo o regularmente no lo tiene, verbigracia: "Hubo fiestas", "llueve a cántaros".

   La proposición regular puede ser transitiva e intransitiva. La transitiva es la que está modificada por un acusativo: "El viento agita las olas."

   Para distinguir el complemento acusativo, cosa fácil a primera vista pero expuesta a confusión, da Bello varias reglas que lo hacen conocer perfectamente. Se dice comúnmente que el complemento acusativo se diferencia del dativo en que aquél expresa el objeto en que recae directamente la acción del verbo: pero tal regla es inexacta y confirma la razón que tuvo nuestro autor al sentar como principio general que en el análisis de las palabras deben estudiarse éstas de preferencia a las ideas que representan. Según la regla dicha, debería pensarse que en una proposición tal como "le dieron un golpe", le es acusativo una vez que expresa el objeto en que directamente recae la acción de golpear; pero uno es el objeto gramatical y otro el real; el verbo dar tiene por complemento acusativo a golpe, que es lo dado, y no a le, que no puede experimentar la inversión pasiva ni sustituírse por lo, reglas con que Bello distingue el acusativo.

   La proposición es intransitiva cuando carece de acusativo, verbigracia: "yo existo."

   La regular transitiva se subdivide en oblicua, refleja y recíproca. Oblicua es aquella en que el término del complemento es distinto del sujeto, como "Yo escribo una carta"; refleja, cuando el término del complemento se identifica con el sujeto, como "Yo me visto", "tú te miras"; y recíproca, cuando siendo el sujeto dos o más personas o cosas, cada una ejerce la acción sobre las otras y la recibe de éstas: "Pedro y Juan se reciben mutuamente", "ellos se miraban unos a otros".

   Hay proposiciones en que la reflexibilidad no pasa de lo material de las palabras ni ofrece al espíritu más que una sombra débil y oscura; se llaman cuasi-reflejas. Las principales entre ellas son las cuasi-reflejas de toda persona, que equivalen a una oblicua, verbigracia: "Nos espantamos de la muerte", "os acobardáis a la vista del peligro", que equivalen a "la muerte nos espanta", "la vista del peligro os acobarda". Las cuasi-reflejas de tercera persona son de sentido pasivo: "Se admira la elocuencia", "se apetecen las distinciones".

   La proposición irregular se divide en intransitiva, transitiva y cuasi-refleja: intransitiva, como "es tarde", "amanece temprano"; transitiva, como "hubo fiestas", "hace calor"; y cuasi-refleja, como "se canta", "se imita"'.

   La clasificación que precede, original de Bello, pues antes de él este importante punto se hallaba en gran confusión, es materia en que se ha mostrado claramente el talento filosófico de su autor. La división de la proposición en subordinante y subordinada, principal e incidental, era la única que tenía puesto perfectamente conquistado en la gramática; tal escasez de divisiones necesarias, tan perjudicial a la claridad y a la exactitud como la superflua abundancia, había hecho imposible dar reglas fijas para evitar los errores, bastante comunes por cierto, en este interesante capítulo de la Gramática. Ni fijeza había en las voces concernientes, pues aunque las palabras reflejo, recíproco, pronominal tienen significado determinado y claro, lo perdían desde que se aplicaban a las proposiciones o a sus términos.

   Hemos dicho que aquí luce el genio filosófico de Bello, y salvo que la admiración nos extravíe, creemos que al denominar y deslindar la proposición cuasi-refleja, logró, si no fijar completamente, entrever a lo menos una profunda teoría que han desarrollado otros filósofos. Recordemos lo que dice acerca de la construcción cuasi-refleja, "que ella no ofrece al espíritu más que una sombra débil y oscura" de reflexibilidad; por donde vemos que aunque la reconoce débil y oscura, sí admite una especie de reflexibilidad, aunque no sea más que sombra, en las referidas proposiciones. Este hecho del lenguaje a servido al doctor Reid para demostrar el libre albedrío del hombre: cuando decimos "nos espantamos del peligro", consignamos, según el pensamiento del sabio escocés, por medio de la forma cuasi-refleja, un hecho tan importante como nuestra libertad interna; como si dijésemos: el peligro obra externamente, pero esa su acción no influye sobre nosotros sino en tanto que la acogemos y recibimos en cierto modo la influencia del peligro transmitida por nuestra propia voluntad 59. Cierto es que esto no puede suceder siempre, pues en tratándose de seres irracionales y de actos materiales, esta explicación no cabe; empero, si se tienen en cuenta consideraciones de otro orden, ésta que parece ficción se hace más y más probable: en efecto, la afinidad de la forma pasiva y de la refleja está reconocida por los filólogos; algunos creen que la r de la pasiva latina es la s del pronombre reflejo, y se citan ejemplos de lenguas que usan la construcción cuasi-refleja de sentido pasivo en todas las personas 60.

   Como la proposición cuasi-refleja es refleja en la forma, cree Bello que el pronombre se que la caracteriza es un verdadero acusativo. Como tal explica también, en contra de otros gramáticos y siguiendo a Salvá, el aparente sujeto de la proposición irregular formada por el verbo haber cuando significa existencia; decíase que en "hubo fiestas", "habrá toros", eran fiestas y toros sujetos de haber. Tal análisis es opuesto a la lógica y aun a la gramática comparativa, con cuya ayuda ha probado Bello que las mencionadas palabras son complementos acusativos de haber, cuyo sujeto no existe en el castellano actual, pero sí en el antiguo y en el francés. El verbo en cuestión significa, allí, tener, de modo que es tanto como si se dijese: La ciudad, el pueblo tiene fiestas, tendrá toros.

   En construcciones como éstas: "se admira a los grandes hombres", "se colocó a las damas", los complementos que siguen al verbo son dativos y no acusativos 61.


PARTE SEGUNDA

CRITICA

   El autor que va a escribir sobre gramática se halla expuesto a caer en uno de dos extremos: porque o da mayor extensión de la que conviene a la parte científica, a la que es propiamente filosofía de la lengua, lo cual sobre inútil es inconducente, pues no cumple al fin de la gramática; o se concreta demasiado a exponer exclusivamente las reglas desnudas de toda razón y autoridad, lo cual ni recrea el gusto ni satisface la inteligencia.

   Como lo han hecho notar los señores Amunáteguis en su Biografía de D. Andrés Bello, este sabio logró, merced a su ilustración y talento, evitar aquellos extremos: si puso especialísimo cuidado en establecer un sistema que por lo exacto y científico deja muy atrás a los que sobre el mismo argumento se habían escrito en castellano, no por eso descuida la corrección del lenguaje, que fue, según notamos en la Introducción a este escrito, uno de los principales fines con que emprendió su obra. Hállanse, pues, hermanadas en ésta la filosofía y la crítica, aquélla representada por un análisis verdaderamente filológico, ésta dirigida a enmendar los vicios comunes del lenguaje americano y aun varios del de la Península.

   Esto en cuanto lo permite el carácter de su Gramática; porque no puede ser el mismo el alcance que debe darse a la crítica en una obra destinada a crear un sistema gramatical y destinada a varias naciones, que el que ha de tener una obra cuyo principal objeto es corregir el habla de un país. La primera debe comprender la corrección de aquellos yerros que, más o menos frecuentes, son comunes a todos los pueblos que hablan el idioma, las incorrecciones en que suelen caer aun escritores de nota; tienen lugar forzoso en la segunda no sólo los errores mencionados, sino los provincialismos del país a que va dirigida. De aquí la diferencia que, en cuanto a la abundancia de la crítica, se nota comparando la obra de Bello con otras obras, por ejemplo con las Apuntaciones críticas de D. Rufino J. Cuervo, libro que, si bien es verdad excede a su título, pues es verdadero monumento de filología no sólo castellana sino romance, y puede por tanto leerse con provecho así por propios como por extraños, fue destinado por su autor a la crítica del lenguaje bogotano exclusivamente.

   La crítica de Bello es, pues, general, y por lo mismo no muy abundante, pero sana y utilísima, como que se funda en la autoridad de sus mejores escritores. Fue guiado Bello en varios puntos por otros gramáticos, y sin embargo está muy distante de repetir a ciegas las doctrinas ajenas. Salvá, a quien tanto estima y venera, pues dice de su obra que es tratado importantísimo y el más copioso depósito de los modos de decir castellanos; Garcés, cuyo repertorio merece, según su sentir, más atención de la que ordinariamente se le dispensa; las obras de la Academia Española y los Opúsculos de Puigblanch, le sirvieron, en ocasiones, de fuente; pero aun cuando expone puntos ya criticados, nuestro autor deja siempre en ellos impreso el sello de su saber y de su ingenio, ora corrigiendo modestamente las ajenas opiniones, ora ilustrando y arreglando mejor los argumentos ya tratados, ora reduciendo a reglas precisas y claras las prácticas que los otros habían expuesto.

   Para dar una idea de la Gramática de Bello en este aspecto, vamos a exponer brevemente algunos pormenores de su crítica o de la que puede deducirse de sus principios; y lo haremos en un orden distinto del que se observa en la obra, y que se avenga mejor con una noticia general.

I

NOMBRE

   Habían observado algunos gramáticos que en latín tienen género neutro las palabras o expresiones que se toman materialmente, es decir, sin atender a su significado. Bello traslada esta misma observación al castellano, cuando apunta entre los casos de los nombres masculinos por su significado todas las palabras que se hallen en esa circunstancia; pero expresa esto de una manera tan elegante como profunda: "tiene género masculino —dice— toda palabra o expresión que sirve de nombre a sí misma; así, analizando esta frase: "las leyes de la naturaleza", diremos que naturaleza está empleado como término de la preposición de." Lo que se había expresado de un modo más claro pero menos filosófico, lo explicó Bello fijándose en que toda palabra que no sirve de nombre a aquello que significa, sirve de nombre a sí misma.

   El sustantivo dueño, desacertadamente usado por aquellos que dicen "la dueño de la casa es una mujer", es epiceno; de modo que sin variar de terminación ni de género, se aplica a los dos sexos: "Una mujer es el dueño de la casa." Pero se advierte también que va extendiéndose la práctica de darle dos terminaciones, como lo hizo Tirso en estos versos:

   Los nombres epicenos suelen presentar alguna dificultad cuando van seguidos de uno de los sustantivos macho o hembra; no se sabe entonces a cuál de los dos, si a uno de estos últimos o al sustantivo principal, deben referirse los predicados siguientes. Bello ha precisado el uso de los buenos hablistas diciendo que el nombre en este caso pasa a la clase de ambiguo, de modo que puede decirse: "la rana macho es más corpulento o corpulenta que la hembra", "el gusano hembra es más venenosa o venenoso que el macho."

   Los apellidos son nombres que se acomodan a las reglas generales para la formación del plural; es por tanto disparatada la práctica de aquellos que creyendo hablar con mucha propiedad, los usan invariablemente en singular. Aunque Bello no dice expresamente esto, se puede colegir de las excepciones que establece respecto de algunos apellidos que no varían en el plural, cuales son los terminados en z cuando no llevan acentuada la última vocal, y los extranjeros no castellanizados; pues las excepciones naturalmente suponen la existencia de la regla.

   Hay nombres nacionales que tienen dos y aun más formas, como godo, gótico; persa, pérsico, persiano. El usar rectamente estos nombres, así como algunos propios griegos y latinos, es más difícil hoy que lo era en lo antiguo, porque no se traducen directamente las lenguas originales, sino de otras versiones en francés, lengua que en este punto difiere de aquéllas mucho más que la nuéstra 62. De aquí el que éste sea campo muy abundante de galicismos y que haya muchos que dicen las Gaulas, los tirianos y macedonianos; ¡qué mucho si hay quien traduzca Tucidio, de lo cual nada hay que andar para llegar a Aristidio! Observa Bello que el castellano respeta mucho más que el francés la forma original, y que el latín da la norma en la generalidad de los casos. Cuando hay dos formas, la una es generalmente sustantivo y la otra adjetivo, debiendo aplicarse la primera a personas y al idioma: "los árabes, los chinos, los escitas, los indios y los persas son pueblos cuyo origen se pierde en la antigüedad"; "el árabe, el chino, el escita, el indio y el persa son lenguas asiáticas"; "goma arábiga, sombra chinesca, barbarie escítica, cabaña indiana, tela persiana". Hay a veces formas destinadas a objetos especiales, como anglicano, arabesco, galicano, hispalense, índico, pérsico 63.

   La apócope de los nombres ha sido expuesta por Bello en reglas claras y precisas, con las cuales se corrigen los frecuentes dislates que en esta materia ocurren. Los adjetivos bueno, malo, grande, santo, para apocoparse deben preceder inmediatamente al sustantivo; así es que no puede decirse: "Mi buen y querido amigo", "mal inexcusable proceder". Grande debiera apocoparse delante de consonante y permanecer íntegro delante de vocal: gran templo, grande edificio; esto para consultar la eufonía, aunque no faltan ejemplos en contrario. Ciento no debe apocoparse cuando va seguido de un complemento, ni cuando se halla solo, y por lo mismo no es lícito decir: " Cien de los enemigos perecieron y se escaparon otros cien."

   "Yerran los que creen que sendos ha significado jamás grandes o fuertes o descomunales. No puede decirse, por ejemplo, que un hombre dio a otro sendas bofetadas: y se dieron sendas bofetadas quiere decir simplemente que cada cual dio una bofetada al otro; sendos no envuelve ninguna idea de cualidad o magnitud, sino de unidad distributiva." Pueden alegarse, cierto, en apoyo de esta corruptela, bastantes testimonios de autores modernos; pero he aquí un caso en que el uso debe someterse a la lógica y a la utilidad de la lengua; la que, desde el momento que tal práctica se autorizase, se vería despojada del único numeral distributivo que posee.

   Los numerales ordinales se aplican como distintivo a los nombres de monarcas y de Papas. Con éstos y con los de reyes de España se prefieren ordinariamente los ordinales hasta duodécimo: Fernando Sétimo, Pío Nono; y de ahí en adelante pueden usarse promiscuamente unos y otros: Benedicto trece o décimotercio. Con los nombres de otros monarcas extranjeros se suele juntar los ordinales hasta diez u once, y en adelante los cardinales: Federico Segundo, Luis Catorce.

II

ARTICULO Y PRONOMBRE

   Es incorrección el usar el artículo con aquellos nombres propios de países o naciones que lo admiten, cuando no se alude a su extensión o grandeza o a otra idea relevante. Podrá decirse: "El embajador se quejó de no haber sido tratado con las distinciones que merece un representante de la Francia"; pero no: "el ministro de la Francia presentó sus credenciales al emperador."

   Deben no confundirse, como suelen confundir algunos imitadores del francés, dos locuciones que se han distinguido siempre en castellano, el mismo, uno mismo. Supone la primera un término de comparación expreso o tácito, y en esto se diferencia de la segunda. "Esta casa es del mismo dueño que la vecina", "Maritornes despertó a las mismas voces" (que habían hecho salir al ventero, según la narración); "Eran mozas de una misma edad y unas mismas costumbres." Tampoco deben confundirse él mismo, ella misma, y el mismo, la misma. Cuando el artículo va sincopado, significa mera identidad o semejanza; cuando va íntegro es enfático; "Salió él mismo acompañándonos hasta la puerta."

   En la tercera persona masculina de singular el complemento acusativo tiene dos formas, le o lo. La anarquía que en cuanto al uso de estas formas ha reinado, desaparecería por completo, si es que ya casi no está olvidada, si se siguiese la práctica aconsejada por Bello, y que es la misma de Salvá, a saber: que le represente las personas y las cosas personificadas, y lo las otras cosas. Diremos, pues: de un campo, que "lo cultivan", de un ladrón, que "le han prendido", de un mar embravecido, que "los marineros le temen". El verbo que designa una acción ordinariamente material, toma lo cuando se aplica a las personas; así diremos de un hombre, que lo partieron por medio del cuerpo."

   En el plural hay también dos formas, los y les, y aunque no es tan frecuente como en el singular el uso de la segunda, ocurre no obstante en buenos escritores, particularmente en Cervantes. Según Bello, les sigue la misma regla que le, de modo que expresa personalidad o personificación.

   En el dativo la terminación femenina hace le o la, forma esta última que debe destinarse exclusivamente a evitar ambigüedad: "La señora determinó asistir con su marido al baile que la habían preparado."

   Esta indecisión en el uso de las formas complementarias es un grave defecto, pues ocasiona anfibología, o por lo menos disminuye la precisión del lenguaje. Es reprobable el uso que se hace por algunos de lo y los para el dativo. Bello concluye aconsejando el sistema de la Academia, que en la cuarta edición de su Gramática prescribe el uso de le y les como dativo masculino y femenino, el de le 64 y los como acusativo masculino, y el de la y las como acusativo femenino.

   En el habla actual ocurren algunas incorrecciones al usar los pronombres posesivos. Una de ellas es la que se comete usando la tercera persona ficticia en lugar del nombre propio cuando se dice, por ejemplo: "Su Majestad el Rey", "Su Santidad el Papa"; práctica hoy muy seguida, pero a la cual debiera preferirse la más lógica usada por los mejores escritores de la lengua: "La Majestad del Emperador Carlos V."

   Es de traductores novicios el verter literalmente el posesivo francés cuando puede, con más elegancia y más de acuerdo con la índole del lenguaje castellano, verterse por medio de un complementario dativo: "Se le llenaron los ojos de lágrimas", mejor que "se llenaron sus ojos".

   El relativo posesivo cuyo no puede usarse fuera del caso en que indique relación y posesión a la vez; es impropio convertirlo en mero relativo, equivalente de que o el cual, diciendo, por ejemplo: "Se dictaron inmediatamente las providencias que circunstancias tan graves y tan imprevistas exigían; cuyas providencias, sin embargo, por no haberse efectuado con la celeridad y la prudencia convenientes, no surtieron efecto." Bello considera tal práctica como una corruptela, porque confunde muy diversas ideas sin la menor necesidad ni conveniencia, y porque es rara en escritores elegantes y cuidadosos del lenguaje, como Jovellanos y Moratín 65.

   El empleo del posesivo suyo es de lo más expuesto a inexactitud y anfibología, debido indudablemente a que las diversas relaciones que pueden acompañar a la idea de posesión se expresan en castellano con una sola palabra en la tercera persona; así, mientras que los franceses dicen son, sa, leur, leurs; los ingleses his, her, their, it; los latinos ejus, illius, suus, nosotros decimos su, sus, sin diferencia, muchas veces, para el género y el número de los poseedores, y por lo mismo sin determinar bien claramente la palabra a que su se refiere. Según Bello, suyo debe siempre referirse al sujeto de la frase: "Concedióle aquel permiso bajo condición y palabra de que había de llevar consigo algunos de sus escuderos." ¿Escuderos de quién? Naturalmente del que recibe el permiso, por ser el sujeto del verbo llevar. Sin embargo, cuando en una serie de oraciones hay una persona o una figura principal, refiérese a ella el posesivo suyo más bien que al sujeto de la frase: "El alzó la faz quizá para buscar los resplandores del sol, esperando moderar con un rayo de luz las tinieblas de su vista; pero en vano: aunque mil soles derramaran su luz, sus ojos permanecerían ciegos para siempre." El último sus se refiere no al sujeto de la frase anterior (soles), sino al personaje que se describe, que es la figura principal.

   A seis reduce Bello las clases de combinaciones que pueden hacerse con los afijos o enclíticos:

   1a. Combinaciones binarias de dativo y acusativo distintos, en que concurre la primera persona con la segunda: "Me acerco a ti", "me recomendaron a ti". Evítase por regla general la combinación de casos complementarios; es mejor que "te me recomendaron", decir "me recomendaron a ti". Pero en caso de usar aquéllos, debe colocarse la segunda persona antes de la primera: "Os me entrego", "te me ofrezco".

   2a. Combinaciones binarias de dativo y acusativo distintos, en que concurre la primera o segunda persona con la tercera. Hay como setenta y dos combinaciones, según sean ambos casos oblicuos o alguno reflejo: "Nos los presentaron", "me lo ha referido", "se me ofrecieron", "se me avisa", etc.

   3a. Combinaciones binarias de acusativo y dativo distintos, ambos de tercera persona: "Se le agregó una traducción al texto", "se les dio una errada interpretación a sus palabras."

   En esta clase ocurre la combinación de dativo y acusativo oblicuos, expresado el primero con la forma invariable se: "Yo se la enseñé" (a él o a ellos, la lección); él se lo repitió (lo que había dicho); él se los vendió (los muebles); yo se las ofrecí (las flores). Es muy común el dislate de dar al segundo caso la forma plural cuando se refiere a un solo objeto: "Cristo bendijo el pan y se los repartió a los Apóstoles", debiendo decirse lo, por referirse a un solo pan.

   4a. Combinaciones binarias de acusativo y dativo idénticos: "No debemos abandonarnos a nosotros mismos." Cuando el sujeto, el dativo y el acusativo son idénticos es necesario expresar el dativo por medio de la forma refleja: "¿Cuándo será que pueda uno restituirse a sí mismo?" Pero si el sujeto es distinto, la forma del dativo puede ser oblicua o refleja: "Felices los pueblos cuando la libertad los restituye a sí mismos", "o a ellos mismos."

   5a. Combinaciones de dativos: "Me le pondrán un colchón bien mullido"; "me le dieron una buena felpa". El primero de tales dativos indica el interés que se tiene en la acción significada por el verbo; Bello da a este dativo el nombre de superfluo, denominación que no parece muy exacta, pues el caso en referencia está muy distante de ser redundante, dado que expresa una verdadera idea, como puede verse notando el sentido diferente que reviste la frase si aquél desaparece.

  6a. Combinaciones binarias que constan de un acusativo reflejo, un dativo superfluo y uno propio: "Castíguesemeles."

III

VERBO V DERIVADOS VERBALES

   El gerundio castellano significa coexistencia o anterioridad inmediata: "Llegándose a mí, me dijo"; "Tendiendo las pieles, aderezaron su rústica cena." Es, pues, incorrecto el uso que de él se hace para expresar posterioridad, como en este ejemplo: "Las tropas se hicieron fuertes en un convento, teniendo pronto que rendirse"; porque el rendirse es posterior al hacerse fuertes.

   Pero lo más disparatado en el empleo del gerundio es tomarlo como simple adjetivo, como cuando se dice: "Envío a usted cuatro fardos conteniendo veinte piezas de paño."

   Este yerro, hay que confesarlo, ha sido atacado por Bello de una manera bastante vaga. Partiendo de la idea que identifica el gerundio con el adverbio, dice únicamente que no es lícito el uso del gerundio como adjetivo, porque, según hemos visto atrás, prueba a explicar como adverbiales todos los usos rectos de este derivado verbal. Bien que nuestro autor es consecuente con su doctrina, ha de reconocerse que por no ser completa su teoría sobre el gerundio, no quedaron en su obra perfectamente claros y determinados el uso recto y el abuso de ese elemento del discurso. El señor Caro, en su Tratado del Participio, ha observado que así Salvá como Bello distinguían perfectamente, como maestros en el habla castellana, el bueno del mal uso; pero que no expusieron con la extensión y claridad que se merece esta materia, en verdad vasta y difícil 66.

   En las cláusulas absolutas suele usarse el participio sustantivado con acusativos y dativos: "Oído a los reos y recibídoles declaración, mandó el juez llevarlos a la cárcel." Este uso es incorrecto y debe sustituírse por el participio adjetivo (oídos, recibida), o bien debe expresarse el auxiliar habiendo. A propósito de esto, cita Bello aquel pasaje de Cervantes: "Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín, y confirmádose a sí mismo, se dio a entender"; el cual ha sido estudiado por hábiles críticos como Salvá, Clemencín, Pcllicer y Caro. Juzga Bello que la construcción es y ha sido siempre errada y que hubo de emplearse otro giro. No obstante, se ha reconocido que tal empleo del participio, aunque inusitado hoy día, no lo fue siempre, pues tiene en su apoyo más de una autoridad entre los antiguos 67.

   En las oraciones condicionales de negación implícita ha determinado nuestro sabio de un modo perfectamente claro y preciso las formas verbales que han de usarse en la hipótesis y en la apódosis. En la primera el presente toma las formas cantara, cantase, y el pretérito las compuestas hubiera, hubiese cantado; en la segunda se dice en presente cantara, cantaría y alguna vez cantaba, y el pretérito toma las respectivas compuestas con el verbo cantaría y alguna vez cantaba, y el pretérito toma las respectivas compuestas con el verbo haber: "Si tuviera o tuviese tiempo, escribiera, escribiría o escribía la carta." Los clásicos han usado algunas veces las formas simples en lugar de las compuestas, cuando el sentido reclamaba éstas: "Si no fuera socorrido en aquella cuita de un sabio, grande amigo suyo, lo pasara muy mal el pobre caballero."

   Infiérese de aquí que es muy impropio emplear en la apódosis de las oraciones condicionales de negación implícita la forma en se, privativa de la hipótesis, diciendo por ejemplo: "Yo te hubiese escrito si hubiera tenido ocasión." Corre parejas con esta impropiedad la de despojar la misma forma de su sentido negativo, identificándola a la forma en re en el simple modo hipotético: "Si hubiese comedia esta noche, iré a verla." Hay en esta frase una verdadera contradicción, porque la mitad de la oración niega la comedia, y la otra mitad la da por posible.

   La forma en ra del pretérito de subjuntivo fue en el siglo XVII muy usada como equivalente del antecopretérito indicativo (había cantado). Tal acepción, muy común en los monumentos más antiguos de la lengua, se adapta perfectamente al origen de dicha forma, que no es otro que el pluscuamperfecto de indicativo latino (ama-ve-ram=amara) 68. Con el valor del pluscuamperfecto, o antecopretérito, se halla en este pasaje de Mariana: "Las tropas que quedaran allí de guarnición fueron presas." Bello es de opinión, empero, que este uso debe proscribirse por cuanto tiende a producir confusión; y así, una vez que la inflexión referida forma parte del subjuntivo, a este modo debiera exclusivamente pertenecer. Tocante a los otros significados que se le suelen dar, haciéndola, como acostumbra Meléndez, equivalente del pretérito, del antepresente o del copretérito de indicativo, dicho uso es reprobable en absoluto, pues no lo amparan ni el origen ni el uso antiguo. Por tanto, es error inexcusable el siguiente:

   Cuando el copretérito, puesto en relación con un pretérito, expresa un hecho de indefinida duración, pudiera dudarse si es recto el empleo de dicha forma. ¿Cómo habrá de decirse: "Copérnico probó que la Tierra se movía", o "se mueve alrededor del Sol"? Bello cree que, significando el copretérito coincidencia de un suceso con otro hecho pasado en un punto, esto no excluye una duración anterior o posterior. El movimiento de la tierra coexiste en un momento con el descubrimiento de Copérnico, pero su duración se puede extender a un tiempo indefinido.

   El uso del verbo en las proposiciones cuasi-reflejas merece especial atención. Debe evitarse la ambigüedad que puede resultar en frases como estas: "Se miraban los reyes como superiores a la ley", porque el sentido puede ser reflejo, "los reyes se miraban a sí mismos", o cuasi-reflejo, de sentido pasivo, "los reyes eran mirados". En el primer caso debe aclararse la reflexibilidad diciendo, verbigracia, "los reyes se miraban a sí mismos"; en el segundo debe preferirse la construcción cuasi-refleja irregular: "Se miraba a los reyes."

   Queda dicho en la primera parte que Bello tiene por dativo el complemento que sigue a la construcción cuasi-refleja en oraciones como esta: "Se admira a los grandes hombres." De aquello infiere que el complementario que ha de usarse en este caso es les y no los, de modo que la construcción propia es "se les admira" y no "se los admira" 69.

   No es digna de imitarse la práctica afrancesada de poner predicados, adjetivos o sustantivos, en proposición cuasi-refleja irregular, no existiendo sujeto al cual se refieran dichos predicados. Por tanto, son galicadas frases como "se vive tranquilo", "se está acorde". Hay que emplear adverbios o complementos que no exigen la concordancia: "Se vive tranquilamente", "se está de acuerdo". Analizando Bello aquel verso de Cervantes: "Asno se es de la cuna a la mortaja", defiende contra los que tienen por verbo la palabra se que allí figura, ser dicho se el acusativo reflejo que a veces acompaña al verbo ser en expresiones como "yo me soy", "érase". Pudiérase quizá inferir de tal interpretación algo en contra del precepto que exponemos, pues aparentemente las expresiones se es asno y se vive tranquilo son gramaticalmente idénticas; pero se verá que esa identidad no es real, reconociendo que en se es asno hay una proposición regular cuyo sujeto es él, mientras que en se vive tranquilo hay una irregular que carece de sujeto 70.

   El poner el verbo en singular en la construcción regular cuasi-refleja es error inexcusable, que sólo por ser de Coloma prueba Garcés a defender: "No se ejercitaba ya otras armas sino pistoletas y puñales." (Guerras de Flandes.)

IV

CONCORDANCIA-CONSTRUCCIONES ANOMALAS
DEL VERBO ser

   La concordancia comprende en castellano solamente dos casos: de sujeto y verbo, y de sustantivo y adjetivo. La de relativo y antecedente, trasladada por algunos del latín al castellano, es una de tantas invasiones de la gramática extraña en campo que no le pertenece, pues el relativo castellano, que es sustantivo y adjetivo, no necesita reglas especiales para su recto uso en punto a la concordancia con el nombre a que se refiere.

   El verbo concuerda con el sujeto en número y persona; el adjetivo con el sustantivo en género y número.

   Es notable en la concordancia la figura retórica llamada silepsis, en virtud de la cual aquélla se hace, no según las reglas generales, sino obedeciendo al sentido, o a la idea, y no a lo material de las frases. Así, con los nombres que son títulos de dignidad, como Majestad, Señoría, etc., conciertan los adjetivos en la terminación propia del sexo: "Su Alteza ha sido presentado", "Su Majestad está deseoso de verle". Así también los colectivos de número singular pueden concertar con un adjetivo o verbo en plural, cuando el colectivo es de especie indeterminada, y el verbo o adjetivo no forma una sola proposición con el colectivo: "Habiendo llegado el regimiento a deshora, no se les pudo proporcionar alojamiento."

   Colocado el verbo ser entre dos nombres, sujeto el uno y predicado el otro, concierta en general con el sujeto: "Los desertores eran gente desalmada"; aunque a veces el predicado que viene después del verbo ejerce sobre éste una especie de atracción: "La litera eran andas."

   Cuando una misma frase contiene dos sustantivos, cada uno de los cuales puede considerarse como sujeto, la elección de éste, y por consiguiente la concordancia, se determina por el sentido: "Se piensa abrir caminos carreteros para las principales ciudades", porque los caminos no piensan ser abiertos. "Se deben promulgar las leyes", el plural presenta las leyes como cosas que deben, que tienen que ser promulgadas. Probando a aplicar dicha regla se ve que no tiene toda la precisión necesaria para con su ayuda salir de cualquiera duda prontamente, pues hay ocasiones en que ambos aspectos satisfacen perfectamente a la lógica; en "se vieron arder las piedras" puede ser sujeto cualquiera de los dos sustantivos.

   Cuando el verbo se refiere a varios sujetos, o el adjetivo a varios sustantivos, dominan estas reglas:

   1a. Dos o más sujetos equivalen a un sujeto en plural.

   2a. Dos o más sustantivos de diferente género equivalen a un sustantivo plural masculino.

   3a. En concurrencia de varias personas se prefiere la segunda a la tercera, y la primera a todas.

   A estas reglas generales de concordancia pone Bello veinticinco excepciones en que van expuestas "las principales anomalías en una materia que es de las más difíciles para el que se proponga reducir a reglas fijas las irregularidades a veces caprichosas del uso. Los mismos escritores clásicos fueron a veces descuidados en este punto, y de aquí, que la concordancia carezca en castellano de la lógica y precisión qué a otras lenguas distingue. Si en alguna parte debe la gramática sobreponerse al uso es en ésta, eliminando en cuanto pueda aquellas anomalías y probando reducir la práctica a reglas determinadas en obsequio de la precisión del lenguaje".

   Consecuente con este dictamen analiza Bello las frases en que un relativo de tercera persona como quien, el que, se refiere por medio del verbo ser al pronombre de primera o segunda persona, verbigracia, "yo soy quien lo afirma", "tú eres quien lo dice", y se pregunta si es lícito usar el verbo de la proposición subordinada en primera persona: "Yo soy quien lo afirmo." La primera construcción es evidentemente más lógica, pues el que o quien es lo mismo que la persona que, y hecha la sustitución de esta última frase había de hacerse la construcción en tercera persona.

   Observa que el uso es muy vario a este respecto, pero que él decididamente preferiría la construcción que tiene a la lógica en su favor. El consejo de Bello debiera seguirse sin ningún inconveniente, antes con ventaja para el idioma, siempre que la construcción de primera persona no tuviera otro apoyo que el uso respetable; pero otra razón la sustenta, y es la atracción, natural y observada en otras lenguas, cute ejerce el pronombre yo o tú sobre el verbo de la segunda proposición en los casos en que la expresión es enérgica o vehemente.

   El señor Merino Ballesteros y el señor Cuervo citan en comprobación de esta opinión que sostienen, y que reputa necesaria en ciertos casos la construcción menos lógica, algunos pasajes en que la variación de la primera persona echaría a perder la elegancia y vigor de la oración. Tales son aquellos de la Escritura: "Yo soy el que soy", "yo soy el pan vivo que descendí del cielo". Tratándose de cosas que han de representarse muy a lo vivo, la construcción de tercera persona desfiguraría pasajes como los que acaban de citarse y como el siguiente:

   Por más que Cervantes haya dicho: "Sancho Panza es de los más graciosos escuderos que jamás sirvió a caballero andante", hoy es inexcusable el uso que se hace del verbo en singular citando, como allí, evidentemente tiene sujeto plural; hubo de decirse, pues, "que jamás sirvieron", porque de lo contrario la construcción es absurda. Del propio modo, aunque Solís lo haya dicho: "La obligación de redargüír a los primeros y el deseo de reconciliar a los segundos nos ha detenido a buscar papeles", no es lícito imitar su construcción, concertando el verbo en singular con el último de varios sujetos que le preceden unidos por una conjunción copulativa expresa.

   Utilísima ha sido la crítica de Bello respecto de una materia que aunque apuntada ya por algún otro autor, no lo había sido con la exactitud y precisión suficientes para esclarecerla perfectamente y fijar las reglas del buen uso. Nos referimos a lo que nuestro autor llama construcciones anómalas del verbo ser, campo por excelencia del que galicado, como lo ha llamado el primero de nuestros filólogos, y que merced a los trabajos de Bello y de este último, se halla hoy muy demarcado, de tal manera que se ha logrado establecer reglas fijas en una materia de suyo complicada y especialmente interesante para nosotros, por lo común que es en América imitar en este punto la construcción francesa. Aunque en lo hablado reina aún con el dominio de antes el yerro apuntado, se nota generalmente en los escritores gran cuidado para evitarlo, llegando algunos hasta la exageración.

   Toca a Bello el acierto de haber condensado en pocos principios la doctrina que ha dado suficiente materia a la erudición y a la ciencia pata llenar muchas páginas, y tócale también el haberlo hecho sin incidir en la falta de Baralt, quien extiende la censura a casos que no pueden comprenderse en el galicismo, por ser geniales de nuestra lengua y usados en todo tiempo.

   El verbo ser puede hallarse en la proposición en seis relaciones 72:

   1° Entre dos frases sustantivas: "Días de duda son los que vivimos."

   2° Entre una frase sustantiva y un adverbio: "La zona tórrida es donde ostenta la naturaleza su mayor pompa y lozanía."

   3° Entre una expresión sustantiva y un complemento: "Eso es a lo que aspira."

   4° Entre dos complementos: "Aquello es a lo que me dirijo."

   5° Entre los adverbios: "Allí fue donde murió Antonio."

   6° Entre un complemento y un adverbio: "Con hacha fue como lo mató."

   Estas son las que Bello llama construcciones anómalas del verbo ser, porque a la verdad constituyen un género de construcción extraña a los accidentes generales de la proposición.

   El yerro que ordinariamente se comete en ellas es contraponer en los casos 4°, 5° y 6°, un que desnudo al otro miembro de la relación, diciendo: "A aquello es que me dirijo", "allí fue que murió", "con hacha fue que lo mató". Los otros tres casos puede decirse que están libres de ser galicados.

   Las seis construcciones rectas y usuales ahora, no lo han sido siempre: presentan una gradación constante, comenzando desde la primera, que talvez no puede considerarse anómala, hasta la inelegante contraposición de dos complementos, propia de hoy; no se encuentra quizá en los escritores del siglo de oro construcciones como "a eso es a lo que aspira", "por eso es por lo que lo digo". Se usaba ordinariamente la construcción sencilla, que es la propia del latín 73.

   Si algunas construcciones anómalas —bien usadas, se entiende, no el que galicado— son poco elegantes, no por eso deben quizá tenerse por superfluas. Si decimos "Aquí encontré un animal raro", enunciaremos un hecho de que no habíamos hablado a nuestro interlocutor; pero si se varía así: "Aquí fue donde encontré el animal", se enuncia naturalmente que ya se había hablado del hallazgo. En las interrogaciones y exclamaciones que empiezan por adverbio relativo, y en que puede contraponerse el que por excepción, puede observarse, a lo menos algunas veces, aquello mismo. "¿Dónde vive Pedro?" es pregunta que haremos a cualquiera que pueda respondernos; "¿Dónde es que vive?" naturalmente decimos a quien pueda tener idea de nuestro interés en saberlo, o que ya nos lo había dicho otra vez.

   Ocurre en ocasiones en los clásicos algún ejemplo que puede hacer vacilar, como este de Santa Teresa, que trae Garcés: "Es asi que considero algunas veces cómo todos aprovechan, sino yo para ninguna cosa valgo" y este otro del Diálogo de la lengua: "Esta como veis es grande inadvertencia, pues es así que no todas las lenguas tienen unas mismas propiedades." No es difícil advertir que en el primer ejemplo la frase es deductiva, igual al así que (ita ut), que vino después a ser así es que, y que se halla invertido en el pasaje referido; respecto del segundo ejemplo, equivale a el hecho es que, ello es que, frase comparable a aquella otra ilativa usada para unir las premisas de los silogismos: "Es así que Juan es hombre, luego es racional."

V

PREPOSICION Y ADVERBIO

   Ya Salvá había expuesto algunos de los casos en que la preposición a se usa o no se usa en el acusativo; pero Bello lo redujo a reglas. Con dicha preposición se significa personalidad y determinación. Con el primer nombre designa Bello que el objeto es persona, como en "Admiro a César, a Napoleón, a Bolívar", "no he visto a nadie". Con el segundo indica que sea nombre propio de un individuo determinado, como "Conozco a Londres."

   Si el nombre es de cosa, basta el artículo para determinarlo; así es que se omite la preposición en "Pizarro conquistó el Perú". Si es de persona, requiere la preposición, aunque lleve artículo: "Conozco al Gobernador de Gibraltar"; y esto mismo sucede cuando la determinación existe sólo respecto del que habla: "Busco a un criado" significa que se busca un criado conocido del que está hablando; "busco un criado" quiere decir uno cualquiera.

   Estas reglas tienen excepciones por personalidad ficticia, por despersonalización y para evitar ambigüedad. Las cosas que se personifican toman la preposición a en el acusativo; por esto se dice "llamar a la muerte". Los verbos cuyo acusativo es ordinariamente de persona llevan la preposición cuando tienen acusativo de cosa, y así se dice: "calumniar a la virtud." Y al revés sucede con los que se hallan en opuesta circunstancia, por ejemplo: "La escuela de la guerra es la que forma los grandes capitanes."

   Las palabras quien y que forman excepciones notables a estas observaciones, pues aquélla nunca abandona la preposición y ésta jamás la admite: "el hombre a quien vi", "la persona que saludé". Cuando hay necesidad de distinguir el acusativo de otro complemento, hay que omitir la preposición delante del primero para evitar la ambigüedad: "Prefiero el discreto al valiente."

   También había hablado ya Salvá de los difíciles usos de la preposición cuando va seguida de un caso terminal, y censurado expresiones como "a tu padre y mí", "por el Presidente y ti"; pero por una parte había sido muy conciso y por otra no muy exacto, pues admite la locución "entre y yo trabajaremos la obra" 74.

   Regla general: la preposición debe preceder inmediatamente al terminal, de modo que aunque vayan dos de éstos no puede usarse la elipsis; son por tanto incorrectas estas locuciones: "A mí y ti nos buscan", "a su hermano y sí mismo". Para evitarlas hay dos remedios: repetir la preposición, o alterar el orden de los términos para que la preposición quede inmediata al terminal: "a sí mismo y su hermano", "a mí y a ti nos buscan".

   El primer remedio, repetir la preposición, es aplicable generalmente, menos a la preposición entre, cuyo sentido varía al repetirse: "Los secretos que hay entre ti y mí", no es lo mismo que "los secretos que hay entre mí y entre ti" 75. El remedio de la inversión sólo puede aplicarse cuando el otro término que acompaña a la preposición no es terminal, pues igualmente errado es decir "a mí y ti" que "a ti y mí". Cuando ningún remedio se puede aplicar es lícito usar el terminal no precedido de preposición inmediata ("entre ti y mí"). Y si acaso el otro término es nominativo 76 puede usarse el pronombre también en nominativo ("entre mi padre y yo" ).

   El verbo deber tiene distintos significados, según que vaya o no acompañado de preposición, pues en el primer caso significa conjetura o probabilidad: "hoy debe de venir Pedro", y en el segundo, deber o necesidad: "Debes honrar a tus padres", "el sol debe salir". No valen contra esto algunos ejemplos que suministran los clásicos, pues son por una parte bastante raros, y por otra pertenecen a la época en que se prodigaba la preposición de después de muchos verbos determinantes 77.

   Cuando mayor, menor, mejor, peor y otros comparativos semejantes son modificados por tanto, cuanto u otros adverbios, éstos deben ser invariables: "tanto mayor razón", "cuanto menores obstáculos", "mucho mejores días", "poco peores circunstancias". Si van expresos los adjetivos más o menos, las palabras tanto, cuanto, mucho, etc., son variables: "mucha más razón", " tantos menos trabajos", " cuantas más diligencias", etc.

   Se ha criticado el siguiente pasaje de Cervantes: "Encerráronse los dos en su aposento, donde tuvieron un coloquio, que no le hace ventaja el pasado. "Según nuestro autor, no hay aquí sino una elipsis usual y elegante.

   La acumulación de relativos tanto más o menos cuanto que, usada por los modernos, carece de propiedad y elegancia: "Eso es tanto más extraño, cuanto que era su amigo." Debe decirse tanto más cuanto, o tanto más que, como se practica por los mejores escritores de la lengua.


CONCLUSION

   Si raros son los talentos superiores, mucho más lo son los talentos universales. Bello pertenece a estos últimos, pues fue a la vez poeta, filósofo, publicista, matemático, jurisconsulto y filólogo. No nos toca, ni se aviene con nuestras fuerzas juzgarlo en aquellos aspectos: bástenos el haberlo exhibido como gramático. Después de la exposición de algunas de sus doctrinas, poco resta por decir, pues por imperfecto que sea nuestro trabajo, sí creemos que tiene la fidelidad suficiente para no haber desfigurado demasiado dichas doctrinas, cuyo mérito es tal que aun expuestas por los inexpertos, son siempre admirables; son como licor precioso que conserva su fragancia aunque se ponga en vaso tosco y humilde. Como conclusión agregaremos solamente algunas de las cualidades, accidentales pudiéramos decir, que reúne la obra de filología más profunda y más original de las que se han escrito en las repúblicas hispanoamericanas.

   Es la primera el método que siguió el autor para tratar los puntos aislados, método que puede observarse así en lo grande como en lo pequeño: si se muestra hábil lógico al tratar las cuestiones más recónditas de la gramática, si generalmente estudia las materias en sus varios aspectos, si va siempre guiado por alguna razón de autoridad o de ciencia, su obra se halla igualmente a prueba de la crítica escrupulosa aun en aquello que por menudo y accesorio suelen reputar despreciable algunos autores. Es sí de notarse que la Gramática carezca de plan preciso y que no aparezcan en ella separadas las dos grandes divisiones de Analogía y Sintaxis, universalmente aceptadas, y que apenas se mientan en el primer capítulo. ¿Qué razón tendría Bello, tan concienzudo cuanto laborioso autor, para no hacer la separación referida? Fue talvez, por lo menos alguno de sus motivos, el estado en que se hallaba la sintaxis castellana, pues casi puede decirse que no existe, faltando como falta, el tratado del régimen.

   Es otra de las cualidades de la obra la perfección literaria, en que entran una esmerada corrección, tal que apenas habrá punto en que Bello contradiga a sus propios principios; la concisión y precisión que, sin detrimento de la claridad relativa, hacen del libro un tratado manual, hasta la elegancia y belleza que lo adornan, por serio que sea. No se extrañe esto: va muy errado quien crea lo bello inseparable de lo ameno; la belleza no puede reducirse al estrecho campo de la impresión sensible; la irradia la verdad, luz del cielo. La obra de Bello, por lo mismo que es obra de ciencia y de pensamiento, deja en el alma el sentimiento de admiración que la percepción de las leyes naturales produce.

   Se dice ordinariamente que esta obra es demasiado oscura, y por eso se la mira con una especie de miedo. Esto puede provenir en muchos casos de que no se estudia con detenimiento, consultándosela apenas en puntos aislados, que por estar íntimamente enlazados con los precedentes, no pueden entenderse. La cosa más trivial puede ser oscura cuando va mal expresada; las verdades muy elevadas pueden tener apenas claridad relativa, que si no se percibe siempre, eso no proviene de falta de poder en el escritor sino de falta de poder en el asunto mismo, como a propósito de un tema infinitamente superior dijo el Angel de las escuelas. Hay quienes llaman profunda la jerigonza ininteligible de los autores que, como los oráculos antiguos, quieren alucinar a fuerza de enigmas, y esos mismos llaman oscuras las obras profundas que aunque expresadas con claridad, exigen atención y cuidado. De este último número es la Gramática de Bello.

   Y como tratado serio y sistemático es comparable a la geometría en cuanto a la influencia que tiene en el desarrollo intelectual del estudiante. La atención que exige por lo relacionadas que se hallan sus doctrinas y por ser un tratado verdaderamente filosófico, hace que esta obra sea no sólo instructiva sino educadora de la inteligencia.

   Bello encontró la gramática castellana servilmente adherida a la rutina, y le creó un sistema propio, completo y científico; estableció un método nuevo de declinación; inventó la admirable teoría del verbo; dio nuevas nociones sobre cada una de las partes de la oración; fijó puntos que antes de él se hallaban en problema; expuso fielmente el uso clásico y corrigió los más notables yerros del habla castellana. "Si en sus otras obras fue generalmente imitador, en ésta fue original"; por esto la creemos el mejor timbre de su inmortalidad, y el título más valioso a la admiración con que los siglos lo saludan.


NOTAS
1 Bello. Gramática Castellana, Prólogo.
2 Max Müller, Lectures on the science of language, III.
3 Prólogo ya citado.
4 En la carta al señor don Rufino J. Cuervo, que corre al principio de las Apuntaciones Críticas.
5 V. Balmes, Filosofía fundamental, IV, 38 y 39.
6 "Todo lo que hoy es abstracto en el lenguaje fue concreto en su origen." Max Müller, Loc. cit. VI.
7 "Probablemente ya no volveremos a oír hablar de tentativa para enmendar el lenguaje y despojarlo de sus irregularidades." Id., ib. II.
8 Si no nos hemos equivocado, cita fuera de otros autores, 218 veces a Cervantes; 43 a Granada; 31 a Martínez de la Rosa; 23 a Jovellanos; 15 a Mariana; 13 a Coloma, Moratín y Santa Teresa; 12 a Hurtado de Mendoza y a Rivadeneyra.
9 V. Caro. Del uso en sus relaciones con el lenguaje.
10 Habla Valdés: "Así es la verdad, y aun por eso no os digo yo lo que otros hacen sino lo que yo procuro guardar, deseando ilustrar y adornar mi lengua."
11 Cuervo, Apuntaciones criticas. Prólogo.
12 Max Müller, Loc. cit., II.
13 Une langue qui aurait comme l'espagnole un hereux mélange de voyelles et de consonnes douces et sonores peut-être la plus harmonieuse de toutes les langues vives et modernes.—D'Alembert.
14 V. Cuervo, Apuntaciones críticas. § 2°, y la nota 2a del mismo a la Gramática de Bello.
15 Salvá, Gramática, Ortografía, J-G.
16 Historia de la literatura española, volumen IV, página 15.
17 "La ortografía es el signo de filiación de las palabras oriundas de otro idioma, y al mismo tiempo un medio fácil de comunicación entre los pueblos que hablan idiomas derivados de una misma lengua madre, puesto que conservando en general unas mismas letras radicales, es mucho más sencillo el conocimiento de la significación de las palabras, cualquiera que sea su pronunciación." Charles Nodier.
18 Sustantivo, adjetivo, verbo, adverbio, preposición, conjunción e interjección.
19 V. Rosmini, Filosofía en los Documentos de la Historia Universal de Cantú.
20 Hallamos estos significados de ser en los siguientes admirables pasajes de Fray Luis de Granada: "Ni vuestro ser comenzó en el tiempo ni se acaba en el mundo; sois ante todo tiempo y mandais en el mundo y fuera del mundo, porque llamais las cosas que no son como las que son." "Porque es cierto que así como en el cielo vos sereis espejo en que veamos las creaturas, así en este destierro ellas nos son espejo para que conozcamos a Vos."
21 Max Müller, "Bopp observa que el sánscrito da a veces a la raíz stha (estar en pie) el sentido abstracto de ser"; en lo cual en cierto modo se adelantó a las lenguas romances, que han compuesto con la ayuda de las tres raíces sta, es y fu la conjugación del verbo sustantivo."
22 Bello da dos veces la definición del verbo; la que se ha transcrito es la segunda, que difiere de la primera en que ésta no se menciona el modo.
23 Cuervo, nota 57 a la Gramática de Bello.
24 Cuervo, Estudios filológicos, III. El infinitivo, Anuario de la Academia Colombiana.
25 D. Juan Manuel, epístola LXXIX, en Capmany, Teatro de la elocuencia, I.
26 En Garcés, Fundamento del vigor y de la elegancia de la lengua castellana.
27 Caro y Cuervo. Gramática latina.
28 Gramática castellana, capítulo XXIX.
29 Tratándose del latín, por ejemplo, algunos filólogos distinguen de la raíz el tema nominal, que no es más que la misma raíz más una letra que primitivamente designó el género (e, u, i, y después a, o, e,) y que pudo ser tomado de las palabras que designaban el sexo. Véase La Salde, De la lengua latina y su enseñanza, III.
30 "En resumen, ¿qué es la gramática sino la conjugación y la declinación?" Max Müller, Lectures on science of language, IV.
31 He aquí ejemplos referentes al latín: Fercula de cena (Horacio); genera de ulmo (Plinio); homo de schola (Cicerón); de credere et non credere (Fedro). V. Cantú, H. U. lib. VII, C. XIX.
32 Salvá, Gramática castellana. Analogía, C. IV.
33 English Grammar, part. II, chap. 3, sect. 4.
34 V. Ticknor, Historia de la literatura española, Apéndice A. "Es notable la analogía universal del articulo con el pronombre demostrativo. En alemán der, die, das—dieser, diese, dieses; en francés le, la—il; en inglés the, this, that." Cantú, H. U., I, XI, C. XXVIII.
35 Cuervo. Nota 43 a la Gramática de Bello.
36 Algo semejante acontece en inglés: picturesqueness (lo pintoresco), genuineness (lo genuino).
37 Poema de Alejandro, 789, 1117.
38 V. Salvá, Gramática castellana, prólogo.
39 “Cato mirari se dicebat quod non rideret aruspex aruspicem quum vidisset.” Tulio.
40"Y acontecía como topábamos algunas cosas que no habíamos visto usar." (Valdés) . "Me dijo como no podía pagarme." (Academia). Salvá censura a pesar de esto, la siguiente construcción: "Se ve como todos los tiempos compuestos son pretéritos."
41 Cuervo, nota 47.
42 Sobre esta explicación cf. Cuervo, nota citada.
43 Bello, Gramática, c. XLIV.
44 Sobre el carácter del infinitivo, cf. Cuervo, Estudios filológicos, III y nota 57 a la Gramática de Bello.
45 Participio sustantivo llamó Bello en casi todas las ediciones de su Gramática al que se construye con haber; pero en la última, con bastante fundamento, le mudó el nombre por el de participio sustantivado.
46 Cervantes, Quijote, II, 47.
47 Academia, Gramática.
48 Iriarte, Fábula.
49 Salvá, Gramática, Sintaxis, cap. V, p. 166.
50 No ha faltado quien haga remontar el futuro darás al año 527 de nuestra era, época en que ocupaba Justiniano I el trono de Constantino—V. el prólogo de Hartzenbusch a las obras de Mayans y Siscar.
51 Parece que el tercer grupo no ha sido perfectamente formulado en la Gramática, pues allí (parágrafo 247) se dice: "El tercero comprende aquellas formas en que no se sigue a la raíz una i acentuada." Según esto, debía ser forma irregular concebiré, porque la i que sigue a la raíz no es acentuada.
52 Apuntaciones críticas, parágrafo 252.
53 Ya escrito lo que precede hemos sabido que hay fórmulas para expresar las irregularidades de estos mismos grupos.
54 La quinta comprende a andar y desandar; la octava, a salir y valer; la undécima, a querer y poder.
55 Respecto de haber, hoy puede considerarse que su conjugación es distinta; pues según lo demuestran el profesor Díez y el señor Cuervo, la forma he de frases como he aquí, he allí, no es sino inflexión de ver. Quizá pudieran venir a este mismo propósito las siguientes palabras de Valdés en su Diálogo: "Muchos dicen he aquí por veis aquí; yo no lo digo."
56 El señor Cuervo, en la nota 75, cita un ejemplo del marqués de Santillana en comprobación de este uso. Al mismo propósito vienen estos pasajes: "Ruega por la Iglesia que Dios ovo comprada (Berceo, Sacrif.); y este otro de la Gesta del Mio Cid: "Al Rey Jucep tres golpes le ovo dados."
57 Sobre este tiempo puede hacerse quizá la misma observación que se hizo respecto del simple copretérito.
58 En la parte segunda se volverá a tratar de esta clase de oraciones.
59 V. Caro y Cuervo. Gramática latina, ilustración IV.
60 Recordamos haber leído en Cantú esta noticia relativa al válaco; en esta lengua, en lugar de decirse se me alaba o soy alabado, se dice me alabo.
61 V. nota 88 de Cuervo a la Gramática.
62 Sin embargo, lo que a este respecto se diga apenas alcanza a ser regla muy general, pues no faltan ejemplos en los clásicos del uso que hoy se tiene por incorrecto: "¿Qué se hicieron los Medos y Persianos?" (Mtro. Vanegas, en Capmany). Pero sí sería muy útil que la lengua abandonase tales vacilaciones, hoy muy comunes, y que la regla de Bello se siguiese siempre. Este es uno de los puntos en que, en obsequio de la precisión y la fijeza, debiera subordinarse el uso a la gramática.
63 Puede observarse que cuando hay dos formas, el sustantivo tiene ordinariamente el mismo número de sílabas que el nombre del país: árabe (Arabia), chino (China), egipcio (Egipto), escita (Escitia), hispano (Hispania); lo que talvez proviene de que dicho nombre es a veces el primitivo.
64 Si se dijera lo, quedaría más sencillo, más congruente y acomodado a las leyes de la derivación y aun más conforme quizás al uso primitivo, el uso del complementario acusativo.
65 Hay que reconocer que varios escritores respetables han dado a cuyo esta acepción de mero relativo. (V. Caro y Cuervo, Gram. lat. § 238) . Pero así y todo, es preferible seguir el dictamen de Bello.
66 En cuatro situaciones puede hallarse el participio amando, llamado gerundio:
   1a En frase subjetiva: "El ama, imaginando  que de aquella aventura, etc.";
   2a En frase verbal: "Estoy estudiando,", "anduve leyendo";
   3a En frase objetiva: "Vi a una muchacha cogiendo manzanas", y a esta clase pertenece la "frase de mostrador" censurada por Bello y Salva: "Envío cuatro fardos conteniendo mil fusiles," Hay cntre esta segunda frase y la primera la diferencia de que en ésta el coger las manzanas es complemento acusativo de ver, mientras que en la segunda el contener no puede ser complemento acusativo de enviar.
   4a En cláusula absoluta: "Se dio la ley, resistiéndolo Apio Claudio."
   5a Adverbializado: "Cómo se rasa la vida, cómo se viene la muerte, tan callando," V. Caro, Tratado del Participio.
67 La Academia en su Gramática, parte II, capítulo VI, dice que esta construcción es lícita v comprensible en el siglo XVI, pero que ha caído después en desuso: "Sabido por cierto la gente que el duque tenía" (Amadís); Habido todos tres su consejo" (id.)"Visto Lautaro serle conveniente." (Ercilla).
68 La refiere Salvá al imperfecto del subjuntivo amarem, pero su opinión es patentemente errónea.
69 El señor D. Emiliano Isaza observa en su Gramática práctica (capítulo LIV) que en este punto el parecer de la Academia y el de Bello están en desacuerdo entre sí y con el uso de muchos escritores.
70 El sujeto que hoy ha desaparecido por completo en castellano era representado en otra época por la palabra hombre (ome), equivalente al on francés: "Tiene por compañera y guiadora a la temeridad por la cual hombre confía de sí más de lo que conviene para hacer y obrar lo que quiere." (López de Palacios).
71 Clemencín avanza el fallo de que la construcción de primera persona es absolutamente inexcusable. V. Salvá. Gram., cap. 1.
72 Bello las enumera en cuatro números, porque condensa en el 4° tres relaciones.
73 En un fragmento de Tito Livio nos parece haber visto la frase inde est quod, que a primera vista pudiera servir de ejemplo de construcción anómala; pero en realidad tiene el mismo sentido de las frases deductivas castellanas así es que, de aquí es que.
74 Salvá, Gramática, Sintaxis, capítulo IX.
75 La preposición entre designa una relación especial que la distingue de las otras preposiciones, y es la de reciprocidad; pero puede también significar mera interioridad respecto de un objeto. "Hay papeles entre los sombreros", puede significar que están en el espacio que hay de uno a otro sombrero; "hay papeles entre tu sombrero y entre el mío", indica talvez que cada uno los contiene. Algo semejante a la diferencia que tienen between y among en inglés. La raíz entre parece ser la de tránsito, trance, etc.
76 Sobre la propiedad de esta denominación, V. Isaza, Gramática práctica, cap. L, donde esta materia está expuesta con gran método y lucidez.
77 Debe el hombre de entrar en juicio consigo mismo y sacar a plaza todos sus malos afectos y siniestros." (Granada). "Debe de temer mucho de caer y perder nuestra santa fe el que se deja llevar de sus apetitos." (Rivadeneyra). Lo propio acontece con el verbo quedar, que hoy, como se sabe, rige en cuando significa convenir o comprometerse, aunque Cervantes dijera: "Todos se abrazaron y quedaron de darse noticia de sus sucesos", y el ya citado Rivadeneyra: "Habían quedado de acuerdo de partir de París en su demanda."

CONTESTACION AL SEÑOR ABADIA MENDEZ

Por Hernando Holguín y Caro

   Señores académicos:

   "Volvemos a honrar hoy, según la costumbre en buena hora establecida, el recuerdo de aquellos hombres de fe y sin miedo que trajeron y establecieron la lengua de Castilla en las regiones andinas. Volvemos a conmemorar el día glorioso en que, en este valle de los Alcázares comenzaron a sonar acentos neo-latinos de que estas mismas palabras, que por encargo vuestro tengo el honor de dirigiros, no son sino como una continuación y un eco."

   Con estas palabras principiaba en un día como este del año de 1881, su gran discurso académico sobre el uso en sus relaciones con el lenguaje, don Miguel Antonio Caro; y ningunas otras más adecuadas para saludar en la presente solemnidad el recuerdo glorioso de la fundación de Bogotá y el aniversario de la fundación de este Instituto.

   Y si a esos sucesos de magnitud distinta pero ambos memorables, se junta el hecho de que nuestro nuevo e ilustre compañero viene a ocupar hoy precisamente la silla, dos veces vacante, que honró el mismo Caro; si nos fijamos en que aquí, en este mismo sitio, donde hoy inauguramos este palacio de la Academia, destinado a glorificar la lengua española, se levantaba hasta hace poco tiempo la casa humilde que él hizo ilustre con su virtud y sabiduría, no puedo por mi parte dejar de recordar también que hoy es aniversario del día en que el pueblo de Bogotá llevó a la última morada los despojos mortales del insigne repúblico y humanista. Así, no sin una mezcla profunda de regocijo y melancolía, ocupo esta tribuna; de regocijo, al saludar las sombras venerandas de los fundadores de la antigua Santa Fe, y al dar en nombre vuestro cordial bienvenida al señor Abadía Méndez; de pena íntima, al evocar la memoria de quien fue la más alta personificación de esta Academia, y para vosotros compañero sapientísimo, maestro y conductor; pero para mí más que un maestro un constante ejemplo, más que el mejor de los amigos, un segundo padre.

   Mas dejando por un instante estos recuerdos, cómo no felicitarme y cómo no felicitaros al ver que al fin, tras años de expectativa, llega a vosotros don Miguel Abadía Méndez, y que se presenta aquí armado de todas armas, ostentando en el magistral discurso que acabáis de oír una alta prueba y un testimonio auténtico de los títulos que lo acreditan para entrar en vuestro gremio; discurso digno de aplauso y de ser estudiado dentro y fuera de los términos de este recinto por la solidez de doctrina que encierra no menos que por la elegancia de su forma literaria.

   Conocí al señor Abadía Méndez en los claustros del Colegio del Rosario en 1886; la amistad que nos unió desde entonces lejos de amenguar con el correr de los años ni con las vicisitudes de la vida pública, se ha acrecentado y fortalecido; y los que fueron entonces condiscípulos cariñosos se encuentran hoy reunidos en un mismo sentimiento de amor patrio, procurando servir, cada cual en la medida de sus fuerzas, a los intereses permanentes de la República.

   Aquel año de 1886 señaló para Colombia una transformación fundamental en principios e ideas, en métodos y sistemas; y aquella fecha señalaba en la educación pública nuevos caminos y nuevos ideales; y si hubiéramos de buscar cuál fue entonces la señal característica del movimiento educacionista que se iniciaba, no vacilaría yo en indicar como tal el hecho de haber confiado el Gobierno la dirección del Colegio del Rosario al antiguo institutor católico y eminente escritor público, miembro de esta Academia, don Carlos Martínez Silva. Quienes fuimos sus discípulos no podremos nunca olvidar su memoria. Dulce y severo, siempre estudioso y siempre festivo, era a todas luces el verdadero tipo de maestro. Discutan otros sus ideas políticas y la participación que le cupo en varios sucesos nacionales; que yo por mi parte no puedo ver en él sino al maestro generoso y afortunado de muchas generaciones; al que formó, junto con el gran patricio don Sergio Arboleda, a un grupo de colombianos eminentes; al que tuvo en sus manos y para bien nuéstro, en una hora decisiva, la suerte de la juventud colombiana.

   La tarea que el presidente Núñez confió al maestro Martínez Silva era ardua y difícil: la transformación moral e intelectual del primer centro de educación pública; y él supo afrontar el problema con sencillez y valor y con aquella autoridad que sólo pueden dar la experiencia y el sentimiento honrado del propio valer.

   Entre los jóvenes que el señor Martínez Silva había preparado en el Colegio del Espíritu Santo y en la Universidad Católica, y que hubieron de seguirlo al Rosario, figuraba en primer término Abadía Méndez. La reputación con que llegó al claustro era la de no ser superado ni en inteligencia ni en consagración al estudio por ninguno de sus compañeros; y si esa fama había obtenido en los estudios de literatura, como alumno de Derecho no hizo sino mantenerla y acrecentarla. Fue él uno de los que primero obtuvieron, bajo el nuevo Rectorado, el título de Doctor; y bien pronto entró asimismo a servir al país en distintos puestos del Ministerio público y del ramo judicial. Poco más tarde, en 1893, cuando apenas había pasado en edad el número de años que exige la Constitución, fue llamado por el presidente Caro al Ministerio del Tesoro. En nuestros anales políticos es de notar que en los albores de la República los más altos cargos del Estado fueron desempeñados brillantemente por no pocos jóvenes, con provecho y gloria de la Nación; baste recordar al general Santander gobernando el país a los 27 años, y al doctor Márquez presidiendo, a los 28, el Congreso de Cúcuta. En años posteriores son casos rarísimos los de quienes, como don Tomás Cuenca o el señor Abadía, hayan llegado al poder en edad tan temprana. Nuestro colega desempeñó por aquella época otros Ministerios ejecutivos, y más tarde, en épocas distintas, su intervención en asuntos del Estado, como legislador o como miembro del Gobierno, ha sido por extremo considerable. Amigos y adversarios suyos, todos están acordes en reconocer en él versación extraordinaria en los asuntos administrativos, rectitud y probidad insospechables, celo por el bien público, amor intenso a la República. Pero lo que más sobresale en él es el interés y cariño con que ha mirado siempre a la juventud estudiosa, a cuyo lado ha querido permanecer, en íntimo contacto, mediante el asiduo ejercicio del profesorado; y así el Colegio del Rosario y la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad ven en él uno de los más beneméritos conductores de sus alumnos.

   Como escritor castizo y elegante, el señor Abadía Méndez se señala en grado sumo por sus profundos conocimientos del léxico castellano no menos que por la soltura y facilidad de su estilo, siempre claro y transparente, y que sabe manejar con gran donaire, llevando el pensamiento a través de distintas cláusulas y períodos, que se enlazan unos a otros con sorprendente flexibilidad. Su estilo es también muchas veces conceptuoso e irónico, propio de quien ha sido sagaz observador de las cosas humanas. Sus dilatados estudios de la lengua y literatura latinas, de que es buena prueba su excelente tratado de Prosodia, complemento muy adecuado a la ya clásica obra de Caro y Cuervo, han sido en él la mejor preparación para el dominio de su propio idioma; y bien puede asegurarse que las sabias doctrinas expuestas por él, con acopio de erudición y criterio, en su discurso de esta noche, quedan sancionadas espléndidamente con la autoridad que él mismo les presta a sus escritos.

   Lástima, sí, lástima grande, pensaréis vosotros como lo pienso yo, que esos escritos no sean, para provecho y regocijo de las letras patrias, tan numerosos cual debieran serlo; y que el señor Abadía Méndez, dueño de pluma tan docta y elegante, la mantenga colgada, durante años, sin causa al parecer justificable y plausible. ¿Es acaso aquella maldita pereza de que don Juan Valera se acusaba con frecuencia a sí propio y de que otros acusan a nuestro querido compañero? No me detendré sobre este punto; pero sí puedo abrigar la seguridad de que el señor Abadía al ponerse hoy en contacto con sus favoritos estudios, habrá apreciado cuánto bien causa en el alma y cuán reparador es para las fatigas del espíritu el comercio con aquellos amigos, mudos e invisibles, pero constantes y benéficos, que formaron las delicias de nuestra juventud; y cuánta verdad encierran las conocidas palabras de Cicerón en su defensa del poeta Arquias, y aquellas otras hermosísimas de Bello, en su discurso universitario, sobre los bienes que produce a la inteligencia y al corazón el cultivo de las bellas letras; y puesto que se refiere a un prominente hombre público, permítaseme también recordar el ejemplo de no pocos estadistas europeos que dividen los forzados ocios que dejan los negocios públicos entre el cultivo de las letras y el arte venatoria, tan cara a nuestro colega. ¿Por qué seguirlos en lo segundo y no en lo primero? "El ejemplo de L'Hopital y d'Aguesseau, decía en 1878 el señor Caro, de Hurtado de Mendoza, Martínez de la Rosa y Cánovas del Castillo, de Derby y Disraeli, patentiza que las más arduas funciones, las más pesadas cargas de la magistratura y la administración, dejan a los hombres de enérgicas facultades algún vagar para el cultivo de las letras." Palabras que nosotros los colombianos podemos aplicar con justo título a Núñez y al mismo Caro, y que el señor Abadía, con las dotes que Dios le ha dado, debe también hacer suyas.

   Por lo demás, y concretándome a la parte substancial del discurso que contesto, no vacilo en adherir a los conceptos allí formulados acerca de los estudios del latín. Sólo quien conoce sus bellezas y primores y quien ha formado el gusto en los prosistas y poetas de Roma, puede adquirir un dominio pleno y absoluto de la lengua española. Y pienso que en esta clase de disciplinas escolares no caben términos medios. O se suprimen de nuestros programas universitarios los cursos de latinidad, o se les da la extensión y profundidad que ellos merecen. Talvez, y así lo piensan muchos, no puede tomarse en esta materia un solo camino, y es posible que los estudios literarios hayan de ser distintos según las carreras a que hayan de destinarse los niños. Pero sin entrar aquí a dilucidar esa ardua cuestión, o sea la del bachillerato uno o múltiple, basta afirmar que hay carreras intelectuales de las cuales el latín es base y fundamento indispensable; y en ese caso es preciso que su estudio sea amplio y completo, no superficial y fugitivo. Lo que hoy sucede entre nosotros a este respecto, por punto general, no puede ser más deplorable. Dos años de latinidad sirven sólo para que el alumno cobre aversión a ese estudio; conociendo sólo la dura corteza, no llega a probar la miel exquisita y la jugosa almendra; y al pasar luégo a una Facultad superior, puestos en olvido aquellos rudimentarios conocimientos, no alcanza a apreciar ni lo que ha perdido ni los frutos que dejará de cosechar en el porvenir 1.

   Nadie mejor preparado hay para dejar una transformación honda en esta materia que el señor Abadía Méndez; y yo no dudo de que él, al frente de la Instrucción pública, habrá de emprender la reforma necesaria con brío, decisión y constancia; con aquella decisión que sólo se alimenta de convicciones arraigadas, con aquella perseverancia que es patrimonio de los caracteres enteros y única prenda segura para la realización de grandes empresas. Cuando el señor Abadía llegó por primera vez al Ministerio de Instrucción Pública, la nación, no diré que vivía, sino que agonizaba, en medio de la más sangrienta y prolongada de nuestras guerras civiles. ¿Quién hubiera podido, en medio de tanto horror, vivificar los estudios y entregarse con ánimo reposado y sereno a dar impulso fecundo a las universidades y colegios?

   Hoy, por favor de la Providencia, llega él a ese mismo puesto en días de bonanza, en los cuales es preciso consagrar todas las energías nacionales a una vasta obra de progreso intelectual y material; y muy grato y honroso habrá de ser a nuestro compañero que su magistral discurso académico alcance por manos suyas la realización plena y cumplida; y esta Corporación a su vez tendrá motivo de legítimo orgullo al ver que sale de su seno la anhelada reforma.

   Esa reforma, por lo demás, no puede venir aislada, ni es sólo en punto a la enseñanza del latín como deben vigorizarse nuestras escuelas, colegios y universidades. Una clamorosa exigencia suena por todas partes para pedir que nuestros estudios se intensifiquen y dilaten en materias literarias y científicas. Mucho se ha adelantado al respecto, pero el campo es muy fecundo y el horizonte muy vasto. Y si en toda materia la mente humana, por más que ascienda, encuentra siempre nuevos mundos que descubrir, nuevos soles que admirar, cómo en materia de educación pública habremos de decir nunca: ¡basta, hemos tocado la cima! Aquella sería palabra de insensatez, no palabra de razón. Por el contrario, nuestro estandarte, como guiadores de la juventud estudiosa, no puede llevar escritas bajo sus pliegues sino estas palabras: ¡Excelsior! Uno de los más sabios maestros de las actuales generaciones colombianas, a quien para gloria de esta Academia está confiada su dirección, publicó hace ya años, al comenzar su admirable carrera de educacionista, una serie de estudios a que dio el expresivo nombre de Una revolución de la Instrucción Pública en Colombia. Esa revolución, iniciada en buena hora, tiene que avanzar y cobrar nuevos bríos, muchos elementos es preciso que se aúnen, pero no debemos desconfiar ni de la acción de la Providencia ni de las fuerzas vitales de Colombia. Y si como todo lo hace esperar, terminada la contienda universal, alcanza nuestra tierra a resolver sus problemas de hacienda pública, será necesario que los mayores esfuerzos y todos los dineros posibles se dediquen a impulsar nuestros estudios. Que la ilustración se difunda a todas las clases sociales y al mismo tiempo que los estudios superiores sean más amplios y profundos.

   Ninguna obra, lo repito, que pueda ser más armónica con el fin de nuestro Instituto; ninguna tampoco que pueda contribuir mejor a honrar la memoria de los dos insignes varones, el P. Teódulo Vargas y don Miguel Antonio Caro, de quienes ha hablado en su discurso el señor Abadía Méndez.

   Esas dos figuras, unidas por la comunidad de ideas y sentimientos, identificadas en la fe, aureoladas por la virtud y el saber, forman por lo demás un bello contraste: el uno prefirió el retiro del claustro; y asceta y penitente, apenas dejó que el mundo alcanzara a percibir la dulce fragancia de sus virtudes y la miel exquisita de su poesía. Era todo corazón y dulzura, todo sensibilidad y delicadeza. En medio de las austeridades y prácticas de la vida religiosa, toda su alegría se cifraba en el cultivo silencioso de las letras, en la preparación de sermones admirables por la doctrina y por la fuerza, y en la composición de versos, llenos muchas veces de inspiración y siempre armoniosa y elegantemente pulidos. Entre esas poesías hay una que alcanza en nuestro parnaso los más altos honores, el canto al Crucifijo del Jesuíta, lleno de imágenes fulgurantes, vaciadas en estrofas soberbias y en las que no es exagerado decir que el poeta alcanza a veces a dar nota sublime.

   Así, por ejemplo; después de señalar el nuevo hijo de Loyola los distintos campos de lucha en el que habrá de triunfar, solo, inerme, pero alzando en alto la enseña sacrosanta, volviendo de pronto la vista al hogar materno, exclama con la unción del vidente:

   Contrasta con la apacible y solitaria figura del docto jesuíta la del gran colombiano a quien el señor Abadía Méndez ha rendido nuevo y espléndido homenaje, la del gran batallador para quien la vida no tuvo hora de reposo, para quien la cátedra y la prensa, la conversación privada y la tribuna pública fueron otros tantos campos de acción. Por el poder de su mente, por la fuerza de su voluntad, por la multitud de materias que alcanzó a penetrar con luz propia y refulgente, él se levanta en lugar único en el campo de la intelectualidad colombiana. Dondequiera que estampó su pluma dejó un rastro de luz; y si es grande y digna de admiración su obra literaria y social, digno de admiración superior es el ejemplo de su vida y su carácter.

   No cabría dentro de los estrechos límites de un discurso un juicio completo sobre la personalidad del señor Caro; y después de los estudios que en diversos artículos y piezas oratorias le han consagrado varios de nuestros más insignes prosistas e ilustres literatos extranjeros, entre éstos, en no pocos pasajes de sus obras, el gran Menéndez y Pelayo, lo que anhela hoy el patriotismo es la difusión de sus obras y un estudio vasto y completo de su vida. Es preciso que la juventud colombiana pueda consultar fácilmente aquellos escritos filosóficos y políticos, aquellos estudios literarios y críticos, para que él siga siendo maestro y conductor de muchas generaciones.

   Allí habrá de aparecer el equilibrio armonioso de las facultades de Caro, equilibrio que fue en todo tiempo una de las señales características de los hombres superiores, y que es raro en pueblos que no han llegado aún al total desenvolvimiento de su vida intelectual. Así, por ejemplo, en Caro la facultad analítica, que fue extraordinaria, y merced a la cual, pudo llevar a la última perfección el arte de la polémica en lo político y de la crítica en lo literario, se aunó con el vuelo más alto del pensamiento en concepciones sintéticas y universales de que son muestra elocuente sus estudios filosóficos y el impulso que imprimió a la Nación en el campo del derecho constitucional; así también el desarrollo de las facultades intelectivas no disminuyó en nada el poder de la voluntad, y por eso no fue sólo un "intelectual", como dicen hoy, sino un hombre de acción, que buscó no sólo la contemplación de la verdad, sino la realización del bien; y al par de esas facultades, su imaginación, no ciertamente exuberante ni excesivamente visionaria le abrió el campo de lo ideal y le permitió dar cima a la creación de bellezas artísticas, que no otra cosa es su admirable obra poética. Así también aunáronse en él, desarrollados en grado sumo, el sentimiento religioso y el sentimiento patrio, sin que uno y otro pugnasen entre sí; antes bien, como emanación de los más altos ideales, se armonizaban en su mente y mutuamente se complementaban; y esto es lo que constituye cabalmente la unidad perfecta de su vida y el rasgo supremo de su carácter; y bien puede decirse que hay un verdadero deleite intelectual el ver cómo en nuestro gran ciudadano los principios literarios y filosóficos abrieron el camino a las concepciones del estadista y de qué manera la obra del estadista y del filósofo aparece no contradicha, cual tantas veces sucede, sino complementada y embellecida por la obra del poeta.

   Colombia, América y España formaron para él como tres círculos concéntricos dentro de los cuales se movía su pensamiento. No hubo manifestación alguna de su actividad intelectual que no fuese enderezada al engrandecimiento patrio; y esto no sólo en el servicio directo de la Nación, en las luchas políticas o en asuntos de orden social, sino en los estudios de orden abstracto, literario o filosóficos; el fin directo de ellos es siempre un fin nacional. Si dedica un extenso trabajo al utilitarismo, es porque ese sistema de moral se había apoderado de nuestros claustros universitarios; si estudia y traduce a Virgilio, no olvida nunca que lo hace en tierra colombiana; sus mayores trabajos de crítica literaria tienen por materia asuntos netamente colombianos y americanos; ya profundiza como nadie antes que él en los primores de la poesía de Bello; ya dedica a Olmedo una investigación tan original como hermosa y deja estampado sobre el cantor de Junín un juicio admirable que coincide, punto por punto, con el mismo cabalmente que, sin saberlo nadie entonces, había formulado el héroe glorioso sobre aquel canto inmortal; ya toma en las manos, como tema de erudición y de crítica literaria, la obra poética de los ilustres mexicanos Montes de Oca y Roa Bárcena, o la de núestro originalísimo compatriota Fallon, o la de José Eusebio Caro; o traza la biografía de Julio Arboleda y deja consignado allí un animado compendio de la historia de Nueva Granada; o bien, tomando como punto de partida las Elegías de Castellanos o la Historia de Piedrahita, traza páginas llenas de sabiduría sobre la conquista de América, lo mismo que en vibrante polémica desentraña la filosofía del movimiento del 20 de julio, o en otras páginas de prodigiosa prosa, insuperable, como lo ha dicho el señor Abadía Méndez, traza con pincel melancólico el cuadro en que aparece el ocaso de la Gran Colombia, y el nacimiento entre sombras y dudas de la República.

   "La disolución de Colombia es como la ruina del sagrado Ilión; el desencanto de nuestra historia, que de fabulosa se torna en prosaica. La primera interesa a todo el mundo; la última sólo a nosotros, porque es la historia de nuestra desgraciada familia, nuestra propia historia contemporánea: Bolívar muere; García del Río sale del país; y la gallardía de los días heroicos se oscurece, y la elocuencia queda muda."

   Todos esos estudios y otros muchos en donde campean por igual la erudición asombrosa, el criterio profundo y la belleza literaria, están animados, también por igual, del sentimiento de americanismo más genuino y del más puro y noble españolismo. Sus dilatados estudios sobre la lengua castellana no fueron sino otros tantos esfuerzos para mantener y aquilatar uno de los más vigorosos vínculos entre España y América, y entre unas y otras Repúblicas del continente. Hoy, cuando después de años y merced a los esfuerzos de Caro y de otros beneméritos compatriotas, vemos unidas a Colombia y a España por lazos tan apretados y fuertes; cuando contemplamos el número crecido de corporaciones científicas o literarias que en España y América trabajan con ahinco por mantener y fortalecer más esos lazos, es difícil apreciar en lo justo el valor civil y la constancia grande que hubieron de desplegar quienes en otras épocas rompieron, con la palabra y con la pluma, la sombra de muerte que nos separaba de la madre patria. Cuando el señor Caro principió a hablar de España, en prosa y en verso, en términos no sólo distintos sino opuestos a los que entonces eran de uso constante en nuestra literatura política, era menos que un joven, era casi un niño. Veintidós años contaba cuando en presencia de la guerra entre España y Chile exclamaba:

   Del mismo año, 1866, es otra de las mejores poesías de su juventud, consagrada exclusivamente a cantar las glorias de España:

   Y después de soñar larga y hermosamente que vaga por tierras de España, admirando sus maravillas, allí, dice:

   Fruto el más opimo de esa obra de acercamiento fue la fundación de esta Academia, primera por su antigüedad entre las correspondientes americanas, y eslabón modesto, pero perpetuo, así debemos esperarlo, entre España y Colombia.

   Para Caro asimismo, y siguiendo este orden de ideas, la conquista y la independencia no fueron dos movimientos opuestos: antes, por el contrario, consideró él siempre a la segunda como complemento de la primera. Vio en el Libertador "su héroe" (como lo dijo con gran acierto uno de vosotros mismos), una de las más estupendas manifestaciones del genio español; y al cantar en la más admirable de sus poesías, no olvida señalar al Padre de la Patria cuando

   En el Himno, que como complemento a la Oda al Libertador, dedicó en las fiestas centenarias de Bolívar a celebrar la reconciliación entre España y América, exclama también en gallardísimas estrofas:


   ¡Qué más! Ahora, ¿ahora no estamos viendo cómo se juntan y confunden dos fechas extraordinarias en la historia de Colombia, el día en que quedó sellada definitivamente la conquista del Nuevo Reino por el Adelantado Quesada, y aquel otro en que, tres siglos más tarde, quedó asegurada para siempre la independencia de la Patria? Providencialmente unidas, estas dos fechas forman como un eslabón entre el Conquistador y el Libertador; y por eso, al bendecir hoy la memoria de Colón y de Quesada, saludamos con júbilo, al cumplirse la primera centuria de Boyacá, la aurora del gran día en que Colombia aclama a su padre y Libertador y a sus heroicos compañeros. ¡Colón, Quesada y Bolívar! El uno se levanta solo en la historia de la humanidad, completando el hemisferio y llevando la fe de Cristo y la lengua de Castilla al más vasto y hermoso de los Continentes. Quesada, sin ostentar la grandeza épica de Cortés o los destinos trágicos de Pizarro, subyuga la mente por la hermosura de su carácter, por su constancia admirable, y aparece en nuestra historia, merced a las condiciones de su espíritu, su religiosidad y sus gustos literarios y jurídicos, como el anticipado representante del pueblo que fundó. ¡Bolívar! América le ha entregado todas sus coronas y la posteridad lo aclama en voz unísona con mayor amor y gratitud y admiración que sus contemporáneos en los días de su mayor gloria; crece su nombre con los tiempos y en la vasta extensión del continente americano él es la más alta personificación de la raza. Sólo falta a su gloria, según lo observa un esclarecido escritor de nuestros días, hijo de un pueblo adonde no llegó la acción libertadora de Bolívar, que "subamos nosotros y con nuestros hombres elevados a la altura condigna, para pedestal de estatua semejante, hagamos que sobre nuestros hombros descuelle junto a aquellas figuras universales y primeras que parecen más altas sólo porque están más altos que los nuéstros los hombros de los pueblos que se levantan al espacio abierto y luminoso. Pero la plenitud de nuestros destinos se acerca, concluye el mismo Rodó, y con ella la hora en que toda la verdad de Bolívar rebose sobre el mundo".

   La unión singular de las dos fechas que hoy conmemoramos no pasó inadvertida al señor Caro; y a celebrarla están dedicados los magníficos sonetos que publicó en 1884, Los Padres de la Patria. Hé aquí uno de ellos:

   Me he detenido, al hablar del señor Caro, a señalar particularmente, entre las múltiples manifestaciones de su inteligencia, aquella que guarda mayor armonía con la presente solemnidad y con el sentimiento patriótico que palpita hoy en los pechos colombianos. A otros con mayor espacio y mejores medios tocará seguir estudiando al gramático y al filólogo, al escrutador de los más recónditos secretos de la métrica castellana, al crítico literario, en suma, como ha dicho el señor Abadía Méndez, al humanista; contemplen otros también al pensador político; al periodista y orador extraordinario, al legislador y gobernante, al que personificó en nuestra tierra los principios conservadores y fue al propio tiempo defensor celoso de las libertades públicas y "baluarte del derecho"; ellos, siguiendo el giro de su pensamiento a través de la vida pública, verán que si en un momento decisivo pareció eclipsarse la estrella de su visión política, no alcanzando a realizar la formación de un nuevo partido en que hombres de distintas procedencias acatasen unos mismos principios fundamentales, ese pensamiento, no obstante, vino poco después a tener realización cumplida por otros caminos y con otros hombres, mediante el acatamiento que las distintas colectividades colombianas han venido a prestar a las instituciones patrias, cristianas y libres. Así también, en mayor esfera, Bolívar tampoco pudo realizar el sueño supremo de su fantasía y unos mismos toques funerales anunciaron al mundo el fin de su carrera gloriosa y el desaparecimiento de la Gran Colombia; pero esa idea, irrealizable sin Bolívar en el campo político y administrativo, se lleva también a cabo mediante el acercamiento progresivo de los tres pueblos hermanos, unidos por vínculos perpetuos y por el culto también perpetuo al Libertador de la Patria.

   Estudien otros, finalmente, con deleite y provecho, la obra poética de Caro, una de las más vastas y perfectas de la literatura americana. Cuando él presentó al público sus primeras poesías, amoldadas en su mayor parte, y quizás con exceso, a los modelos clásicos del siglo XVI, no faltaron compatriotas eminentes que pusieron en duda el valor de su estro poético. Juicio prematuro y aún erróneo, porque allí mismo se transparentaba ya el verdadero poeta, por ejemplo en la magnífica silva a Eugenia Bellini, digna de figurar al lado de una análoga de Quintana. Pero en Caro, al revés de lo que sucede de ordinario, el numen poético fue desarrollándose con los años, y al contacto del romanticismo italiano, inglés y francés se fue haciendo su poesía cada vez más espontánea y lozana, más personal, más amplia y robusta, bajo formas siempre clásicas. Así, las Horas de amor (1871) superan en mucho a las primeras Poesías (1866), y muy superiores a aquellas son todavía La vuelta a la Patria, el Himno a las estrellas, Los manes de Calderón, la Epístola a Menéndez y Pelayo, La Oda a León XIII, La Voz de la Paz, el Canto al Silencio. (Estas últimas de sus postreros años), y, dominándolas a todas, la Oda a la estatua del Libertador. Estudio dilatado merecerá la colección de sus abundantes y maravillosos sonetos; patria, religión, amor, filosofía moral, naturaleza, sentimientos íntimos del alma, todo aparece allí en un divino consorcio. Poesía toda ella repleta de ideas, eco muchas veces de los combates cívicos, cuajada de sentimiento, vaciada en moldes perfectísimos, en aquellos que hicieron suyos Manzoni y Carducci en Italia, Arguijo y Gallego en España y Bello en América, y complementada por las versiones de poetas latinos y modernos que dan a Caro un nombre, no superado por el de nadie, entre los traductores españoles. La dulce poesía fue para él una dádiva del Señor, que fortaleció su espíritu y lo acompañó en la próspera y adversa fortuna, murmurando a su oído palabras grandes y nobles y manteniendo abiertos a los ojos de su espíritu los horizontes infinitos de la Belleza ideal.

   Otros, repito, entregaron a la posteridad un juicio definitivo sobre la fisonomía intelectual de Caro. Yo de mí, sólo sé decir que en los días que Dios me dé de vida contemplaré siempre en él al patriota, al cristiano y al hombre de hogar. Patriota, lo fue cuanto cabe en pechos humanos; gozó y padeció por esta tierra de Colombia "cuanto lengua mortal decir no pudo"; la amó como la amaron sus mejores soldados, sus héroes y sus mártires, como la amó Arboleda, como la amó Nariño; él, pobre y desnudo, ella no envuelta en esplendores de triunfo, sino rota y mutilada! Cristiano, ¿a quién sino a la Iglesia católica entregó lo mejor de su inteligencia en años de batallas sublimes? Su mente investigadora, dominada por el ansia incesante de conocer la verdad, jamás se levantó a conocer lo incognoscible ni escrutar lo inescrutable, y su amplia cabeza pensadora se inclinó siempre ante el doble misterio en que Dios ha envuelto al Universo, el misterio de su propio ser infinito y el de la naturaleza humana, y ante el misterio del dolor, besó humilde la Cruz...

   Hombre de hogar, en su corazón se anidaron todas las ternuras. Cantó a su amada en los días de su juventud y prodigó a la esposa doliente, largos años los cuidados que tienen las madres para con los hijos, aquéllos que sólo puede inspirar la gracia de las Hermanas de la Caridad. Su amor por ella fue lámpara siempre encendida en el altar de los afectos domésticos e ilumina con luz suavísima las horas largas de su soledad y pobreza.

   ¡Ah! bien podemos esperar que esas dos existencias, probadas en la vida pero separadas en la tierra sólo por breve tiempo, estarán hoy unidas en el seno del amor infinito; cumpliéndose así en todo aquella palabra, reminiscencia feliz de la filosofía de Platón, estampada por el mismo Caro en uno de los cantos de su juventud:


NOTAS
1 Acerca de la necesidad de exigir, como condición previa indispensable para toda clase de estudios en las Facultades superiores y especialmente en la de Medicina, la mayor seriedad posible en materia de estudios clásicos, encuentro en un número reciente del diario francés La Croix, los siguientes conceptos, cuya reproducción parece oportuna entre nosotros:
   "El desarrollo científico y las necesidades económicas exigen, sin duda, que se conceda cada día una importancia mayor a las ciencias físicas, químicas y biológicas; pero sería grave error el suponer que el progreso de estas ciencias positivas puede ser independiente de la cultura clásica, y se cometería grave falta al dar acceso en los estudios superiores a aquellos candidatos que no justifiquen la debida preparación por medio de esos estudios.
   «Las puertas de la Facultad de Medicina deben, especialmente, permanecer cerradas «con firmeza y rigor», a quienes así lo pretendan; y éste es cabalmente el voto que ha formulado el Síndico Médico de París, celoso mantenedor de la dignidad profesional, en la Asamblea general del 11 de mayo último, y como consecuencia del aviso dado por el Decano (Rector) de la Facultad de Medicina de París de que hay gran número de candidatos que pretenden inscripción o grado de doctor sin llevar los debidos requisitos. Aquella moción dice así:
   «Considerando que el ejercicio de la profesión de Medicina descansa no sólo en conocimientos de orden científico, sujetos a mayor o menor revisión o progreso, sino también en la educación moral y filosófica, que no se alcanza sino mediante los estudios clásicos exigidos por el Bachillerato;
   «Considerando que no podría admitirse, so pretexto de igualdad ante la ley, que personas que no comprueben haber hecho los estudios necesarios sean autorizados para recibir el diploma de doctor, con lo cual se crearía más bien sin justificación alguna, una casta privilegiada"1
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1«Es de concepto y así lo pide que la carrera de Medicina quede cerrada con firmeza y rigor (obstinêment et radicalment) para todo candidato que no posea los diplomas exigidos por la ley a todo francés que aspire a seguir los estudios de medicina."

RESPUESTA
AL DISCURSO DE D. GUILLERMO CAMACHO CARRIZOSA

Por Rafael María Carrasquilla

   No es tarea fácil para mí la de responder al discurso que el señor don Guillermo Camacho Carrizosa acaba de leernos. El maestro Antonio de Nebrija, en su gramática latina, enseña que interrogatio et responsio eodem casu gaudent, lo cual traducido a romance significa que la pregunta y la respuesta deben hallarse en idéntico caso gramatical. Si fuera aplicable esta regla al compromiso presente, preciso sería que yo siguiese, siquiera de lejos, el estilo y lenguaje de nuestro meritísimo colega.

   Precisamente aquí estriba la dificultad. Porque el señor Camacho, sin descuidar el estudio y cultivo del patrio idioma, se ha formado en los autores franceses y escribe en cláusulas cortadas, desnudas de postizos adornos y en las que el pensamiento chispea al reflejarse en la limpieza de la frase. El lenguaje del nuevo académico no consta sino de vocablos de uso corriente entre las gentes de refinada cultura. Se arrima más nuestro amigo, por la factura de su prosa, a Tácito que a Tito Livio, a Quevedo que a Cervantes.

   Empleara períodos inmensos que, según expresión de Menéndez y Pelayo, se fueran ensanchando como las ondas concéntricas que forma una piedra arrojada a un estanque; los adornara de elegantes epítetos, los matizara de oportunos arcaísmos, y sería menos difícil de imitar; ya que el habla castellana, hija predilecta de la lengua latina, es maestra en el arte de envolver el concepto en ancho manto de púrpura, que dispuesto en pliegues dilatados, realce la gentil apostura y el airoso andar del pensamiento.

   Mas es lo cierto que quien os está hablando no ha cultivado jamás el arte por el arte, y sólo se ha valido de las letras como de medios de propaganda religiosa, trillando los caminos más fáciles y andaderos para los niños y las personas indoctas; no sabe de otro estilo, si estilo mereciera llamarse su desmañado modo de escribir, y en él tiene por fuerza que contestar el brillante discurso del veterano publicista. La interrogación y la respuesta se asemejarán en ir escritas a la manera propia de sus autores repectivos y quedará cumplido el precepto del buen Antonio de Nebrija.

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*    *

   Las academias de la lengua no sólo admiten en su seno gramáticos, literatos y filólogos sino también varones, conocedores respetuosos del idioma, que se hayan distinguido, en cualquier ramo de la actividad intelectual. Pocos meses ha fue recibido en la Academia Francesa el mariscal Joffre en premio de la pericia en el arte militar con que detuvo en las gloriosas llanuras del Marne, el arrollador empuje de los ejércitos germanos.

   Tiene razón don Guillermo Camacho al pensar que llega a nuestra corporación como calificado representante del periodismo diario. De raza le venía y tuvo de dónde heredar ese que antaño se llamaba oficio y ogaño se apellida misión y hasta sacerdocio. Sus mayores habían sido periodistas, aunque harto diferentes de los de ahora, y habíanse distinguido por el calor y sinceridad de las ideas y la elegante mesura de la forma. Don José Camacho Carrizosa, hermano mayor de don Guillermo y muerto en la flor de la inteligencia y de la edad, fundó, en asocio de nuestro malogrado colega Carlos Arturo Torres, el diario de mayor fama y circulación que poseemos, y lo creó a raíz de la más larga y cruenta de nuestras guerras civiles, con el propósito de insinuar la paz, ablandar los ánimos y convertir los partidos políticos, de enemigos embravecidos listos en todo instante a devorarse entre sí, en bizarros adversarios que, sin abdicar de los principios ni renunciar a la acción, se diesen la mano y se completasen mutuamente para bien de la amada patria colombiana. Que aquella semilla germinó lo testifican acontecimientos posteriores.

   Aunque don Guillermo Camacho ha ocupado altos puestos en servicio de la nación, se ha sentado en una de las curules del Congreso y ha representado a Colombia como ministro plenipotenciario ante los gobiernos de España y de Francia, dejando a salvo el decoro de la república, el título que lo ha hecho conocido y estimado y le ha abierto la entrada a esta Academia, son sus condiciones de diarista. Dase este nombre al director de un periódico, al que lo encamina a un fin, le traza rumbos atinados, lo individualiza, distinguiéndole de sus congéneres y aun haciendo de él especie aparte; solicita, juzga, escoge, combina los materiales sabiamente; y también se atribuye aquel dictado a quien, con altos propósitos, servidos por la inteligencia y el arte, honra de costumbre con sus escritos las columnas de la hoja cotidiana, a diferencia del que la edita con mengua de la moral y del buen gusto, del decoro y de la lengua castellana. No es músico el saboyano que hace girar el manubrio del organillo callejero, ni son los blanqueadores de paredes del gremio de los Velásquez y Murillos.

   Por los dos aspectos ya mencionados, merece el calificativo de diarista nuestro compañero y amigo; él es el arquitecto que concibe y dibuja el proyecto del edificio, desde la planta y los cortes verticales hasta los mínimos adornos de capiteles y cornisas, y es el constructor que realiza de mano maestra las concepciones del artista. Como todo luchador, sobre todo en campo religioso o político, sabe, por experiencia propia, de las fatigas, desazones y desencantos propios del oficio; pero ignora la más dolorosa de las penas de un autor: la de quedarse inédito después de haber dado a la estampa sus escritos.

   El Nuevo Tiempo y La Crónica son los teatros en que ha desempeñado su papel. En La Crónica sobre todo. Cualquiera que sea su título, el diario del señor Camacho se presenta a modo de caballero mozo y apuesto, vestido de etiqueta, desenfadado y decidor, intachablemente culto en porte y modales y esgrimista consumado y temible. Conténtase, cuando se trata de la persona del adversario, con leves pinchazos y rasguños que apenas lastiman la epidermis, pero se va a fondo y hunde el arma hasta el puño, si la lucha se dirige contra sistemas o partidos.

   Y se hace leer. No haya miedo de que el suscriptor, después de imponerse de los títulos, ponga el periódico a un lado, ni que deje inconclusa la lectura del comenzado escrito. Porque la extensión, variedad y estilo de los materiales del diario cierran la puerta a los enemigos, que son la falta de letras y la sobra de quehaceres, la indiferencia con que se empieza y el tedio con que se acaba. Al lado del artículo de fondo, del editorial, como dicen ahora, corto, ameno, rebosante de juventud, donde las ideas no están al servicio de la frase, sino la palabra al servicio del pensamiento, viene el trozo de veinte líneas sacado de los grandes ingenios españoles de pasados siglos, de Hurtado de Mendoza a Castelar, onzas de superior ley, con doble valor: el intrínseco del Oro viejo, el extrínseco como joyas numismáticas; en seguida de la voz de la calle, de donde salen los dardos más agudos y certeros, el contorno de personajes notorios, barajados en interesante desorden: hoy, Aristóteles; mañana, Madame Que sias-je; el lunes, Cagliostro; el martes, Federico el Grande; y después llegan la nueva del último descubrimiento científico, la crónica de la capital de las provincias, las noticias extranjeras, la anécdota picante, el cuento familiar y vaya usted a ver cuántas otras minucias y parvedades exquisitas.

   Varios geólogos, con intenciones que ellos saben y yo también, andan buscando el hombre fósil en las rocas del período terciario. Me asombra que se sumerjan en las entrañas de la tierra a caza de lo que sin cesar se está codeando con todos nosotros en la calle y en el paseo, la visita y la reunión, el libro y el periódico. Don Guillermo Camacho, no sirve para ejemplar de ningún museo paleontológico. La vida se revela en el movimiento. Cuando el movimiento acerca a una criatura a su verdadero fin, se llama progreso. Para progresar, se necesita la carencia de obstáculos, que se apellida libertad. Si todos los hombres se mueven libremente en su esfera respectiva, hay orden. La tranquilidad del orden tiene el nombre de paz. El señor Camacho es un enamorado del progreso, de la libertad y de la paz; pero cree que el progreso se funda en la tradición, la libertad se cimienta en el orden, la paz se basa en la justicia.

   El doctor Newman fue calificado de apóstata por varios anglicanos fanáticos; a la muerte del doctor Newman se disputaron el honor de su sepulcro la Universidad de Oxford y el Oratorio de San Felipe de Neri. A Gladstone lo llamaron tránsfuga los tories extremados, y, cuando falleció, Inglaterra entera se vistió de luto por la pérdida del más insigne de sus hijos. Pasar de un bando a otro, sin mudar principios inspira desprecio; cambiar las ideas verdaderas por las falsas es digno de lástima; trocar lo malo por lo bueno o lo bueno por lo mejor, merece aplauso.

*
*    *

   Da comienzo el señor Camacho a su discurso con un encomio merecido a su predecesor ilustre en el sillón académico; y aunque es mucho lo que se ha escrito sobre la persona, el carácter y las obras de don José Manuel Marroquín, ha encontrado nuestro compañero, como crítico ingenioso y sagaz, aspectos nuevos en su héroe y hallado dentro de sí mismo, puntos de vista originales para describir y juzgar al caballero cumplido, a quien comparó don Miguel Antonio Caro con el de la torre de Proveda6ño creado por Pereda; al cristiano de fe sencilla y fructuosa caridad con los pobres; al humanista y literato, poeta festivo y prosador correcto, rico y elegante; al preceptor de la juventud en la cátedra y el libro; y finalmente, con la reserva que impone la neutralidad de la Academia, se nos presenta como trabajador de la hora de nona en el campo de la política batalladora y ardiente, como jefe ocasional de partido y jefe también de la República, durante uno de los períodos más agitados que registran los anales de Colombia. A guisa de fiel y aprovechado discípulo de las escuelas críticas más modernas, nuestro colega trae a cuento la prosapia y parentela del señor Marroquín, la educación que le dieron, su temperamento e inclinaciones naturales y el medio en que le cupo en suerte ver la primera y última luz de la vida. Así debe de ser, puesto que los maestros lo enseñan y practican, aunque, en mi falta de erudición contemporánea, no entienda hasta qué punto sean indispensables los precitados ingredientes para dar a conocer una obra literaria o artística. He llegado a pensar que, siendo el hombre libre, puede sobreponerse a los influjos que lo preceden y rodean, sobre todo al tratarse de los varones superiores, que no admiten para su razón más yugo que el de la fe cristiana, ni doblegan su voluntad sino ante los dictados del deber.

   Para tratar del medio en que pasaron la niñez y la mocedad de don José Manuel, esboza el señor Camacho, en cuatro pinceladas, un cuadro de la antigua Santa Fe. Aunque original por los pormenores y el estilo, es en sustancia el mismo que trazaron, medio siglo ha nuestros deleitosos pintores de costumbres. Esos retratos, dicho sea sin ofensa de los beneméritos autores, no tienen con el original sino apenas aire de familia, y sucede con ellos lo que con las descripciones de Teófilo Gautier y Edmundo de Amicis en sus relaciones de viajes por España. El lector de aquellos libros exquisitos imagina que la patria de Cervantes se compone, en la parte superior de finchados hidalgos y encopetadas marquesas, oradores grandílocuos y poetas hiperbólicos; y en la inferior, de pordioseros y contrabandistas, rateros y manolas, sin más empleo que reñir a navajazos y bailar bajo un sol que derrite el mármol, zorcicos y fandangos, al puntear de las guitarras y al repique de las castañuelas. El señor Camacho, que es tan fino observador y residió en nuestra Madre Patria, sabe estimarla en todo lo que vale y cuánto va, tratándose de ella, de lo vivo a lo pintado.

   Cuando tiene talento, el narrador de viajes y costumbres se fija de preferencia en el rasgo, la persona, el paisaje que sorprendan y, por lo mismo, interesen más a los leyentes; y éstos, en uso de la facultad de generalizar, propia del espíritu humano, toman la excepción por regla, el caso particular por hábito de todos, el personaje original y estrambótico como tipo de una especie o un género. Bien hace el señor Camacho, que no ha empezado aun a descender la cuesta de la vida, y no vio con sus ojos la sociedad de antaño, en atenerse a los sabrosos relatos de los viejos cronistas; pero quien alcanzó aquellos tiempos de entonces y los tiene grabados en el alma con la viva tenacidad de los recuerdos infantiles, se atreve a creer que entre Santa Fe y Bogotá no median sino accidentales diferencias, las que nacen del transcurso del tiempo, del aumento de población y riqueza y de los inventos científicos e industriales y que son una sola ciudad, idéntica a sí misma por el carácter, cualidades y defectos. Paréceme confirmar esta opinión el hecho de que los sesentones nacidos en el barrio de la Catedral vivamos tan orondos y satisfechos en nuestra capital, remozada por fuera; ya que para nada nos estorba andar por calles asfaltadas, alumbrarnos con luz eléctrica, transitar en automóviles y tranvías, e ir, por julio y diciembre, en pocas horas a orillas del Magdalena, cómodamente sentados y contemplando hechiceros paisajes desde las ventanillas del vagón.

   Hay más aún. Las reliquias coloniales y varios de los usos de aquellas épocas lejanas no se hallan en mi casa ni en la de mis coetáneos, sino en las más elegantes y modernas. Las alfombras quiteñas, mullidas y espesas, bordadas de flores y pájaros de encendidos colores; los brocados que fueron de pluviales y casullas; los dorados canapés de duro asiento y alto y retallado espaldar; las mesas esculpidas, pintadas de oro y carmín y sostenidas por garras de águilas o leones; los sillones monacales de resobado cedro, forrados en vaqueta cordobesa; el pesado armario a lo mudéjar; el bargueño enchapado de carey con taraceas de nácar; los platos y fuentes de Talavera; las soperas y bandejas de plata de martillo con repujados blasones; el cuadro místico de Vásquez Figueroa o Caballero; todo eso vive en los palacios a la última, ocupando sitio de honor en gabinetes y salones, atendido, mimado con cariñosa diligencia por sus dueños. Vosotros, señores, váis todos los días a la mesa a la hora acostumbrada por el virrey Mendinueta o por la marquesa de San Jorge, sólo que llamáis al almuerzo desayuno; a la comida almuerzo; five o'clock tea a la merienda y comida a la cena. De suerte que mis contemporáneos y yo somos, en realidad, los únicos reformadores de la venerable Santa Fe.

   Un pintor tan experto como el señor Camacho no podía incurrir en la falta de dibujar el retrato de su predecesor a plena luz. Son las sombras elemento indispensable al arte verdadero. Sólo Dios es lumbre purísima, y el hombre no puede contemplarlo sino a través de la lente empañada de las criaturas terrenas. La figura de Nuestro Señor Jesucristo aparece tan de relieve en el evangelio, porque le sirven de fondo la rudeza de los discípulos, la perfidia de los fariseos, la cobardía de Pilatos, la crueldad de los pretorianos.

   Tiene nuestro colega la delicadeza de no presentar como defectos los que por fuerza, como en toda obra humana, han de hallarse en las del eximio escritor y poeta, y se limita a poner las tachas al lado de las cualidades relevantes, para que semejen unas de tantas contradicciones como suelen advertirse en el carácter de los hombres de excepcional ingenio. Cúpome la honra de tratar por largos años al señor Marroquín en una intimidad que es de los pocos timbres que me envanecen y uno de los recuerdos más dulces de mi juventud, y soy osado a juzgar, aunque con temor de equivocarme, que las mentadas antinomias eran más aparentes que reales, y se explican recordando las diferencias que señalan los filósofos entre las múltiples facultades cognoscitivas y afectivas de la persona humana.

   Después del citado elogio al señor Marroquín, entra don Guillermo Camacho Carrizosa a tratar del verdadero asunto de su discurso, de la prensa diaria, y entona un himno de alabanza a aquella musa que lo inspira. Palas Atenea que lo sostiene en el combate y le ciñe a menudo las sienes con los laureles del triunfo. Aquí es donde nuestro compañero se muestra más ingenioso pensador: hierven los conceptos de la mente, la frase cabrillea como los luceros en noche despejada. ¡Qué ocasión para que uno de vosotros, señores académicos, se hubiera encargado de esta respuesta y fuera siguiendo paso a paso al orador, realzando discreto unas ideas, rectificando, galante y delicado, ciertos juicios, ensalzando como es de justicia el discurso del ágil y esforzado periodista! Al llegar a esta parte, me siento cohibido y temeroso, por el recelo de prolongar esta deshilvanada parla y por el de faltar a las leyes de la galantería para con el académico que hoy se sienta por primera vez entre nosotros. A un hombre en plena luna de miel no se le indican los lunares e imperfecciones de su novia.

   Además, si digo algo en mal del periodismo, podrá tachárseme de inconsecuente e ingrato, pues que de él he venido valiéndome sin cesar, desde hace ya cuarenta años, como instrumento de difusión y como arma de combate. Soy sacerdote y pedagogo y he tratado la materia que ahora tenemos entre manos en el pulpito desde el punto de vista religioso, y en la cátedra desde el ético y social; y no querría que tuviesen mis palabras sabor de sermón o de conferencia escolar, lo que sería falta imperdonable de tacto. El ministro de Dios, por rudo e ignorante que se lo suponga, es siempre en el ejercicio de su cargo superior a su auditorio, cierto como está de su doctrina, predica con autoridad y arguye, ruega, increpa a los dóciles oyentes. Enseña de lo suyo el profesor de filosofía, pero tiene sobre los alumnos el ascendiente del cargo y de los años. En esta aula no soy maestro sino el menor de los discípulos y me estimo entre vosotros, a pesar de mis canas, párvulo de primeras letras.

   Los pasmosos adelantos, las invenciones y descubrimientos realizados de cuatro siglos a esta parte han acrecentado sin medida las facilidades y los goces, pero han creado un sinnúmero de necesidades, desconocidas antes, y para satisfacerlas apenas alcanzan los momentos del día y el breve término de la vida terrena. No hay cuando vacar unas horas a las tranquilas elaciones del espíritu, y sin embargo crece en todas las clases sociales el ansia de saber, pero en poco tiempo y con el menor trabajo posible. Y por lo tanto, el retrato ha sido reemplazado por la fotografía; el cuadro al óleo, la acuarela delicada, la primorosa miniatura, por estampas iluminadas; el mármol o la piedra de labor como materiales de construcción, por el cemento armado; y el libro por el diario.

   Esta última metamorfosis se ha verificado a través de varios siglos, lo que demuestra, a mi parecer, que no ha sido resultado de moda o de capricho, sino fruto maduro y estable del desarrollo social, y que responde a verdaderas necesidades de la civilización contemporánea. Hasta mediados del siglo XV de nuestra era, como lo sabéis mejor que yo, la sabiduría moraba recluida en los preciosos manuscritos, compuestos de finas hojas de vitela, dibujadas letra a letra por algún sabio benedictino, que solía emplear la vida entera en la transcripción de un solo códice. Empastados en recio y reluciente pergamino, con las sobrepuestas armas y cifras de sus dueños, cerrados con artísticos broches de oro y esmalte, hallábanse sujetos a los anaqueles por cadenilla de plata. Cada ejemplar de aquéllos era una joya, accesible sólo a la fortuna de papas y príncipes, monasterios y universidades. Para acercarse a un libro, tomarlo en las manos, consultarlo o leerlo con nimias precauciones que evitaran el menor desgaste, se requerían valedores y empeños y una multitud de enojosas formalidades. Así me explico la erudición pasmosa de un Durando, un Escoto, un Tomás de Aquino. ¡Con qué diligente atención se estudiarían las páginas! ¡Qué esfuerzo mental para retener en la memoria lo aprendido! ¡Cuánta fidelidad para conservar las citas, transcribir los pasajes más salientes, resumir en breves líneas la doctrina!

   El descubrimiento de la imprenta, precedido de la invención del papel, transformó muy a lo hondo la lectura. Lo que antes era privilegio de pocos se hizo común a muchos y los hombres de mediana fortuna pudieron concederse el lujo de poseer una veintena de volúmenes. Los primeros que salieron de la prensa eran muy semejantes en la forma a sus ilustres mayores; y el pesado infolio, impreso a dos columnas, sin división de párrafos y apartes, en grandes letras de Tortis, con iniciales historiadas, gruesa pasta de piel y chapas y manecillas metálicas, no se diferenciaba por de fuera de los antiguos manuscritos. El libro fue abreviándose más y más de formato y de precio y se multiplicó como las arenas del mar. Si se reuniesen los que se estamparon en el pasado siglo, creo que formarían una pirámide tan elevada como una de nuestras cumbres andinas. ¿No habéis abrigado, señores, el temor de que la instrucción haya perdido hacia lo profundo lo que ha ganado en superficie? Desde que el libro es mío, sabedor como soy de que le puedo reemplazar a poca costa, ya perdió la mitad de su prestigio y lo leeré por saber lo que contiene, por disfrutar de elegancia de estilo y bellezas literarias; pero, ¿a qué fatigar el cerebro, con textos, nombres propios y fechas cuando todo se halla a mi alcance con sólo levantarme del asiento? Me forjo de buena fe la ilusión de saber lo que saben dos centenares de libros escogidos que forman mi modesta biblioteca. Sobra apuntar que esto que me sucede a mí no reza, señores académicos, con ninguno de vosotros.

   Así como al códice sucedió el incunable, y al ponderoso infolio el leve volumen en octavo, el libro, para muchas gentes, ha venido a ser sustituído por el diario. Nada hallo en mi corto ingenio que añadir a lo mucho que en elogio y a lo poco que en vituperio de este educador de la sociedad contemporánea, ha dicho el señor Camacho Carrizosa. Acaso en sólo un particular, difiero de su dictamen. El cree en el influjo del periodismo, pero lo defiende con cierta timidez, como a punto sujeto a controversia. Para mí el predominio de los diarios no es materia de opiniones: es una verdad casi axiomática. Dejando a un lado los anales de países extranjeros, puede afirmarse que todas nuestras guerras, revoluciones y mudanzas, benéficas o nocivas, han sido causadas por la prensa —las excepciones confirman la regla general— de tal suerte que podría escribirse una historia crítica nacional, cuyas partes llevaran por mote el nombre de algún periódico; y no habría quien no supiera de antemano el contenido de los capítulos titulados La Bagatela, La Bandera Nacional, La Civilización, El Tiempo, El Mensajero, El Tradicionista y La Luz...

   Si el hecho se impone con evidencia, no son fáciles de conocer las causas que lo determinan. No se diga que la principal de ellas es la eficacia de la palabra humana, imagen del Verbo divino por quien fueron creadas todas las cosas; porque la expresión hablada tiene la autoridad de quien la profiere, mientras que aquel mismo concepto estampado en un diario aun con la firma de autor desconocido o mal acreditado, es cosa augusta e intangible, la voz de la prensa, de la diosa de la sabiduría en nuestro siglo descreído. Ni cabe tampoco pensar que sea productora del fenómeno la reverencia que las letras de imprenta despiertan en la mayor parte de las gentes, porque jamás el libro ocasionó los bienes y los estragos del periódico. ¿Será debido a que este último se estudia con mayor aplicación y detenimiento? Todo lo contrario: llega a nuestras manos por la mañana, cuando estamos urgidos a principar los quehaceres, o por la tarde cuando ya nos ha rendido la fatiga. La persona toma el diario con avidez, lo desdobla nerviosamente, recorre los epígrafes, lee a la ligera lo más interesante para él y arroja el impreso a la cesta de los papeles inservibles.

   Las causas generadoras del imperio del periódico son hondas y complejas, con raíces en la psicología y en las ciencias sociales, y no pretendo ahora escudriñarlas. El señor Camacho quiere prensa libre, perfectamente libre; responsable, eficazmente responsable. Es la fórmula de nuestra carta fundamental y excluye la libertad de imprenta sin limitación alguna, que ha sido reprobada por la Iglesia. Afirma nuestro compañero que los males de la prensa sólo con la prensa se corrigen; pero me parece que al pedir responsabilidad para ella, implícitamente reconoce, como remedio a los abusos, el temor a la sanción justa y eficaz, establecida de antemano por la ley y aplicada por un juez inteligente e imparcial. He leído en célebres tratadistas de derecho penal que es mejor prevenir los delitos que verse en la obligación de castigarlos. Mis votos son porque el periodismo se funde en la verdad, se inspire en la justicia, se modere con el respeto y se encamine al engrandecimiento de la patria.

   Señor Camacho: en nombre de la Academia Colombiana, correspondiente de la Real Española, os declaro en posesión de la silla de número para la cual fuisteis merecidamente electo. Hasta ayer nos habíamos ufanado dándoos el nombre de amigo; desde hoy nos honramos al consideraros como colega nuéstro.

DISCURSO DE RECEPCION

Por Rafael María Carrasquilla

   Señores académicos:

   El padre Lacordaire empezó su discurso de entrada a la Academia Francesa con estas palabras: "Os agradezco que me hayáis hecho académico y que me hayáis nombrado en reemplazo de monsieur de Tocqueville." Imitando al ilustre predicador dominicano, guardada la inconmensurable distancia que media entre los dos, principiaré por daros las gracias por haberme llamado a formar parte de vuestra docta corporación y por haberme designado para ocupar el puesto del señor don Sergio Arboleda. Porque si es honra grande venir a ser vuestro colega, es señaladísima sentarse en el sillón que dejó vacío aquel profundo y sesudo escritor, magnánimo servidor de la república, genuino representante de la vieja escuela conservadora.

   ¿Por qué me habéis nombrado académico? Si los méritos literarios se heredaran, si amar apasionadamente las letras equivaliera a cultivarlas con provecho, entendería yo los móviles de vuestra conducta. Pero como el llevar un apellido que ilustraron los antepasados no supone merecimiento, como la simple afición a la buena lectura no da entrada a institutos como éste, será preciso buscar otra explicación al honor que me habéis hecho. Pensasteis que algo faltaba a la Academia Colombiana, a pesar de componerse de cultivadores meritísimos de todos los ramos del humano saber, de literatos cuyos nombres, traspasando los patrios linderos, se pronuncian con respeto en América y España. En vuestras reuniones echabais menos la sotana negra del sacerdote, el traje que vistieron Rioja y Rodrigo Caro, Lope y Calderón, Mariana y Solís, y en tiempos menos remotos, Lista, Gallego, Balmes. Cierto que entre vuestros correspondientes figuran de tiempo atrás varios miembros del clero colombiano: el misionero de los guajiros que, para dar tregua a sus apostólicas tareas, ora pulsa la cítara para ensalzar a Nuestra Señora, ora emboca la trompa épica, y en poema desordenado y desigual, pero rico de originalidad e inspiración, canta a Pío IX y al Concilio Vaticano 1; tenéis al docto obispo de Popayán, versado en ciencias divinas y en humanas letras 2; y hasta hace poco tuvisteis al ilustrísimo señor Paúl, nuestro llorado arzobispo, de quien no podría hablar sin quedarme corto en los elogios. Pero quisisteis que hubiera además un eclesiástico que compartiese vuestras habituales labores, y dispusisteis que participara yo, a falta de méritos propios, de los eximios vuestros. Sólo que hubierais debido, mejor que en mí, fijaros en cualquiera de los sacerdotes que me aventajan en saber y en literatura, y a quienes acato como a preceptores y modelos. Acertasteis en llamar a un miembro del clero; errasteis por sobra de bondad en preferirme. Os diré lo que el ilustre Hartzenbusch a nuestro don Rufino Cuervo: "Dios os pague la benevolencia, Dios os perdone el yerro."

   Al buscar asunto para este discurso, quise hallar alguno que, sin ser ajeno al fin de la Academia, armonizase con lo que es materia de mis modestos estudios, versara además sobre algo relacionado con la literatura nacional y, por no haber sido tratado expresamente por vosotros, presentara novedad para disimular lo vacío de pensamiento y desnudo de galas de mi estilo. No hube de vacilar mucho para encontrar lo que deseaba. Tenía sobre la mesa un libro, escrito por el más eminente de nuestros autores coloniales; libro exiguo de tamaño, pero rico de primores en el fondo y en la forma; viejo compañero mío, a quien a menudo fui deudor de ratos de esparcimiento, de saludables enseñanzas para mí y de consejos para edificar a los demás; mina inexhausta, de piedras preciosas que engastar en sermones y pláticas espirituales; obra sin embargo apenas conocida de unos pocos, ignorada aún de las personas devotas que van a buscar en pobrísimos libros extranjeros lo que a rodo tenemos en nuestra propia casa.

   Sorprendido quedará alguno de mis oyentes ajenos a la Academia cuando sepa que el escritor de que se trata fue una mujer, y no comoquiera, sino monja clarisa; y lo que es más extraño, que floreció hace como doscientos años, es decir, en aquella época que los progresistas de España nos enseñaron a llamar de servidumbre, oscuridad y retroceso.

   Ya vosotros habéis comprendido, señores, que intento hablar de los escritos de la madre Francisca Josefa de la Concepción Castillo, únicos, entre los que aparecieron durante la Colonia, dignos de parangonarse sin desdoro con las obras del siglo de oro de las letras peninsulares.

   Como la historia de la ilustre escritora es tan desconocida como sus obras, mezclaré con las noticias sobre ellas algunos breves rasgos biográficos, tanto más útiles cuanto que no es fácil conocer los afectos de la autora sin tener en cuenta los principales sucesos de su vida. La mística aprendida sólo en teoría no da de sí sino escritos contrahechos y mediocres, y los grandes místicos son los que dicen con palabras lo mismo que enseñan con sus obras. Comenzaré por algunas breves reflexiones sobre lo que es la mística en general; procuraré en seguida daros a conocer, aunque someramente, a la autora y las dos obras que de ella nos quedan: la Vida y los Sentimientos espirituales. Haré, en obsequio vuéstro, por ser lo más breve y conciso que me lo permita el asunto.

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*    *

   El hombre, rey de la creación, hechura predilecta de Dios, tiene, sobre los demás dones que recibió en herencia, voluntad libre para querer lo bueno. Tan necesario es a nuestra alma el amor, que al verse despojada de él se marchita y muere, como flor sin sol ni lluvia, como ave a quien cortan las alas, como pez fuera del nativo elemento. Mas ¿dónde hallar objeto digno de nuestro corazón? No en las criaturas irracionales, porque lo material y caduco no alcanza a colmar un alma espiritual e imperecedera; además que el universo físico es esclavo del hombre, y la amistad del siervo no basta a la felicidad del monarca. Pero ni siquiera en nuestros semejantes encontramos con qué satisfacernos. Quedamos por el pecado original tan caídos y maltrechos, pero sin perder nuestros anhelos por la verdad y el bien, que el hombre viene a ser muy poca cosa para su mismo amor. Necesitamos de Dios que, por infinito, puede llenar un alma cuyas aspiraciones crecen a medida que las va satisfaciendo. Pero aunque el entendimiento humano es capaz de elevarse por sí mismo a conocer a Dios, y aunque pudiera la voluntad cobrarle cierta afición meramente natural, la experiencia enseña que los pueblos dejados a sí propios rebajan a la Divinidad bajo el nivel del hombre, y que sin auxilio de lo alto, posponemos casi siempre el Creador a la criatura. El cristianismo nos trajo del cielo la fe para conocer a Dios y la gracia para amarlo dignamente. Mas a los principios de la vida espiritual, la noción que alcanzamos de lo sobrenatural es discursiva y en extremo imperfecta; y nuestro amor puramente estimativo no es poderoso a vencer los apetitos de la parte animal sin la reñida pugna con ellos, que hace de nuestra existencia terrena una continuada milicia, según la expresión de la Escritura 3.

   Cuando la fe del cristiano es viva, cuando gracias eficaces de lo alto lo inclinan a elegir el bien, principia a penetrarse de lo hermoso de la virtud, lo feo del vicio; lo cierto de las verdades reveladas, lo deforme de la incredulidad; la grandeza del cielo comparada con la ruindad de la vida presente; y entonces mueve el Señor la voluntad, pero no como empuja el capataz al esclavo aherrojado, sino como sostiene y conduce la madre al niño que pretende caminar y a quien se lo veda la debilidad de la infancia. Cóbrale entonces el cristiano tedio a la existencia terrenal, desnúdase de mundanos afectos, rompe las ataduras que lo ligaban al mundo visible, y principia, con alas que le prestan la oración y el amor, a encumbrarse a las alturas en busca del aire purísimo que en ellas se respira.

   Aquí tocamos a los linderos de la mística; aquí entrevé el espíritu algo de las claridades del cielo; el conocimiento de Dios raya en intuición; la voluntad sigue obrando y eligiendo libremente, pero dejando percibir menos el esfuerzo, como el águila cuando en las regiones del cielo se sostiene sin ningún movimiento aparente.

   Hay dos clases de misticismo: el uno legítimo, nacido de fe y de amor; espurio el otro, hijo de ignorancia y orgullo. Tienen comunes rasgos que los asemejan, como la moneda falsa se parece a la de buena ley; pero son analogías puramente exteriores: al penetrar un poco en la sustancia de las cosas, se los encuentra no sólo distintos sino opuestos. Tiene el uno su raíz en las doctrinas evangélicas; el otro, en delirios gnósticos o panteístas; uno se funda en la humildad; en la soberbia el otro; aquél desata el alma de aficiones terrenas; éste conduce a los desórdenes sensuales; el misticismo cristiano acrecienta la libertad del alma; el heterodoxo es fatalista, negador del albedrío; el uno engrandece; el otro rebaja; no impide el primero cumplir los prosaicos deberes de la vida real; trueca el segundo a sus víctimas en semifatuos o sonámbulos.

   Como Dios ha establecido en su sabiduría infinita que todo, así en el orden de la naturaleza como en el sobrenatural, se rija por leyes fijas y constantes, la unión del alma con Dios las tiene, siempre invariables en sustancia, para salvar el principio de la unidad; mudables al aplicarse, en gracia de la variedad, que es fuente de toda hermosura. Se desprende de aquí que la mística en cuanto nos ofrece reglas ordenadas para ascender hasta el Creador, es arte; y prueba de ello tenemos en los ejercicios espirituales de san Ignacio, que son camino para que el pecador, en breve tiempo, mediante la buena voluntad fecundada por la gracia, pase desde la enemistad con Dios hasta las últimas gradas de la contemplación y el amor. Fúndase este arte en la naturaleza humana, siempre igual a sí misma, y en el orden de la gracia, que nace de la inmutable sabiduría divina. Al escudriñar los fundamentos de la mística, averiguar sus primeros orígenes y sus últimas causas, de arte se eleva a ciencia, ya filosófica, cuando en las investigaciones nos alumbramos con la razón natural; ya teológica, si marchamos a las brillantísimas claridades de la revelación divina.

   Es sobre lo dicho la mística madre y maestra de una literatura especial, la más alta, anchurosa y profunda que ha engendrado jamás la mente humana. Dominio de esta literatura es el universo corpóreo, pero no inanimado e insensible, sino vivificado por la presencia de Dios, cuya huella es la naturaleza, según la profunda y hermosa expresión de san Buenaventura. El mundo, así considerado, no empequeñece sino que ensancha el espíritu, para quien los astros, cuando aparecen como roturas del manto negro del cielo, al través de las cuales pasan las claridades de la gloria, son pálido reflejo de la luz divina indeficiente; los hechizos de la naturaleza son descolorida imagen de la hermosura del Hacedor Supremo; el rayo, juguete de su poder; la extensión de los mares, símbolo de su inmensidad. Al calor del sentimiento cristiano, mejor que al influjo del numen tutelar de las letras paganas,

   Hasta aquí el escritor místico no pasa del vestíbulo de su regia morada: después de contemplar el mundo entra a conocer su propia alma, y la estudia y la describe con delicadeza y profundidad incomparables. Ve en ella no ya el vestigio sino la viva imagen del Creador, y en las potencias humanas el trasunto de los divinos atributos; y traduce aquellas ideas en palabras coloridas por la imaginación, y calentadas por el sentimiento, y ataviadas con las galas de la poesía; tan sencillas y familiares, que todos las entienden; tan profundas, que los sabios nunca acaban de analizarlas asombrados; y sin que ni luz, ni calor, ni sencillez, ni ricos adornos, obsten a la filosófica precisión ni a la exactitud que la verdad reclama.

   Y como subió del mundo al hombre, asciende la literatura mística a buscar en Dios mismo raudales de inspiración y elocuencia; y cuando trata del ser divino, de la suma bondad, nos parece la palabra inflamada del escritor, no humana, sino de labios angélicos aprendida.

   Para legítimo orgullo de cuantos pertenecemos a la familia española y hablamos la lengua de Castilla, España entre las modernas naciones aventaja a las demás por el número y calidad de sus autores místicos, de suerte que no hay idioma vivo que a los nombres de san Juan de la Cruz y santa Teresa pueda oponer otros sin desdoro; esta primacía, extraña a primera vista, no es muy difícil de explicar. La mística necesita ante todo fundarse en creencias firmísimas, en dogmas claros y ciertos, cual sólo existen en el seno de la Iglesia católica, como el ave ha menester punto de apoyo antes de alzar el vuelo; y es sabido que la raza española de todas se distingue en lo puro y firme de su fe, y es refractaria a la herejía, nunca establecida sino de un modo pasajero y accidental en su seno.

   Obsérvese también cómo el florecimiento de la mística coincidió con la época de mayor gloria política, literaria y científica de la madre patria. En el siglo XVI, cuando en España había tanto varonil y levantado, lo difícil era no sentirse un hombre capaz de realizar prodigios; en nuestra época la mezquindad refinada y culta en que vivimos, empequeñece a los individuos y afloja y desgarra los caracteres. Y ¿quién ha de sacudirse del polvo terreno para contemplar sosegado las obras del amor divino, cuando apenas bastan las fuerzas para luchar contra los enemigos y para evitar los obstáculos del siglo, e ir remontando a fuerza de remo la desatada corriente de la revolución moderna?

   La gente española recibió del cielo, a cambio de otras prendas en que la exceden ajenas razas, cierto desprecio nobilísimo por los intereses puramente materiales, marcado espíritu de abnegación y sacrificio, y delicadeza exquisita para estimar la belleza comoquiera que se le manifieste; y si a esto se agrega que aquel pueblo es dueño de una lengua, hija mimada de la latina, parecidísima a su madre en la majestuosa hermosura y varonil talante y en prestarse a la expresión de toda suerte de pensamientos, así los tiernos y delicados como los sublimes y profundos, se comprenderá sin esfuerzo la preexcelencia de la literatura mística española.

   Al pasar los peninsulares a tierra americana, trajeron junto con los defectos las egregias dotes de su raza, y pudieron cultivarlas templando mejor las voluntades con los azares y penalidades de la conquista, heroicamente sobrellevados, y sin perder ni las creencias, ni el amor a la tierra natal, que, encendido por la ausencia, los hacía bautizar con nombres españoles las regiones descubiertas y las ciudades que iban fundando, y crear un Nuevo Reino de Granada, y echar las bases de nueva Santafé, cuya situación al pie de los Andes y a raíz de nuestra hermosa sabana, les recordaba la sierra Elvira y las llanuras regadas por el Genil.

   No es raro que en estas comarcas la raza española ofreciera muestras de su ingenio, muy semejantes a las que daba en la Península, y que podamos ufanarnos de una escritora mística seguidora de las huellas de santa Teresa.

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   La vida de nuestra monja tiene marcadas analogías con la de su insigne predecesora y maestra. Entrambas nacieron de limpio y honrado linaje; dieron ambas precoces señales de afición a la piedad cristiana, de que las apartó un instante la lectura de libros profanos; abrazaron la profesión religiosa; y a fuerza de padecimientos exteriores y de internas arideces y tribulaciones, pudieron llegar por el olvido de sí mismas y la presencia de Dios en sus almas, a lo más subido de la contemplación. Una y otra escribieron movidas por instancia de sus confesores, y se parecen, al hablar, en tersura y naturalidad hermanadas con exquisita elegancia. De ahí en adelante la madre Castillo se diferencia de santa Teresa lo bastante para que su carácter adquiera a nuestros ojos facciones propias que lo individualicen. No tiene ella, a par de sus lauros de escritora, la gloria de haber reformado su propia orden; ni salió jamás de su convento, ni tuvo trato con personas de fuera; y su correspondencia por cartas no pasó de algunas brevísimas a los confesores. Su vida no fue alternativas de amarguras y consuelos; a excepción de pocos y fugaces regalos, vivió enclavada sin tregua en la cruz, y aún los raptos y deliquios que le otorgó el Señor más eran para causarle penas que para brindarle dulzuras.

   El lenguaje de sus libros es menos rico que el de santa Teresa, pero más natural y fluido; no tiene el estilo de nuestra autora tantos donaires delicados como los que embelesan en la reformadora del Carmelo; es menos correcta, pero igualmente castiza; no tan profunda, pero lo mismo de tierna y delicada; admira menos, pero edifica en sumo grado.

   Francisca Josefa del Castillo y Guevara nació por los años de 1671 en Tunja,

   como la ha llamado alguno de vosotros con filial cariño.

   Que Dios, a semejanza de lo que suele hacer con muchos escogidos suyos, anticipó en la futura religiosa las infusiones de la gracia al clarear de la razón, lo revelan estas palabras: "Decían que, aún cuando apenas podía andar, me escondía a llorar lágrimas, como pudiera una persona de razón, o como si supiera los males en que había de caer ofendiendo a Nuestro Señor y perdiendo su amistad y gracia. Tuve siempre una grande y como natural inclinación al retiro y soledad, tanto que, desde que me puedo acordar, siempre huía la conversación y compañía, aún de mis padres y hermanos" 4.

   A los doce años de edad cayó en lo que llama vida de vanidades y locuras, no mayores por cierto que las permitidas en el mundo a cualquier doncella cristiana y recatada. Cómo se explique el juicio severísimo que hacen las almas perfectas de aquellos pasatiempos, es punto que merece entenderse. No se estiman los humildes en menos de lo que son, porque eso sería engañarse y en el engaño no puede estar fincada la virtud, sino que más se exige al que mayores dádivas recibió; y tal acción, inocente en el común de los cristianos, es grave señal de tibieza en el llamado a llevar vida más ejemplar y ajustada.

   No era para el siglo mujer dotada tan muníficamente por Dios como la madre Castillo, y así fue conducida por modo providencial, y no sin que le costara penoso esfuerzo, al convento de clarisas. Sería injuria a vuestro recto sentir, señores académicos, ponerme a deciros cuán distinta es en realidad la vida del claustro de lo que fingen novelistas a la francesa y desorientados autores de leyendas románticas. A creer lo que nos dicen, la vida monástica agota y seca todas las facultades humanas, procurando en cambio a quienes la abrazan inalterable serenidad y reposo; de suerte que el monaquisino es un modo de suicidio lento, menos inmoral que el veneno y la soga, inventado para personas que dejan el mundo después que él las tiene abandonadas. La perfección cristiana engrandece, no enerva; desata la libertad del espíritu, no la adormece, y brinda suavísima paz, pero aquella que no conoce ni puede dar el mundo. El camino del cielo es el real de la santa cruz, y el claustro es el sendero más corto para la bienaventuranza. Quien se refugia a él en busca de espinas, encuentra entre los abrojos hermosas flores; quien lo solicita cobarde como lugar de inactividad y reposo, no halla sino punzadoras zarzas. Cierto que el monje está menos en contacto con el mundo, pero tiene que habérselas más recio contra la carne y el demonio; la soledad lo defiende contra muchos peligros, pero engendra el tedio, mortal enemigo de la virtud; el trato íntimo con reducido e idéntico número de personas hace, de contradicciones que sólo fueran en el mundo simples alfilerazos, puñaladas mortales que atraviesan el corazón.

   Tales sinsabores no faltaron a la madre Castillo; cobráronle aversión algunas de sus compañeras; negábanle aún el preciso sustento; a voces la apellidaban loca, visionaria, y vinieron a arrebatarle el único consuelo indisponiéndola con el confesor, hasta entonces blando y misericordioso con ella.

   Nuestra mística autora apenas pisó los umbrales del monasterio, empezó a crecer en conocimiento y amor, y a confiar al papel sus luces y las ascensiones de su corazón; y como iba escribiendo cada día lo que pasaba en ella, sin esfuerzo de ingenio puedo ir narrando su vida espiritual, al mismo tiempo que analizándole afectos y doctrinas.

   Hay una escuela mística que no sólo avasalla por completo el entendimiento al amor, sino que anonada el primero en obsequio supersticioso del segundo. No caen en la cuenta de que si la voluntad, potencia ciega, guía al ciego entendimiento, ambos caerán en la hoya. El conocer es antes que el amar, aunque la voluntad a su turno tenga poderoso influjo sobre el entendimiento, como los cuerpos brillantes alumbrados por un foco luminoso le aumentan la intensidad al reflejar los rayos que de él reciben. No lo piensan así los místicos ortodoxos, no la madre Castillo quien afirma: "El camino llano y seguro para Dios es conocer a Dios y conocerse a sí mismo. El alma encerrada y presa en la carne mortal, conociendo al sumo bien, lo amará y apreciará; y conociendo sus propios males, miserias, vilezas y culpas, se despreciará y temerá, mas no por esto desfallecerá, porque el camino que le muestra la doctrina de Cristo es camino, verdad y vida" 5.

   Ya tuve ocasión de insinuaros al principio cuál es la doctrina de san Buenaventura: el alma conoce primeramente al Creador, por el mundo que es huella de los divinos pasos; en seguida por el hombre, hecho a semejanza divina, y en fin por la idea abrigada en nuestra mente de un ser infinitamente perfecto y de un Señor dotado de bondad sin límites. Hasta aquí la ideología mística es la misma exactísima de santo Tomás, que nos hace pasar del mundo sensible al hombre, y de entrambos a la noción de Dios. Pero la filosofía tomista trata de cada ser, sin considerarlo principalmente como escalón para remontarse al cielo, mientras que la escuela mística va apenas tocando de paso a las criaturas, con la mente siempre fija más y más allá; y cuando llega a la deseada meta y abre los ojos a las claridades divinas, vuelve desde la cumbre a considerar la senda recorrida, a la luz nueva y brillantísima que se le ha revelado: "Me parece diferente, dice la madre Castillo en la parte inédita de sus afectos, hallar las cosas creadas en Dios, o a Dios en las cosas creadas, como es diferente buscar de noche o encontrar de día." Por eso satisface más al entendimiento la serena exposición de santo Tomás, y enciende mejor el corazón la arrebatada filosofía de san Buenaventura.

   El conocimiento acarrea consigo el amor, porque ¿cómo sería posible contemplar de cerca al sumo bien y no irse tras el suave olor de sus perfumes? ¿Y cómo no desvivirse el amante por buscar el trato del amado? Mas como en esta vida el cuerpo sirve de obstáculo para la perfecta unión, gime el espíritu porque se le ha prolongado el destierro, quiere desatarse para reinar con Cristo. De modo que la mística tiene por principio el conocimiento de Dios; por impulso, el amor; por alas con qué alzarse, la oración; por fin último, el cielo. Estas cosas marchan paralelas, y así no se ha escapado de seguro a vuestra penetración la analogía muy fácil de percibir entre el Itinerario de san Buenaventura, que indica el camino del entendimiento, la Subida del Carmelo de san Juan de la Cruz, que enseña la vía del amor, y las Moradas de santa Teresa, donde se aprenden los diversos grados de oración.

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   Cuando el alma quiere subir al sagrado monte, se para breve espacio en las primeras ondulaciones que forman la falda y divisa perfectamente desde allí todas las criaturas terrenales. Barrunta el viajero, por la hermosura del paisaje que se desarrolla a sus pies, las bellezas que se le descubrirán cuando llegue a la cumbre; tiene los ojos en la tierra y el corazón en la altura. Recostado en aquel sitio escribió sus versos fray Luis de León. Si sólo se miran sus pensamientos y frases, les conoce el lector la procedencia horaciana; y sin embargo en el lírico latino no se descubre sino afición a vida quieta y reposada, que deje espacio para gozar de lo presente sin las privaciones de la pobreza ni los hastíos y cuidados de la opulencia; mientras que pensamientos análogos, al pasar por boca del poeta agustiniano, hacen sentir al espíritu la ausencia de la patria verdadera, le inspiran nostalgia del cielo. Es porque la poesía, a semejanza del hombre que la traduce, consta de cuerpo y alma: el primero es lo que leen los ojos y escuchan los oídos; la segunda no se alcanza con el sentido sino con el espíritu, o mejor dicho, no se percibe sino que se adivina.

   Una de las cosas que más embelesan en fray Luis es aquel arte escondido con que nos hace a vista de lo temporal suspirar por lo eterno, sin dejarnos saber el cómo, sin presentar casi ninguna aplicación directa. Cuando nos trasladamos con el poeta al huerto arrecostado en la ladera del monte, cubierto en los meses primaverales de hermosas flores, regado por airosa fuentecilla que hasta llegar corriendo se apresura; y aspiramos los mil aromas que el aire al orear los árboles nos brinda, y escuchamos el manso ruido con que las ramas se cimbrean, nos creemos, no en vergel plantado por terrenas manos, sino en los inmarcesibles jardines del paraíso. A vista del firmamento, adornado de innumerables luces, de la luna que mueve la plateada rueda y de los luceros que concertadamente se mudan, piensa el ánima que no son ellos sino "antorchas visibles que alumbran los invisibles atrios de la Jerusalén celestial" 6; y en la música que hace serenar el aire y lo reviste de hermosura y luz no usada, se nos antoja oír cierta resonancia de las melodías celestiales, compuestas no de notas sino de afectos y pensamientos acordes.

   La madre Castillo es maestra en infundir soplo de vida sobrenatural a las criaturas terrestres; sólo que al verlas, antes que a disfrutar las ventajas que le brindan, tiende a separarse de ellas: "Mira que dicen es símbolo de la imprudencia el pelícano, que anida en las eras más trilladas, y allí los labradores cercan el nido con heno o paja y le prenden fuego; él, viendo el riesgo de sus pollitos, baja a ponerse sobre ellos; viendo que el fuego se va acercando, bate las alas para apagarlo, pero esto sirve para encenderlo, hasta que comprehendido en su ignorancia, el fuego le quema las plumas, y allí muere cogido de los cazadores, él y sus hijuelos" 7.

   Este pasaje no perdería, puesto al lado de las delicadas y risueñas comparaciones de san Francisco de Sales. Escuchad ahora lo que sigue: "Las cosas inanimadas te enseñan este recato: la tierra oculta en su seno el oro y piedras preciosas, el agua inclina todo su peso a esconderse, el aire parece que siempre huye, el fuego ansia con todas sus fuerzas por subir y alejarse. ¿Pero qué las criaturas en cada elemento? Los leones y fieras de las selvas tienen sus lugares apartados donde se ocultan; el erizo busca su refugio en la piedra; el ciervo en lo alto de los montes, y así el cabritillo y los hijos de los ciervos; el águila anida en lo más alto y tajado de las peñas; la paloma se aleja, huye y descansa en la soledad; la tórtola se esconde en los agujeros de las peñas, en las cavernas del cercado; el pájaro hecho solitario busca lo alto de los techos; la lechuza se oculta entre las ramas; los peces se sepultan en el fondo del mar; aún el sol conoce su ocaso y su escondrijo... Si fueres como el gusano entrando al corazón de la hiedra en la consideración, en breve espacio caerá seca la vanidad e inconstancia de la vida. Entonces te asentarás entre los príncipes de tu pueblo, cuando edificares en la soledad tu sepulcro" 8.

   El fabricar este sepulcro de que trata aquí nuestra autora no es cosa fácil, ni se consigue sin reñida pelea con nosotros mismos, y a veces sin sudar sangre por todos los poros del corazón. Porque como se desnude el alma de las criaturas, y tarde en dejarse sentir el Creador, queda vacía a lo que parece y en tinieblas; y esta es aquella noche oscura del sentido que dice san Juan de la Cruz. La oración entonces se vuelve árida y dificultosa; no llega el agua de la divina gracia al espíritu sino "de muy lejos, por muchos arcaduces y artificio"9, y no sabe el ánima otra súplica que la de Nuestro Señor en la cruz: "Dios mío, ¿por qué me tienes desamparado?".

   Vais a saber esto mismo de boca de la madre Castillo:

   "Andaba el alma en aquellas ansias y deseos de Dios y con aquella presencia suya que he dicho; y una tarde pidieron la llave del sagrario para componerlo: y yo salí a adorar a Nuestro Señor Sacramentado, y luego sentí un alboroto interior, una ansia y un salir de mí que los pasos que daba eran como en el aire; y así estuve, que para saber si había rezado maitines lo pregunté a otra y me dijo había rezado muy bien. No sé cómo prosiga. Pasada la Semana Santa (que esto fue una cuaresma) empezaron a caer sobre mi alma unas nubes como de plomo. Cada viernes de Espíritu Santo, sobre la nube y apretura que tenía caía otra, y así se fueron doblando por todas aquellas siete semanas; y conforme crecía la pena, crecía y se avivaba el conocimiento de la majestad de Dios; yo no sé cómo era; sólo pienso será a ese modo la pena de daño de los condenados... Todo el día y toda la noche traía un temblor y pavor que no se puede decir cómo era; parecíame que era inmortal y que jamás tendría fin mi sufrimiento ni habría para mí muerte, sino aquella muerte inmortal que estaba viviendo" 10.

   El místico, después de aquella primera detención a contemplar las obras divinas que llevo dichas, torna a emprender camino y se para de nuevo en la mitad de la cuesta para tomar aliento. Ya el paisaje de la hondonada apenas se distingue y no llama la atención; todavía no se divisan las almenas de la cumbre. Vuelve entonces el espíritu sobre sí mismo y se sorprende al encontrar allí imagen viva de Dios y compendio de todo el universo creado. La ontología mística carece algo de precisión; la sicología es un portento de perspicacia, de observación, de exactitud. El alma reconoce ante todo su propia insuficiencia para los misterios celestiales, y apela a la fe, otra especie de noche oscura, no al sentido sino al alma. Y se llama noche la fe, con ser lumbre clarísima, porque "su luz, dice el príncipe de los místicos españoles 11, es muy desproporcionada y excesiva a la potencia" que ha de alumbrarse con ella. Este conocimiento de la vileza nuéstra, traducido en eficaz querer de la voluntad, es el que forma los humildes y fue quien inspiró a la madre Castillo las siguientes hermosísimas frases:

   "¡Que pueda el hombre ensoberbecerse, que pueda levantarse, que pueda esperar en sus fuerzas! ¿No es aquel desterrado del paraíso, condenado a muerte y trabajo? ¿No es aquel viandante pasajero que anda su camino al paso del día y de la noche, que compone la velocidad del tiempo y el andar del sol en el cielo? ¿No es aquel que tiene constituido tiempo para acabar su jornada en término de que no podrá pasar? ¿No es el que nace como flor y se cae como sombra? ¿No es el que del sepulcro del vientre salió para el sepulcro de la tierra, donde deshecho en polvo y vuelto en corrupción, será espanto a los unos, dolor a los otros, y olvido para todos con el tiempo?... Pues como ciega, como pobre y desnuda, hambrienta y menesterosa, llégate siempre al rico, poderoso y amoroso padre que sólo puede, sabe y quiere hacer el bien, y pídele confiada en su poder" 12. Notad cómo este pasaje concuerda a maravilla con el modo de oración que dice santa Teresa en sus Moradas: "Lo que habemos de hacer es pedir como pobres necesitados delante de un grande y rico emperador, y luego bajar los ojos y esperar con humildad" 13. A esta manera de orar compara la santa avilesa "el agua que mana de una fuente", pero que no corre, sino que "la mesma fuente estuviese labrada de una cosa, que mientras más agua manase, más grande se hiciese el edificio" 14.

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   Tengo prisa por llegar con la madre Castillo a la cima, y deciros cómo contempla las perfecciones divinas cara a cara.

   "La segunda causa, dice, de desfallecer el alma y corazón con aquel desmayo y ansia mortal, me pareció ser un conocimiento que Dios da de sí mismo, de manera que el alma, conociendo algo de aquel ser inmenso, lo que más conoce es que no conoce, y muere y arde por conocer su último fin y sumo bien. Parece que aquel conocimiento es como una palabra o una habla escondida, no como la que se articula o forma con la voz, mas como el rocío o como las gotas que destilan en la tierra, que despiertan su sed de conocer y amar un bien que es sobre todo bien, a vista de lo que el alma conoce sin conocer; esta luz del sol, aun cuando está más refulgente, la ve como una luz pintada o muerta" 15.

   Este conocimiento sin conocer que dice la autora, ¿no es por ventura el ni ojo vio ni oído oyó de san Pablo, arrebatado al tercer cielo? Sigue diciendo la madre Castillo:

   "Querría (el alma) volar y llegar a su centro, y se halla detenida de fuertes cadenas; desea un bien infinito para cuya dichosa posesión fue criada, y sabe que es su centro, y se ve lejos y desterrada en la región de la sombra y el olvido. ¡Ay de mí! ¡ay de mí! ¡que mi destierro se va alargando, y aún una hora de él pareciera prolongada!".

   Ved cómo corren parejas en este trozo la visión y el amor; observad cómo lleva este último a el alma a unirse y confundirse con su amado. Y el espíritu en esta última región ascendente se abraza con Dios por tan estrecho modo, que Creador y criatura, sin perder sus personalidades respectivas, vienen a ser como dos ríos que mezclan y revuelven sus ondas, como dos llamas cercanas que al elevarse se tocan y forman una sola, como dos pedazos de cera que juntos se derriten al calor del fuego. Y no es aquesta la unión egoísta y solitaria que finge el panteísmo germánico, sino al contrario, la que abraza en el amor de Dios a los prójimos todos, a quienes ama el hombre porque son amados del Señor. El discernir en la práctica la falsa mística de la verdadera, es habilidad a pocos concedida; pero aún el menos advertido podrá conocerlas en que una es indiferente para con los demás hombres, y la otra se traduce en obras de encendida caridad. Pero a qué esforzarme vanamente en explicaciones muy superiores a mi capacidad, cuando la madre Castillo lo exprime hermosísimamente en estos términos:

   "Parecía anegar a mi alma dos grandes abismos: el uno de la flaqueza, malicia e ignorancia de ella; el otro de la suma, infinita, inmensa grandeza, limpieza, sabiduría y omnipotencia de Dios. El un abismo llama al otro: el abismo del bien al abismo del mal para remediarlo, y el abismo del mal al abismo del bien para que lo remedie... Tú, Señor, como día claro, muestras al alma tus misericordias, queriéndote comunicar a ella con la avenida riquísima de tus bienes; y mi alma, como noche oscura, triste y fría, te ofrece sus cánticos en lamentos, así como la tórtola que toda es tristes arrullos cuando le falta su dulce compañera" 16.

   En este pináculo del monte, el espíritu ora con aquel modo que dice santa Teresa en la quinta de sus Moradas: "Que el alma ni ve, ni oye, ni entiende en el tiempo que está ansí, que es siempre breve." Lo mismo escribe de sí la madre Castillo en sus Afectos, cuando afirma que "Dios deja el ánima como muda, no sólo de palabras en su lengua, sino de conceptos en su entendimiento, que son las palabras del alma" 17. ¿Puede explicarse con más breves, hermosos y sencillos vocablos aquel verbum mentís de los escolásticos, cuya inteligencia nos costó a todos tamaños esfuerzos en las aulas?

   Desde las almenas de la cima, os decía antes, vuelve a contemplar el alma las criaturas por donde ascendió, y las mira a los resplandores de la divina lumbre. Sólo que en el cielo no habremos menester la consideración de las cosas en sí mismas, sino en los modelos eternos impresos en la mente divina y cuya copia son todos los seres creados. Esto no alcanzará el espíritu sino cuando se desate del cuerpo; pero el místico lo entrevé aunque como en enigma. Ya oísteis cómo miraba la madre Castillo a las criaturas, cuando por ellas iba remontándose en busca de su amado; escuchad ahora el concepto que forma de ellas en los momentos en que está absorta en la presencia de su Creador:

   "Siente el alma una gran confusión viendo en aquel clarísimo espejo de la vista de Dios patentes todos sus pensamientos, el principio, el medio y el fin de sus caminos. Alma mía... ¿por qué no miras y remiras en este espejo clarísimo del divino conocimiento y examinas como águila a la vista de este sol todas tus obras, palabras y pensamientos?" 18.

   Así aparece el alma propia, ¿cómo las criaturas sin razón? "Señor mío, sigue nuestra autora, no te desagrada la tempestad, pues en ella caminas; no la oscuridad y niebla, pues allí están tus huellas; no te enamora la hermosura y capacidad del mar, pues lo reprendes y haces secar; no te pagas de las corrientes de las aguas, pues las echas al desierto; no de la alteza de los montes, pues los conmueves; no de la hermosura de las flores, pues las dejas enflaquecer y marchitarse; no de la tierra, pues la haces estremecer; ni de sus poderosos poseedores, pues les muestras tu indignación. Señor, ¿qué te agrada? ¿qué te inclina? El que espera en ti, el corazón humilde que no confía en sí mismo, el que todo su ser resigna y deja en tus amorosas manos."

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   Despertad vuestros recuerdos, señores, y decidme si los pasajes que acabo de leer, tomados al acaso, y no los mejores del libro, no merecen rivalizar con los más exquisitos de los místicos del siglo de oro. ¿Qué os ha embelesado más: lo profundo del análisis, la propiedad de las voces, lo gracioso de los símiles, el maravilloso conocimiento de la escritura santa o el correr y deslizarse del estilo? El de la madre Castillo es como el agua pura, cuyo mérito está en no tener color ni sabor alguno, y por eso embelesa tanto la vista y apaga los ardores de la sed.

   ¿De dónde sacó ella, no diré aquel arte sino aquella carencia de arte? ¿Quién fue su maestro en el buen decir? ¿De dónde aquella inteligencia de los sagrados libros? Moza, y antes de hacerse monja, leyó comedias españolas, y en su espíritu dejarían huella la profundidad e ingenio, la riqueza y galanura de los dramáticos antiguos; tuvo en las manos las obras de santa Teresa, de quien mucho aprendió; y en el convento le enseñaron a leer el breviario y la Vulgata latina, única permitida entonces. Pero fue precisa especial iluminación divina para que llegase a conocer los más recónditos sentidos de la Escritura, y a entender el latín sin ayuda de preceptor alguno.

   Las obras de la madre Castillo asombran tanto más cuanto no floreció como santa Teresa en edad propicia a las letras, ni en tierra de Castilla, sino a fines del siglo XVII y comienzos del XVIII, cuando todos los que en Nueva Granada hablaban o escribían estaban dominados del más desaforado gongorismo, y en tierra americana, donde a vuelta de mayor pureza en el idioma por la ausencia de vecinos que nos contagien de frase extranjera, la lengua se ha empobrecido y limitado.

   Estoy lejos de proponer a la mística escritora tunjana como espejo de corrección: al contrario, es a veces desaliñada, llegando aún a mezclar en un mismo período, según nuestra abominable costumbre, el y el vos, dirigiéndose a idéntica persona; repitiendo desagradablemente una palabra en cláusulas vecinas, y siendo en ocasiones anfibológica en el empleo de los pronombres. Pero siempre es castiza, pura, elegantísima en escribir, rica en voces y giros, donairosa en las construcciones, exacta en los símiles, intachable en la doctrina, profunda en exponerla, y sobre todo sin rival en la tersura, sencillez y transparencia del estilo.

   También fue la madre Castillo poetisa, menor que prosadora; conceptuosa en los versos, aunque no tan alambicada como suele serlo en los suyos santa Teresa. Dejadme, para concluir agradablemente, citaros algunas de las cántigas con que esmaltó sus Sentimientos sor Francisca:

   Ahora decidme en conclusión, señores académicos: ¿qué se hizo entre nosotros la literatura mística? Colombia, en achaque de letras, ha conseguido pasmosos adelantos, como que puede ufanarse de tener poesía lírica digna de la más adelantada nación, y aún ensayo? estimables en el género de la epopeya; concienzudos trabajos históricos; crítica estimada en la Península. Nuéstro es un idilio rival de Pablo y Virginia, de Atala y de Graziela; de miembros de esta Academia han nacido trabajos filológicos que no desdeñarían por suyos Díez o Pott, reyes de la lingüística. ¿Dónde están los cultivadores de la literatura que forma la gloria de la madre Castillo? En vano los buscaremos: hemos vivido sesenta años de agitaciones y zozobras; la juventud se ha educado con la enteca y paralítica filosofía de Tracy; los claustros, asilos en todas partes de las almas místicas, cayeron bajo el soplo de la revolución; se rompieron, por mal entendido patriotismo, las relaciones literarias con España; dióse muerte en las escuelas a los estudios clásicos, y todo se amenguó, y más que todo, los caracteres de los ciudadanos. La mística es flor que no brota en los pedregales.

   Si nos persuadimos algún día de que los odios entre los ciudadanos son delito de lesa patria; si la filosofía cristiana conserva el puesto que ha reconquistado en los que habían sido por doscientos años sus dominios; si Cristo sigue reinando en la legislación y las costumbres; la juventud, nutriéndose a un tiempo con la leche de la doctrina cristiana y la miel de los estudios clásicos: cuando nos acordemos de que siendo españoles por raza, lengua y creencias, española ha de ser nuestra cultura, las disciplinas literarias que han florecido en corto radio, y medio ahogadas por abrojos, darán de sí inusitado esplendor, y brotará de nuevo la mística; que sobran aquí almas que conozcan la verdad y amen el bien y admiren la belleza, y sólo esperan que fecunden sus labores el fresco rocío de la mañana y los rayos benéficos del sol.


NOTAS
1 El presbítero Rafael Celedón, después obispo de Santa Marta.
2 El ilustrísimo señor Juan Buenaventura Ortiz.
3 Job, VII, 1.
4 Vida, capítulo I.
5 Sentimientos espirituales, afecto 94.
6 Don Peregrino Sanmiguel, El misterio de Dios.
7 Vida, capítulo XII.
8 Vida, capítulo XII.
9 Santa Teresa, Moradas cuartas, capítulo II.
10 Vida, capítulo XXIII.
11 Subida del monte Carmelo, libro II, capítulo III.
12 Sentimientos, afecto 77.
13 Moradas cuartas, capítulo III.
14 Moradas cuartas, capítulo III.
15 Sentimientos, afecto 18.
16 Sentimientos, afecto 15.
17 Afecto, 17, inédito.
18 Afecto, 17, inédito.
19 Sentimientos, afecto 45.

RESPUESTA AL DISCURSO ANTERIOR

Por José Manuel Marroquín

   En la Real Academia Española es cosa de regla que, en actos semejantes al que estamos celebrando, el director, o algún académico comisionado por él, pronuncie un discurso que sirva de contestación al del individuo que por primera vez ocupa su silla en el instituto. Lo numeroso de los académicos y otras favorables circunstancias hacen fácil en la Academia madre el cumplimiento de aquel deber. No sucede lo mismo aquí donde los académicos somos pocos, y donde cada uno se ve de continuo acosado por atenciones que muy poco tienen que ver con el cultivo de las letras.

   No hay que extrañar por tanto que a un discurso sustancioso, profundo y erudito como el del señor Carrasquilla, no se pueda dar otra contestación que la que por fuerza me he encargado de darle, la que de ninguna manera podrá servir para ilustrar más el asunto del discurso que acabamos de oír, ni otro asunto ninguno, sino para cumplir con una obligación de cortesía y para demostrar respeto a los usos establecidos.

   Si por una parte me es penoso ver que esta corporación no se halla bien representada en la actual solemnidad, por otra me es sobre toda ponderación satisfactorio el que me haya tocado dar la bienvenida al señor Carrasquilla. Para todos los individuos de la Academia su ingreso en la corporación es motivo de regocijo por las prendas que lo distinguen; para todos, pero singularmente para mí, porque la naturaleza de esas mismas prendas y el nombre que lleva hacen que se nos figure ver otra vez entre nosotros a un compañero amadísimo a quien no hace mucho tiempo separó de nosotros lo único que podía separarlo.

   La Academia dispuso que la recepción del señor Carrasquilla se efectuara en esta fecha, considerando que un acto que tan grato había de ser para la misma corporación y para sus amigos, era el más propio para solemnizar el aniversario de la fundación de Bogotá y el de su propia fundación.

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   Buscando yo documentos para escribir la biografía de don José Manuel Restrepo, di en el archivo de este nuestro ilustre historiador con un diario que él llevaba en 1817, cuando andaba viajando fuera de Colombia. En ese diario dice el señor Restrepo que en los Estados Unidos se encontró con don Antonio del Castillo, que había ido allá a tratar de hacer imprimir las obras de su tía, la madre Francisca, y añade, como compadecido del candor de su paisano, que qué cosa digna de ver la luz pública y de ser impresa en los Estados Unidos podía haber compuesto una monja tunjana del siglo XVII.

   Esta observación del señor Restrepo nos parece hoy injusta, pero debemos confesar que en lugar suyo nosotros también la habríamos hecho.

   Es ciertamente maravilloso que en aquel siglo, y en una población del Nuevo Reino, en que nada era favorable al cultivo de las letras, se haya compuesto un libro tal como los Sentimientos espirituales, y haya habido, no ya un autor, sino una autora; y no ya una autora adoctrinada por maestros, por libros muchos y varios y por el trato con el mundo, sino una autora encerrada desde sus primeros años en un claustro, capaz de producir obras de las cuales pueda decirse lo que acaba de decir nuestro nuevo colega; lo que de ellas han dicho literatos y humanistas como don Miguel Tobar, que afirma le asombran tantas bellezas como halla en los escritos de la madre Castillo, así de erudición sagrada y profana como de doctrina, conceptos elevados y dicción pura, elegante y aún poética; como el señor Groot, que en su Historia eclesiástica y civil juzga que la monja tunjana honra con sus producciones la literatura nacional; como Vergara y Vergara, que la apellida el "escritor más notable que tenemos"; como el grande arzobispo Mosquera, para quien los escritos de aquella religiosa "están llenos del buen olor de la virtud y endulzan las amarguras de la cruz"; como el señor Menéndez y Pelayo, que califica a la madre Francisca de "émula de santa Teresa".

   Crece la maravilla que produce la aparición de aquellas obras, si se contempla cuál era el estado de la literatura en el Nuevo Reino en la época en que fueron compuestas. De unos de los escritores de entonces, como Alvarez del Castillo, Angulo y Velasco, Hernando de Ospina, fray Alonso de la Cruz y el doctor Luis Brochero, no conocemos sino los nombres, y la oscuridad en que yacen sus escritos hacen patente la escasez de su mérito. Otros, como fray Pedro Simón, Rodríguez Freile y el obispo Piedrahita, compusieron obras que hoy apreciamos por su valor histórico, pero que literariamente consideradas no pueden compararse con las de la madre Francisca; y las restantes de las escritas en el siglo XVII no dan a sus autores más honra que la que puede resultarles de que de ellos digamos que sus defectos están excusados por la época en que se escribieron.

   Dado caso que nuestra escritora hubiera tenido maestros de quienes aprender, ejemplos que seguir y modelos que imitar, todo ello no le hubiera servido sino para extraviarse: en aquel tiempo reinaba el mal gusto como señor absoluto; los autores se esforzaban por hacer pruebas de su ingenio, o diré mejor, de su ingeniosidad, y no por mover los ánimos hablando a la sensibilidad y a la imaginación de los lectores. Los alambicamientos, los retruécanos, las antítesis y paradojas violentas, el prurito de ostentar erudición y de traer a cuento la fábula mitológica, todo lo que constituye el culteranismo y el gongorismo, era lo que privaba en aquella época. Pudiéramos discurrir que la madre Castillo no había visto nada de eso, pero consta que leyó comedias, y es probable que no todas las que hubo a las manos fueran del mejor gusto; y bastante bien lo prueban los versos que compuso.

   Compuso versos, en efecto, y sobre ellos quiero hacer algunas observaciones.

   Sea la primera, y sirva para excusar a nuestra autora de los cargos que yo mismo le haré más adelante, la de que los asuntos sobre que compuso versos, lo pocos que fueron los que hizo y no se qué que creo descubrir en ellos, me hacen patente que la discreta monja no abrigaba pretensiones ni pensaba en que sus poesías habían de ser conocidas.

   Lo más de lo que escribió en verso está en romances. En este género de metrificación muestra una habilidad que ciertamente no mostraron sus contemporáneos granadinos ni aún los versificadores que escribieron aquí cien años después que ella.

   En el romance hay cierta manera de cerrar los períodos con gentileza y con rotundidad, de que han dado ejemplo Góngora y otros maestros consumados, y en seguir este ejemplo es a mi ver en lo que principalmente consiste el arte de hacer buenos romances. La madre Francisca había, sin saberlo ella misma, sorprendido este secreto, y así es que siempre termina gallardamente sus períodos, sin buscar palabras o ideas por necesidad métrica. En cuanto a buen oído, puedo asegurar que si en algún verso de la madre Francisca hay sílaba que sobre o falte, esto se debe al copista, pues no es posible suponer que quien hace cien versos perfectos incurra en un yerro como el de tomar por verso lo que no lo sea.

   En materia de rima sabía la madre Francisca cuanto hay que saber, y no cayó en ninguna de las faltas en que siempre incurren los versificadores adocenados; y con ser americana, mostró que sabía distinguir un diptongo de la combinación de vocales que forma dos sílabas.

   En dos o tres composiciones acometió la empresa de formar estrofas con versos de dos y hasta tres medidas diferentes, y aún la de hacer paronomasias, si bien parece no haber comprendido bien el artificio de éstas, pues a veces tomó por paronomásticas dos palabras en que la vocal acentuada es una misma.

   Con lo que acabo de decir basta para que se advierta que nuestra monja, escribiendo en verso, no se preservó como cuando lo hacía en prosa, de los defectos que en su tiempo eran comunes.

   El candor con que se producía en verso rayaba en simplicidad; gustaba de la estudiada simetría en las frases, como lo dejó ver en estos versos:

   Juega del vocablo, diciendo, v. gr., en, una composición a la Virgen:

   Se vale de reminiscencias mitológicas, como cuando en unas endechas a la muerte de Cristo dice a unas ninfas de los campos y de las ondas:   

   Hállanse también en las composiciones poéticas de la madre Francisca algunos gongorismos, como el de llamar al Santísimo Sacramento

   y el de decirle al mismo:

   Estas extravagancias, extravagancias son; pero son extravagancias en que no incurren sino los grandes talentos. Para mí sería preferible perderme en compañía de los que son capaces de cometerlas, a ganarme en compañía de aquellos poetas (si lo son) correctos y estériles, que se ajustan siempre a lo que dictan el buen sentido, la lógica, la retórica y la gramática, y que no dan asidero a la crítica, pero que no producen un solo verso de aquellos que todo el mundo sabe de memoria.

   Había yo apuntado antes de entrar en esta divagación sobre los versos de nuestra escritora, que ni el país ni la época habían podido contribuir a que ella recibiese la educación necesaria que hay que suponer siempre en quien compone obras dignas del aprecio de la posteridad.

   Si, pues, la excelencia de las obras de que estoy tratando no puede explicarse por circunstancias que favorecieran a su autora, no cabe más que una de dos explicaciones: o la inspiración divina, que en sentir de muchos explica las sobrehumanas perfecciones del libro de la Imitación de Cristo, o el conocimiento y frecuente manejo de los de la sagrada escritura.

   Plausible es la primera de estas explicaciones, pero nada se opone a que admitamos la segunda: si la madre Francisca debió una completa educación literaria al estudio de los libros santos, no ha sido el primer autor que, sin recibir otra educación, ha inmortalizado su nombre.

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*    *

   No faltará quien extrañe el que en un acto como el presente, y como para exhibir un título que justifique su elección, el señor Carrasquilla haya discurrido sobre un asunto no desemejante de aquellos sobre que diserta en la cátedra sagrada. Pero entre los que experimenten tal extrañeza no se hallará ninguno que haya considerado lo que es la mística por el punto de vista estético, o sea como asunto de trabajos literarios.

   Místicos son los asuntos de varios de los libros sagrados, tales como los Salmos y el Cántico de los Cánticos, fuentes eternas de belleza y de poesía, modelos que, no pudiendo ser nunca bien imitados, van de edad en edad atrayendo y levantando más y más a cuantos pugnan por hallar la perfecta expresión de lo bello por medio de la palabra. Místicos son los asuntos de aquellas obras inmortales en que una santa Teresa de Jesús, un fray Luis de Granada, un fray Luis de León, un san Juan de la Cruz, enseñaron a declarar afectos íntimos y desconocidos para el común de los hombres, a sondar el alma en sus más recónditas profundidades, y a manejar el habla castellana haciéndola capaz de pintar lo más alto, lo más hondo y lo más metafísico de la materia y del mundo, se abstrae y se eleva en ascética contemplación.

   Gran tesoro es ciertamente el que poseemos poseyendo las obras de nuestros místicos; y tanto más debemos engreírnos con su posesión, cuanto nuestros místicos son los primeros en el mundo. En efecto, si las literaturas extranjeras aventajan a las nuéstras en otros géneros, ni una sola hay que pueda competir con la española en cuanto a mística; y decir esto es decir mucho, porque la literatura francesa encierra los escritos de un san Francisco de Sales.

   De inestimable valor es asimismo la moderna literatura sagrada que se cultiva en Francia; pero toda ella puede mirarse como un esfuerzo feliz hecho para vulgarizar la doctrina de nuestros místicos.

   Parodiando un dicho atrevido y blasfematorio, pero expresivo, diré que si la mística no existiera, quien la inventara sería el más grande de los inventores. Sé que entre los aficionados a las letras hay no pocos que, lejos de estimar en algo las que a ellos les parecerán abstracciones y sutilezas de los ascéticos, y lejos de admitir que el amor de Dios pueda transformar las almas y excitar y mantener afectos que el mundo juzga contrarios a la naturaleza, y por tanto artificiales y quiméricos, apenas admiten o abiertamente niegan la posibilidad de las relaciones entre Dios y la criatura inteligente.

   Como algunos de éstos me han de oír, para ellos, y sólo para ellos, hago la suposición de que la vida espiritual o el ascetismo no sea sino un cúmulo de alucinaciones. Admito por un instante que en lo que sienten y en lo que explican los que tratan de recorrer el camino de la perfección cristiana, no haya nada tan humano, tan real y tan innato como los afectos que ligan unas almas con otras. Pero no se podrá negar que nada engrandecería y honraría tanto a la razón humana como el haberse creado ella misma objetos en qué ejercitarse, más altos y más profundos que los que se le ofrecen por medio de los sentidos, y que nada puede dar mejor idea de la nobleza de un corazón que el consumirse en afectos más generosos que los que tienen por fin mediato o inmediato la propia satisfacción, el amor de sí mismo.

   En efecto, en lo íntimo de quien ama a una criatura se halla siempre un principio de interés, puesto que el que ama asegura que en su amor consiste su felicidad, y que el dejar de amar o de ser amado constituye su última y suprema desdicha. Y cuando el que ama se sacrifica por el que es amado, da la medida de la estimación que hace de su propia felicidad.

   Algunos han dado la vida por la patria, pero todos por la patria propia, por un todo de que ellos mismos son parte; puede decirse que han hecho el sacrificio a su propia gloria, a su propia grandeza, a su propia libertad; y sólo Dios sabe si entre los agentes que han impulsado a algunos personajes célebres a consumar aquel sacrificio, no se ha debido contar el odio al enemigo.

   El que aspira a la perfección cristiana nada quiere ni busca para sí mismo, está dispuesto a renunciar a toda satisfacción propia por la gloria de aquel a quien ama y porque se haga su voluntad y no otra alguna; y el combate riguroso y perenne de la vida espiritual tiene por objeto perfeccionar esa noble disposición. Por aprender a desasirse de sí mismo y a aborrecer lo que halaga los sentidos y la naturaleza, es por lo que el asceta batalla consigo mismo y por lo que, con las maceraciones de la carne y con la renuncia de los placeres lícitos, trata de domar y de pisotear con los pies del espíritu lo que él llama la bestia.

   Talvez juzga el mundo que por los senderos de la santidad se va en busca de glorias y de deleites más exquisitos que los que la vida mortal puede ofrecernos; pero el mundo se engaña: todos los que profesamos la ley de Cristo esperamos ciertamente una recompensa sobrenatural y eterna; mas hay que hacer distinción entre los fieles que vivimos en el torbellino del mundo, aplicados cuando más a cumplir en lo muy preciso los preceptos de nuestra ley y cayendo con harto mayor frecuencia que el justo, que sólo cae siete veces por día, y las almas escogidas que se aplican al cumplimiento riguroso de los consejos evangélicos. Los primeros desfalleceríamos si no tuviésemos a la vista los premios eternos, y nos convertiríamos en paganos, adoradores de cuanto halaga nuestras pasiones, si no temiésemos los eternos castigos. Pero los segundos le dicen a Dios, y se lo dicen de todo corazón:

   El camino de la perfección cristiana es el único en que el hombre puede adelantar indefinidamente mediante su voluntad y sin auxilio de fuerzas humanas extrañas; y tanto le es dado adelantar en él al que ejerce el apostolado viendo el martirio al fin de su carrera; al que se hace admirar y colmar de bendiciones, por la práctica de la caridad; al que derrama luz y arrebata los ánimos en la cátedra sagrada, como al que en la concavidad de una peña, en una humilde celda o en la oscuridad, mayor que todas, de una de las ínfimas condiciones sociales, sólo tiene a Dios por testigo de sus labores, de sus combates y de sus victorias.

   El ser señor de sí mismo es lo que más puede enaltecer al hombre; no hay condición más despreciada y lastimosa que la del que tiene dueño; nada nos ofende tanto como el que nos califiquen de serviles para con quien puede o sabe más que nosotros.

   Ahora bien, no hay posesión de sí mismo comparable con aquella de que goza el hombre cuando escoge el objeto de su amor, cerrándoles deliberadamente las puertas del corazón a los demás que lo solicitan; eso es lo sublime del señorío que el hombre puede ejercer, eso es ser libre. Y si aquel objeto fuera creación del mismo que ama, esa libertad sería la más gloriosa.

   El mundo admira y aplaude los actos de abnegación heroica, pero con su misma admiración y su mismo aplauso les está ofreciendo el galardón. ¿Y quién podrá asegurar que hay entre la gente mundana quien ejecute uno de esos actos sin hacer caso de tal recompensa? Unicamente el que ha alcanzado un grado altísimo en la perfección cristiana es capaz de consumar acciones heroicas sabiendo que han de permanecer ocultas.

   Sólo el alma entregada al amor divino lucha con ventaja contra el dolor y la adversidad. Como cierta fabulosa heroína, no trata de anonadar a su enemigo ni se acobarda al hacerle cara, pero sin combatir lo rinde. El filósofo estoico pugna por persuadirse de que el dolor es nada, pero el esfuerzo que hace para transformarlo en una quimera está patentizando que es realidad. El asceta no niega la realidad del dolor, pero lo transforma en bien. La vida es una campaña: en el último combate el pagano estoico no puede negar el triunfo de su adversario, pues éste queda en pie cuando él abandona el campo de la lucha; el asceta triunfa con quererlo, porque su triunfo consiste en que el fin del combate lo halle peleando con buen ánimo.

   El mundo no deja de reconocer el mérito de toda victoria del hombre sobre sí mismo: por eso alaba y a veces diviniza el valor y el espíritu de sacrificio; pero, mostrándose inconsecuente, ni admira ni siquiera comprende las victorias de los héroes del amor de Dios, victorias que, por lo mismo que son las más oscuras, son las más gloriosas.

   Los hombres superficiales no ven sino el abatimiento aparente y la oscuridad en que yacen los que aspiran a la perfección cristiana, y su dictamen será opuesto al mío; pero yo apelo al juicio, no ya de los buenos creyentes y de las almas piadosas, sino de todos los que, profesando cualesquiera creencias, son capaces de conocer y de estimar lo noble, lo generoso, lo moralmente bello. Estos declararán que no hay nada que a un cultivador de las letras pueda ofrecer asuntos más dignos, más sublimes ni más bellos que los que ofrece la mística.

   He estado discurriendo en la suposición de que cuanto hay en la mística es un conjunto de alucinaciones, y ahora haré observar que, si de una cosa ficticia o quimérica puede afirmarse lo que he afirmado, de lo que conforme a la fe cristiana es cosa verdadera y real, todavía pudiera decirse mucho más.

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*    *

   No hay prueba tan concluyente de lo trabajosa y lenta que es entre nosotros la marcha de la literatura, como la de que hasta hoy se haya hecho tan poco caso de las obras de la madre Francisca Castillo. Más de sesenta años hace que se imprimió uno de sus libros y pronto hará medio siglo que el otro vio la luz pública, y el primer estudio que de ellos se hace es el que el señor Carrasquilla acaba de leernos. Cuando Vergara y Vergara estampó en un libro, que yo esperaba tuviese, como en efecto ha tenido, gran circulación, aquella frase aparentemente tan atrevida: la madre Castillo es el más notable de nuestros escritores, yo temí que contra él se levantara una tempestad de censuras y aún de burlas; pero mi temor resultó infundado: nunca he sabido que ni el amor propio de los escritores, ni la curiosidad, ni el interés por nuestras glorias patrias, ni el prurito que a veces nos aqueja de despojar a nuestra nación de las pocas con que puede envanecerse, haya impulsado antes de hoy a algún compatriota nuéstro a procurarse las obras de que estoy tratando, para averiguar, examinándolas, si Vergara y Vergara anduvo acertado en su juicio, o antes bien ligero y apasionado en su modo de juzgar a la religiosa tunjana.

   Religiosa tunjana he hicho, y aquí debo detenerme un poco a justificar la aseveración que esas palabras encierran. El ser cuna de la madre Francisca es harto honroso para una ciudad, y hay dos que pudieran disputarse esa honra. Vergara y Vergara y el señor don José Caicedo Rojas han afirmado en ciertos escritos que la madre Castillo nació en Santafé; otros aseguran que nació en Tunja. De buena gana abrazaría yo la opinión de los primeros para no ver privada de aquella gloria a mi ciudad natal, pero por desgracia me siento forzado a pensar como los últimos. La inscripción que se halla al pie de un antiguo retrato de la religiosa nos informa de que nació en 1671 en la ciudad de Tunja. En una hoja encuadernada con el manuscrito original de sus obras se halla la propia noticia, y que sea tunjana ha sido tradición constante entre la familia Castillo.

   Satisfactorio es que uno de nuestros colegas, y en ocasión tan solemne como la presente, haya exhibido el primer estudio sobre los escritos de la madre Francisca; y más lo es el que tal estudio sea tan magistral como acabamos de verlo; pero el señor Carrasquilla no ha considerado aquellos escritos sino por un punto de vista, y falta contemplarlos por otros. Mucho habría que decir sobre el estilo de su autora, estilo más flúido y dulce que el de santa Teresa; mucho sobre su lenguaje, en el que se descubren bellezas que sólo pueden deberse a aquella imitación involuntaria de los clásicos que a nadie sino a los talentos de primer orden es dado hacer, y al mismo tiempo ciertos provincialismos y ciertos defectos que no dejan duda sobre el origen granadino de la autora.

   Curioso sería también investigar por qué el estilo de los Sentimientos espirituales es superior al de la Vida de la madre Francisca, escrita por ella misma; y más curioso todavía, y aún verdaderamente interesante, un trabajo en que se comparasen las obras de la madre Castillo con las de santa Teresa, san Juan de la Cruz y santo Tomás de Aquino.

   Los dos primeros, a semejanza de un maestro que explica la gramática o la oratoria produciéndose con elocuencia y corrección, esto es, practicando lo que enseña al tiempo de enseñarlo, y enseñándolo con practicarlo, de la expresión viva de sus afectos y de las aspiraciones con que se elevan a Dios, forman un tratado de mística que contiene toda la doctrina científica propia de esta parte de la teología, santa Teresa y san Juan de la Cruz lo hacen sujetándose al escribir a un plan preconcebido, mientras que la madre Castillo escribe para desahogar sus afectos a medida que los va experimentando, y no los explica de otra manera que como los siente.

   Lo escrito por santo Tomás sobre la mística es rigurosamente didáctico: él enseña mística como enseña filosofía. El también aprendió la mística al pie del crucifijo; pero al explicarla no ora, ni arde en afectos, ni gime por sus imperfecciones.

   Ojalá que aquellos de nuestros hombres de letras que para el caso son competentes, hagan nuevos estudios críticos sobre la madre Francisca. A hacerlos deben sentirse movidos por la lectura del de nuestro nuevo colega. De este y de los demás que se hagan, espero que resulte la confirmación de aquel dictamen de Vergara y Vergara de que la madre Castillo es el más notable de nuestros escritores

DISCURSO DE RECEPCION

Por Carlos Martínez Silva

   Señores:

   En todos los discursos que conozco, preparados para una ocasión semejante a la en que ahora me encuentro, es de uso y costumbre, según lo habréis observado vosotros, que el autor empiece por declararse de todo punto indigno del favor recibido, encareciendo con veras la falta de méritos propios y la excesiva benevolencia de aquellos que de diverso modo han podido pensar.

   Semejantes protestas, a fuerza de ser repetidas por varones eminentes, que contradicen con sus obras sus palabras, han llegado a perder su valor intrínseco, hasta el punto de llegar a ser una mera fórmula que se acomoda al principio de un discurso, bien así como se introducen en el comercio social ciertas expresiones de fingida aunque inocente cortesanía, que todos repetimos, pero en las cuales ninguno pone fe.

   A pesar de todo, yo tengo necesidad, y más que nadie, de hacer aquí tales protestas; y ciertamente no corro riesgo alguno de no ser creído.

   La dificultad sería grande para cualquiera de vosotros, señores Académicos; porque ¿qué haríais en mi caso, me atrevo a preguntároslo? ¿Confesar el mérito propio? Pecado sería contra la modestia. ¿Negarlo? Pecado y mal pecado sería contra la verdad.

   Pero para mí, lo repito, el apretado dilema no existe; porque ¿qué esfuerzo tengo necesidad de hacer para persuadir mi incompetencia de tomar asiento entre vosotros, dado que no pueden salir obras mías a convencerme de mentira?

   Y si tan pobre soy de méritos ¿cómo vosotros, ricos a quienes la caridad no obliga ni puede obligar, me habéis llamado, brindándome con un asiento en la Academia Colombiana? ¿No será esta elección vuéstra, ocasión de desprestigio para el sabio cuerpo que tan alta reputación tiene alcanzada en la república literaria? Cuestiones son éstas que a mí no me corresponde resolver. Para mi propia tranquilidad me basta saber que en esta sociedad, como en la gran comunidad humana, el trabajo para ser proficuo ha de ser distribuido; y así vemos que los maestros y grandes artífices necesitan, para realizar las maravillas de su ingenio, que oscuros operarios alleguen los materiales para la obra y verifiquen los trabajos preparatorios. No era bien, en efecto, que un Velázquez, o un Murillo, malgastasen su tiempo, que era gloria y era oro, en moler los colores y en aparejar la tela de sus cuadros; y por eso ellos acostumbraban a introducir algún aprendiz que les descansase en aquella tan humilde, pero tan útil tarea. En este taller de Murillos y de Velázquez se necesitaba sin duda un aprendiz que moliese los colores; me habéis llamado, y yo con gratitud he aceptado la colocación, que grande honra es, ya que no pueda hombrearme con vosotros, estar siquiera en vuestra compañía. Y pudiera ser también que al fin, doctrinado con vuestras lecciones y ejemplos, lograse yo adquirir algo de lo mucho que me falta. Tal ha sido sin duda la razón de vuestra elección, a primera vista inexplicable; y tal también la disculpa de mi osadía al aceptar el puesto que me habéis ofrecido.

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*    *

   Graves dificultades he encontrado en la elección del asunto para el presente discurso. No me era dado escoger uno que fuera puramente literario y acomodado a la naturaleza de las tareas que llaman la atención preferente de la Academia Colombiana; porque mal repastado yo en la lectura de los clásicos españoles y de los maestros de la lengua, no podía entrar en cualquiera disertación de carácter filológico o meramente literario, sin tratar de disfrazar mi natural pobreza con algún ropaje cualquiera de erudición, que a tiro de ballesta dejaría conocer sus remiendos y el haber sido cortado sobre ajeno talle. Ni podía tampoco adoptar un tema que, por hallarse en la cuerda de mis escasos estudios, facilitase mi labor; porque eso sería echar en olvido que debía hablar ante un cuerpo exclusivamente literario, exponiéndome así a que mi discurso, sobre mal pergeñado, apareciese impertinente y fuera de lugar.

   En semejante estrechez hube de ocurrir al libro aquel que constituye la gloria de la literatura española, en el cual encuentra remedio contra el tedio el aburrido, nuevo motivo de estudio el filósofo, sabrosa lectura todos; libro que, cual mina inagotable, brinda con toda suerte de piedras preciosas y aun de labor al que se tome el trabajo de estudiarlo un poco. Hojeando una vez más sus páginas, descubrí con sorpresa que de allí podría sacar toda la doctrina necesaria para hacer un discurso, en el cual, con carácter literario, y dentro, por lo tanto, de la jurisdicción de la Academia, pudiese yo epitomar las ideas políticas y sociales cuyo predominio ha constituído, desde que en mí alboreó la luz de la razón, mi constante, mi único anhelo. Pero antes de entrar en el desarrollo de este delicado asunto, debo hacer algunas breves consideraciones que estimo procedentes a justificar su elección.

   La literatura de este nuestro siglo ha asumido sin duda una nueva fase enantes desconocida. El ansia de escudriñarlo todo, de penetrar en las causas íntimas y remotas de todos los fenómenos del orden moral, intelectual y físico, ha modificado radicalmente los métodos de estudio y dado origen, en consecuencia, a ciencias no sospechadas antes, o introducido en las ya conocidas sustanciales modificaciones.

   La Historia, por ejemplo, no era en siglos anteriores sino una mera relación de los sucesos pasados, destinada más a satisfacer la curiosidad que a depositar en el espíritu del lector graves y duraderas enseñanzas. Eran los historiadores puntuales y prolijos en todo lo que tocaba a los soberanos reinantes, a sus guerras y batallas, a sus bizarrías, hazañas y crueldades; daban cuenta de las hambres, pestes y calamidades públicas; espaciábanse en la crónica escandalosa de las cortes y en la narración de las altercaciones y contiendas de los grandes señores. Pero después de todo, descuidaban enseñar cómo era en su composición íntima aquella sociedad en la cual se cumplían los sucesos que enarraban; compilaban hechos, pero no apuntaban sus causas; estudiaban los hombres, pero no las almas; señalaban los procederes de aquéllos, pero no los móviles de sus acciones. La Historia así carecía de vida, de calor y de interés; y por tanto, cumplía apenas a medias el alto encargo que tiene de aleccionar a los pueblos por medio de la experiencia, encaminándolos por los senderos del bien.

   Pero vino la Filosofía de la Historia, y las cosas mudaron de aspecto. Hoy el verdadero historiador rastrea cuidadosamente los hechos pasados, aun los al parecer insignificantes, mas no para colmar con ellos las páginas de la historia, como pudiera llenar con fósiles su estantería un alumno de las ciencias naturales, sino para conocer al autor de esos hechos, es decir, al hombre; al hombre vivo, con sus pasiones, sus flaquezas, sus virtudes, sus costumbres; de tal suerte que el lector le oiga hablar, le vea obrar, se familiarice con él como con el amigo de quien acaba de despedirse en la calle. Y así como el geólogo, que con un hueso reconstruye un animal antediluviano, el historiador, con un derruído monumento, con una leyenda popular, con un manuscrito desenterrado de algún polvoriento archivo, resucita toda una sociedad que fue, y así viva la exhibe y la estudia. Con tal procedimiento, lo pasado se hace presente, la memoria se convierte en sentido; y el hombre, que es de suyo poco inclinado a sacar provecho de la experiencia, no puede menos de prestar seria atención, no ya a lo pasado que le refieren, sino a lo que ve, a lo que palpa, a lo que oye.

   De la Historia pasó la Filosofía a la Literatura, y creó la crítica literaria. Enantes un libro no era más que un libro, que se juzgaba bueno o malo según su mérito aparente o según que llenase o no el objeto a que estaba destinado. Se proponía, por ejemplo, hacer reír o llorar, y lo conseguía, tenía asegurada su reputación, y en este solo concepto era juzgado por los inteligentes. Estos examinaban el libro, y allí se detenían, teniendo por concluída la tarea. No así hoy: una obra de aquellas que por cualquier motivo llaman la atención pública, no se considera como un suceso aislado, como un capricho del autor, sino como un hecho esencialmente relativo, enlazado de un modo secreto con todo el movimiento social. Por eso el crítico al estudiar un libro no puede prescindir de estudiar también las costumbres, los vicios, las preocupaciones, las ideas dominantes del pueblo y de la época en que aquél fue publicado; y a su vez ese mismo libro, siquiera sea puramente literario, viene a ser uno de los más provechosos auxiliares en la tarea del historiador. Imitando al naturalista, que por medio de la conchilla fósil figura el animal que la formó, el crítico conoce por el libro al autor, y por éste la sociedad de que era miembro.

   En ningún otro lugar tendrían cabida más oportuna estas breves consideraciones que tratándose del monumento literario de que me propongo hablaros en este rato. Casi durante tres siglos ha sido considerado el Quijote como un libro destinado a hacer reír y a desacreditar los malos libros de caballería que tanto pululaban y tanto estrago hacían en la literatura y en las costumbres, en la época en que Cervantes dio a luz su inmortal producción.

   De entonces acá centenares de eruditos han estudiado aquel libro con paciencia de anatómicos, apuntando sus bellezas y lunares, contando y comentando cada una de sus frases y palabras; pero sin pretender siquiera, los más de ellos, deducir de aquellas páginas principios de otro orden más elevados y trascendentales.

   La crítica literaria ha llegado al fin hasta el Quijote, y hoy empieza a verse que obra tan grande no pudo tener sólo por objeto el hacer reír sobre las locuras del hidalgo manchego y sobre las sandeces de su escudero. Puestos en este nuevo camino, el resultado no podía ser dudoso: hase descubierto, en consecuencia, que el Quijote no solamente es un monumento literario, sino también una obra de grandes alcances filosóficos y morales, de muy variada doctrina y sin rival para dar a conocer las ideas, las costumbres, los defectos, las cualidades y el modo de ser íntimo de la sociedad española en la época de su publicación.

   Resultado de ese nuevo modo de considerar el Quijote han sido, entre otros, los recientes trabajos de los cervantistas Morejón, Caballero, Gamero, González y Sbarbi, que tienen por objeto considerar a Cervantes, respectivamente, no sé si con acierto, como médico, como geógrafo, como jurisperito, como marino y como teólogo.

   Autorizado con semejantes antecedentes, me propongo hoy a estudiar a Cervantes como escritor político, para conocer no sólo sus propias ideas sobre tan importante materia, sino también las que en su tiempo privaban en España.

   Tratar de política es hoy sin disputa la más constante, la más enérgica, la más imperiosa de las necesidades, como que la política afecta de un modo directo cuanto hay de caro y de sagrado para el hombre. Propiedad, familia, religión, industria, comercio, artes, ciencias, literatura, todo lo que constituye la sociedad y la vida de los pueblos, está íntimamente relacionado con el giro que siga la política.

   En los tiempos de Cervantes esta necesidad era muy menos sentida que hoy, tanto porque el democratismo, que hace a las naciones modernas árbitros de su suerte, no figuraba entonces como elemento cardinal de la vida política, como porque los pueblos se mostraban bien hallados con los principios constitutivos del gobierno, sin que existiese tampoco aquella sed de cambios y de transformaciones que caracteriza nuestro siglo.

   Mas no por eso hay que suponer que el espíritu humano estuviese entonces tan adormecido que no advirtiese los daños ocasionados por los malos gobiernos y no aspirase a corregirlos. Ni mucho menos es de suponerse que un hombre como Cervantes, de inteligencia tan robusta, de imaginación tan viva, de ingenio tan rozagante, que había derramado su sangre en defensa de la patria y de la cristiandad y que había llorado en secreto la ingratitud y las injusticias de su soberano, no diera vado de cuando en cuando a su imaginación y la dejase volar, a solas o entre sus íntimos amigos en momentos de esparcimiento, por las regiones abrasadas de la política.

   Y que esta no es una gratuita suposición mía, lo persuade suficientemente un paso del Quijote que voy a tomarme la libertad de leer aquí para concluir esta ya tan cansada introducción. Contando Cide Hamete Benengeli de la visita que al hidalgo hicieron, después de su primera salida, el cura y el barbero, dice así:

   "En el discurso de su plática vinieron a tratar esto que llaman razón de estado y modos de gobierno, enmendando este abuso y condenando aquél; reformando una costumbre y desterrando otra, haciéndose cada uno de los tres un nuevo legislador, un Licurgo moderno o un Solón flamante, y de tal manera renovaron la república, que no pareció sino que la habían puesto en una fragua y sacado otra de la que pusieron."

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*    *

   Aspiración constante, ahora y en los pasados siglos, de todos los espíritus generosos, amantes de la libertad y de la justicia, ha sido la de aliviar la condición de los pueblos y facilitar su mejoramiento, proveyendo para ello a su acertada gobernación; y a la verdad, ocupación más noble no podría hallar el filósofo para su inteligencia, como que al ejercitarla así, se asemeja grandemente a la Providencia Divina, ocupada en regir con muda, invisible y constante acción los orbes materiales y el mundo de las inteligencias.

   Al fijar la consideración en ese gobierno divino, muy presto se advierten en él dos condiciones principales: la fuerza y la suavidad. La gran máquina del universo se mueve siempre, con imponente majestad, con irresistible empuje, con pasmoso concierto; pero se mueve en silencio, sin choques, sin resistencia, con tal blandura que embarga y paraliza en el hombre los sentidos necesarios para percibir la acción divina, no dejándole sino la facultad de admirarla y bendecirla.

   Y si tales son las condiciones que caracterizan el régimen del Hacedor y Ordenador Supremo, tales deben ser también las que han de reunirse y combinarse —en la proporción que las humanas obras consienten— al tratar de echarse los basamentos del gobierno político de los pueblos. En efecto, si la autoridad pública carece de fuerza, mal puede corresponder al objeto de su institución, faltándole hasta las necesarias garantías de estabilidad contra los pueblos, que suelen ser levantiscos e indómitos al yugo de la ley; mas si la fuerza se desarrolla en ella hasta el punto de no consentir atadura alguna, los ciudadanos quedan, por el propio hecho, desabroquelados ante gobernantes de suyo inclinados a abusar del poder que se les confía y a trocar la vara de la justicia en instrumento de expoliación y de violencia. Sin fuerza en el gobierno no puede haber orden; sin suavidad y blandura en su ejercicio, no puede existir la libertad. Combinar, pues, aunque ello parezca paradoja, la fuerza con la debilidad, el imperio con la sumisión; hacer que sea el gobernante como el Sansón de los hebreos, capaz de sostener sobre sus hombros la pesada fábrica de un templo, e impotente, una vez despojado de sus cabellos hasta para luchar con un niño; tal es, señores, en resumen, el problema de la política; y ya se deja ver que es de ardua y de difícil solución.

   Ciertos políticos de sanas intenciones quizás, mas poco sagaces y prudentes, se curan poco de la dificultad apuntada, creyendo que basta dictar leyes y promulgar constituciones para que el poder público quede limitado en su ejercicio, como si el apetito desordenado de dominación, o lo que es lo mismo el orgullo, que fermenta en el fondo de todo corazón humano —apetito que se desarrolla grandemente en las cumbres del poder— pudiera ser templado en el gobernante por el mudo e inofensivo precepto del legislador.

   ¡Grande error aquel, señores, que ha anulado casi por completo los esfuerzos hechos hasta hoy para afianzar la libertad y que aun ha logrado en no pocos lugares hacer odioso este nombre celestial! No han advertido esos filósofos utopistas que la ley, en vez de recibirla, la dicta de ordinario el que con la autoridad pública dispone de la fuerza social, y que aun en el caso de que las cosas pasasen de diversa manera, teniendo aquél a su cargo el ejecutarla, naturalmente habrá de componerse de modo de no encontrar en ella óbice a sus desordenados e injustos deseos. ¿Y qué se puede granjear con declarar después pomposa y enfáticamente que el gobernante es mero mandatario y que está sometido, en consecuencia, a estrecha responsabilidad, si para enmordazar a los que han de ser sus jueces tiene él en una mano la fuerza que intimida y en la otra el oro que corrompe?

   Ya vemos, pues, señores, que con todas las fórmulas de la legalidad puede ejercerse, —y con más seguridad acaso— el absolutismo, y que entre las albas y lustrosas páginas de una constitución política esmeradamente trabajada, puede anidarse y hallar calor el monstruo odioso de la tiranía.

   Esta metamorfosis del gobernante constitucional en señor absoluto no sorprende nunca, preciso es reconocerlo, a los desatalentados o pérfidos políticos a los cuales me refiero; ellos tienen siempre previsto el caso y preparado el remedio. Este es, por otra parte, muy sencillo: consiste en solevantar el pueblo contra el régimen por ellos mismos establecido, en elevar a la horca o a la guillotina a los mandatarios que apellidan perjuros, en destrozar al filo de la espada la afiligranada joya poco antes exhibida como panacea de las humanas dolencias, y en sacar a relucir, al día siguiente de la catástrofe, otra de las muchas de la misma clase que tienen de repuesto en su rica colección.

   Así han venido los pueblos, cual nave sin gobernalle, aventados alternativamente de las sirtes del absolutismo a las espantables simas de la revolución; y sin hallar sosiego ni equilibrio, continuarán en la misma desesperante agonía mientras la moral ande divorciada de la política; mientras los hombres llamados a los gobiernos de las naciones rehuyan el cuello al yugo de la ley divina; mientras sean el miedo servil y la torpe codicia los únicos móviles de la política; mientras prive la doctrina cesárea de que el soberano, a título de tal, no sólo no está sometido a Dios, sino que tiene potestad hasta sobre las conciencias de sus súbditos.

   El gobernante cristiano, reverso del pagano que en breves rasgos he tratado de describir, empieza por atarse a sí mismo con áurea cadena a la inmutable voluntad de Dios, a la cual no es dado insidiar ni rendir con dádivas o empeños; sabe que de Dios recibe originariamente la potestad de gobernar, y que a El debe rendir estrecha cuenta de tan alto y delicado encargo; apunta en todos sus actos al blanco del deber, y a este fin subordina sus propios intereses. El juramento que presta es sagrado para él, y así es blando y humilde para sobrellevar las injurias personales, como inflexible y severo cuando se trata de poner a salvo la dignidad de la patria. Sabe hacer cumplir las leyes porque es el primero en guardarlas; y aun cuando se le dejase en absoluta libertad de acción, jamás haría uso de ella en detrimento de sus gobernados. San Luis Rey de Francia y la magnánima doña Isabel la Católica, para quien cada corazón americano debería ser un santuario, no tuvieron constituciones a la moderna que señalasen derrota a su conducta; y sin embargo fueron liberalísimos príncipes, y bajo sus cetros alcanzaron sus pueblos gran prosperidad. Robespierre, por el contrario, inundó en sangre la Francia, en nombre de una constitución que abolía la pena de muerte; cumpliéndose así en los unos y en el otro aquella palabra de verdad eterna que leemos en el Libro de los Proverbios: "En la prosperidad de los justos se encuentra mucha gloria: cuando reinan los impíos van los hombres a su ruina."

   Esta obvia y llana doctrina, que no puede saber mal sino a los paladares de los déspotas, la conocía muy bien Cervantes. Veamos, si no, el modo donairoso como epitoma cuanto yo con mi boto ingenio he tratado de expresar, quilatando con ello vuestra paciencia.

   Departían Don Quijote y su sencillo escudero sobre la gobernación de la ínsula que al segundo le estaba prometida; y el caballero como más experto en las artes del gobierno, creyó prudente dar algunos consejos al improvisado gobernador. "Vos, Sancho, iréis vestido parte de letrado y parte de capitán, porque en la ínsula que os doy tanto son menester las armas como las letras."

   El astuto escudero, que como tantos otros tenía hipo por ser gobernador, no se desalentó ante la dificultad de la empresa, y para tranquilizar a su señor, encontró a mano una salida ingeniosa y de profunda filosofía. "Letras, pocas tengo", respondió, "porque aún no sé el A B C; pero bástame tener el Christus en la memoria para ser buen gobernador."

   Salió muy bien Sancho del aprieto, como acabamos de verlo, en cuanto a lo de las letras, dando a entender a su señor que no desaprovechaba la lección que poco antes le había dado cuando le dijo:

   "Primeramente, oh hijo, has de temer a Dios, porque en el temerle está la sabiduría, y siendo sabio no podrás errar"; mas calló prudentemente en lo de las armas, que parece el mismo Sancho tenía conciencia de no haber sido muy abastado por la naturaleza en dotes de guerrero. Don Quijote, sin embargo, tenía también razón por su parte: el buen gobernador ha de ser en primer lugar hombre de recta y estrecha conciencia, o lo que es lo mismo, ha de llevar el Christus en la memoria, según la feliz expresión de Sancho. Mas no bastan las buenas intenciones, que el ciego muy bien intencionado puede dar en el abismo cuando menos lo piense; y si para algún oficio se necesitan las luces naturales y las que la ciencia suministra, es sin duda para el arte del gobierno, que demanda tino singular y vastos y variados conocimientos en las letras y ciencias humanas.

   Los pueblos regidos por instituciones democráticas están particularmente expuestos a ver alzadas a las plazas prominentes del Estado, personas desnudas de toda cultura intelectual: y aunque este mal sea en ocasiones poco sensible por la misma alternación en los destinos públicos, es lo cierto que debe estarse contra él muy alerta, puesto que una sola torpe o desacertada medida gubernativa puede acarrear a la República perjuicios irreparables.

   Prueba elocuente de ello nos suministra la misma España en la época en que se publicó el Quijote. La carencia allí de hombres aptos para el gobierno ocasionó la ruina de la monarquía y la de sus colonias ultramarinas, precisamente cuando más elementos contaban de prosperidad. Contra este gravísimo mal no podía menos de encaminar también su mordicante ironía el inmortal Cervantes. "Por muchas experiencias sabemos, dice en otra parte, que no es menester ni mucha habilidad, ni muchas letras para ser uno gobernador, pues hay por ahí ciento que apenas saben leer, y gobiernan como unos girifaltes."

   Virtud y ciencia deben ser pues las primeras cualidades del gobernante; pero no contento con ellas, quería Don Quijote que fuese también su escudero hombre de armas; y a fe que no le faltaba razón, si se tiene en cuenta que el valor, virtud eximia en todas las situaciones de la vida ordinaria, es principalísima dote en aquel que, colocado como baluarte en medio del Estado, ha de resistir el ímpetu de las aborrascadas olas de los partidos; ha de defender con bizarría la honra nacional; ha de hacer guardar la dignidad de la ley, y ha de mantener en brida a la gente rahez y baldía, dispuesta a toda hora a mover alborotos y desórdenes.

   Don Quijote, que sacado de sus caballerías era singularmente cuerdo, comprendía muy bien el peligro que se corre siempre con que hombres mal nacidos y de mísera condición sean alzados de repente a puestos encumbrados que les brinden con facilidades de indemnizarse de sus anteriores humillaciones y estrecheces; por lo cual no se ahorraba en conjurar a Sancho para que fuese humilde ante todo. A este intento van encaminados los siguientes consejos, cuya sabiduría no hay necesidad de encarecer:

   "Has de poner los ojos en quién eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse."

   "Los no de principios nobles deben acompañar la gravedad del cargo que ejercitan con una blanda suavidad, que guiada por la prudencia los libre de la murmuración maliciosa de que no hay estado que se escape."

   Después de trazarnos así con pinceladas de mano maestra los rasgos que han de distinguir al buen gobernante, Cervantes, para dar mayor fuerza a su doctrina, presenta en contraste el tipo diametralmente opuesto al que tiene recomendado; y lo hace con tal habilidad que el lector generoso no puede menos de reprimir la risa que involuntariamente asoma a sus labios, para dar vado a sentimientos de justa indignación que brotan de su pecho.

   Sancho, que en toda la obra de Cervantes aparece como un contraste viviente, va a servirle también a maravilla en esta vez para caracterizar gráficamente aquella pugna, constante en el hombre, entre el deber y el interés, entre el instinto de la bestia y el arrebatado vuelo del ángel. Hemos visto a Sancho cristiano; vamos a verlo ahora netamente utilitarista.

   Confería éste, andando camino del Toboso, con el canónigo toledano, sobre el obligado asunto del gobierno de la ínsula o condado, y decíale con envidiable candor que era su ánimo gozar en todo caso la renta sin echarse encima las faenas de la administración.

   "Eso, hermano Sancho", repuso el interlocutor, "entiéndese en cuanto al gozar de la renta; empero al administrar justicia ha de entender el señor del Estado, y aquí entra la habilidad y buen juicio, y principalmente la buena intención de acertar, que si ésta falta en los principios, siempre irán errados los medios y los fines."

   Reparad ahora, señores, en la respuesta de Sancho, y ahorradme la pena de hacer aplicaciones dolorosas.

   "No sé esas filosofías (teologías, dirían muchos políticos a la moderna), mas sólo sé que tan presto tuviese yo el condado como sabría regirlo, que tanta alma tengo yo como otro y tanto cuerpo como el que más, y tan rey sería yo de mi estado como cada uno del suyo, y siéndolo haría lo que quisiera, y haciendo lo que quisiera haría mi gusto, y haciendo mi gusto estaría contento, y en estando uno contento no tiene más que desear, y no teniendo más que desear, acabóse, y el estado venga, y a Dios y veámonos, como dijo un ciego a otro."

   A tiro de ballesta se conoce en esta amarga ironía que el encendido patriotismo de Cervantes quería vengarse, caricaturándolos y condenándolos a eterno desprecio, de los torpes y viles gobernantes que en ese entonces estaban empeñados en poner a España, la nación más grande del mundo, por bajo del nivel de los pueblos que sentados en las sombras de la muerte, soportan con mansedumbre el degradante yugo de los sucesores de Mahoma. ¿Quién que conozca algo de la historia del ignominioso reinado de Felipe III, no descubre en Sancho el utilitarista los retratos fieles de un conde de Olivares, de un conde de Lerma, de un duque de Uceda, de un conde de Villalonga, y de tantos otros áulicos y privados indignos, que olvidados por completo de la suerte de su patria, que habían recibido grande y respetada de las manos de los Reyes Católicos, de Carlos V y de Felipe II, no se cuidaban sino de estrujar como esponja y de desustanciar al pueblo con gabelas y derramas, destinadas a alimentar la más torpe y desenfrenada licencia, dejando entretanto que la bandera que habían alzado en alto Gonzalo de Córdoba, Alonso de Aguilar, don Juan de Austria e innumerables esclarecidos capitanes más, fuese humillada por el extranjero? Henchirse y repletarse de oro era la única mira de aquellos políticos que al bueno de Sancho servían de modelo; y para conseguirlo, natural era que pusieran en pública subasta las judicaturas, las dignidades civiles y militares, las prelacias, y cuanto cargo público estuviera en sus manos conceder. Tan desarrebozado y escandaloso debía de ser entonces este infame comercio, que el duque al conceder a Sancho su nombramiento de gobernador de la isla, le decía con la mayor naturalidad: "Yo sé que no hay ningún género de oficios de estos de mayor cuantía que no se granjee con alguna suerte de cohecho."

   Cervantes bien hubiera querido sin duda clamar en todos los tonos contra ese régimen degradante; pero la persecución helaba entonces la voz en la garganta, y así sólo le era dado de un modo indirecto herir con su cáustica ironía los vicios que deploraba, dejando en la sombra los nombres de los viciosos. Tormentos indecibles debió de padecer aquel espíritu generoso al ver los males de que su patria era víctima, y al comprender que la vigorosa pluma que tan diestramente manejaba tenía que verse forzada a seguir el camino del apólogo oriental o del ataque indirecto, en vez del franco y resuelto a quien sin duda lo llamaba su alentado corazón. Si la libertad de imprenta, saludablemente entendida, hubiera sido conocida entonces, Cervantes la habría bendecido, sacando de ella partido para censurar los vicios de la Corte y para defender varonilmente los fueros populares; y si prueba me pedís de esta aserción, que pudiera parecer temeraria, dispuesto estoy a darla, y a darla concluyente. Oigámosle expresarse por boca de su Don Quijote:

   "De los vasallos leales es decir la verdad a sus señores en su sér y figura propia sin que la adulación la acreciente o otro vano respeto la disminuya: y quiero que sepas, Sancho, que si a los oídos de los príncipes llegase la verdad desnuda sin los vestidos de la lisonja, otros siglos correrían..."

   Con estos antecedentes, juzgo obra de caridad de nuestra parte para con aquel aprisionado ingenio, el tratar de recoger los esparcidos fragmentos de su alma y darles la vida que él no pudo hacer en ellos sensible sin riesgo de la suya propia; y ya que este deber no ha sido por otros cumplido, espero se disimulará mi osadía al tratar de introducir mi hoz en aquella mies, que podría llamar ajena, si como americano no me creyera yo con derecho a considerar como de mi propia patria las glorias y humillaciones de la nación española.

   Sigamos ahora a Sancho a su isla y tomemos nota de algunos de los actos de su gobierno. Prescindamos del modo salomónico como impartió allí la justicia en los casos que se le presentaron, y fijémonos solamente en los principios que debían servir de pauta a su administración. Sancho, a estilo de los gobernadores modernos, aprovechó la primera ocasión que se le vino a las manos para dar a conocer lo que llamaremos su programa político; programa que, como los más de su clase, quedó sin ejecución, no por falta de buena voluntad, sin duda, cual de ordinario sucede, sino tan sólo por falta de tiempo.

   Instalado ya en su isla y llegada la primera noche, convidó a sus dependientes a hacer una ronda, y para que todos supiesen a qué atenerse en lo tocante a su gobierno, explicó así sus proyectos:

   "Es mi intención limpiar esta ínsula de todo género de inmundicia y de gente vagabunda, holgazana y mal entretenida; porque quiero que sepáis, amigos, que la gente baldía y perezosa es en la república lo mismo que los zánganos en las colmenas, que se comen la miel que las trabajadoras abejas hacen. Pienso favorecer a los labradores, guardar sus preeminencias a los hidalgos, premiar a los virtuosos, y sobre todo, tener respeto a la religión y a la honra de los religiosos."

   Como lo habréis observado, señores, el Sancho de este programa —de libertad para el bien y de saludable represión para el mal— no es el mismo que momentos antes hemos visto bajamente interesado y mezquino, sino el Sancho piadoso y bueno; lo que prueba que el fondo de su carácter no lo formaba el egoísmo, vicio que por otra parte no podía compadecerse con sus sentimientos cristianos y con las lecciones de desprendimiento y abnegación que diariamente recibía de su generoso señor.

   Continuando en su ronda, hubo de tropezar con una casa de juego; y consecuente con sus principios, prometió al punto que quitaría no sólo esa casa sino todas las de su clase, por creerlas perjudiciales. El escribano que lo acompañaba, un poco más práctico que el novel gobernador, opugnó en parte la medida, y creo que no sin fundamento.

   "Esta a lo menos, dijo, no la podrá vuesa merced quitar, porque la tiene un gran personaje, y más es, sin comparación, lo que él pierde al año que lo que saca de los naipes: contra otros garitos de menor cuantía podrá vuesa merced mostrar su poder, que son los que más daño hacen y más insolencias encubren; que en las casas de los caballeros principales y de los señores no se atreven los famosos fulleros a usar de sus tretas; y pues el vicio del juego se ha vuelto en ejercicio común, mejor es que se juegue en casas principales, que no en las de algún oficial, donde cogen a un desdichado de media noche abajo y lo desuellan vivo."

   La observación del escribano no es para mirada como de poco momento, y a mi ver es por el contrario de mucho alcance en la ciencia de la legislación. No basta, en efecto, que una acción sea mala en sí, para que la ley haya de prohibirla; porque si el precepto ha de quedar burlado o si para hacerlo efectivo hay necesidad de atropellar por derechos preciosos ya establecidos, fuerza será que el legislador guarde una prudente reserva, atemperándose a las circunstancias y limitándose a excogitar medidas indirectas para extirpar o contener el mal que deplora. Los gobiernos, desconociendo con harta frecuencia esta verdad, para sentar plaza de previsores y de paternales, dieron en otra época en la flor de dirigir y reglamentar la conducta de sus subordinados hasta en los actos más íntimos y privados de su vida. Atestados están los códigos de casi todos los pueblos, y especialmente los de España, de disposiciones de esta naturaleza, basados en la noción de que el gobierno está en posesión de la omnisciencia y de que los ciudadanos son pupilos incapaces de dirigirse acertadamente en nada por sus propios esfuerzos. Este régimen, que mata por completo la iniciativa individual y que amengua y apoca el carácter nacional, ha sido particularmente nocivo a la industria, que no puede crecer y robustecerse sino respirando a pecho lleno el aire vivificante de la libertad.

   La manía de la reglamentación va por fortuna pasando de moda, merced a los perseverantes esfuerzos hechos por la Economía Política; y de esperarse es que no muy tarde los gobiernos, comprendiendo sus naturales y propias funciones, se limiten a llenarlas con modestia y consagración. A este propósito me parece que viene como rodado un consejo que le daba Don Quijote a Sancho en una carta escrita en el castillo de los Duques, desde donde el hidalgo seguía con mirada paternal los trabajos de su escudero: "No hagas muchas pragmáticas", le decía, "y si las hicieres, procura que sean buenas, y sobre todo, que se guarden y cumplan, que las pragmáticas que no se cumplen, lo mismo es que si no lo fuesen; antes dan a entender que el príncipe que tuvo discreción y autoridad para hacerlas, no tuvo valor para hacer que se guardasen: y las leyes que atemorizan, y no se ejecutan, vienen a ser como la viga, rey de las ranas, que al principio las espantó, y con el tiempo la menospreciaron y se subieron sobre ella."

   Sancho, sin embargo, no comprendió o no quiso comprender la sabiduría de este consejo; y precisamente la misma tarde del día en que recibió la carta de su amo, la empleó, según nos refiere el texto, en hacer ordenanzas tocantes al gobierno de la ínsula, muchas de ellas buenas y sabias, pero las más altamente perjudiciales al comercio. Prohibió así la regatonería, comercio provechoso a los productores de víveres y más aún a la gente poco adinerada que vive de jornal; fijó el precio del vino y del calzado, y tasó el salario de los criados. Verdad es que al obrar así, el buen Sancho no hacía otra cosa que copiar una pequeñísima parte de las ordenanzas y reglamentos con que en su tiempo estaba atraillada la industria; y de notarse es también que Cervantes, adelantándose en tres siglos a sus contemporáneos, vislumbraba ya con su sagacísimo ingenio lo que los modernos economistas se precian de haber descubierto.

   Familiares son para vosotros los graciosos incidentes que precedieron y acompañaron "al fatigado fin y remate que tuvo el gobierno de Sancho Panza", y por lo mismo me parece innecesario detenerme en este punto. Mas sí creo oportuno hacer notar aquí cómo los sentimientos cristianos que formaban el fondo del carácter de Sancho, le hicieron llevadera la desgracia de la pérdida de su gobierno, desgracia que en los ambiciosos que sólo se curan de su propio medro, no consiente olvido ni lenitivo; y cómo aquellos mismos sentimientos, haciéndole comprender su incompetencia para el gobierno, extirparon en él muy pronto hasta los más secretos gérmenes de la desapoderada pasión de mando que por un momento llegó a albergarse en su pecho.

   Aquella pasión nunca fue, por otra parte, poderosa en él a apagar las luces de la fe, y así vemos que pasada la aventura de Clavileño, cuando recibe orden del Duque de ponerse en camino para el gobierno de la ínsula, tiene Sancho un arranque sublime de desprendimiento y de la más aquilatada piedad. En aquella ocasión el buen escudero, a pesar de su estilo festivo y maleante, hace recordar a tantos varones de virtud eximia que desprendidos de los mundanos y transitorios intereses, gozan anticipadamente acá en la tierra, en seráfica beatitud, de las inefables delicias de la eternidad. En pechos encendidos con el amor de la verdad y de la belleza absolutas, no puede hallar cabida ningún sentimiento torpe y mezquino; y de su peso aparece que cuando hombres de tal carácter son llamados a conducir los destinos de los pueblos, lo harán con la necesaria consagración, prudencia y suavidad. Oigamos ahora a Sancho, y tratemos de que sus palabras no se nos huyan jamás de la memoria:

   "Después que bajé del cielo, dice, y después que desde su alta cumbre miré la tierra, y la vi tan pequeña, se templó en parte en mí la gana que tenía de ser gobernador; porque ¿qué grandeza es mandar en un grano de mostaza, o qué dignidad o imperio el gobernar a media docena de hombres tamaños como avellanas, que a mi parecer no había más, en toda la tierra? Si vuestra señoría fuese servido de darme una tantica parte del cielo, aunque no fuese más de media legua, la tomaría de mejor gana que la mayor ínsula del mundo."

   Con estos sentimientos no es de extrañarse que Sancho, al comprender a pocos días de su fatigado gobierno, que no era apto para tal oficio y que no estaban muy satisfechos de él sus insulares, hiciese, de propio movimiento, dejación de su destino y tornase a su anterior condición escuderil, no sin cumplir antes con la obligación en que estaba de dar cuenta a los Duques del desempeño del encargo que de sus manos había recibido. "Yo, señores", díjoles al comparecer de nuevo en su presencia, "porque lo quiso así vuestra grandeza, sin ningún merecimiento mío, fui a gobernar vuestra ínsula Barataria, en la cual entré desnudo, y desnudo me hallo; ni pierdo ni gano. Si he gobernado bien o mal, testigos he tenido delante, que dirán lo que quisieren... En resolución, en este tiempo yo he tanteado las cargas que trae consigo y las obligaciones el gobernar, y he hallado por mi cuenta que no las podrán llevar mis hombros, ni son peso de mis costillas, ni flechas de mi aljaba; y así antes que diese conmigo al través el gobierno, he querido yo dar con el gobierno al través, y ayer de mañana dejé la ínsula como la hallé, con las mismas calles, casas y tejados que tenía cuando entré en ella."

   ¡Qué lección tan aplicable siempre da Cervantes, con esta conducta de Sancho, a tantos gobernadores que por torpe codicia o por arrebatada ambición saltean el poder y se asen luégo de él, con inapeable tenacidad, sin que sean parte a moverlos de su propósito, ni el descontento y desamor de sus gobernados ni la conciencia de su propia incapacidad para el oficio!

   He dicho atrás, me parece, que en el Quijote está contenida una teoría completa de moral política, y voy a continuar la demostración de esta tesis, hablándoos ahora de algunos puntos capitales que vosotros extrañaréis no haya tocado todavía.

   Cervantes, como político sagaz, no podía desconocer la importancia que tiene en una república bien ordenada la recta y sabia administración de la justicia. Sin ella no puede haber propiedad, ni honra, ni vida, ni hogar seguros; sin ella es vano nombre la libertad, imposible cualquier género de adelantamiento, tormento insoportable la existencia. Esfuércese un gobierno por acrecentar la pública riqueza, cubra todo el territorio de grandiosos y útiles monumentos, proteja espléndidamente las ciencias y las artes; haga todo esto y cuanto la más lozana y patriótica imaginación pueda concebir, —pero no asegure allí el imperio de la justicia—, y todas esas obras serán de todo punto estériles, serán, valiéndome de la enérgica expresión del Apóstol, como metal que suena o campana que retiñe.

   Para hacer sensible verdad tan importante como ésta, Cervantes, a imitación de los grandes maestros de doctrina, huye de las pomposas declamaciones y echa mano de la más humilde pero más popular y persuasiva forma del ejemplo. Fácil le habría sido con su estilo perspicuo y lozano, espaciarse sobre los males que acarrea siempre la inseguridad y pintar en deleitable cuadro la suerte de un pueblo donde imperan la justicia y la paz, su compañera inseparable; pero le pareció sin duda preferible trasladar al lector, para hacer más palpable su demostración, no a una república bien concertada, sino a una guarida de salteadores y de bandidos. Os acordaréis, señores, del famoso Roque Guinart y de su banda, en cuyas manos dieron Don Quijote y su escudero yendo camino de Barcelona, y recordaréis también las trágicas y cómicas aventuras que pasaron mientras los héroes de Cervantes permanecieron entre aquella gente de tan mala compañía. Don Quijote, a quien nada le ponía miedo, conservó el ánimo sereno en tan apurado trance y, observador como era, tuvo sin duda motivo de admirarse de que las órdenes del capitán fuesen tan puntual y gustosamente obedecidas por aquellos bandidos, a quienes, por no hacer caso ni cuenta alguna de la vida, no era dado imponer respeto por medio de la fuerza. La explicación de aquel fenómeno que en alguna ocasión semejante habrá llamado vuestra atención, no estaba sin embargo muy celada, y pronto la tuvo Don Quijote. Roque Guinart, después de repartir equitativamente entre los suyos los despojos robados desde la última distribución, con lo cual quedaron todos ellos contentos, se volvió al andante caballero, que en silencio presenciaba esta escena, y le dijo: "Si no se guardase esta puntualidad con éstos, no se podría vivir con ellos." El buen Sancho comprendió la lección del capitán, y la completó al punto diciendo, con sobra quizá de indiscreción, pero con mucha propiedad: "Según lo que aquí he visto, es tan buena la justicia, que es necesario que se use aun entre los mesmos ladrones."

   No se necesitaba decir más: estas pocas palabras de Sancho valen por un libro entero.

   Veamos ahora cómo entendía Cervantes la recta administración de justicia, que no basta decir que se quiere una cosa si no se ponen los medios necesarios para granjearla. Sus opiniones relativas a este punto están consignadas en algunos de los consejos que dio Don Quijote a su escudero cuando le adiestraba para el gobierno. Me tomo la libertad de citarlos aquí íntegros, porque juzgo que serán muy de vuestro agrado:

   "Nunca te guíes por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida con los ignorantes que presumen de agudos."

   "Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre; pero no más justicia que las informaciones del rico."

   "Cuando pudiere y debiere tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente, que no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo."

   "Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia."

   "Cuando te sucediere juzgar algún pleito de algún tu enemigo, aparta las mientes de tu injuria y ponías en la verdad del caso."

   "No te ciegue la pasión propia en la causa ajena, que los yerros que en ella hicieres, las más veces serán sin remedio, y si le tuvieren, será a costa de tu crédito y aun de tu hacienda."

   "Si alguna mujer hermosa viniere a pedirte justicia, quita los ojos de sus lágrimas y los oídos de sus gemidos, y considera despacio la sustancia de lo que pide, si no quieres que se anegue tu razón en su llanto y tu bondad en sus suspiros."

   "Al que has de castigar con obras no trates mal con palabras, pues le basta al desdichado la pena del suplicio sin la añadidura de las malas razones."

   "Al culpado que cayere debajo de tu jurisdicción considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuéstra, y en todo cuanto fuere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstrate piadoso y clemente, porque aunque los atributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia."

   Una de las cosas que llaman particularmente la atención de los americanos cultos y observadores que viajan por España, es la de que en ninguna otra parte de Europa se hallan tan arraigados como allí aquellos hábitos de genuina y sana democracia, que jactanciosamente hemos dado en considerar nosotros como patrimonio exclusivo de las Américas. El pueblo español, el más inteligente, el más espiritual y el más generoso del Viejo Continente, es también aquel en quien mayor desarrollo ha cobrado el sentimiento de la dignidad personal, que raya en él hasta en bravia independencia. La educación religiosa que aquel pueblo ha recibido, le hace ser respetuoso con las jerarquías establecidas, como necesarios soportes del orden social; pero ese respeto no lo lleva hasta el punto de que un plebeyo renuncia a su derecho ante las injustas pretensiones de un titulado, o de que dispense mayor aprecio a los esplendores de la grandeza que a la virtud y al mérito positivo.

   El interés de esta observación crece de punto cuando, apartando los ojos del pueblo, se les fija en la nobleza; porque si sorprende hallar abajo altivez y dignidad, admiración mayor debe causar el ver que la alta clase se distinga por accesible, por llana en su trato, por comedida y liberal.

   Fácil sería explicar esta peculiar fisonomía de la sociedad española, recordando el modo como se formó aquella nacionalidad. En la larga y porfiada lucha sostenida contra el poder sarraceno, en defensa de su fe y de sus hogares, los españoles todos fueron soldados; por siglos enteros vivieron confundidos señores y vasallos, conllevándose sus comunes fatigas y estrecheces; a todos alentaba un mismo generoso espíritu; y como vencer era el general anhelo, aquél era más amado y respetado que con mayores proezas y bizarrías se señalaba. Formáronse así a la par un pueblo —que no un populacho— con conciencia de su valer, y una nobleza con blasones que constituían el honor de la nación. La nobleza, alzada de esta suerte a poder de sus propios méritos y con el popular consenso, no podía ser altanera ni soberbia; y el pueblo, a quien aquella elevación ni lastimaba ni humillaba, no debía mostrarse levantisco ni servil.

   Me aparto, sin embargo, de mi propósito, que no era otro que el de hacer notar, por medio del Quijote, cómo entiende el pueblo español la democracia, o más bien cómo la entendía cuando no se rendía tan ostentoso culto a las palabras y se buscaba con más cuidado la realidad de las cosas.

   Pudiera multiplicar aquí las citas; mas como no debo abusar de vuestra benevolencia, me limitaré a unas pocas, que creo bastarán a sacarme verdadero en mi aserción.

   Departía Sancho con su mujer acerca de las grandezas que le esperaban en llegando a ser gobernador; y como bueno y amoroso padre, no era la menor de las satisfacciones con que soñaba la de ver a su hija apellidada de señoría y casada con un conde por lo menos. "Eso no, Sancho, respondió Teresa, casadla con su igual, que es lo más acertado, que si de zuecos la sacan a chapines, y de saya parda de catorceno a verdugada y saboyanas de seda; y de una marica y un tú a una doña tal y señoría, no se ha de hallar la muchacha, y a cada paso ha de caer en mil faltas descubriendo la hilaza de su tela basta y grosera... Medíos, Sancho, con vuestro estado, no os queráis alzar a mayores ... Con éste (Lope Tocho), que es nuestro igual, estará bien casada, y le tendremos siempre a nuestros ojos y seremos todos unos padres y hijos, nietos y yernos, y andará la paz y la bendición de Dios entre todos nosotros; y no casármela vos ahora en esas cortes y en esos palacios grandes, en donde ni a ella la entiendan ni ella se entienda." No convencieron a Sancho estas razones, y a falta de otras mejores que oponer a su mujer, amparándose de su autoridad marital, resolvió que Sanchica sería a todo trance condesa. "¿Veis cuánto decís, marido? pues con todo eso, respondió Teresa, temo que este condado de mi hija ha de ser su perdición: vos haced lo que quisiéredes, ora la hagáis duquesa o princesa; pero séos decir que no será ello con voluntad ni consentimiento mío. Siempre, hermano, fui amiga de la igualdad, y no puedo ver entonos sin fundamentos."

   En estas breves razones, en las cuales campean igualmente el buen sentido práctico, el respeto por las jerarquías sociales y la noble independencia del pobre, que rechaza, pero no desprecia con insensata altivez, los honores y encumbrados puestos que no cree merecer, se encuentra explicada la democracia cristiana; distinta en su esencia de aquella otra bastarda y subversiva que tiene sus raíces en la envidia, la más fea y ruin de las pasiones, y que lejos de querer que la virtud y el mérito granjeen en el mundo la merecida recompensa, sólo aspira a que toda grandeza legítima se avillane y descienda al nivel del vicio y de los más pravos sentimientos de la humana naturaleza.

   Habéis oído ya hablar a la clase baja del pueblo español, por boca de la esposa de Sancho Panza. ¿Queréis ahora saber cómo se expresa la clase media, —ésa que es el nervio del Estado, depositaría de la riqueza, y escuela de las virtudes públicas y privadas—, cuando se siente lastimada en su honra, y en la necesidad de vindicar un derecho? Pues oíd la respuesta que Dorotea da al pérfido don Fernando que osaba atentar a su honestidad: "Tu vasalla soy, pero no tu esclava: ni tiene ni debe tener imperio la nobleza de tu sangre para deshonrar y tener en poco la humildad de la mía, y en tanto me estimo yo villana y labradora, como tú señor y caballero."

   Supongo, señores, que al oír esta palabra entera y viril, os sentiréis poseídos de noble orgullo, recordando que sois en primer lugar cristianos, —porque sólo el cristianismo ha podido inspirar estos sentimientos—, y en segundo lugar descendientes de un pueblo que tan bien ha sabido apreciar lo que vale la dignidad del alma humana.

   Demos ahora la palabra, para terminar esta revista, al hidalgo manchego, celoso como el que más de las preeminencias y prerrogativas de la nobleza.

   "De todo lo dicho quiero que infiráis, bobas mías, que es grande la confusión que hay entre los linajes, y que solos aquellos parecen grandes e ilustres que lo muestran en la virtud y en la riqueza y liberalidad de sus dueños. Dije virtudes, riquezas y liberalidades porque el grande que fuese vicioso, será vicioso grande, y el rico no liberal será un avaro mendigo."

   Y en otra parte hablando de Dulcinea:

   "A eso puedo decir que Dulcinea es hija de sus obras y que las virtudes adoban la sangre, y que en más se ha de estimar y tener un humilde virtuoso que un vicioso levantado."

   Conocemos ya, me parece, la filosofía política del Quijote y las ideas de Cervantes sobre los puntos culminantes de la ciencia del gobierno; falta, empero, dar a conocer el remate, o con más propiedad el asiento o la planta del edificio.

   Es tal nuestra flaqueza y son tan poderosas nuestras malas inclinaciones, que ninguna obra humana, por buena y acabada que sea, puede conservarse largo tiempo por su propia virtud.

   La sabiduría no está, pues, sólo en crear, sino también en conservar; y así en la obra divina no se sabe qué admirar más, si el acto de sacar los seres de la nada, o aquella acción continua de orden o conservación que por doquiera advertimos.

   El sistema político desarrollado por Cervantes en el discurso de su obra inmortal no debía carecer del necesario complemento; indicados los principios sobre los cuales ha de asentarse la planta del buen gobierno, debía indicar también el medio de que fuese sólido y estable. A este fin corresponde la institución militar, cuya importancia explica Cervantes en las siguientes líneas tomadas del discurso sobre las armas y las letras:

   "A esto responden las armas que las leyes no se podrían sustentar sin ellas, porque con las armas se defienden las repúblicas, se conservan los reinos, se guardan las ciudades, se aseguran los caminos, se despojan los mares de corsarios; y finalmente, si por ellas no fuese, las repúblicas, los reinos, las monarquías, las ciudades, los caminos de mar y tierra estarían sujetos al rigor y a la confusión que trae consigo la guerra, el tiempo que dura, y tiene licencia de usar de sus privilegios y de sus fuerzas."

   Concluyentes parecen estas razones en favor de la institución militar, y si ésta es, como debe ser, escuela de lealtad, de valentía, de abnegación, de sobriedad y de disciplina, en la cual aprende el soldado a estar siempre pronto al apellido de la patria, a no tener otra ambición que la de verter por ella su sangre, y a no desnudar el acero sino en defensa de la justicia y de la debilidad oprimida, aparece de su peso que el ejército, cuando es proporcionado a las públicas necesidades, no puede tener otros enemigos que los ambiciosos, cuyos proyectos estorba, y los perdidos y baldíos, cuyos desmanes reprime.

   De la fuerza pública pueden abusar, sin embargo, los que la manejan; y Cervantes, que bien preveía el caso, se apresura a completar su doctrina con este luminoso principio:

   "Las armas tienen por objeto y fin la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida. La paz es el verdadero fin de la guerra."

   Y no contento todavía con esto, en otro lugar enumera las circunstancias únicas en las cuales los varones prudentes y las repúblicas bien concertadas, han de tomar las armas y desenvainar las espadas, y poner a riesgo las personas, vidas y haciendas. Es la primera de ellas en defensa de la fe y de los fueros de la conciencia; la segunda por defender la vida, que es de ley natural y divina; la tercera en defensa de la honra, y la cuarta en defensa de la patria en la guerra justa.

*
*    *

   He concluido, señores, el análisis de lo que puede llamarse la política del Quijote. Temo que en este trabajo mis desabridos comentos hayan sido parte a impediros el saborear, como hubierais deseado, las sabias sentencias de Cervantes; pero en cambio abrigo la convicción de que la doctrina que de ellas he deducido rectamente, habrá sido muy de vuestro agrado. Mezclado con el vil metal de mis palabras, os he presentado el oro puro de las del grande ingenio, que tan bien supo pensar como decir.

   Si por esto hubiere de recibir la nota de jactancioso, sírvame ante vosotros de disculpa el ejemplo que me dan los encargados de labrar la moneda: al metal noble agregan ellos cierta cantidad de liga; ésta desaparece en la combinación, y aquél, lejos de perder, adquiere mayor brillo y resistencia.

RESPUESTA A CARLOS MARTINEZ SILVA

Por Sergio Arboleda

   Señores académicos:

   Comenzaré, antes de entrar en materia, pidiendo perdón a la Academia y a mi buen amigo el señor don Carlos Martínez Silva, por mi tardanza en preparar este discurso. Confieso que me oprimía ya el peso del remordimiento y más aún el temor de que pareciera acaso falta de respeto a la corporación ante quien hablo, el exceso mismo del que ella se merece y yo sinceramente le profeso. Creedlo, señores, me ha sucedido en esta vez con vosotros lo que al tímido colono que, por puro encogimiento y sobra de consideraciones, omite o posterga corresponder la visita con que le ha honrado obsequioso el benévolo propietario. Sin embargo, si los cuidados de una salud delicada, la inquietud de espíritu consiguiente a mis actuales circunstancias y la preferente atención debida a compromisos sagrados, pueden a vuestros ojos excusar o aminorar mi culpa, cubridla, os lo ruego, con el velo de vuestra indulgencia.

   De regla es dar principio a discursos como éste con un acto de humilde confesión de incapacidad; mas yo por inoficioso lo omito, pues me asiste el convencimiento de que a nadie se le ha ocurrido dudar siquiera de mi incompetencia en achaques de literatura, siendo como es esta la primera vez que algo escribo relacionado inmediatamente con ella. Sin otros conocimientos en la materia que los adquiridos a medias entre las rudas faenas de la agricultura y los tumultos de la vida democrática, ora en lecturas de puro entretenimiento, hechas al acaso, sin método ni plan, ora en el trato ocasional con las personas ilustradas que como vosotros, me han honrado o me honran con sus relaciones, ocupo un asiento en esta Academia (bien lo sabéis), sin más título que el de vuestra benevolencia, o el que me ha concedido talvez a vuestros ojos, la ley de la solidaridad en la familia, ley por la cual quisisteis probablemente premiar en mí los méritos del malogrado cantor de Pubenza. Y por desgracia mía, no puedo siquiera, como nuestro estimable amigo, que empieza brioso la carrera de la vida, apelar al recurso de reconocerme aprendiz en vuestro nobilísimo taller: los viejos, cargados de desengaños y perdidas hasta las más inocentes y legítimas ilusiones, ¿qué hemos de aprender? Sólo a morir. Para nosotros es el refrán del colegio: non valet studere sed studuisse.

   Pero creo, sin embargo, que para algo estoy entre vosotros. Todo hombre tiene su misión aunque sea negativa; sí, aunque sea la del lunar que contrasta con la blanca y rosada tez de una hermosa. Vais a ver en la introducción de mi discurso, que es esta la verdad.

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*    *

   Nada en la naturaleza ni en el hombre mismo, a pesar de su inteligencia y de sus innatas aspiraciones a la perfección, es absoluto: todo es relativo. De aquí la ley admirable del contraste, copiosa fuente de riquezas artísticas y literarias, por la cual el Artífice Supremo hace que resalten las bellezas del universo ante los ojos de su criatura predilecta. No estimáramos la hermosura y brillantez del día, sin la contrapuesta oscuridad de la noche; no nos pareciera tan frío y estéril el invierno si no siguiera de cerca el templado y fructífero otoño. Sin el constraste, ¿qué sería de las artes, qué de nuestros placeres, qué de las obras del ingenio, y qué, en fin, de esos mil artificiosos juegos con que nos encanta la imaginación? Suprimid la armónica contraposición de los sonidos, y la música dejará de existir; renunciad a la combinación de diversos colores, de sombras y de luz, y será imposible la pintura. La poesía y las gracias mismas de la elocuencia consisten en el ordenado contraste de pensamientos y de imágenes; y la vida, este conjunto de goces fruto del ejercicio de nuestras facultades y del libre uso de nuestros miembros y sentidos que tan grato nos hace nuestro rápido paso por la tierra, la vida sería monótona, cansada, insoportable; día sin noche, atmósfera sin movimiento, mar en perpetua calma, si las necesidades y el dolor no viniesen de cuando en cuando en contraste benéfico a turbar la tranquilidad de la existencia, como alteran a trechos negras nubes el nítido azul del firmamento. Esta ley, señores, que rige el universo físico y moral, se cumple hoy, aunque en pequeña escala, en el seno de esta ilustrada corporación para honra y gloria suya, desde luego, pero en perjuicio, no obstante, de quien, fiel al deber que contrajo al aceptar en ella un no pretendido asiento, viene hoy sumiso y resignado a llenar en cuanto pueda la tarea que cual pesada carga echasteis a sus débiles hombros.

   El silencio que ha reinado en este recinto durante el discurso que termina, y la inmovilidad de vuestra mirada, fija incesantemente en los labios del orador, dan claro testimonio del interés que os ha inspirado aquella luminosa composición, no menos notable por lo esmerado de su labor y por la importancia y oportunidad de su objeto, que la modestia con que nuestro estimable amigo ha redoblado, sin pretenderlo, su mérito indisputable; y ahora para poner más de relieve sus bellezas como obra literaria, y mejor estimar su riqueza como estudio filosófico y político, tócame a mí, por acertada elección vuéstra, contraponer sombra a esa luz, noche a ese día e invierno a ese otoño, con este pobre discurso mío, en el cual, fuera de su mérito negativo, apenas podrá hallar vuestra benevolencia otro que el de la buena voluntad que lo ha inspirado.

   El sencillo e ingenioso símil del aprendiz de pintor con que el nuevo académico ha adornado su exordio, me recuerda al célebre Vázquez, honra de la pintura en nuestra patria. Como el señor Martínez Silva, también creyó entrar por favor y de simple aprendiz en el humilde taller de Figueroa, el primero acaso que tuvo el arte de Apeles en el Nuevo Reino; como es esta Academia la primera corporación dedicada en Colombia al cultivo de la lengua; y ¿a quién, señores, sino a la fama postuma del ilustre discípulo, debió aquél que su nombre no quedase cubierto para siempre en las sombras del olvido.

   De Vazquez refieren nuestras crónicas que, o movido de su natural bondad, o arrastrado de su genio artístico, se atrevió a escondidas de su maestro y con riesgo de herir su vanidad, a dibujar en el conocido cuadro de San Roque, que se venera en nuestra parroquial de Santa Bárbara, esos bellos ojos que todos en él notamos y admiramos, los cuales en perpetuo contraste con la poca animación del rostro en que figuran, están sin cesar proclamando que hay aprendices maestros, hombres que se ignoran a sí mismos, seres especialmente favorecidos con el conocimiento instintivo de ciertas bellezas y verdades y con el don inestimable de expresarlas y reproducirlas; genios, en fin, cuyas obras son más el fruto de la inspiración y del talento, que de la instrucción y el estudio; más el brote espontáneo de un espíritu fecundo, que el laborioso parto de la servil imitación de los modelos y nimia observancia de las reglas, a quienes, que no a los eruditos y adoctrinados, se han debido y deberán siempre esas producciones portentosas, tipos acabados de perfección y códigos de las reglas del arte, que alcanzan para sus autores, como el Quijote para Miguel de Cervantes, la gloria de la inmortalidad.

   Y he aquí con lo expuesto, señores, indicado el objeto y plan de mi discurso. ¿En qué consiste el verdadero mérito de Miguel de Cervantes Saavedra? No la erudición literaria ni los conocimientos científicos constituyen su gloria. No fue médico, ni marino, ni geógrafo, ni jurisperito, ni teólogo, ni político; no, nada de eso, pero sí más que todo eso: tuvo las dotes que caracterizan el genio; quiero decir que le fueron concedidos algunos de los atributos que hacen al hombre semejante a Dios en mayor proporción que el común de sus contemporáneos, que es a mi ver lo que constituye el genio; razón por la cual los antiguos solían calificar de semidioses a sus hombres extraordinarios. Cervantes recibió de lo Alto el don de observar y de concentrar en su mente el fruto de sus observaciones; el don de crear y de reproducir en sus creaciones el mundo que le rodeaba; y, por último, fue favorecido con el privilegio de la oportunidad, la cual, si es, como se ha dicho, la ninfa Egeria de los estadistas y políticos, no debe ser menos la inspiradora del literato y aun del artista.

   Sí, señores; en Homero se estudia la Grecia primitiva y en Cervantes la España del siglo XVI, con todas sus creencias, sus ideas, sus costumbres, sus errores y sus preocupaciones; como en los dilatados flancos del gigantesco Chimborazo, toda la flora y toda la fauna de las regiones equinocciales.

   Bajo la poderosa pluma de aquel ingenio, cada pensamiento es una creación, que el pintor puede al cabo de siglos, representar en sus lienzos con exactitud fotográfica.

   Y lo que es más raro y casi toca en lo misterioso, todas las circunstancias de la vida de Cervantes, hasta las más independientes de su voluntad, concurrieron a su obra y a su gloria. Esto es lo que he querido significar al decir que fue favorecido con el privilegio de la oportunidad, recordando estos versos de Camoens:

   De lo dicho se infiere que para juzgar a Cervantes no basta (porque todo es relativo) leer atentamente su libro imperecedero: es preciso estudiarlo en relación con sus demás obras, con el tiempo y la sociedad en que fue escrito, con las ideas que por entonces privaban e instituciones que regían a los pueblos cristianos, especialmente a España, y tener, además, en cuenta las dotes personales de Cervantes mismo y todas las circunstancias de esa su vida de escaseces, humillaciones, trabajos y aventuras, que debieron de influir en las cualidades de su espíritu y en el carácter de su obra. Estudio es éste del cual, por la comparación de aquel siglo con el presente y del pueblo español con el nuéstro, pueden acaso surgir útiles reflexiones, ya políticas, ya literarias, aplicables al pueblo colombiano.

   Ojalá que a persona más experta hubiese tocado discurrir sobre este fecundo tema, que sobrepuja en mucho a mis débiles fuerzas; pues reconozco que no podré darle, sobre todo dentro de los estrechos límites de un discurso académico, su completo desarrollo, y que me expongo con sólo intentarlo a la tacha de audaz y presuntuoso. "¡Cómo! se me dirá, ¿te crees tú capaz de juzgar a Cervantes?" ¡Oh! señores, detened vuestro fallo y escuchadme.

   No comparéis la grandeza de Cervantes con mi propia pequeñez; que sería condenarme de antemano. Considerad, más bien, que si para juzgar a los hombres extraordinarios se necesitasen dotes intelectuales superiores a las suyas, todos o la mayor parte de ellos se quedarían sin jueces. Con las obras literarias sucede lo que con las pinturas y con las piezas de música: el ingenio las produce, y el sentido común las juzga. Todo en el mundo es relativo, lo repito: si tomando por base una unidad, el metro o el litro, por ejemplo, puedo por la relación del número con el número valuar la distancia que me separa del sol y de las estrellas, o la enorme masa de agua del insondable océano, ¿por qué no podrá una inteligencia mediana juzgar también por relación, del mérito de una inteligencia superior? Necesaria fue la Sabiduría Increada para producir el universo, y, no obstante, el hombre miserable puede, ya que no comprenderlo, sí conocerlo lo bastante para descubrir sus leyes, estimar sus bellezas y armonías, y llegar multiplicándolas hasta lo infinito, a concebir idea clara de los atributos divinos. Por otra parte, ¿cuál asunto pudiera yo escoger, fuera de éste, que respondiera mejor al del discurso que contesto; cuál que fuera más congruente con el aniversario de la muerte de Cervantes, que hoy recuerda la Academia; ni dónde habría hallado uno que no opusiera a mi limitado ingenio iguales o mayores dificultades?

   Este me ofrece por lo menos una ventaja inestimable: el señor Martínez ha tratado de Cervantes con tanta brillantez y tal abundancia de felices pensamientos, que me ha ahorrado la mitad del trabajo, proporcionándome el recoger del sobrante de sus riquezas, aquella porción de que puedo usar sin defraudarle. ¡Oh! cuán cierto es que así en lo intelectual como en lo económico, nunca el rico por serlo perjudica al pobre; y que antes bien éste, acercándose a aquél y ayudándole en su labor, vive, prospera y se hace a su vez rico. Sí, la ley hace ricos, no hace pobres: la ciencia hace sabios, no ignorantes. Verdades consoladoras, que hoy más que nunca conviene recordar, y que por mi parte proclamo, agradecido a mi estimable amigo.

   Ahora que me habéis oído, espero que no me condenaréis. Complete pues vuestra ilustración lo diminuto de mis reflexiones, cubra benévola vuestra amistad la insuficiencia de mi ingenio, y perdóneme también si saliéndome de los términos de un discurso académico, invadiere los amplios dominios de la disertación, teniendo en cuenta que a ello me fuerza la grandeza del asunto.

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   Tendencia es de nuestra naturaleza suponer en el objeto amado todas las cualidades y virtudes que pueden hacerlo digno de nuestro amor. "Acontece", dice por esto Cervantes, "tener un padre un hijo feo y sin gracia alguna, y el amor que le tiene le pone una venda en los ojos para que no vea sus faltas; antes las juzga por discreciones y lindezas y las cuenta a sus amigos por agudezas y donaires"; y la causa de esta inclinación es que se halla tan profundamente arraigada en nuestro espíritu la noción innata del Sumo Bien, o sea de la perfección absoluta a que aspiramos, y es tal nuestro convencimiento de que sólo ella merece nuestra completa adhesión, que no nos contentamos jamás con bienes a medias, con bellezas parciales, con verdades relativas. La inflexible lógica nos advierte que la perfección debe ser de una pieza, y aspiramos a ella; y no pudiendo alcanzarla, procuramos engañarnos a nosotros mismos, para tranquilizar el afán de nuestra mente. Cuandoquiera que un hombre gana nuestro afecto o arrebata nuestra admiración con algunas dotes superiores de virtud, belleza o inteligencia, sentimos como vergüenza de fijar nuestro corazón en un bien incompleto, procuramos calmar el remordimiento o desazón consiguiente a nuestra deslealtad para con el Bien Sumo, cerrando los ojos para no ver los defectos de aquel hombre, disculpando sus debilidades y atribuyéndole cuantas cualidades y virtudes pueden ser parte a representárnosle como un dechado de perfección. ¿Cómo persuadirnos que Sócrates, aquella egregia figura que aparece sobre el negro fondo del politeísmo antiguo y entre los monstruosos delirios de la filosofía pagana, proclamando la unidad de Dios, la inmortalidad del alma y máximas de una moral relativamente pura, pagase tributo a las debilidades humanas, y que, cediendo a las preocupaciones de su siglo, mandase en los últimos instantes de su vida un sacrificio a Esculapio? Cuando nos inflama Cicerón en amor a la patria con su mágica palabra y nos hace amar la virtud con sus lógicas reflexiones, cerramos los ojos sobre su pueril vanidad y sobre la debilidad de su conducta política, y no queremos creer que sea él el mismo a quien aterran los presagios sacados de los sueños, el mismo que repudia a su esposa Terencia para salir de cuitas pecuniarias, el mismo que deifica a una débil mujer, y el mismo, en fin, que sube al Capitolio a tributar su acción de gracias al ídolo de Minerva. Y viniendo a tiempos más cercanos, ¿cuál de nosotros no se ha rehusado a consentir que un Colón que fue capaz de hallar un mundo en su cerebro y sacarlo luego del medio del océano para ofrecerlo a la sin par Isabel ante el universo sorprendido, que un Colón fuera incapaz de gobernar una triste colonia, y se abajara hasta el mezquino artificio de engañar a pobres salvajes, sacando provecho de su superstición y su ignorancia? En todos estos casos y otros semejantes, para cubrir los errores y aun los vicios de esas grandes almas, renunciamos a nuestra inteligencia, la sometemos al corazón y procuramos alucinarnos y engañarnos como si quisiésemos en nuestra pequeñez lisonjear nuestro amor propio, persuadiéndonos de que hay seres de nuestra propia especie capaces de la perfección absoluta. Prescott mismo, el imparcial historiador de los Reyes Católicos, extasiado ante la grandeza de Isabel, la disculpa hasta donde alcanza cuando la ve, dominada por las ideas de su siglo, hacer de la Inquisición un instrumento político y condenar, sin quererlo, a la ínclita nación española al calabozo de la ignorancia. ¡Triste verdad, por cierto! Los mayores genios son grandes en un aspecto, y en los demás pequeños. Así es la naturaleza: el Sol mismo, centro de la luz, está sembrado de negras manchas. Los grandes hombres hacen por una parte contraste con la pequeñez de su siglo, y por otra, su siglo mismo los ve a ellos pequeños; porque participan de sus errores, decadencias y miserias, y a veces en mayor proporción que sus contemporáneos. Estos, que ven de cerca sus defectos y pequeñeces, de ordinario no los estiman; pero la posteridad, que los observa de lejos y al través de las nieblas del tiempo, como vemos el Sol en el horizonte por entre los vapores de la tierra, sólo distingue sus grandezas, y es frecuentemente apasionada e injusta.

   Cervantes se halla en el mismo caso que todos los grandes hombres; su genio nos admira; sus escritos nos atraen y seducen; sus desventuras nos interesan, y queremos hacer de él un dechado de inteligencia, de virtudes y de conocimientos, atribuyéndole aun aquellas cualidades que si le hubiesen sido concedidas, le habrían hecho incapaz de ser lo que realmente fue. Considerarle médico, marino, geógrafo, etc., porque se encuentran en sus obras ideas de estas ciencias o artes, es tanto como suponer que un espejo posee en sí mismo todos los objetos cuyas imágenes nos muestra. Cervantes concentra en sí y refleja en sus obras la nación española del siglo XVI, tal cual ella era. Este es uno de sus más notables méritos. Como todos los hombres, tuvo sus dotes especiales, su misión sobre la tierra; y para empequeñecerle basta considerarle desde un punto de vista diferente del que le corresponde. Hacer de Cervantes un médico, un geógrafo, un marino, es convertir un gigante en pigmeo: tanto valdría estudiar a Colón como poeta bucólico, a César como astrónomo o a Newton como gran capitán.

   En Cervantes no se pueden hallar, visto como marino, jurisperito y médico, sino esos conocimientos generales e incompletos, que adquiere en el trato del mundo todo hombre inteligente y observador, sobre aquellos ramos que se rozan con su profesión y sus negocios. El, que tuvo parte en expediciones militares y marítimas, que concurrió a la batalla de Lepanto, que, como cautivo en Argel, se vio en la necesidad de discurrir atrevidos proyectos para escapar por mar de la cautividad, y que, radicado después en Sevilla, fue por cuatro años factor de provisiones para la real armada, adquirió desde luego ciertas nociones del arte de navegar y conoció prácticamente algunas de sus maniobras, lo cual le facilitó el darnos idea de las costumbres de los marinos de su tiempo, y reflejar en sus obras la España marítima; pero de esto a ser un náutico científico hay inmensa distancia.

   Quien tuvo a su cargo la cobranza de las sumas que por tercias y alcabalas se adeudaban al fisco, hubo necesariamente de entenderse con jueces inferiores y demás ministriles de las alcaldías, y no es extraño que tuviese de la administración de justicia en España, conocimiento suficiente para pintárnosla tan desvencijada como desgraciadamente era, ora en las escenas de la Insula Barataria, ora en los Trabajos de Persiles y Segismunda, cuando pone en boca de uno de los falsos cautivos estas palabras: "Talvez se hurta con autoridad y aprobación de la justicia: quiero decir que alguna vez los malos ministros de ella se hacen a una con los delincuentes para que todos coman." 1.

   ¿Quién ignora que Cervantes hizo dos veces de un loco el protagonista de sus novelas? Hubo, pues, de observar los principales caracteres de la locura, para dar verosimilitud a sus fábulas: a esto se reduce su ciencia médica. Y no le atribuyamos otra; que sufriremos un triste desengaño al juzgarle por la idea de que sus conocimientos en la materia nos da en sus demás escritos. En los Trabajos de Persiles y Segismunda, por ejemplo, no de burla sino muy seriamente 2, nos dice cómo enfermó Antonio por los hechizos de Cenotia, y más adelante 3, que la hechicera sacó "del quicio de una puerta los hechizos que había preparado para consumir la vida, poco a poco, del riguroso mozo que con los de su donaire y gentileza la tenía rendida"; y agrega luego que "apenas hubo sacado la Cenotia sus endemoniados preparamentos de la puerta, cuando salió la salud perdida de Antonio a plaza, cobrando en su rostro los primeros colores, los ojos vista alegre y las desmayadas fuerzas esforzado brío". Creía, pues, Cervantes, que las enfermedades procedían, por lo menos algunas veces, de artes diabólicas, y que se curaban a voluntad del demonio o de sus secuaces. ¿Es, ni puede ser, este principio de ciencia médica?

   Mas no se detenía aquí su credulidad: aceptaba, con la generalidad del pueblo español, que el diablo tenía resuelto el difícil problema de la navegación aérea, y daba fe entera, además, a la astrología judiciaria. Oigámosle: en otro capítulo de la misma obra 4 refiere Rutilio que habiéndole visitado en el calabozo donde estaba preso, una hechicera a quien "la alcaidesa de la cárcel había hecho soltar de las prisiones y llevádola a su aposento, a título de que con hierbas y palabras había de curar a una hija suya de una enfermedad que los médicos no acertaban a curarla", aquella mujer con sus artes le puso en libertad, y en saliendo a la calle tendió en el suelo un manto y le mandó que pusiese los pies en él; "luego vi mala señal", dice, "y conocí que quería llevarme por los aires"; y concluye la narración así: "En resolución, cerré los ojos y dejéme llevar de los diablos, que no son otra cosa las postas de las hechiceras, y al parecer cuatro horas o poco mas había volado cuando me hallé al crepúsculo del día en una tierra no conocida."

   Veamos ahora la opinión de Cervantes sobre la astrología judiciaria. En la misma obra 5 refiere la historia de un astrólogo cuyas profecías hacen parte del enredo de la novela. Hablando aquél con su hija Transila, a quien después de larga ausencia había por fin hallado, le dice:

   "Viéndote, pues, perdida, noté el punto, observé los astros, miré el aspecto de los planetas, señalé los sitios y casas necesarias para que respondiese mi trabajo a mi deseo, porque ninguna ciencia en cuanto a ciencia engaña; el engaño está en quien no la sabe, principalmente la de la astrología, por la velocidad de los cielos que se llevan tras sí todas las estrellas, las cuales no influyen en este lugar lo que en aquél, ni en aquél lo que en éste."

   Allí mismo profetiza Mauricio ciertas desgracias que les amenazaban, las cuales se cumplen al pie de la letra. Semejantes a éstas son otras que hace Soldino 6, y que se verifican luego con tanta exactitud como si hubieran sido de Daniel.

   No se juzgue que con esto quiero rebajar en nada el mérito de Cervantes. Por el contrario, opino que a las circunstancias de participar él de estas creencias populares debemos el que nos dé en sus escritos desde ese punto de vista una copia fiel de la España de su siglo, como a la credulidad de Homero el tener en sus dos célebres poemas un reflejo de la antigua Grecia. La narración de Cervantes nos interesa por la naturalidad y sencillez con que se refieren las cosas de cuya verdad estamos persuadidos. Para apreciar cuánto influye esto en el mérito intrínseco de sus escritos, basta compararlos con la Henríada de Voltaire, que hablaba en ella de lo que no creía. No se puede dar cosa más fría ni desabrida que este poema. Me atengo a La Araucana, que él llamaba Gaceta en verso, en la cual por lo menos hay vigor y felicísimas descripciones; y hasta prefiero a los diez cantos de la tal Henríada una Elegía de Castellanos; pues se puede asegurar que nadie se leerá de una tirada cuatro cantos del poema de Voltaire, y que cualquiera tendrá gusto en leerse una tras otra, cuatro o cinco de esas Elegías. Pero volvamos a Cervantes. Si hubiese él poseído mayor instrucción científica, nos habría hablado en el lenguaje de los sabios de su época, no en el general y corriente del pueblo español, y sus obras se conservarían en nuestras bibliotecas para consultarlas apenas como documentos históricos de la lengua, cual sucede con las de Quevedo y demás escritores eruditos de aquel tiempo.

   Más raro parece aún que se haya pretendido hacer un geógrafo del autor del Quijote. ¿Podrá ser llamado geógrafo, ni siquiera instruído en la geografía general, un hombre del siglo XVII que supone en 1615 la existencia de islas desiertas, o pobladas de bárbaros en el Archipiélago Británico; que sitúa a orillas del mar Báltico un reino de Dánea; que pinta a los monarcas que por entonces regían a Dinamarca, Inglaterra y otras regiones del Norte, por el modelo de los que figuran en la Ilíada y la Odisea; que hace de la Noruega una isla y de la Lituania un reino que coloca en las costas del mar Glacial? Pues todo esto escribe la pluma de Cervantes en los Trabajos de Persiles y Segismunda; y como no es de suponerse que él quisiera sentar plaza de ignorante y pecar, además, contra la verosimilitud de sus fábulas inventando cosas que chocasen con verdades conocidas del pueblo para quien escribía, debemos concluir que Cervantes y España estaban atrasados en punto a conocimientos geográficos.

   No se muestra más instruído en cosmografía, como lo revelan los conceptos, que dejo citados, relativos al movimiento de los cielos y las estrellas. Mas para mejor convencernos, veamos sus ideas sobre el sistema del mundo, expresamente formuladas para dar una lección 7, en un diálogo que supone entre Antonio y Periandro: "Pero de lo que más me admiro", dice el primero, "es que debajo de nosotros hay otras gentes a quien llaman antípodas, sobre cuyas cabezas los que andamos acá arriba traemos puestos los pies; cosa que me parece imposible, que para tan gran carga como la nuéstra fuera menester que tuvieran ellos las cabezas de bronce. Rióse Periandro de la rústica astrología del mozo y díjole... 'Acomodándome a tu ingenio, habré de coartar el mío, y decirte sola una cosa, y es que quiero que entiendas por verdad infalible que la tierra es el centro del cielo: llamo centro a un punto indivisible a quien todas las líneas de su circunferencia van a parar.' "

   Tal era, señores, la cosmografía de un español de la categoría de Cervantes al cabo de setenta y tres años de muerto Copérnico y de correr por el mundo su sistema. Indudablemente España venía por entonces muy rezagada en el camino de las ciencias; pero nada es más digno de llamar la atención como comprobante práctico de lo que pueden la tiranía y el mal gobierno, que su atraso a principios del siglo XVII en conocimientos geográficos, supuesto que en su mantenimiento estaban interesadas las glorias de esa gran nación, que al iniciarse el siglo anterior había aumentado los dominios de la geografía nada menos que con las tres cuartas partes del globo. Y lo más sensible es que hasta el presente se sufren las consecuencias. Hoy mismo están poco generalizados en España los elementos de esa ciencia, y se desconoce hasta la geografía de América, que fue parte de sus dominios. El daño alcanza hasta la lengua misma, la cual con perjuicio de su eufonía y regularidad, se ve plagada de voces exóticas, porque nuestro idioma o no las tiene o las ha perdido. ¿Cómo no lamentar que aun países descubiertos por españoles y por portugueses y que de ellos recibieron el bautismo, figuren al presente en obras castellanas de autores entendidos, con nombres extranjeros e impronunciables, y que para imprimir libros en español hayamos de tener en nuestras imprentas un depósito de caracteres como la k y la w, que no son de nuestro alfabeto? Esto choca con el genio y carácter de las lenguas romances, y es contrario a la práctica de los autores clásicos. Nuestros mayores castellanizaban siempre los nombres propios extranjeros, como los latinizaban en su tiempo los romanos: Tácito y los demás escritores de su época, omitían más bien nombrar una tribu o pueblo, que darlo a conocer con una voz bárbara o malsonante. Ojalá que, aprovechando el rico tesoro del Depósito Hidrográfico, que es uno de los testimonios de la gloria científica de España, pueda la Real Academia dar pronto el Diccionario Geográfico Español; y ojalá también que alguno de nuestros ilustrados literatos investigue y formule las reglas conforme a las cuales se reducen a castizos los nombres propios de otras lenguas.

   Ahora, señores, temo incurrir en la nota de blasfemo y hasta de hereje (Dios me guarde), porque voy a decir algo para lo cual yo mismo no estaba prevenido. Como literato, Cervantes, aunque tuviese mucha lectura, carecía de lo que se puede llamar erudición, que es el fruto del estudio metódico. Sus citas, frecuentemente erradas, de los autores clásicos, muestran que leía con descuido o por lo menos sin orden. Ni pudo ser de otro modo, atendidas las circunstancias de su vida: semiestudiante en su juventud, soldado luego, y cautivo después cinco años en Argel, volvió a la libertad en la miseria, a sufrir decepciones en el seno de una sociedad que no sabía comprenderle ni estimarle, y al servicio de un monarca inepto, dominado por privados egoístas, e incapaz de apreciar ni de premiar el mérito de un subdito generoso y leal. ¡Pobre Cervantes! Reducido, para comer escasamente, a escribir comedias a destajo, y al subalterno ministerio de cobrar rezagos de contribuciones, fue a parar a una cárcel de España, y ya sabemos lo que eran sus cárceles entonces. ¿Dónde, cuándo ni en qué libros pudo estudiar con método? Lo que él nos dice, que leía hasta los papeles viejos que se encontraba por las calles —si hemos de tomarlo por un hecho y no por una invención de su ingenio—, nos da bien a conocer a qué medios y arbitrios tenía que ocurrir para instruirse. Sin duda le eran familiares los clásicos latinos a los cuales hace frecuentes alusiones directas e indirectas; su trato con los moros le ofreció ocasión de estudiar el árabe y leer algunos de sus autores; se impuso con cuidado de los libros de caballerías; y de los poetas españoles, portugueses e italianos, conocía bien los de su época. Respecto de los más antiguos, cabe dudarlo, pues noto que ni en el Quijote, ni en otro alguno de sus escritos, hay alusiones a ellos; que nombra alguna vez al Cid, pero no el poema del Cid; que menciona apenas muy de paso la Celestina y las Coplas de Mingo Revulgo, en las composiciones poéticas que preceden al Quijote, y que en la librería que examinaron el cura y el barbero no figura ninguno de aquellos libros que aparecieron en los albores de la literatura castellana, ni siquiera las Leyes de Partida, el más precioso monumento de ella, no obstante que las disposiciones de la Partida II, relativas a los caballeros y a la caballería, se rozaban inmediatamente con la materia del Quijote. En cuanto a los poetas italianos, recuerdo que menciona expresamente a Ariosto y me parece que alude alguna vez a Petrarca, pero jamás a Dante: Si estas observaciones corroboran mi juicio sobre la no erudición de Cervantes, ruego se me absuelva de la excomunión; y para merecer mejor la gracia, paso a averiguar si a ese defecto de Cervantes deberemos en gran parte el que produjera su fábula inmortal.

   "Sólo la necesidad inventa (dice madama Staël). El hombre imita en vez de crear cuando encuentra modelos de acuerdo con sus ideas habituales. El género humano se aplica de preferencia a perfeccionar, siempre que se siente excusado de la tarea de descubrir." 8. Yo digo más: la mucha erudición perjudica a la inventiva; pues no siente la necesidad de inventar quien, poseedor de un gran caudal de ideas, se halla, digámoslo así, provisto de cuantas puede haber menester. Parece que la mente humana, como el cuerpo, debe nutrirse poco a poco; y son por lo mismo raros aquellos ingenios como el de Cantú, capaces de digerir y asimilarse un gran cúmulo de ideas recibidas de fuera, para producirlas con unidad bajo nueva forma. De aquí que perjudique a veces el disponer de muchos libros; porque es más cómodo buscar en ellos los pensamientos ya hechos, que tomarse el trabajo de producirlos. El hábito de leer se convierte en vicio, como el de viajar; que tan agradable es conocer ideas nuevas como visitar países desconocidos; y así como quien viaja mucho observa poco, quien lee en demasía ni mastica ni digiere. Por esto, las inteligencias recargadas de erudición, por muy capaces que sean, cuando llegan a producir algo suyo, es de ordinario incompleto: se nota incongruencia en las partes, falta de unidad y cierta pequeñez que chocan. Léase a Quevedo, a Lope de Vega (podría multiplicar los ejemplos), y se advertirá que en esos hombres había genio; pero que lo despilfarraban, sin duda porque faltaba digestión y unidad en sus ideas, a consecuencia de su mucha lectura. En sus obras hay conatos de creación, y muchos; pero ninguna creación entera, y menos creación que satisfaga. Don Diego de Saavedra era, sin disputa, un hombre de talento; mas tan atestado de erudición, que sus obras se reducen a reproducir pensamientos ajenos, expuestos desde luego en nueva forma (cuando no son inserciones), con orden, con inteligencia y buen gusto relativo, pero nada hay en ellas que sea una concepción suya propia, fruto de las ideas adquiridas y reproducidas en su inteligencia. Si Cervantes hubiera tenido la erudición de Quevedo o de Lope de Vega, no habría producido más que éstos. Talvez él lo comprendió así, cuando escribió en el prólogo del Quijote. "Naturalmente soy poltrón y perezoso de andarme buscando autores que digan lo que yo me sé decir sin ellos." ¿Ni de qué tiempo podía Cervantes disponer para la lectura, obligado como estaba a escribir para comer? ¿Se puede imaginar siquiera que para redactar el Quijote consultase libros, metido en la estrechez de una cárcel de España, donde, como dice él mismo, "toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido tiene su habitación."?

   La quietud de esa cárcel, el aislamiento en que allí viviría, pobre y abandonado de los hombres, y acaso la misma falta de libros con qué matar el fastidio de la ociosidad, le obligaron a producir El Ingenioso Hidalgo, en el cual respresentó fielmente la España de Felipe III. Sancho es la imagen de esa porción de egoístas y haraganes que con el duque de Lerma chupaban entonces la sustancia del pueblo y que, corrompiendo con su mal ejemplo, estimulaban la holgazanería y la natural aspiración a vivir sin trabajar; y don Quijote, por el contrario, la del verdadero caballero español, digno, valeroso, activo y esclavo del deber, que tenía que pasar por loco en medio de una sociedad y de una corte incapaz de penetrarse de nobles y elevados sentimientos. No atribuyo por esto a Cervantes la intención de hacer una sátira a la sociedad española; no, que en ese su corazón de paloma no había hiel. Acaso él mismo no se dio razón de las causas que le sugirieron la idea; mas para mí es indudable que sus desgraciadas circunstancias personales, y, sobre todo, las de su oprimida patria, produjeron en su mente el plan y los personajes de esa su obra, en que retrata además la situación de su ánimo, muy semejante a la del niño enfermo que con el rostro bañado en las lágrimas que le arranca el dolor, sonríe sin embargo a la vista de su madre. Cantú no se hizo, sin duda, esta reflexión cuando censuró a Cervantes el haber hecho protagonista de su novela y personificación de la virtud a un loco que inspira lástima. Ciertamente, por la íntima unión en que aparecen en Don Quijote la locura y la virtud, viene en cierto modo a hacerse befa de la última, forzando al lector a reírse de ella; pero esto no fue una simple fantasía de Cervantes; era una triste realidad en la infeliz España; un hecho que el ingenio de Cervantes reflejaba.

   De la misma lengua castellana, que tan cadenciosamente escribía y en que con tanta elegancia y gracia se expresaba, no había hecho Cervantes detenidos estudios. De ese estilo seductor, inimitable, que le particulariza entre todos los escritores españoles y por el cual nuestro oído distingue las frases salidas de su pluma dondequiera que las hallamos transcritas, no fue deudor al estudio ni al arte, sino al hábito y ejercicio y, sobre todo, a su genio, a su natural buen gusto y al sentimiento de lo bello, que en él era innato. Escribía sin sumisión a reglas fijas, supuesto que con pasajes de Cervantes se pueden autorizar concordancias y giros diferentes, y usos opuestos del artículo y de las preposiciones, cosa que me sería fácil justificar con ejemplos si no lo considerase inoficioso, dirigiéndome a personas tan familiarizadas como vosotros con las obras del insigne escritor.

   Una de las cualidades que más lucen en el estilo de Cervantes es la naturalidad. Hablaba la lengua de su tiempo sin atormentar la frase con la lima, sin alambicar jamás los pensamientos, sin esas comparaciones alegóricas que tan cansados hacen a otros escritores españoles, sin exceptuar a Saavedra mismo en algunas de sus Empresas.

   Como no pretendía sentar plaza de consumado hablista, ni de grave pensador, no violentaba, como Quevedo, el sentido de las voces, ni andaba a caza de acepciones recónditas, quizá porque no había profundizado tanto como aquél en el estudio de la lengua, ni menos insistía con difusa tenacidad en los accidentes de cada idea principal, defecto que suele afear los musicales períodos de fray Luis de Granada. Por lo mismo, tampoco emplea palabras y giros anticuados, que oscurecen inútilmente el discurso: no se podrá decir de él lo que de Mariana pone en boca de Herrera el autor de la República Literaria: "Afecta la antigüedad; y como otros se tiñen las barbas para parecer mozos, él por hacerse viejo."

   Quizá porque el trabajo casi mecánico de la correción y de la lima se aviene difícilmente con la viveza de la imaginación se hallan con frecuencia en Cervantes (como se puede ver en los pasajes suyos que dejo citados) algunas incorrecciones, y a veces, con daño de la concisión, emplea más palabras de las estrictamente necesarias, si bien no perjudica con ello a la claridad y favorece de ordinario la eufonía; mas estos defectos son pequeños lunares que realzan las bellezas de su estilo, y que le ganan las simpatías del lector, a quien la naturalidad y sencillez persuaden que no ha habido intención preconcebida de producir en su ánimo determinado efecto. Una observación corrobora este juicio: en la primera de sus obras, La Galatea, hizo sin duda Cervantes un esfuerzo de lima y corrección, pues sin disputa en este punto de vista es la mejor de cuantas dio a luz; tanto, que me atrevo a decir que por cualquiera de sus páginas, si se quiere, por sólo las dos cartas que aparecen al final del libro VI, merecería ser considerado como el primer prosador castellano de su siglo. Sin embargo, La Galatea se lee con menos gusto que El Quijote u otra cualquiera de sus novelas, no obstante las incorrecciones en que abundan.

   Sólo una censura puede hacerse a Cervantes, y no del todo justa, por cuanto recae sobre un defecto común en los escritores de su tiempo: el de describir con demasiada llaneza y claridad (como se ve en La Tía Fingida, en La Ilustre Fregona y en algunos pasajes del Quijote) ciertas miserias de la vida humana que vale más no tocar, y que el escritor, cuando la necesidad le fuerce a descender hasta ellas, debe dejar percibir apenas por entre gasas de oro y cubrir con flores que el genio sabe siempre cosechar en el jardín de las Musas. En gran parte este pecado contra el buen gusto fue un efecto lógico del fervor y entusiasmo que despertó el Renacimiento en favor del arte griego, el cual trajo las indignas y desnudas diosas de la mitología a figurar al lado de las devotas Madonas de Rafael.

   Preciso es que quien se muestre sorprendido de encontrar en Cervantes conocimientos teológicos, no haya reflexionado nunca en la influencia que ejercen las creencias religiosas en las ideas de los pueblos que las profesan. Observa Maltebrun 9 que si en una nación cualquiera pedimos a individuos de las diferentes clases sociales su opinión sobre el sistema del mundo, hallaremos todas las teorías discurridas desde Homero hasta nuestros días, según el mayor o menor grado de ilustración de las personas consultadas. Pues bien: esto mismo se observa en todas las ciencias. Sólo en religión hallamos uniformidad de creencias y doctrinas fundamentales y en todos los miembros de una misma congregación, cualquiera que sea su grado de cultura, porque el sentimiento religioso es el gran principio civilizador, y la civilización religiosa la única que se generaliza. Todo pueblo tiene, pues, conocimientos teológicos, y no se puede concebir que haya hombre medianamente ilustrado que desconozca la religión de su patria. ¿Cómo y por qué habría de ser Cervantes excepción a la regla? El principio que he sentado, cierto en general, lo es con mayor razón en las naciones católicas y, sobre todo, en España, donde ideas, sentimientos, usos, costumbres y hasta su historia y en parte su lenguaje, son fruto del catolicismo. El catecismo que se enseña a los niños, la predicación constante de las verdades religiosas, las lecciones inmediatas que cada fiel y cada familia reciben del sacerdote, que es admitido (feliz reemplazo de la ominosa censura de los antiguos) en todos los hogares, como consejero, amigo y director, y, en fin, el culto externo que constituye una enseñanza objetiva y diaria de los dogmas y misterios de nuestra fe, todo esto de tal modo difunde en los países católicos los conocimientos morales y teológicos, que bien lejos de ser admirable que Cervantes los tuviera, sería imposible explicarnos que careciese de ellos. Abrase cualquier autor español de su época o de las anteriores, y consúltense, si se quiere, los refranes, los romances y cántigas populares, y todo nos probará que el pueblo español ha estado siempre al corriente de las verdades morales teológicas, y que fue de muy antiguo la moral católica el solo criterio social y político de nuestra raza, fuerte, poderosa, heroica, mientras mantuvo firme su unidad de fe. Cervantes da de esto un testimonio irrefragable como espejo en que se refleja la España religiosa del siglo XVI. Pero que no había hecho estudios formales de teología se comprende bien por la lectura de sus obras, en las cuales no se alude nunca a libros de esa ciencia. Lo que sí se nota es que se hallaba penetrado de ideas religiosas y morales; pues no hay vicio que no censure ni virtud que no alabe, con todo el fervor de la convicción más sincera. En los trabajos de Persiles y Segismunda, al referirnos la enseñanza religiosa que recibió Auristela, suministra una prueba de la latitud que se daba a esta instrucción en aquel católico reino.

   Nuestro amigo el señor Martínez ha estudiado el Quijote desde el punto de vista político, para deducir de sus pasajes, no sólo cuáles eran las ideas de Cervantes, sino también las que estaban en boga entonces en el pueblo español; como esto me sugirió la del presente discurso, creo complacerle y complacer a la Academia insistiendo por mi parte en tan interesante tema.

   La política es la aplicación de la moral a la legislación y gobierno de las naciones. Debemos, pues, distinguir en ella dos cosas: las reglas morales, y los medios y formas con que en la práctica se aplican. En cuanto a lo primero, como el cristianismo nada dejó qué desear ni qué inventar, han sido siempre idénticas las ideas morales de todos los pueblos cristianos, como lo demuestran sus códigos desde la época de Justiniano y aun los anteriores. En cuanto a formas, los modernos han discurrido varias, llegando hasta lo que hoy está en auge, que llamamos gobierno representativo. En Cervantes, lejos de encontrar frase alguna que nos revele que hubiera él penetrado las teorías modernas, hallamos, por el contrario, que España había perdido mucho de sus antiguas libertades y de los sanos principios de gobierno consignados en las Partidas. Otros escritores de aquel tiempo estaban en la política más adelantados que el autor del Quijote, y creo poder demostrar que en esto como en todo lo demás Cervantes reflejó la sociedad en que vivía.

   Las máximas que nuestro amigo ha citado en su discurso son puramente morales y expresión de las ideas y sentimientos cristianos de la sociedad española. Tómense una a una, y puedo asegurar que las hallaremos con las mismas o con diferentes palabras en otros escritores de esa época o de las precedentes, como Mariana, Quevedo, Saavedra, Navarrete y ciento más; que al lado de cada una de ellas podremos escribir un refrán castellano que la contenga igualmente; y que abriendo el código de las Partidas hallaremos que Cervantes nada ha dicho en la materia que no estuviese consignado ya en aquel grandioso y casi inexplicable monumento.

   Hablando a personas tan conocedoras de nuestra lengua, omitiré por inoficioso justificar con refranes mi anterior concepto, y me contentaré, para no abusar de vuestra benevolencia, con recordar sólo algunos pasajes de Saavedra (que prefiero por más conciso), uno de Quevedo (que juzgo oportuno para corroborar lo que dije arriba dé su estilo) y las citas puramente necesarias de las leyes de Partida. Acaso serán en mi discurso para vosotros, como han sido para mí varias veces, gratos oasis en árido desierto, las inserciones que he hallado de las expresadas leyes o bien de Cervantes, de Jovellanos y de Quintana, en las mazorrales disertaciones de ciertos prácticos juristas y en las obras de críticos pesados.

   "Tanto son menester en el gobierno las artes como las letras", decía Don Quijote a Sancho; y Saavedra, después de hablar de los ejercicios físicos del príncipe, para quien escribía, se expresa así 10: "No sin gran caudal de estudio y experiencia, se puede hacer anatomía de la diversidad de ingenios y costumbres de los súbditos tan necesaria en quien manda; y así a ninguno más que a los príncipes conviene la sabiduría. Ella es la que hace felices a los reinos y respetado y temido al príncipe: entonces lo fue Salomón cuando se divulgó la suya por todo el mundo. Más se teme en los príncipes el saber que el poder. Un príncipe sabio es la seguridad de sus vasallos: uno ignorante, su ruina." Por su parte, Don Alfonso el Sabio no se contenta con disponer que a los príncipes se muestre "cómo sepan usar toda manera de armas según que conviene" 11, sino que agrega: "Bien ha menester el oficio de rey un entendimiento grande, ilustrado, de las letras... Onde el rey que despreciase de aprender los saberes, despreciaría a Dios de quien vienen todos... Acucioso debe el rey ser en aprender los saberes, ca por ello entenderá las cosas de reyes é sabrá mejor obrar en ellas" 12.

   Aconseja Don Quijote a Sancho diciéndole: "Primeramente has de temer a Dios, que en temerle está la sabiduría." Estas palabras, tomadas del Texto Sagrado, son poco más o menos las mismas de Saavedra: "Y lo primero", dice, "que ha de enseñar el maestro al príncipe es el temor de Dios, porque es principio de sabiduría. Quien está en Dios está en la fuente de las ciencias. Lo que parece saber humano, es ignorancia hija de la malicia, por quien se pierden los príncipes y los Estados" 13. Y si abrimos el código de las Partidas, hallaremos en sus primeras líneas: "Dios es comienzo é medio é acabamiento de todas las cosas, é sin El ninguna cosa puede ser; ca por el su poder son fechas, é por el su saber son gobernadas, é por el su bondad son mantenidas." Y hablando de reyes dice después 14: "El porque estas cosas non podrían ellos (los reyes) haber sin Dios, conviene que le conozcan, é conociéndole que le amen, é amándole que le teman, é que le sepan servir y loar."

   "Has de poner, continúa Don Quijote, los ojos en quién eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. Los no nobles deben acompañar la gravedad del cargo con blanda suavidad guiada por la prudencia." No dice menos el autor de las cien Empresas: hé aquí sus palabras 15: "No son opuestas a la fortaleza la humildad y la mansedumbre. Solamente aquel es verdaderamente fuerte que no se deja vencer de sus afectos"; y en otra parte 16: "Los ingenios grandes si no son modestos y dóciles, son también peligrosos. No menos embarazoso suele ser uno por sus buenas prendas que por no tenerlas. No hay lugar donde quepa quien presume mucho de sus méritos." En los mismos pensamientos abunda el Rey Sabio; mas para no alargarme demasiado, citaré sólo estas palabras de una de las leyes relativas a los deberes del rey 17: "E non consienta (el rey) a los mayores que sean soberbios ni tomen, ni roben, ni fuercen, ni fagan daño en lo suyo a los menores. E entonce será tal como dijeron los sabios que debe ser: apremiador de los soberbios e esforzador de los omildes... E guardándolos (a los pueblos) de esta guisa vivirá seguramente é abrá cada uno sabor de lo que obiere."

   "En administrar justicia ha de entender el señor del Estado y aquí entra el buen juicio", etc. Con estas palabras de Cervantes podemos parangonar toda la Empresa intitulada Praesidia maiestatis 18. cuyas ideas exceden en mucho a las de aquél, pues llega hasta abogar por la independencia del poder judicial y sentar filosóficas doctrinas sobre el derecho de gracia; y además con estas frases de la misma ley de Partida citada: "De tres maneras debe guardar el rey a su pueblo... La segunda del daño de ellos mismos cuando fiziesen los unos a los otros fuerza o tuerto. E para esto ha menester que los tenga en justicia é en derecho."

   Si según Cervantes, "de los vasallos leales es decir la verdad a sus señores, sin que la adulación la acreciente ni otro vano temor la disminuya", para Saavedra 19 "la murmuración (este nombre da a la censura) es argumento de la libertad de la República; porque en la tiranizada no se permite. ¡Feliz aquella donde se puede sentir lo que se quiere y decir lo que se siente! Injusta pretensión fuera del que manda querer cerrar con candados los labios de sus súbditos". En fin, para Don Alfonso el Sabio 20 la censura es lo que más temen los tiranos, los cuales procuran dividir a los pueblos, "ca mientra en desacuerdo vivieren non osarán facer ninguna fabla contra ellos". En la misma ley sienta que el remedio contra la tiranía es la censura: "Otro sí, decimos... que si él (el tirano) usase mal de su poderío en las maneras que de suso dijimos en esta ley, quel pueden decir las gentes Tirano."

   Si atribuímos a Cervantes la intención que el señor Martínez Silva cree descubrir en aquellas palabras que dirige el escribano a Sancho, con motivo de la supresión que intentaba de las casas de juego (cosa en que no estamos de acuerdo), no lo hallaremos en discordancia con Saavedra. Este dice 21: "Se puede dudar... si es mejor disimular los vicios ya arraigados y adultos, que llegar a mostrar que son más poderosos que los príncipes. Si las leyes de reformación... las escribiese el príncipe en su propia persona, podría ser que la lisonja y la inclinación natural de imitar el menor al mayor obraran en esto más que el rigor."

   Con el consejo aquel de "No hagas muchas pragmáticas y si las hicieres procura que sean buenas, y sobre todo que se guarden y cumplan, que las pragmáticas que no se cumplen... dan a entender que el príncipe que tuvo discreción y autoridad para hacerlas no tuvo valor para hacer que se guardasen", concuerda este otro que hallamos en Saavedra 22: "No es menos dañosa la multitud de las pragmáticas para corregir el gobierno el abuso de los trajes y los gastos superfluos. La reputación del príncipe padece cuando los remedios que señala o no obran o no se aplican." Uno y otro consejo parecen ser una aplicación de las doctrinas consignadas en las leyes de Partida 23 que tienen por objeto disponer cómo se deben hacer y reformar las leyes, y que sería largo insertar aquí.

   "Cuando pudiere y debiere tener lugar la equidad no cargues todo el rigor de la ley al delincuente, que no es mejor la fama del Juez riguroso que la del compasivo"... "Si acaso doblas la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva sino con el de la misericordia." Los nobles sentimientos que expresan estas palabras de Cervantes son los mismos de Saavedra 24: "Acuérdense los reyes que sucedieron a los padres de familia y lo son de sus vasallos para templar la justicia con la clemencia." Pero Saavedra agrega algo que olvidó Cervantes: "No es menos cruel", continúa diciendo, "el que perdona a todos que el que a ninguno perdona, ni menos dañosa al pueblo la clemencia desordenada que la crueldad: a veces peca más con la absolución que con el delito." Y más adelante25: "Si se excede el príncipe en los castigos, excusa el pueblo el delito en odio a la severidad." Don Alfonso asienta con el mismo propósito, que el rey debe amar a su pueblo, "habiéndoles piedad (a los súbditos), doliéndose de ellos cuando les obiese a dar alguna pena... Serles ha", dice, "como padre que cría a sus hijos con amor é los castiga con piedad, así como dijeron los sabios... habiéndoles misericordia para perdonarles a las vegadas, la pena que merecieren por algunos yerros que oviesen fecho. Ca, como quier que la justicia es muy buena cosa en sí, é de que debe el rey siempre usar, con todo eso, fácese muy cruel cuando a las vegadas non es templada con misericordia. E por esto la loaron mucho los sabios antiguos é los santos, é señaladamente el rey David dijo, que entonce es el reino bien mantenido, cuando la misericordia é la verdad se fallan enuno, é la paz é la justicia se besan."

   "Al que has de castigar con obras no trates mal con palabras. Al culpado considéralo como hombre miserable sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuéstra; que aunque los atributos de Dios sean todos iguales, más campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia."

   A este consejo de Don Quijote corresponde bien el siguiente pasaje de Quevedo, que prefiero a otros análogos de Saavedra, por la razón que arriba indiqué:

   "Señor, dice 26, el delito siempre esté fuera de la clemencia de Vuestra Majestad, el pecado y la insolencia; mas al pecador y al delincuente guarden sagrado en la naturaleza del príncipe. De sí se acuerda (dijo Séneca) quien se apiada del miserable; todo se ha de negar a la ofensa de Dios, no al ofensor; ella ha de ser castigada y él reducido. Acabar con él no es remedio sino ímpetu. Muera el que merece muerte; mas con alivio que, no estorbando la ejecución, acredite la benignidad del príncipe. Ser justo, ser recto, ser severo, otra cosa es; que inexorable es condición indigna de quien tiene cuidado de Dios, del Padre de las gentes, del Pastor de los pueblos."

   Por sobra de material he vacilado en la elección del pasaje de las leyes de Partida que deba poner en paralelo con los que preceden, y me he decidido por el más corto, para terminar pronto esta parte de mi demostración. A propósito de la misericordia recuerda el Rey Sabio que Dios hace nacer el sol sobre los buenos y sobre los malos y que llueve sobre los justos y los pecadores, y luégo continúa: "E piadoso es tanto que por la su bondad fizo todo el mundo con todas las cosas que en él son, e las mantiene según conviene a cada una, porque no perezcan nin se pierdan, e además de esto, non quiere caloñar a los homes los yerros que facen según él podría y ellos merecen, antes los perdona, sólo que se tornen a él arrepintiéndose de corazón."

   Pero si en lo moral refleja Cervantes en sus obras las ideas de su nación, tampoco en lo político hace otra cosa. Dondequiera que habla de los reyes, manifiesta considerar absolutos su poder y autoridad; ni una sola frase suya revela que hubiera columbrado nada de lo que hoy llamamos derechos individuales, libertades políticas, independencia y equilibrio de los poderes, ni aun de la autoridad municipal, tan antigua en España, y de la cual se burla en cierto modo en el festivo episodio de los dos alcaldes y el rebuzno. No hay que extrañarlo: tocóle venir al mundo en la época de la reacción monárquica y cuando ésta había llegado en España a su mayor extremo bajo el doble prestigio del cetro y de la espada de Carlos V de Austria, a quien los españoles llamaban enorgullecidos el César. Nosotros, empapados en las ideas democráticas de nuestro siglo, no podemos fácilmente formar concepto de la fuerza que, en odio a la tiranía de los señores feudales, tuvo aquel movimiento en Europa. Basta, sin embargo, para apreciarlo, reflexionar que hasta el sentimiento religioso, y el profundo amor de los pueblos a la fe, cedieron ante aquel interés de carácter político. A la veneración, respeto y ciega obediencia que los reyes habían alcanzado de los pueblos, se debió en gran parte la reforma que tanto en Alemania como en Inglaterra, Dinamarca y Suecia encabezaron, o decididamente favorecieron los monarcas para ensanchar su potestad a expensas de la Iglesia. Si los de España y de otros países meridionales no hicieron otro tanto, preciso es atribuirlo a la vecindad del amenazante poder otomano. Los que asignan por causa de aquella gran revolución, los abusos de los Papas, no han reflexionado que en tal supuesto no se puede explicar por qué estalló y se verificó la reforma sólo en las naciones del Norte y no en las del Mediodía, donde los Papas tenían su residencia, y donde debía de sentirse más el efecto de tales abusos. Mas, sea de esto lo que fuere, los reyes de España sacaron provecho de las disposiciones de la opinión, de la amenaza misma de los turcos y del fervor religioso que la guerra con éstos sostenía y fomentaba, para ensanchar su poder hasta el absolutismo. Declarándose grandes maestres de todas las órdenes militares, derribaron uno de los muros que protegían las públicas libertades, pues la nobleza española, como lo ha observado el señor Martínez, lejos de ser odiosa al pueblo, era por éste querida y respetada; constituyéndose campeones del catolicismo contra los protestantes, se atrajeron el apoyo decidido de la nación creyente y fiel; mediante el concordato con la Santa Sede, se adueñaron si no del poder espiritual, sí en gran parte del eclesiástico; y con la Inquisición, que convirtieron en instrumento político, se introdujeron en el santuario de la conciencia privada. Con el apoyo de esta fuerza moral pudo ya Carlos V ahogar en sangre el movimiento hecho en pro de los fueros populares por las comunidades de Castilla y las germanías de Valencia, y desde entonces no quedó en la Península otro poder que el del rey, de cuya corte vinieron a ser pronto miserables palaciegos y validos los abajados nietos de Guzmán el Bueno. Las glorias mismas de España fueron enemigas de su libertad. Elevada rápidamente en el siglo XVI sobre las demás naciones a un grado de poder y de influencia para que no estaba preparada, sufrió de vértigo: sus triunfos la infatuaron; las riquezas del Nuevo Mundo retrajeron a sus hijos del trabajo y del estudio de las ciencias, y los estimularon, ya a emigrar a América en solicitud de oro y aventuras, ya a buscar fortuna y fama militar en las guerras de ambición en que la comprometieron impolíticos monarcas.

   En tanto que el Santo Oficio se afana en echar cerrojos que incomuniquen la nación con el mundo exterior, esas guerras y el mal gobierno producen sus efectos. Los piratas y los corsarios imposibilitan el comercio; la agricultura languidece y muere; las fábricas se cierran; las ciudades y villas se despueblan, las contribuciones y gabelas crecen de día en día, y la desmoralización cunde por dondequiera. En esa sociedad así tiranizada y empobrecida nació y se formó Cervantes. ¿Pudo adquirir en ella ideas de libertad? ¿Las recibiría por ventura de la vecina corte de María de Médicis y de Luis XIII, donde Richelieu iba a afianzar pronto el despotismo, o bien las pediría a los príncipes italianos, aleccionados por Maquiavelo en el arte de reinar? Menos iría a buscarlas a Inglaterra: el gobierno inglés no llamaba entonces la atención, ni era tenido por modelo; y ni Enrique VIII, ni María, ni Isabel, habrían podido ganarles simpatías. La constitución inglesa no recibió su último toque, ni adquirió fama en el mundo político, hasta fines del siglo XVII bajo Guillermo de Orange, cuando hacía setenta y tres años, por lo menos que Cervantes dormía el sueño del sepulcro. Para conocer que éste no se daba a estudios de gobierno, basta decir que una sola vez entra en los dominios de la política 27, y eso para encomiar la monarquía absoluta, electiva y vitalicia.

   Poseído de respeto al poder monárquico, el autor del Quijote no hace censura alguna al gobierno de España, y antes le tributa frecuentemente elogios que parecen exagerados, y que no son sino la expresión de las ideas de su tiempo. En prueba de ello, recordaré un pasaje de los Trabajos de Persiles y Segismunda, en que, por boca de un morisco, pide la expulsión de los de esta infeliz raza, no por razones políticas, como pudiera haberlo hecho, si de político hubiese tenido pretensiones, sino por consideraciones puramente religiosas. Dirigiéndose a Felipe III, y sin duda al duque de Lerma, dice:

   "Ea, mancebo generoso, ea, rey invencible, atropélla, rómpe, desbaráta todo género de inconvenientes y déjanos a España tersa, limpia y desembarazada de esta mi mala casta que tanto la asombra y menoscaba: ea, consejero tan prudente como ilustrado, nuevo Atlante del peso de esta monarquía, ayúda y facilita con tus consejos a esta necesaria transmigración; llénense estos mares de tus galeras cargadas del inútil peso de la generación agarena; vayan arrojadas a las contrarias riberas las malezas y las otras yerbas que estorban el crecimiento de la fertilidad y abundancia cristiana."

   En mi concepto, ni el pasaje de Cervantes referente a las ordenanzas en que prohibía Sancho en su ínsula que hubiese regatones de los bastimentos, moderaba el precio del calzado y ponía tasa al salario de los criados, fue una sátira contra las leyes suntuarias de Felipe III, sino más bien una expresa aprobación de ellas. El creía, sin duda, que era atribución de los monarcas el dictarlas, y las juzgaba acaso convenientes; así lo deduzco de la parte final del mismo pasaje:

   "Hizo, dice, y creó un alguacil de pobres, no para que los persiguiese sino para que examinase si lo eran; porque a la sombra de la manquedad fingida y de la llaga falsa, andan los brazos ladrones y la salud borracha. En resolución, él ordenó cosas tan buenas, que hasta hoy se guardan en aquel lugar y se nombran, las constituciones del gran gobernador Sancho Panza."

   Ahora bien: si lo relativo a los regatones y al precio del calzado y de los salarios es una sátira, la última parte referente al alguacil de pobres debe de serlo también. ¿Y es de suponerse que quisiera Cervantes mofarse de una disposición que tendía a impedir los efectos de la vagancia? Nó; lo que puede asegurarse es que Cervantes participaba en éste como en otros puntos de las ideas de su tiempo, y que no era de su carácter y principios censurar a los gobernantes; pues otros escritores contemporáneos suyos, más dados a estudios de política, como Saavedra, Quevedo y Navarrete, formulan contra ellos cargos bastante claros, como vais a verlo, siendo de notar que tampoco éstos revelan idea alguna de las libertades modernas.

   Ya cité lo que dice Saavedra sobre las leyes suntuarias. En sus Empresas hay repetidos y severos aunque disimulados cargos contra los privados, y en La República Literaria se lee lo que sigue, que llama verdaderamente la atención:

   "Oímos, son sus palabras, "en el zaguán de una casa mucha gente: y llevándome a él la curiosidad, reconocí a Galeno haciendo anatomía de algunos cuerpos humanos y que entonces desecaba cabezas de príncipes, en las cuales mostraba a Vesalio Farnesio y a otros que con atención le asistían, que faltaban en ellas las dos celdas de la estimativa, cuyo asiento es sobre la fantasía hija de la memoria... y que estas dos potencias estaban reducidas y subordinadas a la voluntad en que se hallaban incluídas. Parecióme novedad que la composición y órgano de los príncipes se diferenciasen de los demás y que era gran inconveniente que aquellas potencias tan necesarias faltasen o fuesen gobernadas de la voluntad ciega y desatentada."

   Ninguno de los coetáneos de Cervantes da idea más completa de la miseria y despoblación de España bajo los dos últimos Felipes de Austria, que Fernández Navarrete, que escribió bajo Felipe IV, con mucha erudición, su Conservación de Monarquías, la cual es un nuevo comprobante del atraso político de la nación. Navarrete censura la expulsión de los moriscos por los males que produjo, y sin embargo lamenta que no hayan sido expulsados también los gitanos. Mas, sea como fuere, censura con bastante franqueza y de conformidad con sus ideas poco avanzadas, sin duda, el mal gobierno del reino, lo que prueba que no se corrían en esto tan graves peligros, sobre todo haciéndolo con la debida moderación, y que no fue, por consiguiente, el temor lo que impidió a Cervantes hacer otro tanto.

   Pero ningún censor de aquella época es más severo que Quevedo en su Política de Dios y gobierno de Cristo. Muchísimos de sus pasajes pudiera citar, pero me limitaré a uno 28, que basta para juzgar si tenía entonces España quienes se atrevieran a decir verdades a privados y reyes:

   "Privado habrá, dice, que ni poco ni mucho reciba de los vasallos; y que del rey reciba tanto que ni le deje mucho ni poco. Este tiene por cosa baja el tomar por menudencia, y llega a merecer nombre de universal heredero de su rey en su vida. Esto es no tomar de puerta en puerta, sino todo el manantial. ¡Oh qué discreta maldad! ¡Qué docta bellaquería! El mayor ingenio suele ser éste.... Oíd la habilidad de los traidores. Vieron que el levantarse con los reinos, o intentarlo, o pensar en ello, era delito digno de muerte y que se llamaba traición, y acogiéronse por temor de los castigos a levantarse con los reyes: cosa que, siendo más sacrilega, es tenida por dicha y el que lo hace por ministro, no por aleve: lo uno castigan los reyes, lo otro lo premian. ¡Oh gran tiniebla del seso humano! que haya príncipe que acaricie al que se levanta con él, y que castigue al que se levanta con el reino, siendo aquél peor y más osado!"

   Los citados ejemplos persuaden que si Cervantes hubiese querido tratar de política y herir con sus festivas fábulas al Ministro de Felipe III, lo habría podido hacer; pues con mayor ingenio que Saavedra y acaso que Quevedo, le habrían sobrado recursos para escribir y censurarle, sin atraer sobre sí los efectos de su ira. Lo cierto me parece ser que los españoles en lo general, de grado o por fuerza, se habían acomodado ya al despotismo, y que los más ilustrados pensadores, como Quevedo y Saavedra, por ejemplo, no aspiraban a nuevas formas de gobierno, sino a que se volviese a la práctica leal de las instituciones antiguas. Encantan en el último las reflexiones que hace 29 sobre la sumisión que debe el monarca a las leyes; sobre los peligros del poder absoluto 30, del cual dice que "quien lo procura, procura su propia ruina" y sobre la necesidad de consultar la voluntad de la Nación reunida en Cortes 31; y no menos complace Quevedo cuando, recordando 32 que el Hijo de Dios no tomó carne en el seno de María sin pedir y obtener antes el beneplácito de la agraciada, hace sólidas reflexiones sobre el deber en que está el rey de no imponer ni cobrar contribuciones sin la previa y expresa voluntad de los pueblos.

   En efecto, señores, los españoles del siglo XVI habrían sido felices con sólo que sus gobernantes hubieran observado las leyes escritas en el siglo XIII. ¡Ah! y hoy mismo ¿cuántos pueblos de su raza no lo serían igualmente, aunque no tuviesen constituciones a la angloamericana, si siquiera los rigiesen de veras las leyes de Partida? En ese código se reconoce la independencia entre el poder espiritual y el poder civil como fruto de la enseñanza cristiana 33, principio sin el cual no podrá haber nunca democracia ni libertad verdadera, y será todo gobierno, cualquiera que sea su forma, tiránico y ruinoso para los pueblos; en él se da de la palabra pueblo 34 una definición que ojalá, para común provecho, nunca hubiese sido olvidada; en él se define lo que es tirano y se explica la tiranía 35 en términos que deberían avergonzar a muchos de los que en los actuales tiempos se jactan de demócratas y republicanos; en él 36 aceptan los derechos de la legítima censura y de asociación; y en él, en fin37, se reconoce y asegura el sagrado derecho de propiedad en tales términos, que nada se halla mejor ni más expreso en nuestras constituciones modernas. "Non puede él (dice hablando del Emperador) tomar a ninguno lo suyo sin su placer... e si por aventura gelo oviere a tomar por razón que oviere menester facer alguna cosa en ello que se tornare en pro comunal de la tierra, tenudo es por derecho de le dar ante buen cambio que vala tanto o más, de guissa que él finque pagado a bien vista de omes buenos" 38.

   Y esto, poco por cierto, a que aspiraban los españoles del tiempo de Felipe III, es todavía un bello ideal para muchos de sus descendientes, en los tiempos del gobierno republicano, democrático, representativo, electivo, alternativo y responsable. A lo mismo aspiraría también Cervantes, que para eso no se necesitaba ser político, sino ser hombre; no lo expresó sin embargo en sus obras, porque su misión parece no fue otra que la de reflejar la imagen de la España del siglo XVI sobre las generaciones futuras, para su ejemplo y enseñanza; y ¡cosa en verdad admirable! la cumplió tan fielmente, que los mismos españoles de su tiempo no lo advirtieron. Fue tal la semejanza del retrato al original, que confundieron, diré así, el uno con el otro, y fueron por lo mismo incapaces de distinguirlos, ni de apreciar el mérito de aquél. Ha sido preciso que el tiempo corra y que el original desaparezca, para que apreciemos la copia en todo lo que vale. Sólo así se puede explicar que los escritores coetáneos de Cervantes y los inmediatamente posteriores nada dijeran de este hombre extraordinario ni de su obra portentosa, y que no aparezcan, no diré aplaudidos, pero ni siquiera mencionados, en los libros de aquella época, tan fecunda en literatos ilustres. La posteridad ha sido más entendida y más justa.

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*    *

   Cervantes, como acabamos de ver, refleja su nación y su época; pero no es éste el único ni el mayor de sus títulos de gloria. Dáselo más valioso aún, el modo con que esa reflexión se verifica en su poderosa mente. Nos hace conocer la España del siglo XVI, pero hermoseando el cuadro de la verdad con los recursos de la más fecunda y feliz inventiva. Como los rayos del sol descompuestos en los líquidos prismas del Tequendama, forman sobre aquella catarata mil variadas combinaciones en que aparecen siempre deslumbrantes los colores del iris, las ideas recogidas por la inteligencia de Cervantes no se reflejan simplemente, sino que, modificadas por su imaginación, se reproducen en nuevas formas, creaciones de su ingenio, brillantísimas figuras en que resaltan a un tiempo originalidad en la concepción, belleza y verdad en las ideas, unidad y variedad en el plan, riqueza y espontaneidad en la ejecución.

   Desde el punto de vista de la originalidad, Cervantes es único en los tiempos modernos, y sólo comparable a Homero en los antiguos: de él con tanta y quizá con mayor razón que del cantor de Aquiles puede decirse con Veleyo Patérculo: Neque ante illum, quem ille imitaretur; neque post illum, qui cum imitare posset, inventus est: "ni tuvo a quién imitar, ni ha habido después de él quien imitarle pueda." Breves reflexiones bastarán para justificar este concepto.

   No fuera el hombre imagen del Hacedor Supremo si no participase de aquel atributo suyo que los comprende todos: el poder creador. Dentro de reducida esfera, todos creamos, no materia, desde luégo, pero sí ideas y formas. Suprimir esta facultad, fuente del progreso humano y fundamento de toda civilización, y el hombre no se diferenciará del bruto. Mas el número de los que la poseen, considerable en cuanto tiene relación con las primeras necesidades de la especie, va disminuyendo a medida que, alejándonos del mundo materia, nos elevamos en las regiones de la inteligencia y del sentimiento. El salvaje que concibe la idea de una canoa, derriba un árbol, excava su tronco y la fabrica, es creador: ha sacado de su mente un pensamiento, y con la fuerza de su brazo lo ha adherido, digámoslo así, a la materia. Fijar en los objetos que nos rodean, cambiándoles la forma, una parte de nuestro propio ser, para acomodarlos a nuestras necesidades, es el origen de la propiedad: continuación del hombre mismo, precioso derecho a que debemos la industria, el comercio y todas las comodidades de la vida. En este sentido, hay casi tantos creadores como hombres.

   Aquel que se eleva poco a poco en la región de las ideas y acercándose cuanto le es posible a la Inteligencia Suprema, como el águila al sol, se cierne en las alturas, observa, compara, juzga y se lanza sobre una verdad que ha descubierto entre el complicado juego de las leyes de la naturaleza, adivina un pensamiento del Creador, y creador él mismo, echa los fundamentos de la ciencia que otro, y otros ciento, y otros mil adelantan y perfeccionan en seguida. En cualquier ramo de los conocimientos humanos, es grande el número de los sabios, porque así lo demandan las necesidades del Rey de la naturaleza.

   No se limita el espíritu creador del hombre a dar nuevas formas a la materia y a descubrir verdades; aspira a algo más. Como inspiró Dios alma con su soplo a Adán, hecho de barro, comunica él sus sentimientos al aire que le rodea, a la tela en que dibuja y al mármol en que ejercita su cincel; hé aquí a los artistas que aparecen de cuando en cuando para espiritualizar en cierto modo la materia y hacer perceptible a nuestros sentidos que el hombre tiene destinos inmortales.

   Pero más arriba que el simple industrial, más que el sabio, más que el artista, honran a la humanidad muy de tarde en tarde ciertos seres privilegiados, para quienes la materia está de sobra, que son todo idea, todo espíritu, todo corazón. Estos crean con sólo el pensamiento, y con sólo la palabra producen sus creaciones y las transmiten vivas y enteras de generación en generación para atraer a todos al culto de la belleza y del bien: los Homeros y los Cervantes.

   Hay quienes pregunten: ¿qué acción puede ejercer el poeta en los destinos de la humanidad? Ignoran cuánto vale penetrar al hombre del sentimiento de la belleza, hermana inseparable de la verdad. En el fondo de cada alma habitan un Adán y una Eva: el entendimiento y la voluntad. Quien quiera dirigir a los pueblos por el camino del bien, debe educar a Eva y hacerla su cooperadora, seguro de que Adán seguirá tras ella. Cuando una vez se ha formado el sentimiento por el culto de la belleza real, se tiene adelantada la mitad del camino hacia el bienestar político y material de la sociedad. ¿Se cree que Homero tuvo poca parte en la civilización de la Grecia, o que ésta a su vez ha influído poco en la de los pueblos modernos? Dios nada ha hecho sin objeto; el atractivo que ejerce la poesía sobre todos los corazones, la admiración que despiertan los poetas y la gloriosa aureola con que la humanidad rodea sus nombres, indican bien, que tienen un gran fin que cumplir sobre la tierra. El poeta es la voz de la humanidad que alza a Dios himnos de alabanza por las armonías de la naturaleza o lamenta en su presencia las miserias que la afligen, como canta alegre el ruiseñor al rayar de la aurora, y triste cuando cubren al mundo las sombras de la noche.

   Las creaciones del poeta son una prolongación de su propio ser: arrancan del fondo mismo de su alma y forman con ella un solo todo, como en los zoófitos de nuestros campos la planta con el animal de que procede. La idea que nace de la mente del poeta es en pequeño lo que el Verbo que procede del Padre, uno con él. La Ilíada y el Quijote son la prolongación de Homero y de Cervantes; son Homero y Cervantes que viven todavía y que continuarán viviendo siglo tras siglo. ¡Son inmortales!

   El hombre es tanto más grande cuanto mayor es su capacidad de crear, y tanto más digno de nuestra admiración cuanto mayores y más espirituales sean sus creaciones. No hay grandeza en destruir. Cualquiera puede poner en movimiento los elementos destructivos y amontonar ruinas, ora en el orden físico, ora en el orden moral. Quien acerca el fuego a combustibles hacinados, puede producir un vasto incendio; y quien con sus escándalos quita el freno a las pasiones malévolas, puede corromper a un pueblo y hasta hacerle desaparecer del número de las naciones: ¿hay en esto grandeza? Colocar en el número de los genios, de los grandes hombres, a aquellos seres miserables a quienes la humanidad no debe ni una idea útil, ni una institución durable, ni un modelo de belleza moral cuya contemplación la eleve sobre sí misma a las altas regiones de la verdad y del bien, es pervertir el significado de las palabras, es chocar con el sentido común. ¡Oh! ¿qué son ellos? Locos que acercan la tea al techo pajizo que los abriga, almas indignas que dejan de ser imagen y semejanza de Dios, para convertirse en instrumento de Satanás.

   Si no hay verdadera grandeza literaria sin creación, crear ha debido ser el anhelo de cuantos genios se han sentido agitados por estro poético. Sin embargo, Virgilio, el poeta del sentimiento por excelencia, no intenta seguir nuevos rumbos, e imita a Homero, quedándose inferior a su modelo; Dante, el inmortal autor de la Divina Comedia, toma de la Odisea y de la Eneida la idea fundamental de su poema, y no alcanza a igualarlo con aquélla ni con ésta, no obstante sus admirables dotes; Camoens, aquel vate extraordinario que según Cantú basta él solo a dar nombre a toda una literatura, y Tasso, el admirador y émulo de la gloria de Camoens, siguen paso a paso las huellas de Virgilio, sin alcanzarlo jamás, y el sublime Milton, justo orgullo de la literatura inglesa, canta el dogma cristiano de la caída del hombre y de su regeneración, como cantó Homero la mitología del Olimpo; pero a pesar de la noble grandeza del argumento y de haberse acercado más que todos, se quedó siempre lejos del creador de la epopeya. Todos éstos y muchos más no tan famosos, que por lo mismo omito, confirman la verdad de aquel pensamiento antes citado y que es una ley literaria: "El hombre imita en vez de crear, cuando encuentra modelos de acuerdo con sus ideas habituales"; todos ellos prueban que nadie, por elevadas que sean sus dotes poéticas, puede igualar ni menos sobrepujar las producciones del genio; y todos ellos tomando a Homero por modelo, y esforzándose en imitarle, reconocen su inferioridad y confiesan que aspiran cuando más a la gloria de igualarle. Cervantes es el único posterior al poeta griego que sacudiendo audaz el pesado yugo de la imitación, haya producido una creación exclusivamente suya. Del seno de la humanidad no han surgido en veinticinco siglos sino estos dos ingenios literarios que puedan como creadores colocarse frente a frente y soportar el paralelo. No vacilo en afirmarlo: para producir la Iliada o la Odisea era preciso haber nacido griego, pensado en griego, tener las dotes intelectuales de Homero y haber recibido las impresiones experimentadas por éste, en una palabra, era preciso ser Homero; y sólo pensando en castellano, siendo español del siglo XVI, siendo Miguel de Cervantes, se pudo concebir el Quijote.

   Aquí, señores, ocurre una observación interesante de carácter político. Las instituciones de los pueblos, como las creaciones de los poetas, deben ser el producto de sus creencias, ideas, cualidades o dotes, gustos, necesidades y demás circunstancias especiales. Un poeta no puede imitar a otro e igualarle, porque no hay dos almas iguales, ni dos hombres colocados en idénticas circunstancias; pero sí puede producir algo suyo propio, grande en su línea: lo mismo sucede a las naciones. ¿Qué diremos, pues, de los legisladores empíricos que quieren acomodar los pueblos meridionales de la raza latina a instituciones producidas en el Norte por la raza anglosajona? Si Virgilio, profundo conocedor del idioma griego, empapado en la lectura de Homero y con genio y facultades análogas a las de éste, no pudo emparejársele; si Dante, el admirador de Virgilio, a quien llamaba su maestro, y Camoens, y Tasso, a pesar del numen poético que a los tres animaba, se quedaron lejos del cantor de Eneas; si el Quijote traducido al inglés se cambia en un descarnado esqueleto; si hasta ahora ha sido imposible verter Los Luisiadas y la Jerusalén Libertada al castellano, no obstante la fraternidad del español con el portugués y el italiano, ¿qué podrán producir sino caricaturas aquellos esfuerzos desacordados de traducir, diré así, nuestros pueblos a costumbres e instituciones extrañas? Tenemos original a Calderón y envidiamos a Shakespeare. ¡Podemos enorgullecernos con El Ingenioso Hidalgo y queremos cambiarlo por las Aventuras de Gulliver o por el Viaje al País de las Monas!

   Pero lo dicho hasta aquí no basta para estimar la originalidad de Cervantes: menester es tener además en cuenta el tiempo en que escribió, la forma de su obra y la especie de lectores a quienes la destinaba. La escritora cuyas palabras he citado en otra parte, emite los siguientes conceptos, que en breves palabras resumo:

   "En las ciencias, objeto del entendimiento, el último paso es siempre el más avanzado de todos; pero no sucede lo mismo con las obras de la imaginación, por cuanto ésta es tanto más viva cuanto más nueva. Se necesita, sin duda, cierto grado de desarrollo en el espíritu humano para llegar a las alturas de la poesía, mas ésta pierde mucho de sus recursos y por lo mismo de sus efectos, a medida que los progresos de la civilización y de la filosofía van rectificando los errores de la imaginación, la cual no podrá sorprender con sus bellezas a su auditorio penetrado de ideas filosóficas y por supuesto frío. La poesía, como imitación de la naturaleza física, no es susceptible de perfección indefinida, porque un retrato no pasa de semejarse al original. Aquel que logra, como Homero, apoderarse antes que todos de los colores primitivos, conserva el mérito de la invención y da a sus cuadros un brillo que sus sucesores no alcanzarán jamás. La poesía debe mucho a la novedad de la naturaleza, a la juventud del género humano, que no puede ser suplida por la juventud del poeta: es preciso que quienes escuchen sus cantos estén como él admirados de las maravillas de la creación y sean como él sensibles a las mismas impresiones."

   Si estos juicios son fundados, como me parece, ¿cuán grande no ha debido ser el genio del hombre que ha sido capaz de una creación literaria como el Quijote, acomodándose al estado de la humanidad cuando ésta había llegado a su madurez y en la época precisamente en que la filosofía reemplazaba en el mundo a la imaginación, y el positivismo a la fe? Esto explica por qué se lee con tanto gusto aquella obra: el lector no tiene que hacer esfuerzos para colocarse a la altura del poeta, porque todo lo halla en el lenguaje común, y conforme con las ideas y costumbres de su tiempo. Si Cervantes procedió así con intención preconcebida y en virtud del estudio que hubiese hecho de la sociedad, dio una prueba de ser profundo pensador y gran conocedor del corazón humano.

   El Ingenioso Hidalgo, se me argüirá talvez, no está en verso, y es por lo mismo6 inadmisible compararlo con las obras del príncipe de los poetas. Efectivamente, el libro de Cervantes no se halla dividido en cantos, ni su narración sometida a las leyes de la métrica; ¿pero deja por esto de ser una obra de imaginación, que es lo que constituye el trabajo poético? ¿Se lee, por ventura, el Quijote, tal cual está en prosa, con menos placer que si estuviese escrito en endecasílabos y octavas reales? ¿o, por ventura, interesa menos al lector, que el más famoso de los poemas épicos? Por la elegancia y belleza de su frase, por los preciosos episodios que lo adornan, por su unidad de acción, por las virtudes de su héroe y sobre todo por lo grandioso de su objeto, que interesa a la humanidad entera, es una verdadera epopeya, más digna que la Ilíada, que canta la venganza, y más noble que la Eneida, que deifica el odio de pueblo contra pueblo y aplaude la seducción y abandono de Dios por el piadoso Eneas; pero es una epopeya de nueva forma, de nueva creación, obra de un genio que supo acomodarla al objeto que se proponía y al lenguaje, circunstancias y necesidades de su tiempo; y precisamente por esto se debe comparar a su autor con Homero, quien hizo en su época lo que Cervantes en la suya. La circunstancia de no estar en verso realza el mérito del Quijote: como poeta y sobre todo como poeta épico, su autor habría podido echar mano de recursos que al prosador le estaban prohibidos. Ni las creencias populares, ni la intervención de poderes sobrenaturales, ni esas imágenes exageradas que son admisibles en composiciones poéticas, pudieron ayudarle a dar vida e interés a su obra; y, no obstante tales desventajas, el genio de Cervantes consiguió lo que ningún otro escritor moderno ha conseguido antes ni después de él: producir una creación sin esas ficciones y exageraciones que chocan con el espíritu cristiano de la civilización moderna.

   Homero canta hechos de los cuales muchos son históricos, y a hombres que en su mayor parte existieron, mas no como aquéllos y éstos fueron realmente, sino como el poeta supone que debieron ser; y su trabajo más que de creación fue de embellecimiento: Cervantes en su libro lo crea todo. A falta de historiadores que nos digan a punto fijo cómo sucedieron esos hechos y cómo fueron esos hombres, nos atenemos a lo que Homero nos dice, y lo aceptamos tal cual él lo refiere, como admitimos en física ciertas teorías para satisfacer nuestra ansia de explicar fenómenos cuyas causas nos son desconocidas: de este modo llenamos un vacío que hallamos en la historia, sin lo cual ésta se nos quedaría sin punto de partida. Necesitamos la guerra de Troya para hacer de ella una época y poner orden en los hechos y en las ideas, y la Ilíada y la Odisea satisfacen esa necesidad. La distancia del tiempo y de los lugares, y la ignorancia en que nos hallamos de las costumbres y creencias griegas, que Homero altera y modifica en parte cuando le conviene, según la opinión de algunos de sus comentadores, las nieblas, en una palabra, que circundan a este poeta, hacen que nuestra imaginación le vea más grande, y nos impiden al propio tiempo juzgar de la verdad de sus cuadros y de la exactitud de sus apreciaciones. No nos sucede lo propio con el autor de El Ingenioso Hidalgo, de quien relativamente somos contemporáneos, y de cuyas pinturas y conceptos nos es fácil decidir con pruebas evidentes y casi con la inspección material de los lugares. Es un prodigio el haber producido con tan escasos medios tanta belleza y tanta verdad como resaltan en el Quijote: a Cervantes se le puede aplicar con más propiedad que a otro alguno aquel calificativo de "monstruo de la naturaleza" que él mismo daba a Lope de Vega, en atención a la grandeza y fecundidad de su ingenio.

   No entraré a probar que la obra de Cervantes abunda en bellezas; de ello me excusa el placer que procura El Ingenioso Hidalgo a sus lectores, cualesquiera que sean su posición social, su edad, su sexo y su grado de cultura, no menos que el favor popular sin cesar creciente que ha merecido durante el espacio de doscientos sesenta años, no dispensado a ningún libro de este género o de carácter análogo. En un estudio didáctico sería interesante inquirir detenidamente en qué consisten estas bellezas, y la razón del atractivo universal que ejercen; mas en un discurso como el presente, me limitaré a consideraciones generales.

   Para gozar con la lectura de Homero, de Virgilio o de cualquiera de los grandes épicos modernos, es indispensable conocer el idioma en que escribieron, no como la generalidad de los que lo hablan sino como los hombres que han hecho de él objeto de su estudio, y poseer, además, cierto grado de cultura y una imaginación suficientemente viva, para penetrarse de su intención, seguirles en sus vuelos y comprender sus imágenes y alusiones. No sucede lo propio con el Quijote y demás obras de su insigne autor: quienquiera que hable la lengua de Castilla puede, sin esfuerzo alguno, disfrutar, ya de la eufonía de la frase y limpieza de los conceptos, ya de la hermosura de los cuadros que ofrece, ya, en fin, de la verdad y acrisolada moralidad de los pensamientos.

   Esta última cualidad es tal, que sin que el lector se dé cuenta de lo que pasa en su corazón, se enamora, diré así, del autor y de su escrito, y se siente dominado por la prosa de Cervantes, no obstante su sencillez, como gana nuestra voluntad la hermosura cándida y modesta, por más que se halle desprovista de femeniles afeites y tocados. Llama la atención que, a pesar de las admirables dotes de Cervantes para escribir en el género festivo, y de la singular agudeza de su ingenio, no se halle en sus escritos ni una frase envenenada en daño de sus detractores y envidiosos, ni un sarcasmo o ironía contra las clases sociales que con sus desdenes le ultrabajan, ni una queja de desahogo contra la sociedad en general, que tan indiferente se le mostraba. En esto hace contraste con otros escritores de la época, y sobre todo con Quevedo, quien derrama sin cesar su bilis en sátira mordaz a las costumbres de su tiempo, como resentido de las persecusiones que sufría. Cervantes trata de corregir y moralizar, pero sin herir ni escarnecer. Tiene tan alta idea de la dignidad humana, que nunca nos presenta, como Molière en sus comedias, personajes en caricatura, ni intenta, como Voltaire, con satánico orgullo burlarse de todos y de todo. El no podía consentir en que el hombre se riera del hombre. En el plan de sus obras no entran jamás en juego para formar el enredo, intrigas de mala ley, pasiones exageradas, ni perversos de profesión que se gozan en el mal. No aparece en ninguno de sus escritos un personaje que pueda llamarse antipático. Si no hace de las dueñas matronas estimables, de seguro ni les da ni les quita cualidades: como Cervantes las pinta debieron de ser ellas en España, donde tan descuidada se hallaba la educación del común de las mujeres; si nos presenta a un Ginés de Pasamonte, lo hace de modo que se perciba bien que no es su intención hacernos formar mal concepto del corazón humano, sino darnos a conocer una clase de la sociedad española; y si introduce a una Rosamunda liviana o a un Clodio maldiciente en alguna de sus novelas (Persiles y Segismundo) no los priva de buenas cualidades, y se propone el noble objeto de hacer notar la fealdad de esos vicios por sus funestas consecuencias, y dar una lección de moral conforme en un todo con las reglas a que él mismo sometía su conducta. "La reprensión pública y mal considerada", dice, "suele endurecer la condición del que la recibe y volverle antes pertinaz que blando, y como es forzoso que caiga sobre culpas verdaderas o imaginadas, nadie quiere que le reprendan en público; y así dignamente los satíricos, los maldicientes y mal intencionados son desterrados y echados de su casa sin honra y con vituperio, sin que les quede otra alabanza que llamarse agudos sobre bellacos y bellacos sobre agudos" 39; y más abajo, por boca de Amoldo, dirigiéndose a Clodio, continúa: "La alabanza tanto es buena cuanto es bueno el que la dice, y tanto es mala cuanto es vicioso y malo el que alaba; que si la alabanza es premio de la virtud, y tanto es mala cuanto es vicioso y malo el que alaba; que si la alabanza es premio de la virtud, si el que alaba es virtuoso, es alabanza, y si vicioso, vituperio"; y no satisfecho agrega todavía: "La lengua maldiciente es como espada de dos filos, que corta hasta los huesos... Aunque las conversaciones y entretenimientos se hacen sabrosos con la sal de la murmuración, todavía suelen tener los dejos desabridos y amargos."

   No son éstos los únicos pasajes que pudiera citar como comprobantes de la aversión de Cervantes a la maledicencia: abundan en todas sus obras, las cuales bien examinadas son preciosas compilaciones de lecciones de moral dadas con sencillez y naturalidad, sin ostentar erudición ni asumir el papel de predicador ni de filósofo. Su pluma derrama los sentimientos de benevolencia que abundan en su corazón y le ganan el cariño de cuantos leen sus obras. Parece que las decepciones y sufrimientos de que fue víctima, bien lejos de producir en él los efectos que otros parecidos produjeron en Dante, quien vierte por todas partes espíritu de venganza, le penetraron más y más de sus deberes de cristiano: así lo infiero al observar que en el último de sus libros 40 es donde más resaltan sus convicciones morales y religiosas. En cuanto a moralidad, quizá no se le podrán censurar sino ciertas frases, probablemente irónicas, referentes a una industria vergonzosa, que se prestan por desgracia a ser interpretadas en sentido recto.

   La belleza anda tan unida con la verdad, que no puede apreciarse en un escrito aquélla, sin tener en cuenta ésta. "Lo bello es el esplendor de lo verdadero", se ha dicho con sobra de razón; y de aquí proviene en gran parte el encanto que produce el Quijote. El mérito de las creaciones ideales estriba en que la cosa imaginada y descrita por el autor tenga tales caracteres de verdad, que se grabe en la mente de quien lee como si en realidad hubiera existido o existiera; en que le cause una ilusión interior como la material del teatro, en el cual nos parece que asistimos a los acontecimientos que el poeta narra.

   Ahora bien, ¿cuál de nosotros tiene de Aquiles, de Ulises y demás caudillos del sitio de Troya, o bien de Eneas, de Dido, y tantos otros personajes de la Eneida, o en fin, de cualquiera de los héroes de las epopeyas modernas, esa idea clara, precisa, determinada, que le permita retratarlos o reconocer siquiera sus parecidos en el mundo real? ¿quién cree que esos hombres hayan existido tales como Homero y Virgilio nos los pintan, no obstante favorecer esa creencia respecto de los segundos la costumbre de oír hablar de ellos desde nuestra primera infancia? No hay en el mundo seres de esa especie, ni es tampoco la naturaleza física como la imaginan los poetas: no hay tempestades como las que describe Virgilio, ni han sido nunca Scila y Caribdis como aparecen en la Odisea y en la Eneida. Por esto leeremos mil veces cualquiera de los poemas mencionados, y admiraremos la imaginación del poeta, y gozaremos mientras tengamos el libro abierto o cuando de propósito recordemos sus pasajes, pero no les daremos fe. Otro tanto nos sucederá con la Divina Comedia, con Los Luisiadas, con la Jerusalén Libertada y con el Paraíso Perdido, obras en que, a pesar de ser de escritores cristianos, así como en aquellas escritas por gentiles, vemos mucho de fantástico, abstracciones ideales que exigen del lector un esfuerzo para elevarse hasta la altura del poeta; a fin de gozar de esas bellezas de verosimilitud apenas convencional y nunca real, que no le dejarán jamás la impresión profunda que produce la verdad, porque no son la verdad.

   De muy diferente género son las creaciones de Cervantes, que toma sus cuadros y sus personajes del mundo tal cual es, sin exagerar los unos ni los otros. Si habla de Sierra Morena, nos la pinta de manera que formamos idea de lo que es realmente Sierra Morena; si crea un personaje, no sólo lo hallamos parecido a otros que vemos de continuo en el mundo, sino tal como debió de ser en las circunstancias que él supone. Compárese, en prueba de ello, La Ilustre Fregona imaginada por nuestro autor, con el personaje análogo de Voltaire, Nanina, y estoy cierto de que en ésta se verá una obra puramente ideal y en aquélla un ser más que verosímil, posible y aun común. Para entender a Cervantes no necesitamos hacer rebajas como en Homero y Virgilio. Cuando éste nos dice que las naves eran levantadas por las olas embravecidas hasta el cielo y precipitadas luégo hasta los abismos, queda a nuestro cargo sobrentender que esos cielos y esos abismos no distaban entre sí ni quince pies, pues mucho menos que esto se levantan las olas sobre el nivel ordinario del mar en las más violentas tempestades. De aquí resulta que, no obstante estar convencidos de que todo el Quijote es una fábula, nuestra voluntad no se aviene con la convicción de nuestro entendimiento, y continuamos persuadidos de que Don Quijote y Sancho no sólo existieron, sino que existen todavía. En efecto, todos tenemos con ellos amistad, y su trato nos es tan familiar, que cualquiera que sepa manejar el pincel o la pluma es capaz de hacer el retrato físico y moral de ambos: los conocemos mejor que a muchos de los individuos con quienes estamos en íntimas relaciones, a cuyo corazón no hemos podido nunca descender y en quienes podemos por lo mismo suponer dobleces y reservas que no tememos hallar en Don Quijote ni en Sancho. En corroboración de mi juicio, recordaré estas palabras de Ticknor 41:

   "Cervantes, escribiendo bajo la influencia natural y libre de su ingenio, reconcentrando instintivamente en su ficción el carácter especial del pueblo en que nació, se ha hecho escritor de todos los pueblos y de todos los países, de los ignorantes como de los sabios, y esta universalidad singularísima le ha granjeado el tributo de admiración y simpatías de la humanidad entera, recompensa que no ha alcanzado aún ningún otro escritor."

   El poder creador de Cervantes no se reduce a sólo los dos personajes indicados: cuantos figuran en su historia están grabados en nuestra imaginación, y tales como él los supone y los retrata los vemos andar en nuestras calles y plazas, con ellos tropezamos en los campos y caminos cuando viajamos, y los encontramos en las ventas y posadas. ¿Hay alguno de nosotros que no haya visto en alguna parte al bachiller Sansón Carrasco; que no haya hablado con el maese Pedro o tratado al Cura y a maese Nicolás el barbero, o a quien Maritornes no haya servido en alguna de nuestras ventas? ¿Cuál de estos sujetos no tiene en nuestra mente su fisonomía propia, su modo de ser y cierto continente y modales conformes con la idea que de él nos da Cervantes? Pero ¿qué digo? El autor del Quijote no sólo crea personajes, crea actitudes, animales, muebles, paisajes: cada escena de El Ingenioso Hidalgo es un cuadro completo, y formamos por la narración tan cabal idea del sitio de los individuos, de la posición en que están, de los muebles que los rodean y hasta de los gestos de los actores, que si varios artistas en distintos puntos, sin acuerdo previo se propusiesen dibujarlos, lo harían con tanta semejanza entre sí, que apenas discreparían en accidentes. Recuérdense, en prueba de esto, la aventura de los batanes con el apretón de Sancho, la de la risa, que siguió al desengaño que le dio término, o a aquel otro pasaje en que Sancho va a examinar las quijadas de Don Quijote a tiempo que el bálsamo de Fierabrás hace su efecto, y dígase si es posible dar con el pincel o el buril una idea más clara, más puntual, más viva, de esas escenas. Puede hacerse una prueba, y yo la he hecho: abrir al acaso el libro y leer la descripción que se presente a la vista. Al primer registro hallé el pasaje en que Don Quijote, después del movimiento de los yangüeses, tendido maltrecho por el suelo, excita a Sancho a que se mueva antes de que le suceda alguna desgracia al jumento: "Aun ahí sería el diablo, dijo Sancho, y despidiendo treinta ayes y sesenta suspiros y ciento veinte pésetes y reniegos de quien allí le había traído se levantó quedándose agobiado en la mitad del camino como arco turquesco" 42: es ésta una creación de actitud. Volví algunas fojas y se me presentó una de paisaje, la descripción del Toboso a media noche 43: "Estaba el pueblo en un sosegado silencio, porque todos sus vecinos dormían y reposaban a pierna tendida, como suele decirse. Era la noche entreclara... no se oía en todo el lugar sino ladridos de perros que atronaban los oídos de Don Quijote y turbaban el corazón de Sancho. De cuando en cuando rebuznaba un jumento, gruñían puercos, mayaban gatos, cuyas voces de diferentes sonidos se aumentaban con el silencio de la noche." Al lector, que ve esta descripción tan clara y vigorosa, le parece que presenció el hecho a que se refiere y hasta lo confunde en su imaginación con algún pasaje análogo de su propia vida. Continuando mi prueba di sucesivamente con estos tres: la pintura de Don Quijote distraído sobre Rocinante 44; la descripción aquella tan citada del lecho de Don Quijote en la venta, y, en fin, el combate trabado por el andante caballero con el gigante enemigo de la Princesa Micomicona; todos los cuales omito citar íntegros, porque vosotros los recordáis talvez mejor que yo, y no quiero abusar de vuestra indulgencia. ¿Se encuentran, por ventura, en Homero, en Virgilio, o en alguno de los épicos modernos, cuadros más felizmente trazados, y sobre todo más verdaderos? Escójanse los mejores de la Eneida, de la Odisea, de la Ilíada, o, si se quiere, de Los Luisiadas o del Paraíso Perdido, y pónganse en paralelo con los ya mencionados de Cervantes. ¿Quién hallará, por ejemplo, la Cándida y sencilla verdad en la escena de Eneas saliendo de Troya, cubierto de una nube por favor de Venus, ni en la exagerada desesperación de Dido; quién podrá aceptar por verosímil que se confundan sacos de viento con sacos de dinero, como se supone en la Odisea; a quién, en un pueblo cristiano, causará ilusión la extravagancia en que incurre Camoens, por seguir paso a paso a Virgilio, de hacer a Venus protectora de los portugueses y por supuesto de la propagación de nuestra fe en Oriente; ni quién, en fin, se podrá formar idea de la bajada de un ángel al Paraíso, caballero en un rayo del sol, como lo canta Milton? Todo esto puede ser verosímil considerado desde el punto de vista imaginado por el poeta; mas en ningún caso alucinará al lector.

   Hasta aquí he estimado la verdad del Quijote por el acierto y puntualidad de descripciones que pudiera llamar materiales; pero hay además en él un género de verdad de orden más elevado, una verdad colectiva que merece particular atención.

   El común de los romancistas y de los dramaturgos no crean realmente sus personajes, sino que para formarlos toman un tipo de los muchos que abundan en la humanidad, y le quitan o le ponen cualidades o defectos, o bien se los exageran o disminuyen, según el fin que se proponen: el Tartufo y el Avaro de Molière, por ejemplo, son, aquél como todos los hipócritas, y éste como todos los avarientos que conocemos; pero puestos en caricatura por el poeta. No procede así Cervantes, que hace verdaderas creaciones, para personificar en sus dos protagonistas con habilidad incomparable a la humanidad entera, y a las diversas clases sociales en personajes subalternos; de manera que en su libro nos ofrece la sociedad española del siglo XVI, retratada con tal grado de verdad, que hoy, gracias a él, la conocemos tan a fondo como si hubiéramos vivido en su seno. Los duques y D. Fernando personifican a la nobleza; Cardenio, Dorotea y el Maese Nicolás a la clase media; y el clero está representado por el Cura, el canónigo literato, el eclesiástico capellán de los duques, y aquellos dos frailes de San Benito a quienes pinta "caballeros sobre dos dromedarios, que no eran más pequeñas dos mulas en que venían", como para hacernos comprender que no viajaban como pobres religiosos. No figura en la obra ningún eclesiástico consagrado con celo al ejercicio de su ministerio; pues, por desgracia, eran pocos los que por entonces daban en España ejemplos de virtud y abnegación apostólica, a los cuales Cervantes no alude porque pintaba la sociedad en general y no sus individuos en particular. Pero el haber personificado en Sancho, que funciona con tanta naturalidad, a la mitad del género humano, en contraposición con Don Quijote, que personifica a la otra mitad, es de las creaciones más admirables que hayan salido del cerebro de un hombre y lo que hace esta epopeya de interés universal.

   Sancho es utilitarista práctico, amigo de su comodidad y de sus goces, y Don Quijote el tipo de la escuela espiritualista, el esclavo del deber, el campeón del honor. Todo en ambos es verdadero, hasta la locura del último, símbolo en cierto modo de las exageraciones a que tiene que ir la idea espiritualista, cuando cobran por su parte fuerza en la sociedad y adquieren poder los instintos sensualistas. Al comparar la conducta de Sancho, sus palabras, sus aspiraciones y sus inconsecuencias, con las de los utilitaristas modernos, queda uno sorprendido de ver que Cervantes no olvidase ni uno solo de los caracteres que al presente distinguen a esta escuela y a sus hombres.

   Jamás molestan a Sancho cuidados ajenos; sabe a las mil maravillas desespumar las ollas en las bodas de Camacho, y se deja mantear más bien que soltar un maravedí. Sin embargo, bulle en su corazón como a pesar suyo el sentimiento de lo justo y de lo bueno, que le hace hablar como hombre cristiano y sensato cuando no se atraviesa el interés. Olvida la justicia desde que hay un fraile aterrado a quien despojar, una maleta que escudriñar, unos escudos que guardar, o siquiera una albarda con qué mejorar la de su rucio; pero quiere, eso sí, que los gobernantes tengan el Christus en la memoria, como anota el señor Martínez. Se muestra muy avenido con ser del pueblo, pertenece a la democracia, confiesa su ignorancia; mas no cesa de ambicionar el gobierno de la ínsula, aspira nada menos que a ser príncipe, y por nada cede en lo de hacer a Sanchica condesa.

   ¿Cómo pudo Cervantes adivinar en profecía lo que había de ser la escuela utilitarista de nuestro siglo? Es claro; el utilitarismo no es cosa nueva: es el pecado original con todos los vicios de su prosapia, que desde los días de Adán anda por el mundo, vergonzante en las sociedades religiosas, creyentes y moralizadas, e hipócrita al principio y audaz y pretensioso luego dondequiera que las costumbres se corrompen. El marca en las revoluciones de los pueblos la época de decadencia moral que va seguida de cerca por la debilidad física y la postración intelectual. Nadie se atreve en medio de un pueblo morigerado a decir francamente: "Comamos y bebamos, que mañana moriremos"; nadie se muestra panegirista de la sensualidad allí donde sabe que será unánimemente condenado por la conciencia pública; mas cuando se van perdiendo las costumbres y hay ya muchos interesados en disculpar sus propios excesos, entonces el utilitarismo crece y se extiende, como en heredad abandonada la mala hierba que el cultivo no dejaba antes germinar. Nada tuvo él de nuevo ni cuando fue para Epicuro el cuerno con que recogió su numerosa piara en la Grecia corrompida, ni cuando Hobbes lo exhumó bajo Cromwell en obsequio de la tiranía, ni, en fin, cuando Bentham, judío inglés, formulándolo de nuevo, aspiró acaso a vengarse de Cristo envenenando con él la civilización cristiana, excepto el aparato científico de doctrina filosófica con que creyó conveniente disfrazarse, ora por vergüenza, ora por hacerse aceptable entre las gentes sencillas. Cervantes no lo conoció nunca vestido a lo sabio como anda al presente, pero le veía en desnudez repugnante, o en hábito de devoto mojigato en el séquito del duque de Lerma. Y pues he venido comparando a nuestro autor con Homero, curioso será notar que el último no tuvo del utilitarismo la misma idea que el primero. Así lo prueba un argumento negativo. Cuando la encantadora Circe convirtió en cerdos a los compañeros de Ulises, él los desencantó fácilmente con la hierba que al efecto le dio Mercurio, y hoy el encanto sensualista resiste tenaz a todo remedio divino y humano. La razón de este fenómeno es, en mi concepto, que el utilitarismo como doctrina penetra corazón y entendimiento, y los vicia y desorganiza a ambos de tal modo, que sus víctimas para salir de su error exigen que se las convenza con argumentos de utilidad.

   Si la inventiva es un don de lo Alto, un destello del poder divino, para crear se necesita de la fe por punto de partida y del sentimiento religioso por guía. Sin esto el pensamiento humano es incapaz de plan y de objeto moral, de esa unidad, en una palabra, que tanto luce en las obras de Cervantes. Sobre la movediza arena de la duda no puede levantarse ningún sistema sólido; no es posible al hombre colmar con sus ideas el insondable abismo de la incredulidad; la negación, que es la nada, es esencialmente infecunda. El incrédulo no crea jamás: se reduce a imitar, y sus imitaciones carecen siempre de vida moral; son copias que nada dicen al alma, y que si hablan al corazón es en el lenguaje de las pasiones. Puede el poeta incrédulo hacer versos eufónicos y bien medidos, describir objetos materiales y mover los sentimientos puramente humanos, aun el del amor a la patria; pero jamás elevarse a las regiones del espíritu para producir lo que llamamos una creación literaria. La prueba la tenemos en Voltaire, en cuyas obras sólo hallamos copias. Alguien ha dicho, y con razón, que los personajes de sus tragedias son todos damas y caballeros franceses; y en efecto, Gengiskan mismo, en El Huérfano de la China, es un francés vestido de tártaro. En La Henriada pretendió crear algo, y produjo tres personajes dignos de él: La Discordia y sus dos más poderosos auxiliares, el Fanatismo y la Política. ¿Qué otra cosa podía engendrar ese enemigo de Cristo? ¿Habrá alguno a quien hayan causado ilusión estas tres diosas o damas? ¿Qué son ellas al lado de Don Quijote, de Sancho Panza o de otra de las creaciones de Cervantes?

   Bien se verá por lo dicho que cuando hablo de unidad, no me refiero sólo a esa unidad material consiguiente a la rigurosa observancia de las reglas, especie de simetría literaria de que La Henriada misma puede ser modelo; sino más especialmente a la unidad moral de ideas y de sentimientos que domina en las producciones del genio. La material del Quijote es tal, que, gracias a ella, no obstante la diversidad de aventuras que el ingenio de su autor imaginó y la variedad de situaciones en que aparecen sucesivamente colocados sus protagonistas, conserva uno la idea completa de toda la obra cuando una vez la ha leído. Todos los episodios de este libro (excepto la novela de El Curioso Impertinente, porque algún lunar debía tener) se desprenden con tanta naturalidad del asunto principal, que no se advierte que se hiciera esfuerzo para darles cabida en la narración. Esta gran variedad de accidentes con que se proporciona Cervantes medios para desarrollar todo su plan, es, se puede decir, una imagen de la naturaleza, en la cual rige por dondequiera la ley de la variedad en la unidad. En cualquiera de los afamados poemas épicos tantas veces recordados en este discurso, percibe el lector a primera vista el trabajo que costó al poeta introducir episodios o relaciones extrañas para aumentar el número de cantos: las lecciones históricas de cosmografía, por ejemplo, que da el ángel Rafael a Adán en el Paraíso Perdido, son a la verdad planta exótica de ese vergel. A semejanza de éste hallaremos otros episodios en los demás poemas; pero en el Quijote, excepto el ya indicado, no hay uno que pudiera suprimirse sin perjudicar a la unidad. Extraña se ha dicho ser a la acción principal la relación del Cautivo, pero esta censura es injusta: no podría arrancársela de la obra sin perjudicar a su trama y su conjunto. Sin ella ¿cómo pintarnos la condición de los españoles esclavos en Argel, ni cómo hacernos comprender la influencia que ejercía la guerra de Africa en las costumbres, ideas y modo de ser de los españoles meridionales? El encuentro con el Cautivo fue una de las aventuras de Don Quijote, como lo fueron los que hizo con don Diego de Miranda y el Canónigo, y creo por cierto aventura feliz la que nos proporcionó el elocuente discurso sobre las armas y las letras.

   La unidad moral, o de ideas y sentimientos, que resalta en el Quijote, procede de las convicciones religiosas o sea de la teología cristiana que dominaba el alma y el corazón de Cervantes. Nada semejante puede hallarse en Homero ni en Virgilio, poetas paganos, a quienes la creencia popular en la existencia de muchos dioses, cada uno de los cuales tenía sus pasiones, sus amigos y enemigos, obligaba necesariamente a incurrir en incongruencias y contradicciones, cuando no en las ideas cardinales, sí, por lo menos, en la forma con que las expresan. Lo mismo ha tenido que suceder en las imitaciones que del último han hecho algunos poetas modernos, como se advierte en Camoens, por la mezcla que hace del cristianismo con la mitología, de Jesucristo con Venus, defecto que no alcanza a corregir, y antes agrava (como lo observa Cantú), con la advertencia que él mismo hace de entrar allí los dioses como una alegoría. Cervantes no emite ni un solo pensamiento que no vaya acorde en el fondo y en la forma con el criterio moral de los pueblos cristianos; de donde resulta tal unidad en el conjunto de las apreciaciones, y tal congruencia de las partes entre sí y con el todo, que el lector llega, como hemos visto, a persuadirse fácilmente de que el Quijote no es una fábula sino una historia.

   La gran variedad de accidentes y aventuras de este libro, a los cuales he aludido antes, son una prueba de la fecundidad de ingenio de su autor; pero se aprecia mejor esta dote suya cuando se han leído todas sus obras. De ordinario en las producciones de cada novelista o poeta se advierte cierta analogía, o en la forma, o en el enredo, o en el carácter de los personajes, que les da un tipo peculiar; pero las de Cervantes, merced a su fecundidad, se singularizan en sentido opuesto: La Galatea, cada una de sus Novelas ejemplares, El Ingenioso Hidalgo, y Los Trabajos de Persiles y Segismunda, son completamente diversas entre sí y no tienen de común sino los encantos del estilo y ese delicado sentimiento de lo bello y de lo bueno que en todas ellas rebosa. Pero donde más se ostenta la inventiva de nuestro autor, es en la última de las citadas obras. No creo que exista ninguna de este género en que se hayan discurrido y relacionado en un solo cúmulo tantas ni tan variadas historias. A tal exceso llega su abundancia, que la complicación que produce destruye la verosimilitud, y de tal modo perjudica a la unidad, que se pierde muchas veces por ella el hilo de la acción principal.

   Parece, sin embargo, que Cervantes creía que el mayor mérito de sus escritos estribaba en el número y variedad de las aventuras que su rica imaginación le sugería: así se deduce de las repetidas recomendaciones que hace de su Galatea, que, como todos sabemos, es un tejido de cuentos, y de los términos con que encarece al conde de Lemos Los Trabajos de Persiles y Segismunda al dedicarle la segunda parte del Don Quijote; pues hablándole de aquel libro le dice: "Ha de ser el más malo o el mejor que en nuestra lengua se haya compuesto: quiero decir, de los de entretenimiento; y digo que me arrepiento de haber dicho el más malo, porque según la opinión de mis amigos, ¡ha de llegar al extremo de bondad posible!" ¡Raros fenómenos de la inteligencia humana! El mismo autor del Quijote no comprendía la grandeza de su mérito, y prefería a él escritos evidentemente inferiores. Bien estuvo, según esto, para su propia gloria y para nuestro recreo, que escribiese su primera parte en "una cárcel donde toda incomodidad tiene su asiento, donde todo triste ruido tiene su habitación" y donde no le era posible consagrarse a discurrir y enredar aventuras; y bien estuvo que la publicación de esa primera parte le pusiese en la necesidad de dar a la segunda el mismo tono y forma: sin esto es lo probable que el Quijote hubiera sido semejante al Persiles y Segismunda, y hoy no nos ocuparíamos en estudiar sus bellezas.

   Gracias pues a la prisión de Cervantes, todo en el Ingenioso Hidalgo es fácil y espontáneo, y hasta sus mismas incorrecciones de lenguaje y ciertos anacronismos e incongruencias de que adolece, y que revelan la ligereza con que fue escrito, acrecientan el mérito de su espontaneidad. Cuando leyéndola se considera cómo brotan en él bellezas, sin arte ni esfuerzo visible, imagina uno hallarse en algún valle de nuestros Andes, donde árboles, bosques, fuentes, prados y colinas, colocados como al acaso por la mano de Dios, causan con la armonía de su misma irregularidad una impresión arrebatadora, bien diferente del encanto que debe de sentirse al recorrer uno de esos parques ingleses, semejantes al común de los poemas, en que hay también árboles, y bosques, y prados, y arroyos y colinas; pero todo de naturalidad aparente, todo artístico, todo imitación: nada espontáneo, nada que levante el corazón más allá de la tierra y del hombre.

   Todo conspira a demostrar, señores, que el Quijote es una creación exclusiva del genio; pero aún falta dar de ello la última prueba, a saber: que no ha habido hasta ahora quien pueda imitarle. Infructuosos han sido los esfuerzos hechos con este objeto, si es que por imitaciones suyas pueden tomarse el Gil Blas de Le Sage y el Fray Gerundio del P. Isla. Si tal fue el pensamiento de estos ilustres literatos, puede asegurarse que no comprendieron a su modelo, supuesto que ni uno ni otro hicieron otra cosa que una sátira de las costumbres de su época, objeto muy diverso del que tuvo la obra de Cervantes. De notar es también que, siendo tanto Don Quijote como Sancho personajes cómicos, hayan fracasado los esfuerzos de hábiles poetas para presentarlos en el teatro. Pero no lo extrañemos: es tanta la dificultad de imitar, que el mismo Cervantes pareció pequeño cuando intentó seguir el camino trillado por otros ilustres literatos, como lo prueban sus desgraciados ensayos en la novela pastoral y en la comedia.

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   Con los literatos sucede lo propio que se dice de los héroes: deben una parte de su gloria al genio que los anima y otra a la fortuna que los protege; pero ¿qué es la fortuna sino el conjunto de circunstancias que para ahorrar palabras he llamado oportunidad? En esta voz, sin embargo, he comprendido con relación a Cervantes dos órdenes de hechos, que debo apreciar separadamente: las circunstancias que influyeron en el crédito que alcanzó El Ingenioso Hidalgo, y las que dispusieron el ánimo del autor a producirlo.

   De oportuno califiqué antes el discurso de nuestro amigo el señor Martínez Silva, por la habilidad con que supo escoger para estudiar El Quijote, un punto de vista a la par que nuevo congruente con las ideas que privan el día de hoy. En este siglo de embriaguez democrática, en que cada hombre se considera, tomando la expresión de Cervantes, un nuevo legislador, un Licurgo Moderno, un Solón flamante, para renovar la república a medida de sus deseos y aspiraciones, toda obra literaria, por noble que sea su objeto, brillante su composición y sólidas sus reflexiones filosóficas, ha de tener algún sabor a política, so pena de que la generalidad de los oyentes y lectores la juzguen árida, desabrida y fría. Conformarse, pues, a las ideas de la época, es una de las condiciones que hacen oportuno un escrito; pero esta sola no basta: es preciso, además, que tenga por objeto satisfacer alguna necesidad social, y que hechos anteriores hayan preparado la sociedad a recibirla.

   En cada siglo, según sus respectivas necesidades y aspiraciones, predominan ciertas ideas y sentimientos que dan el tono a la sociedad, el giro a los negocios, la forma a las costumbres y las reglas al gusto. No es ya la teología (que ojalá lo fuera) la base de todos los estudios, ni el riguroso y descarnado silogismo la forma de todos los discursos, como en los días de Santo Tomás de Aquino; nadie se consagra hoy a la alquimia ni a la astrología judiciaria, estudios predilectos de la Edad Media, ni andan los dioses del Olimpo hombreándose con los santos del calendario, como fue general en obras de poetas cristianos contagiados del Renacimiento. Al presente nadie toleraría un escrito en riguroso método peripatético; y no diré en un poema épico, pero ni en una composición puramente erótica, se acogerían con gusto escenas como las que a Venus y Júpiter, por ejemplo, hace representar Camoens en el segundo canto de Los Luisiadas, repugnantes no sólo a las ideas cristianas sino también a la delicadeza y cultura que han alcanzado ya el lenguaje y el trato social. Desde este punto de vista me parece no ser el menor mérito de Cervantes, la admirable conformidad que guarda en el Quijote con las costumbres, ideas y lenguaje del país y de la época en que escribía, la cual contribuye a la claridad del estilo y a que el lector se sienta dominado por lo natural y espontáneo de la narración.

   Las preocupaciones mismas de la sociedad son a veces obstáculo invencible para el buen éxito de un escrito: quien está poseído de alguna, o de un afecto o interés (que viene a ser lo mismo), tiene cerrados los oídos a todo lo que no la lisonjee, y es imposible convencerle de la verdad, porque en casos como éstos no se llega jamás al entendimiento sino por el camino del corazón. Este fenómeno psicológico, de que todos, cual más, cual menos, hemos adquirido experiencia en el trato social, no es privativo de los individuos: afecta también a los pueblos. En vano escribiréis para decir útiles verdades a una nación distraída y preocupada por ideas o sentimientos incongruentes con ellas. ¡Ah! y ¿cuántas veces no es la pública ceguedad, efecto de un error o de una pasión, el tormento de los hombres generosos y previsores que se desvelan por evitar males a la patria? El escritor que se proponga destruir una preocupación, debe procurar aislarla y atacarla sola, para poderla batir en todas direcciones, omitiendo con cuidado el chocar, por lo menos ostensiblemente, con todo lo que no sea ella. En esto brilla, a lo que me parece, la habilidad de Cervantes en el Quijote. Como su objeto principal era acabar con la lectura de los libros de caballerías, no entra en lucha franca con ninguna otra preocupación o error, y es notable que, participando él mismo de muchos de los de su tiempo, como el de la astrologia judiciaria y el de las hechicerías, prescinda de ellos del todo como si hubiese presentido que eso podía de algún modo disminuir el efecto de su libro.

   No basta, empero, dije, para la oportunidad de una obra que se acomode a las ideas que privan en la época en que se escribe. Un libro debe ser como un invento: ha de contener remedio o alivio para algún mal social; si no satisface una necesidad es inútil, y perecerá por inoficioso. Se refiere que la aplicación del vapor fue ensayada con éxito feliz, en presencia de los Reyes Católicos Fernando e Isabel. Dudo mucho de la verdad del hecho y de que se pueda comprobar; mas si así fue, el no haberse generalizado desde entonces, debe atribuirse únicamente a que las necesidades del comercio y el reducido movimiento de la humanidad no demandaban todavía tan activo medio de comunicación; porque lo cierto es que cuando una necesidad social exige un descubrimiento posible a la mente humana, o la propagación de alguna verdad, toda resistencia cede, todo obstáculo desaparece, y el descubrimiento se hace o la verdad se generaliza. ¿A quién no sorprende, por ejemplo, ver cómo en este siglo, adorador del Becerro de Oro, se descubren por todas partes ricas minas de metales y piedras preciosas, y cómo dondequiera se explotan con afán? ¿Por ventura estaban tan ocultas que el hombre no hubiese podido dar con ellas en las edades precedentes? No, desde luego; pero hoy que se apetece más que nunca la riqueza por el ansia de gozar que la civilización material de nuestro siglo ha despertado, no se tropieza con el más pequeño indicio de una veta sin que cien ojos lo observen codiciosos y millares de brazos se consagren activos a sacar provecho del descubrimiento. ¿Y qué necesidad social, se me dirá, pudo satisfacer el Quijote? Satisfizo dos: la una dentro y la otra fuera del país.

   En la época de Cervantes, a la parte culta de la oprimida España, privada de artes, de comercio y de industrias por las guerras y el mal gobierno, y excluída del templo de las ciencias por la intolerancia religiosa y política, no le quedaba otro recurso que el estudio de las letras, que no es para todos, y eso con la limitación consiguiente a la censura previa y a la responsabilidad ante el Santo Oficio. Un pueblo en semejante situación tiene necesidad de reír aunque sea de sus propias miserias, para distraer el tormento de la vida; y los españoles hubieron de recibir el Quijote como el don más oportuno que pudiera hacérseles entonces. No vieron en él, ni podían ver, la imagen de España que contiene, porque nadie conoce su propia fisonomía, ni puede estimar el mérito de su retrato. Tomáronlo por libro de puro entretenimiento: así se deduce de lo poco que de él se dijo y aun de la anécdota de Felipe III, del cual se refiere que al ver desde su palacio a un joven que a solas reía a carcajadas leyendo una obra, dijo: "Aquel está loco, o lee el Quijote." El verdadero precio de este escrito no fue por entonces conocido en España; pero no se hallaban en el mismo caso las naciones relacionadas con ella, las cuales de lejos pudieron apreciar mejor la exactitud y belleza de los cuadros de Cervantes. Por esto, sin duda, se repitieron pronto tres ediciones en el extranjero, y se verificó en seguida un fenómeno que no es raro: el crédito que tomó el libro en los vecinos reinos, vino a aumentar el que gozaba en su propia patria. Los pueblos, como los individuos, se pagan más de lo ajeno que de lo propio, y no estiman lo que tienen sino cuando comprenden la estimación que otros hacen de ello.

   Fue también favorable a la obra de Cervantes la posición que todavía entonces ocupaba la España en Europa. Unida a Portugal bajo un mismo cetro, era aún señora de la mitad del mundo; aún era la rival de la Francia, la aliada del Imperio, y la metrópoli de la mayor parte de Italia; aún conservaba todo el crédito y prestigio que le habían ganado la espada de sus héroes y la pluma de sus políticos y literatos; la lengua de Castilla se había generalizado con su literatura en todas las naciones europeas, y la Inglaterra misma no estaba exenta de la influencia española, por el natural afecto que unía a los católicos perseguidos allí, con la nación católica por excelencia; así como los libros que por entonces se publicaban en la Península, eran, como los que hoy se dan a luz en Francia, solicitados y leídos con interés en los pueblos extranjeros, que sentían verdadera necesidad de conocer e imitar a la nación que llevaba todavía el cetro en la literatura.

   Los hechos, las ideas, los descubrimientos, necesitan que otros hechos, otras ideas y otros descubrimientos hayan preparado la sociedad a recibirlos y apreciarlos; lo mismo sucede con los libros; y el Quijote ha sido en este aspecto el más favorecido por las circunstancias. Permitidme que aclare mi pensamiento con dos ejemplos. Admitido está como cierto que Pitágoras, cinco o seis siglos antes de Jesucristo, acertó con el sistema del mundo, colocando el sol en el centro del universo; pero entonces la humanidad no estaba preparada para idea tan grande, y otros veinte siglos fueron precisos para que emitida en más felices circunstancias, hiciese la gloria del célebre Copérnico. Mas prescindamos de hechos inciertos, y vengamos a uno evidentemente histórico. Suponed a Europa un poco más ignorante de lo que era a fines del siglo XV, y que, por consecuencia, Colón no hubiese contado con el apoyo del prior de la Rábida, de Quintanilla y de los pocos más que favorecieron su proyecto: ¿no es seguro que en tal caso la idea de un nuevo mundo habría bajado con su inventor al sepulcro? Apenas un reducido número de personas hubiera hablado después de Colón como de un loco y visionario proyectista. Y si esto es así, si es preciso que unas ideas preparen la entrada a otras ideas, ¿cuántos libros, y cuántos felices pensamientos en esos libros, no habrán quedado sepultados en la noche del olvido, porque el inspirado autor no halló apoyo entre los amigos y relacionados suyos, que no supieron comprenderle? El Evangelio mismo fue preparado; Jesucristo no apareció sino cuando, cumplidos ciertos acontecimientos, la humanidad postrada de miseria y de dolor demandaba al cielo una doctrina de salud, como la tierra seca el agua de las lluvias. Ignoran esto aquellos políticos empíricos de quienes nos hablaba el señor Martínez, que imponiendo determinadas instituciones a pueblos no dispuestos a recibirlas, los condenan a postración y ruina. Pero vuelvo a los libros; y a propósito de mi tesis, voy a citar una vez más aquel prodigio de ingenio y de buen gusto literario, encanto de los amantes de nuestras letras, Las Siete Partidas, que se alzan solitarias allá en el origen de nuestra literatura, entre la barbarie y la civilización, como se destacan las pirámides de Egipto más allá de la historia, entre el árido desierto y el fértil valle del Nilo. Decidme, si esa obra monumental hubiese sido un trabajo puramente literario, y no un código de leyes, ¿no es casi seguro que se hubiera perdido, redactada como fue cuando las letras castellanas no habían llegado a la altura bastante para que se estimase todo el esfuerzo de inteligencia que hubo de ser necesario para regularizar un idioma incipiente y producir en él tanta belleza y eufonía? ¿Y por qué habría sucedido esto? Porque Don Alfonso como literato se adelantó cien años a su época. No así Cervantes, que nació a tiempo.

   La situación general de Europa y las condiciones especiales de España influyeron más de lo que generalmente se ha creído en el éxito brillante del Quijote: un siglo antes es probable que no hubiera llamado la atención, y un siglo después habría venido demasiado tarde. La civilización intelectual y científica que había alcanzado la sociedad cristiana del siglo xvi, los nuevos horizontes abiertos a las ciencias y a las letras mediante el cultivo de la literatura y de las artes griegas, y la generalización de la imprenta, eran ya incompatibles con las extravagancias de los libros de caballerías. Aquellas leyendas fantásticas fundadas en el artificio de los encantamientos, vulgarizado en el Mediodía de Europa por la influencia de los árabes, no podía sobrevivir a la civilización arábiga, ya por ese tiempo en decadencia y definitivamente reemplazada en la Península por la civilización cristiana bajo los Reyes Católicos. El mismo Tícknor, que atribuye a Cervantes la gloria de haber muerto la necia afición que en su tiempo privaba por los libros de caballerías 45, reconoce no obstante que el gusto por esta lectura había disminuído considerablemente, tomando en su lugar boga la pastoral, de la cual el mismo autor del Quijote hizo un ensayo en su Galatea. Pero escritos de esta especie no podían alcanzar crédito permanente, porque no se conformaban con las ideas de su tiempo, ni satisfacían ninguna necesidad social. El Quijote era un género muy diverso, y no podía menos de producir su efecto. Cervantes vino al mundo después de Vives, de Copérnico y de Erasmo, y fue contemporáneo de Bacon, de Keplero y de Montaigne; vino cuando las ideas de estos hombres, propagándose por el mundo, iban modificando el modo de ser intelectual y social de las naciones. Si se hubiera demorado en nacer, los libros de caballerías habrían perdido su auge, y al Quijote le habría faltado su objeto principal, su razón de ser; el autor habría escrito otra cosa, o no habría escrito nada. Cervantes con su libro dio un golpe oportuno a una columna desplomada, a punto de caer, y se ha atribuído acaso a su esfuerzo individual una parte mayor de la que le corresponde en esa catástrofe, que debía ser resultado necesario de las ideas del siglo. Sea que él tuviese la habilidad de escoger el momento favorable para publicar su Ingenioso Hidalgo, o que, sin el concurso de su voluntad, le favoreciesen las circunstancias, es lo cierto que obtuvo un éxito tan brillante cual pocos libros habían alcanzado hasta entonces en España. Mas a esto debió de contribuir sobre todo, la excelencia misma de la obra, debida en mucho a las condiciones de la trabajosa vida del autor.

   He expuesto ya en este discurso, cómo en mi concepto favorecieron a Cervantes su falta de educación esmerada y de enseñanza metódica, su escasez de recursos pecuniarios, su servicio en la marina de guerra, su esclavitud en Argel, y hasta las ocupaciones subalternas —inferiores a sus méritos y aptitudes, y ofensivas a su dignidad personal—, en que le comprometió su pobreza, para dar a su libro los caracteres y cualidades que le distinguen: e indiqué también cómo la prisión misma a que se vio condenado, fue parte a que germinasen en su cerebro el plan de la obra y la idea de sus dos admirables personajes. Sin embargo, más que todos estos infortunios, debió de influir otro que en cierto modo los abraza a todos: la consideración del contraste que él mismo formaba con la sociedad en que vivía.

   Para apreciar este contraste, tratemos de formar idea de las cualidades morales de Cervantes, y, trasladándonos a su época, echemos una rápida ojeada sobre la corte española, sobre la nobleza y sobre el pueblo. Al hombre se le conoce por sus obras y palabras: así el espíritu y el corazón de Cervantes se nos revelan, ya en su nobilísima conducta para con sus compañeros de cautiverio en Argel, de donde no quiere escapar solo, y echa sobre sí la responsabilidad de cuantos proyectos discurre para salvarlos a todos; ya en sus escritos, donde sólo hallamos pensamientos dignos de una alma creyente, nutrida con la verdad, y de un corazón honrado y leal, enamorado de las bellezas de la virtud. Más noble que Camoens, ni una queja exhala por la ingratitud de su rey ni de su patria; y, lo que es más raro, reconociendo con ingenuidad su propio mérito, muestra a un tiempo dignidad y humildad, virtudes que rara vez concurren en un mismo sujeto. Podría justificar cada una de estas apreciaciones con muchos pasajes de sus escritos; pero lo hace innecesario el fiel retrato que tenemos de su alma y corazón en el protagonista de la más notable de sus obras. Imposible le habría sido crear un carácter como el de Don Quijote con todas las virtudes y cualidades que le adornan y sostenerlo siempre igual a sí mismo en obra tan larga, tan llena de episodios y complicada, si él mismo no hubiese abrigado dentro de sí un alma semejante a la de su héroe y un corazón igualmente noble. La fuerza de esta consideración aumenta al notar que, mutatis mutandis, se encuentran cualidades análogas y del propio modo sostenidas en otros protagonistas de sus novelas, como Cardenio, el Cautivo, Persiles, etc. Cervantes tenía el don de transmitir su propio espíritu y sentimientos a los personajes que creaba. Quitadle a Don Quijote la locura, y tendréis el retrato moral de su autor. Grandeza de alma, amor a la virtud, sensatez, valor, desprendimiento, lealtad y sumisión completa a las leyes del honor, y todo esto acompañado de un gusto exquisito y del íntimo sentimiento de la belleza, tanto moral como literaria, tales eran, en mi concepto, las cualidades que distinguían a Cervantes.

   Veamos ahora la sociedad en que vivía.

   En nombre del débil Felipe III dominaba en España desde la corte hasta los últimos rincones de la monarquía, bajo su favorito el duque de Lerma y la aristocracia palaciega que le rodeaba, ese utilitarismo práctico de la vanidad y la codicia, que no reconoce más ley que la del favor, ni más mérito que la sumisión ciega a sus deseos, y para el cual es antipática la dignidad personal, y odiosa la lealtad.

   El mismo Cervantes nos da cabal idea de la vida ociosa, costumbres insustanciales y nulidad política y económica del común de los españoles nobles no cortesanos, en la pintura que nos hace de don Fernando, amante de Dorotea, de los duques que acogieron en su castillo a Don Quijote, y de otros muchos que figuran en los episodios de su preciosa novela. Y por lo que hace al pueblo en general, jamás se vio postración semejante a la que por entonces soportaba España: para el español desheredado de la fortuna (y lo eran casi todos) no había otro medio de conservar la vida que emigrar a América, sentar plaza de soldado, o alcanzar colocación en destinos civiles, siempre pocos para el número de pretendientes y padrinos; y mientras la guerra diezmaba la población y la miseria despoblaba los campos y las ciudades, los impuestos y exacciones crecían, se despilfarraban sumas enormes en divertir con ostentosas fiestas al inepto monarca, y los protegidos del favorito atesoraban millones y millones.

   Bajo aquella corte de privados y parásitos se hallaba colocado Cervantes, oscuro y empobrecido hidalgo, entre el pueblo miserable y oprimido y esa aristocracia consagrada a la ardua tarea de matar el tiempo: solo en medio de los hombres y obligado a vivir consigo mismo, observar, meditar, callar y sufrir, ¿con quién podría entenderse, a quién pediría el alivio de sus penas? ¿Al pueblo, más desgraciado que él; a esos nobles, que le desdeñaban; o al duque de Lerma y a su corte, incapaces de comprenderle, ni de estimar su virtud y sus servicios? Eran estos hombres dados sólo a su negocio, utilitaristas; y el utilitarista es sordo a toda voz que no sea la de su interés; es el hombre degenerado por el pecado original, sin la redención ni su esperanza; para él no hay Dios, ni humanidad, ni patria, y le son indiferentes parentesco y amistad; su corazón es una entraña como cualquiera otra, que no se mueve jamás por sentimiento sino por sensación; para él la amistad es negocio, las relaciones de sangre conveniencia social, y el patriotismo especulación; todo lo sacrifica a los goces materiales: amor, justicia, honor, gratitud y cuantas virtudes podáis imaginar, se resumen para este ser degradado en una simple palabra: Yo.

   Ahora imaginad, si podéis, tortura mayor ni más profunda que la que sufriría Cervantes, obligado a esperarlo todo de esa sociedad, a la que moralmente no pertenecía, en la cual vivía a todas horas contrariado, sin poder nunca descender hasta ella, ni lograr tampoco que ella se alzase hasta él. ¿Podremos extrañar que viese olvidada su virtud, desconocidos sus servicios y ultrajada su dignidad por aquellos nobles que llegaron hasta el extremo de negarse a aceptar la dedicatoria del Quijote; y que de decepción en decepción, de trabajo en trabajo, de miseria en miseria, fuera a parar a una cárcel y a ser confundido allí con la última clase social? Comparad esta situación de Cervantes con la creación que en ella produjo su ingenio, y tendréis que concluir conmigo en que en esto, como en todo, se cumple la ley admirable del contraste, invocada al empezar este discurso.

   Coloquemos a Cervantes en situación propicia a su fortuna, en una nación próspera, bajo un gobierno que hubiese dejado amplio campo a la actividad individual, estimador de las artes y las ciencias, y solícito en premiar el mérito y los servicios prestados a la patria, y entonces destinado a un alto puesto en la milicia y en la administración pública, o consagrado a empresas agrícolas, mercantiles o fabriles, no habría tenido jamás ni ocasión ni tiempo de producir el libro que constituye su gloria. Así sabe la Providencia contrarrestar con los premios que concede aun sobre la tierra las penas que soporta la virtud, mediante la contraposición del bien al mal; ley que, cosa singular, Cervantes desconocía y aun negaba, al propio tiempo que en él mismo se cumplía.

   En el prólogo del Quijote disculpándose de haber engendrado, como él dice, en una cárcel donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido tiene su habitación, un hijo seco, avellanado, antojadizo, y lleno de pensamientos varios, nunca imaginado de otro alguno, se expresa en estos términos: "El sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del espíritu, son grande parte para que las musas más estériles se muestren fecundas y ofrezcan partos al mundo que le colmen de maravilla y de contento." Estas palabras, como veis, están en contradicción con el hecho. El Quijote no fue inspirado por el murmurio de las fuentes y la quietud del espíritu, sino por el rechinar de los cerrojos y la amargura del corazón. ¡Ahí Las grandes concepciones del espíritu, así como las altas virtudes, han sido siempre el fruto del desengaño y del dolor, y siempre la religión y su hermana menor la poesía, el seguro refugio de las almas doloridas: Homero canta, mendigo y ciego, sus poemas inmortales; Dante produce en el destierro su Divina Comedia; Milton, ciego también, en la pobreza y olvidado de aquellos a quienes había servido en el tumulto de las revueltas, escribe su Paraíso Perdido; Tasso, Camoens, Delille... ¿para qué nombrar más? Todos los genios de la poesía son testimonios flagrantes de la verdad que acabo de enunciar.

   Lo mismo que en los individuos, se verifica en las sociedades. La verdad no muere aunque la cubra y eclipse transitoriamente el turbión de las pasiones. Del seno mismo de las más profundas conmociones sociales y por entre las ruinas que las revueltas amontonan, alzan acordes sus voces y alientan la esperanza del corazón adolorido, la religión y la poesía. Bajo el desordenado imperio de las muchedumbres que se revuelven, del vil utilitarismo que todo lo corrompe y de los tiranos vulgares que la democracia exagerada y la perversión de las costumbres entronizan, la razón no es escuchada; la virtud, perseguida, se oculta vergonzante; el patriotismo calla; el desaliento se apodera del corazón, y el hombre de bien, desestimado dondequiera y desechado de un mundo en que está de sobra, busca por consuelo el movimiento interior de su espíritu. En épocas semejantes pueblan la Tebaida y la Palestina los Pablos, los Antonios e Hilariones; y los que no tienen el alma tan bien templada cuanto es necesario para alzarse de una vez hasta las regiones de lo infinito y contemplar de frente y cara a cara, diré así, la belleza increada, buscan en bellezas de un orden inferior camino que los conduzca y eleve por grados hasta ella. Entonces la consideración de la sociedad disuelta, del crimen triunfante y de la virtud impunemente oprimida, arrancan del poeta exclamaciones como ésta de Virgilio, tan hábilmente traducida en circunstancias análogas por el digno amigo que actualmente nos preside:

   Sí, señores, en las épocas de general trastorno moral y político, aparecen los grandes santos y los grandes poetas. Entonces, en fuerza de una ley providencial y por contraposición al crimen y a la fealdad de sus resultados, reacciona el sentimiento de lo justo y de lo bello y brotan por favor divino el bien del mal, y el orden del seno mismo de la confusión. Es un hecho, una verdad histórica: la vuelta a las creencias y al cultivo de las letras es el medio lento, pero el único y seguro, de regeneración para los pueblos anarquizados. Por eso la poesía, cuando se aparta de Dios y se hace sensual y materialista, es un ángel decaído, pérfido Luzbel que abjura de su origen y renuncia a sus destinos inmortales.

   Sucede con frecuencia que cuando la reacción de que hablo ha adquirido cierta fuerza, la sociedad arma con su poder a un hombre para fomentarla y reprimir la anarquía; que éste, o porque no puede menos, o por cálculo, o por vanidad, dispensa algún favor y estímulo a las letras, y entonces se le atribuye la gloria que éstas dan con su brillo a la República. Así los nombres de tiranos como Augusto, y de déspotas como Luis XIV, han aparecido en mala hora asociados a los triunfos de la literatura, por lo cual no han faltado quienes digan que las letras sólo florecen al amparo de la tiranía. ¡Error, blasfemia que debemos anatematizar! La belleza y la tiranía se rechazan. De que dos cosas coexistan algunas veces, no se sigue que la una dependa de la otra. La reacción en favor de la virtud y de la belleza en los países anarquizados, ha precedido siempre a la restauración del orden; y si de éste se ha pasado por exageración al despotismo y al poder absoluto, culpa no es ni de la religión ni de la poesía, sino natural efecto del horror que produce en el alma el recuerdo del desorden y del crimen.

   Felices, sí, mil veces felices aquellos a quienes toca, separados del bullicio político, consagrarse a los estudios literarios, generalizar la afición a ellos, y hacer que poco a poco se enamoren los hombres de la belleza y la virtud. La reacción literaria que empieza ya en los pueblos americanos, de tantos años atrás devorados por la anarquía, es a mi juicio un síntoma feliz, la aurora de un nuevo día; y la existencia de esta Academia, grato presagio de un porvenir más tranquilo y dichoso para Colombia.

   ¡Dios lo quiera!


NOTAS
1 Capítulo XI, libro III.
2 Capítulo X, libro II.
3 Capítulo XII.
4 Capítulo VIII, libro I.
5 Capítulo XVIII, libro I.
6 Capítulo XVIII, libro III.
7 Capítulo XI, libro III.
8 De la Literatura.
9 Historia de la Geografía.
10 Emp. VI.
11 L. III, Título VIII, Part. I.
12 L. XVI, Título V.
13 Emp. II.
14 Título IV, parte II.
15 Emp. XXVI.
16 Emp. XLI.
17 L. II, Título X, parte II.
18 Emp. XXII.
19 Emp. XIV.
20 L. X, Título I, Part. II.
21 Emp. XXI.
22 Emp. XXI.
23 L. de XVII a XIX, Título I, Part. I.
24 Emp. XXII.
25 Emp. XXIII.
26Política de Dios, capítulo III.
27 Persiles y Segismunda, p. I, cap. XXII.
28 Cap. XVIII, parte II.
29 Emp. XXI.
30 Emp. XLI.
31 Emp. LV.
32 Politica de Dios, parte II , cap. XII.
33 L. VI, Tít. I, Part. II.
34 L. I, Tít. X.
35 L. X, Tít. I.
36 L. X, Tít. I.
37 L. II, Tít. I, Part. II.
38 L. II, Tít. X, Part. II.
39 Persiles y Segismunda, Capítulo XIV, libro I.
40 Persiles y Segismunda.
41 Hist. de la Lit. Esp., sg. ép., cap. XII.
42 Part. I, cap. XV.
43 Cap. XI, parte II.
44 Cap. IX.
45 Historia de la Literatura Española.

RESPUESTA A MARTIN RESTREPO MEJIA

Por Rafael María Carrasquilla

   Dos son, entre muchos, los títulos principales, que en mi humilde concepto, han abierto al señor don Martín Restrepo Mejía las puertas de esta Academia: robustos y muy bien escritos estudios de filosofía cristiana, y una labor pedagógica de largos años, en la cátedra y el libro.

   Si deseabais, a propósito de la recepción de vuestro nuevo colega oír el panegírico de la ciencia informada por la fe, debisteis elegir para el discurso de contestación al que entre vosotros es saludado heredero intelectual de Rufino José Cuervo y de Miguel Antonio Caro, al que une a los laureles de filólogo, gramático y literato, los de maestro en derecho internacional y discípulo aventajado de la escuela de Santo Tomás y campeón de sus vivíficas doctrinas; al que alzó a la patria y a la religión un monumento imperecedero de ciencia filosófica y teológica en el discurso sobre Jesucristo, oración que parece, por la profundidad de la materia y el brillo de la forma, capítulo que se le hubiera olvidado a uno de los Luises.

   Y si vuestro anhelo era escuchar un elogio de la arte educadora en vuestro seno contáis al decano de los catedráticos de Colombia, al modesto sabio cuyos excelsos merecimientos tuve la satisfacción de encomiar en vuestra presencia, en ocasión no muy remota.

   No obstante eso, dispusisteis que fuera otro quien respondiera al académico nuevo, y echasteis sobre mis hombros, débiles de suyo y quebrantados por fatigosas labores, la carga que, según se me antojaba, correspondía a vuestras fuerzas varoniles. Preciso me fue inclinarme ante vuestro querer; la obediencia es virtud que se doblega al mandato aún sin conocer las razones que lo abonan.

   Hace muy cerca de treinta años que vino a mis manos un libro nacional titulado Elementos de pedagogía. Lo principié, por lo que el asunto me importaba, y fue creciendo mi interés a medida que iba adelantando en la lectura porque hallé orden en las ideas, verdad en las doctrinas, y limpia corrección de estilo y lenguaje. Lo que me produjo gratísima sorpresa fue que la parte relativa a la naturaleza y facultades del hombre era un compendio de psicología católica, ajustada a la doctrina de Santo Tomás; de suerte que semejaba escrita por algún sacerdote que hubiera encanecido sobre las páginas inmortales de la Summa. Y esto acontecía cuando la filosofía tomista acababa apenas de reaparecer en Colombia y se recataba tímida en las aulas de algunos seminarios diocesanos.

   Logré saber en breve que los autores, don Luis y don Martín Restrepo Mejía, eran dos jóvenes antioqueños, naturales de Medellín, domiciliados en el Valle del Cauca, donde regentaban un colegio privado de segunda enseñanza, y oriundos de una familia que, por entrambas líneas, había dado soldados a la patria y sabios catedráticos a la república naciente.

   Don Luis estudió humanidades y filosofía —y qué bien se la enseñaron!— en el Colegio de Jesús, dirigido en Medellín por el inolvidable padre don José María Gómez Angel, después canónigo de aquella catedral; pasó de allí a la Universidad de Antioquia con ánimo de aprender medicina; pero la guerra civil de 1876 le forzó a dejar los claustros escolares, vestir uniforme militar y salir a campaña en defensa de su estado nativo. Menguado el patrimonio con los azares de la guerra, la familia se estableció en la ciudad de Buga, y allá, en el paraíso caucano, halló don Luis su vocación verdadera, la de maestro y educador de la juventud. En compañía de su hermano Martín, cinco años menor, y a quien había ayudado a instruir con paternal cariño, fundó en la ciudad mencionada, y trasladó más tarde a Palmira, y por último a Cali, un colegio que llamó con el mismo nombre que aquel otro donde había corrido los dulces años de su infancia. Realizó más tarde un viaje de estudios a los Estados Unidos, y fue nombrado, a fines de 1886, inspector provincial de instrucción pública. Al año siguiente, debilitado por continuas fiebres emprendió visita escolar en su provincia, salió a caballo, de uno de los pueblos del Valle, y no volvió a saberse de él, hasta que, cinco días después su hermano que lo buscaba acongojado halló el cadáver insepulto en una llanura desierta. Aquella tragedia despojaba a don Martín de un padre, un amigo, de la mitad de su alma. ¡O dimidium animae meae! podía clamar con mejores títulos que el poeta de Venusa a la partida de Virgilio. Porque Dios concedió a los hermanos Restrepos almas gemelas. Imposible concebir mayor semejanza entre dos hombres, en creencias, gustos, en empleos; las cualidades del uno eran las del otro: la prosa del segundo en nada difería de la del primero; como poetas, parecen uno solo.

   Y Luis Restrepo Mejía lo fue de veras. Obtuvo el primer premio en el concurso abierto para celebrar el centenario del Libertador, con la obra titulada Las glorias de la patria. Permitidme recordaros dos breves pasajes de esa bellísima poesía.

   Pone estas palabras en boca de los soldados de la Independencia:

   Describe así el combate de Junín:

   Esta composición y otras, escritas antes y después, y que han sido reunidas en un volumen, acreditan a Luis Restrepo Mejía de legítimo poeta, que si bien no alcanzó a las cumbres, conocidas de algunos de vosotros, donde volaron José Eusebio Caro y su hijo egregio, Rafael Pombo, Diego Fallon y Belisario Peña, se mostró fiel a las tradiciones clásicas, principalmente a la del grande Ortiz, y noble en pensamientos, caluroso de afectos, y correcto, si no rico, en la factura artística.

   He recordado a Luis Restrepo Mejía, tanto por refrescar la memoria de un colombiano ilustre, como porque juzgo que nada habrá más grato al corazón de su hermano, a quien estamos recibiendo; y me abstengo de mencionar prolijamente los méritos y cualidades de nuestro nuevo socio, para no destruir la satisfacción del cariño fraterno con la pena de la modestia ofendida.

   ¿Para qué deciros que ha desempeñado importantes y elevados puestos oficiales, si ellos no son llave que abra las puertas de las academias del idioma? Mejor sería rememorar que es poeta inspirado y elegante, y que ha trillado el pedregoso sendero del periodismo político, por donde pasa en Colombia todo el que es escritor y muchos que no lo han sido nunca, y que llegó al cabo de la senda con el honor ileso y la conciencia tranquila. Convendría justificar el encomio que, al principio de este deshilvanado discurso, os hice de su labor educadora. Fue seis años rector de la Universidad del Cauca, y hoy dirige uno de los mejores colegios de esta capital de la República. El señor Restrepo Mejía es pedagogo insigne, no sólo porque conoce su profesión a maravilla y la ama con entrañable cariño, sino porque hay en él un admirable concierto entre sus doctrinas filosóficas, sus opiniones políticas, sus gustos literarios, sus creencias religiosas y las prácticas de su vida, el cual comunica unidad perfecta y fuerza avasalladora al gobierno y enseñanza de la niñez y la juventud.

   No ha limitado su acción a las aulas y los claustros de sus colegios, sino que la ha extendido a toda la nación y aun a alguna de las repúblicas vecinas, componiendo primorosos libros de texto sobre casi todas las materias de enseñanza secundaria, desde lectura hasta didáctica superior; desde gramática elemental hasta filología; desde rudimentos de geografía y aritmética, hasta lógica y antropología. Todos estos libros son metódicos, exactos y claros.

   Esta última condición me enamora en toda obra literaria o científica, y nunca he podido persuadirme de que lo enmarañado de la forma corresponde a la profundidad del pensamiento; pues bien, he llegado a sospechar que la falta de diafanidad en la expresión es fruto de la lobreguez de las ideas. Pero en busca de tan preciada cualidad puede delinquirse por exceso. La sagrada Biblia nos enseña que Dios es luz, y puso en el sol su tabernáculo, pero también que se esconde en las tinieblas: posuit ténebras latibulum suum. Hay verdades oscuras para el entendimiento humano, y pretender aclararlas de repente, es convertirlas en error. Claridad y sencillez no son sinónimos; unos son los libros de leer y otros los de estudiar, y éstos últimos de ordinario han de tener oscuridades que no se disipan sino con la palabra viva del catedrático.

   Mas, ¿a qué continuar enumerando los merecimientos de vuestro colega, cuando vosotros lo conocéis mejor que yo, puesto que con vuestros sufragios lo elegisteis?

   Acabáis de oír el lindo discurso con que nos ha regalado, y en el que se muestra, junto con el filósofo tomista y el pedagogo eminente, el literato rebosante de calor y de luz, comprobándonos que el magisterio cristiano, lejos de secar, robustece las facultades estéticas. Entre el institutor y el niño hay un intercambio de tesoros: el primero comunica al segundo parte de su madurez y experiencia, y recibe en trueque auras de juventud que le refrescan la mente, ímpetus apasionados que le aguijan la voluntad; ricas imaginaciones que le irisan la fantasía. No hablo sino del maestro cristiano; no del mercenario, que se sienta en la cátedra por ejercer autoridad discrecional sobre alguien y por ganarse la vida haciendo que educa, a falta de otra ocupación menos penosa.

   El discurso del señor Restrepo Mejía en que se combinan con oculto vínculo, cálida iunctura, la filosofía tomista, el arte pedagógico y los primores literarios, ha vuelto a presentarme el viejo problema, mil veces planteado, quizá nunca definitivamente resuelto: ¿hay didáctica literaria? ¿hay literatura docente? El enigma se discute en el campo retórico, pero pertenece en realidad a los ámbitos de la filosofía.

   La unidad, la verdad y el bien son, diría yo si estuviera disertando en aula de metafísica, atributos trascendentales del ente. Pero, como además de vosotros, veo en mi auditorio damas y caballeros que ninguna obligación tienen de saber lo que llamó el insigne Menéndez y Pelayo, con injusta frase, la jerga escolástica, diré que todo ser es necesariamente uno, verdadero y bueno. Un ser sin unidad, verdad y bien es absurdo, como lo sería un triángulo sin tres lados. Además de esas perfecciones, poseen los seres otra que se llama belleza, cuya definición han ensayado muchos y no ha encontrado nadie; pero que todos conocemos, admiramos y sentimos. No se ha podido hallar la noción esencial de lo bello, como si Dios hubiera querido humillar el orgullo humano haciéndole ignorar la íntima naturaleza de lo que más ama, de lo que más admira, de lo que con mayor fuerza lo embelesa. Esplendor de lo verdadero, afirmó Platón; brillo de la bondad, fulgor de lo ideal, del orden, de lo uno en lo vario, dijeron otros. Los vocablos resplandor, brillo, son metafóricos, y la filosofía no admite definiciones figuradas.

   Si todo es verdadero y bueno, donde no se hallen la verdad y el bien no hay ser, ni ha de encontrarse la belleza, que no puede subsistir en la nada. Rien n'est beau que le vrai, dijo Boileau, maestro de mis catedráticos de retórica. Cabe preguntar si es lícito afirmar la recíproca y decir que todo cuanto goza de verdad y de bien esplende con los fulgores de lo bello. Habéis oído a nuestro colega explicar magistralmente cómo verdad, bien, unidad, hermosura, son reflejos de las infinitas perfecciones del Supremo Ser, huellas de los divinos pasos, según la profunda y pintoresca frase de San Buenaventura. Es común sentir de teólogos y filósofos cristianos que las esencias de las cosas, por cuanto son copias fidelísimas de las ideas del entendimiento increado, necesariamente están dotadas de belleza. Mas cuando adquieren la nueva actuación que apellidamos existencia, cuando pasan del orden intelectual al de la realidad, suele perderse o eclipsarse a lo menos la hermosura, por defecto de las causas segundas que en la producción de las cosas intervienen. Bellas son las relaciones de los números entre sí, y ellas inspiraron a Platón y a San Agustín páginas desbordantes de elocuencia y de poesía; bella la manera como nacen las palabras en los idiomas nuevos, unas veces arrimándose a las formas de la lengua madre, otras apartándose de ella; obedeciendo a las leyes de eufonía, o a la índole del pueblo, o al contacto con otras hablas de naciones más poderosas y absorbentes y en el recinto de esta misma Academia se han aplaudido discursos filológicos por personas concurrentes a nuestras solemnidades y ajenas a tales disciplinas. Pero, como observa donosamente el cardenal Mercier, no hay emoción estética en aprender la tabla de multiplicación ni los tiempos simples de los verbos irregulares.

   El universo irradia belleza en todos los seres que lo forman, desde el cono nevado del Tolima que ve las nubes a sus plantas, hasta el cono azul de la frágil batatilla que se mece un instante en el tallo trepador que la sostiene

   desde los mundos luminosos que tachonan el dombo del firmamento, hasta los intermitentes fanales del cucuy,

   Los griegos, absortos ante las maravillas del universo, lo llamaron cosmos, que significa orden, ornamento, decoro; y los latinos le dieron el nombre de mundo, que equivale a limpio, sin mancha.

   El señor Restrepo Mejía nos ha dicho cómo otorgó Dios al hombre el maravilloso poder de producir la belleza, no sólo copiando la de las cosas naturales, sino purificándola de escorias, acendrándola, combinando los objetos singulares para formar un ideal, tanto más alto cuanto mayores las facultades del autor; meta a que va acercándose más y más, sin alcanzarla nunca. Por eso las obras del genio se las llama creaciones; requieren, es verdad, materia preexistente, pero la forma sustancial que las anima y modifica brota pujante de la mente del artista.

   Las artes son la expresión externa de esta potencia creadora, y las que hacen llegar al espíritu, por los dos sentidos más nobles, la luz de la idea, el contorno de la imagen, el calor del afecto. Se sirven las artes ópticas de la línea y del color; las acústicas, de aquella música articulada que se llama la palabra, y del lenguaje universal, sin vocablos, que se apellida música.

   Para tomar el asunto del discurso que estoy contestando, dejo las artes de Fidias, Rafael y Bramante, y la divina de Beethoven y Wagner, y vuelvo al tema de la palabra humana. Sírvenos para enseñar la verdad, inculcar el bien honesto, hacer destellar la belleza en los labios y la pluma de oradores y poetas. Mas, ¿estos tres oficios del verbo, son independientes entre sí, o han de tenerse por inseparables, o se les debe considerar como aliados, sólo en determinadas ocasiones? Una escuela extremosa, la que invoca al arte docente, quiere que el fin único de la literatura sea iluminar los entendimentos con la lumbre de verdad y de mover las voluntades al bien; de tal suerte, que obra que nada enseñe nunca tendrá belleza alguna; será a lo sumo rumor de voces que halague los oídos, pero sin merecer el nombre sagrado de poesía. Esta doctrina arroja por las ventanas, como inservibles, muchas de las piedras preciosas que la humanidad guardaba con amor en sus joyeles; el madrigal, verbigracia, de Gutierre de Cetina,

   la copla española, naturalizada colombiana en la triste melodía del bambuco:

y aquella cuarteta popular nacida en nuestra tierra:

   No imaginéis, señores académicos, porque sería desdoroso para mí, que yo crea que pueda existir arte literario sin nobles pensamientos, y que una serie de renglones ajustados a ciertas leyes rítmicas sean, a mi juicio, poesía. Nunca pretenderé alojar en el palacio de las musas los versos latinos sobre los impedimentos dirimentes del matrimonio que obligo a aprender de memoria a mis alumnos de teología moral:

ni los catálogos de la ortografía de Marroquín:

   ¡Ah, no! La poesía es forma, es soplo espiritual que anima y vivifica a una materia, y esa es el pensamiento, el afecto, la imagen, que han de ser tanto más grandiosos cuanto más potente sea el aliento que los especifica y los mueve. No habría podido Miguel Angel realizar la sobrehumana imagen de Moisés, creada en su cerebro, sin un bloque enorme de mármol en que le cupiera el concepto de la mente. Pero no toda expresión hablada de la verdad y del bien es una enseñanza, porque el hombre, además de la autoridad, tiene otros criterios. Cuando leí por vez primera, en don Andrés Bello, que la América tropical

   nada nuevo supe sobre aquel manjar de los dioses que había sido mi bebida favorita desde los primeros años de la infancia; y cuando aprendí de memoria los mandamientos del decálogo, ya sabía yo que la mentira y el hurto eran pecado.

   Mientras unos preceptistas pretenden barajar el arte literario con la ciencia, otros, adoradores de ésta última, penetrados de su austera grandeza, de su utilidad incontestable, creen que se falta al respeto debido a la diosa, si se le recubre con las galas de la hermosura, si se acatan siquiera, al exponerla, las leyes de la derivación y la sintaxis. Quieren, a semejanza del antiguo Diógenes, que la sabiduría ande cubierta de harapos y viva en el fondo de un tonel. No advierten que Dios, cuyas obras no tienen tacha, no sólo las hizo perfectas, para sus fines respectivos, y útiles a la armonía del universo, sino las circundó de esplendorosa belleza. No tuvieran las flores el vestido que no alcanzó Salomón en el día de su gloria, no fueran los insectos gemas vivientes, ni reflejaran las mariposas en sus etéreas alas todos los colores del iris, y no por eso cumplirían menos bien sus providenciales destinos. El diamante es un trozo de carbón cristalizado, y Dios puso en él una chispa de los fulgores siderales.

   Pasando de la belleza natural a la artística, hay un libro, inspirado por la Eterna Sabiduría, para enseñar a la criatura racional las más profundas verdades, para conducirla a la felicidad en esta y en la futura vida; y ese libro es el más bello y sublime que ha salido de las manos de los hombres. Todos conocéis el pasmoso discurso del gran Donoso Cortés sobre la Biblia. ¿No fue Marco Tulio el más sabio de los romanos y el más elocuente de los oradores latinos? Tito Livio y Tácito escribieron historia, que es rama de la ciencia, y levantaron al arte en las Décadas y los Anales, imperecederos monumentos. Es Granada el rey de los ascéticos cristianos, y si acaso no ocupa el primer puesto entre los clásicos españoles, a nadie le cede el segundo. Nunca he pensado que Buffon, Humboldt y Caldas renunciaron a la sabiduría, cuando esmaltaron sus obras de historia natural con vividas y elegantes descripciones. Dios, no sólo se viste de luz, sino que arropa con su manto a todas sus criaturas.

   Así como la idolatría de la ciencia, hállase en el mundo la superstición de la hermosura, que ha dado el ser a la escuela que proclama el arte por el arte, entendiendo que, con tal que un objeto sea bello, nada importa que viole los fueros de la verdad, quebrante las leyes morales, ofenda la honestidad y la decencia. ¡Como si el hombre tuviera por fin último vivir extasiado ante las bellezas terrenales! Hay un género de sacrilegio en cubrir con un jirón de la divina veste las lobregueces del error y la mentira, las úlceras infectadas de la perversidad humana; es el peor de los escándalos valerse de las mieles del arte para que beban los espíritus incautos el veneno que mata las almas, envejece prematuramente los cuerpos, debilita y hace decaer a las naciones.

   Contra lo que acabo de exponer, surge naturalmente una objeción. ¿Cómo hay arte puesto al servicio del error y del pecado, si la belleza es fulgor de la verdad, resplandecencia del bien? No hay cosas falsas, ni falsas ideas tampoco; el error sólo reside en los juicios del humano entendimiento. La sirena, animal con cabeza de mujer y cola de pescado, es verdadera, como concepto mitológico de griegos y romanos. La falsedad estaría en afirmar que la sirena existe. A propósito, permitidme recordaros de paso que la palabra o frase que modifica a un sustantivo envuelve lógicamente un juicio; de donde locuciones como lila bemol, rayos de acíbar, ojos inauditos, melodías de esmalte y otras semejantes carecen de verdad y no cabe considerarlas como elemento artístico.

   Resumiendo el hilo del discurso, no hay obra escrita que se componga íntegra de falsedades; aun en las peores, la verdad y el error se entretejen a modo de una tela de seda con áspera trama de estopa. Algo del esplendor de la verdad alcanza a traspasar las tinieblas de la mentira, como llega al fondo de oscura mazmorra el tenue rayo de luz que entra por la alta y estrecha claraboya. Por lo que toca al bien, no sólo le hay honesto, sino también deleitable, y éste último puede servir de fundamento a cierta especie de belleza.

   Paréceme, señores, que las doctrinas extremadas que os he expuesto dependen de una confusión entre el fin inmediato y el destino último del arte. Consiste el primero en la creación de la belleza ideal; el segundo, que le es común con la ciencia y la moral, en perfeccionar al hombre en la vida presente y alcanzarle bienaventuranza en la futura. Si una obra, aunque nada enseñe, deja que resplandezca la unidad de la forma sobre la ordenada variedad de la materia, será bella; si además transmite verdades y mueve la voluntad a la virtud, será buena también. Sin olvidar, según observa el cardenal Mercier, que "el artista, por el sólo hecho de producir la belleza sin violar la ley moral, sirve a la causa del bien, porque hace prevalecer los goces estéticos sobre las satisfacciones groseras de la vida animal; y aunque sólo tienda a objetos moralmente indiferentes, el artista directamente moraliza".

   Lo que hubiera querido recordaros con palabras, lo tenéis en el discurso de nuestro colega, que ha sido una lección de filosofía pedagógica engalanada con los primores del arte; o, si os parece mejor, un bello discurso literario ennoblecido con científicas verdades. ¡Que no sea esta la última joya que labre para nosotros! ¡Concédale Dios largos años para bien de sus hijos, alegría de sus amigos, provecho de la juventud estudiosa y honra de la Academia!

DISCURSO DE RECEPCION

Por José María Samper

   Señor Director, señores Académicos:

   Costumbre muy loable y de antiguo practicada en corporaciones doctas como la que formáis, es la que impone al recipientario del carácter académico el deber, frecuentemente doloroso, de hacer, a manera de iniciación en el santuario de las Letras, las Ciencias o las Bellas Artes, el elogio de la vida y obras del personaje cuyo puesto viene a ocupar.

   Gran fortuna es para mí el hallarme en la excepcional circunstancia de no venir a este recinto en calidad de sucesor de un varón distinguido en la República de las Letras; que a ser así, a más del riesgo que yo correría de que me viniese sobrado grande la silla que voy a ocupar, y de que se hiciesen comparaciones harto desventajosas para mí, la gloria que alcanzase por el solo hecho de ser recibido en vuestro seno quedaría oscurecida en mi alma por el dolor que de seguro me causaría la falta del hombre a quien me tocara en suerte reemplazar.

   No: felizmente yo, —hombre lleno de vida, no obstante la injuria de los años—, no vengo a ocupar una vacante debida a la muerte. Vengo a mérito de vuestra proposición, aceptada por la Real Academia Española, que dio por resultado el acrecentamiento de vuestro número; y vengo como la humilde onda de arroyo que hubiese rodado perdido entre las breñas, a confundir mi pequeñez con el caudal clarísimo, apacible y hábilmente encauzado que habéis compuesto vosotros durante tres lustros, con la asociación de vuestros talentos, vuestras luces y proficuas labores.

   Permitidme, señores, que antes de dar paso alguno en el campo que he escogido para mi disertación, ose explicar en vuestro nombre, pues de otra suerte de hecho permanecería inexplicado, y talvez inexplicable, por qué, a mi entender, me habéis honrado llamándome a tomar parte en vuestras tareas.

   Sucede con frecuencia que en las exposiciones industriales se conceden dos clases distintas de premios. A unos expositores se les premia por el mérito intrínseco de sus obras, por las relevantes pruebas de ingenio que con ellas dan, por la exquisita finura del trabajo, o por los fecundos resultados que sus invenciones han de acarrear en pro del bienestar común. Para otros, el premio es solamente recompensa que honra la buena voluntad, o estímulo para el anhelo por emprender nuevos y fructuosos trabajos; o testimonio de aprecio, ya que no por la calidad de las obras, al menos por la ingenuidad y el desinterés con que han sido acometidas, y la cantidad que del esfuerzo ha resultado.

   Pues lo propio suele acontecer con los Cuerpos académicos; y contrayéndome a mi caso, bien se me alcanza que cuando me habéis colmado de honor, llamándome a vuestro seno, no os ha guiado el propósito de premiar la calidad de mis escritos, cantos y discursos, sino el de señalar en la cantidad de ellos la prueba de un solo merecimiento: el de la buena voluntad para dedicar la vida entera al servicio de las Letras, y para solicitar sin descanso ni soberbia el mejoramiento en el gusto literario y en el estudio y manejo de nuestra admirable lengua.

   Y digo "sin soberbia", porque después de muchos años de escribir y hablar para el público, desde mi adolescencia —a las veces acaso sin caridad para con el lector o el auditorio— llegó un día en que mi propia conciencia me señaló el hondo abismo de mi ignorancia filológica, literaria, etc. (y este etcétera viene al caso, por cuanto me sentí ignorante in utroque! y me hizo advertir que era reo rematado de graves e inveterados galicismos, de pecados mortales contra el buen gusto, y de otros muchos delitos literarios que la crítica tenía el derecho de hacerme purgar severamente.

   Mis pecados mortales han sido, bien lo sabéis, señores, la prodigalidad en el hablar y el escribir ¡que harto me ha costado! y una confianza excesiva en mis propias fuerzas y en la bondad de mis propósitos; gordas flaquezas que me han llevado hasta la gula de la publicidad. Felizmente mis pecados no han hecho daño, que yo sepa, sino a mi reputación literaria y a mi bolsillo.

   El hecho mismo de ocupar en este recinto un asiento que no está vacante, me deja, a lo que entiendo, amplia libertad para elegir el tema de mi disertación. Ninguno me hubiera parecido más apropiado a la índole de vuestros estudios y de nuestro país, que este asunto: la influencia ejercida sobre la Lengua y la Literatura, y particularmente sobre la Poesía, en Hispanoamérica, por el medio físico, histórico y social que rodea al hablista, al literato y en especial al poeta.

   Si el asunto es digno de ser prolijamente tratado por un escritor de altos pensamientos, ingenio sagaz y vasta erudición, yo —que alcanzo a medir mi pequeñez precisamente por lo mucho que me desespera— me contentaría con desflorar el ameno campo que cualquiera de vosotros podría beneficiar, cosechando con segura mano frutos bien sazonados y abundantes.

   Pero bien considerado el asunto, hube de renunciar a él, por ser tan extenso y complicado, y por requerir tan notable erudición, que no era para dilucidado en un discurso académico, sino más bien para tratado en un disertación prolija y completa. He preferido, por tanto, hacer una excursión por el campo de las reminiscencias literarias, contando con la seguridad de que éstas, al par que halagarán vuestro sentimiento de amor nacional, se amoldarán a la veneración con que miráis todo lo grande y fecundo que nos ha venido y nos viene de la madre Patria.

   Corrían los años de 1843 a 1852, y bullían en nuestras Universidades multitud de almas generosas, llenas de savia juvenil, destinadas a formar la generación intelectual que en mucha parte ha encaminado el movimiento de la República, desde 1849 hasta el momento actual.

   La Literatura, hasta 1842, parecía estar muerta entre nosotros, o por lo menos estancada como un lago sin renovado caudal de aguas frescas y sin fácil salida. Nuestra prensa era casi exclusivamente política y oficial, y estaba reducida a muy exiguas proporciones, así en la forma como en la sustancia. Con excepción de Cartagena, nuestros principales centros de vida intelectual (Bogotá, Medellín, Popayán y aun Tunja), se atrofiaban mentalmente en el aislamiento a que los condenaba su incomunicación mediterránea o superandina respecto del mundo de la Literatura, de las Ciencias y de las Artes.

   A la sazón prosperaba con notable brillo la prensa de la vecina y hermana República de Venezuela. La publicidad había alcanzado notable desarrollo en la gentil ciudad nativa del Libertador, y principiaba allí una irradiación intelectual que se dejaba sentir entre nosotros. Se hacían elegantes reproducciones de la moderna literatura española, al propio tiempo que Baralt, los Rojas, Maitín, Lozano y muchos otros escritores nacionales alimentaban con sus inspiraciones el fuego sagrado del amor a las Letras.

   Los que en nuestras universidades aprovechábamos para el estudio literario cualquier vagar que nos dejaban las áridas lucubraciones de la Jurisprudencia o de la Medicina, solicitábamos con ahinco cuanto era dable conseguir de España o de Venezuela que alimentase nuestra afición a la Literatura.

   Esta misma afición —instinto de raza y necesidad de nuestra situación superandina— era una especie de reacción inconsciente. La ruptura entre nosotros y la madre Patria, ocasionada por la guerra de independencia —ruptura tardíamente soldada muchos años después con un tratado de paz y amistad por todos bendecido— nos había condenado al desamor de las letras castellanas: cerrándose nuestros puertos —no por ministerio de la ley, sino de retraimiento— a la luz que de España nos pudiera venir. A más de esto, llegó a estar en moda entre algunos hombres políticos el ganar fama populachera con diatribas dirigidas contra España, hasta el punto de repetir algunos que "lo único bueno producido en la Península era el Quijote", monstruosidad que no había menester refutación, pero que campeaba en la prensa. Casi por completo se ignoraban o desconocían aquí, entre los jóvenes, los tesoros que no cesaba de producir el ingenio español, no obstante la decadencia ocasionada por el francesismo, flaqueza que de las modas, de las artes industriales y del periodismo, se había filtrado en el Teatro y en todo el espíritu literario de la España constitucional.

   Podría decirse, en rigor de verdad, que aquí estudiábamos más el francés que el castellano, por mucho que debiese avergonzarnos la ilustración de aventajados profesores de nuestra lengua, tales como Ulpiano González Triana, Isidro Arroyo, Benedetti, Lleras, D. José Manuel Royo y D. José Joaquín Ortiz. Con las sederías y las pomadas nos venían de París los poemas, historias, dramas y novelas de los franceses, juntándose en la importación lo bueno con lo malo; con lo que, al propio tiempo que afrancesábamos nuestro espíritu, íbamos pervirtiendo nuestro lenguaje y nuestro gusto.

   Es también digno de notarse que nuestra general ignorancia de la literatura española era solamente un achaque de nuestra juventud y de personas de cierta escuela política; pues sobrado sabemos que para unos hombres tan sólidamente ilustrados como D. Rufino Cuervo, D. Juan de Dios Aranzazu, D. Juan Antonio Marroquín, D. Ignacio Gutiérrez Vergara, D. José Manuel Groot, González, Caicedo y Rojas, los Ortices, Arboleda, Caro y muchos otros miembros de la primera y segunda generación de este siglo, eran familiares las obras de Moratín y Jovellanos, de Quintana y Lista y de muchos otros ingenios españoles muy notables, así del presente siglo como de los anteriores. Por tanto, subsistían en el país, bien que solamente en limitada esfera, la tradición y el culto de las letras españolas, no obstante la invasión creciente de la literatura francesa implantada en gran parte, entre nosotros, por las causas mencionadas.

   De esta suerte, si por falta de comercio general con los ingenios españoles, por una parte, carecíamos por completo del conocimiento de los nuevos giros y vocablos con que nuestro hermoso idioma se iba enriqueciendo en la madre España, por otra, perdíamos el sabor y la tradición de la grande y renombrada literatura formada en la Península en los siglos precedentes.

   Dos circunstancias comprueban esta afirmación. Los refranes que, como es sabido, son la expresión de la filosofía popular —se habían ido reduciendo a tal punto, que ya nos eran desconocidos muchos— si no el mayor número, de los más usuales entre los fundadores de nuestra sociedad. Y de otro lado, era patente, así en nuestros libros y periódicos como en muchos documentos oficiales, no solamente la invasión de pésimos galicismos, sino también el empobrecimiento del lenguaje, por el desuso en que habían caído innumerables giros, vocablos y expresiones que nuestra desaliñada redacción no alcanzaba a reemplazar.

   Y no hay para qué hablar de lo que concierne a la ortografía que aquí se usaba; siendo, como es notorio, que se miraba como a gente rezagada y retrógrada a quienquiera que escribiese a usanza de los académicos españoles, y que era signo de lealtad republicana el mero hecho de acomodarse a la ortografía montaraz adoptada por los años de 1830 a 1832, muy propicia a la ignorancia de las etimologías; ortografía que en cierta ocasión denominé gitana.

   Todo esto era consecuencia de la incomunicación en que nos hallábamos respecto de la madre Patria, y del alejamiento de nuestros principales centros de población, de los grandes focos de la civilización contemporánea. No es, por tanto, de extrañar que nuestra literatura, a más de incipiente y privada de un carácter propiamente nacional, no hubiese tenido sino muy contados servidores de nota, que ni siquiera habían alcanzado a formar escuela en el país 1.

   Don Andrés Marroquín había sido un poeta clásico exquisito, pero de escuela enteramente tradicional o española, que traía desde atrás la filiación de su agudo y delicado ingenio.

   Don José María Salazar, hombre de grandes dotes y virtudes eximias, más que poeta por afición y carácter, había hecho de la Poesía un medio de servir a la Patria, cantando en ocasiones lo que podía excitar el entusiasmo nacional.

   Luis Vargas Tejada, mucho más empapado en la lectura de los clásicos latinos que en la de los españoles; republicano ardoroso, pero a estilo romano, y más dado a pensamientos políticos que a los puramente literarios, había sucumbido trágicamente desde 1829, en la flor de su bella juventud, dejando testimonios muy valiosos de un talento poético de primer orden, sobre todo para el arte teatral, pero mucho más clásico por su educación que original por sus tendencias.

   Don José Fernández y Madrid, sin rayar tan alto como Vargas Tejada, se había creado con sus composiciones líricas y dramáticas una reputación considerable, acreditándose de poeta de sentimiento delicado, ya que no profundo ni de gran fuerza y alto vuelo, que sabía combinar la generosidad del patriotismo con la nobleza del estro poético, y con tendencias favorables a la creación de una literatura histórica en Colombia. Pero distraído frecuentemente del servicio de las Letras por las atenciones de la política y las vicisitudes de la lucha, jamás alcanzó a dejar profunda huella de su paso.

   Alvarez y Lozano y Menéndez, más bien que poetas de talento levantado, habían sido simpáticos y amables versificadores, sobre todo el primero; y ninguno de los dos había señalado el camino de un ideal literario.

   El poeta de gran genio y de mucha fuerza que habíamos tenido en el segundo cuarto de este siglo, era, sin contradicción, José Eusebio Caro, hombre de múltiples talentos y poeta original en todo, puesto que, si bien se inclinaba mucho al romanticismo, era un romántico de inspiración propia y de profundo sentimiento, que no de imitación. Causó gran daño a su vuelo y a su fama de poeta, el ser él hombre político y de administración; que si las preocupaciones y vicisitudes de la política perturban la serenidad del pensador poeta, y le desvían frecuentemente de su camino natural, las pasiones que aquélla hace germinar se amotinan de ordinario contra el hombre de altas inspiraciones, juzgándole más bien por sus tendencias y actitud de adversario, que por el mérito intrínseco de sus creaciones literarias. De ahí que el alto valor de Caro no haya sido por todos proclamado en Colombia, sino años después de su prematuro y deplorable fallecimiento.

   Comoquiera es un hecho que Caro no fue, ni con mucho, creador de una escuela poética entre nosotros; ni posteriormente ni antes don José Joaquín Ortiz, en cuyos talentos y cantos hay como una rica amalgama de Quintana, Olmedo y Heredia; ni Arboleda, en quien se combinaban el sentimiento ardiente, la imaginación audaz y la energía de carácter con la excelente cultura del espíritu; ni otro alguno de nuestros poetas eminentes de mediados del siglo; así como no habían formado escuela Fernández y Madrid, ni Salazar, ni Vargas y Tejada, y sus contemporáneos. Todos aquellos ingenios y los que después han descollado en Colombia, fueron o son individualidades más o menos brillantes; pero jamás compusieron ni han compuesto un Parnaso viviente y organizado. Y asunto digno de interés será el estudio que se haga, —y que acaso emprenderé algún día—, de las causas que impiden la formación de escuelas literarias en Colombia, así como de las que temporalmente se oponen a la prosperidad, en estos países, de la crítica y algunos otros géneros de literatura 2.

   Reducidos estábamos al escaso movimiento literario a que he aludido, cuando empezaron a llegar a Bogotá ciertos libros españoles reimpresos en Caracas y en París, que fueron para la juventud estudiosa de 1843 a 1850 revelaciones de una verdad no poco sorprendente: la fecundidad y el brillo con que España sostenía el honor de sus Letras, con las cuales bien podíamos solazarnos e instruirnos, sin tener que solicitar únicamente en la literatura francesa el alimento intelectual.

   Las primeras obras que por aquel tiempo llegaron a nuestras manos, pertenecían a muy diversos tipos literarios; y para dar idea de su alto mérito bastará decir que eran creaciones de Mariano José de Larra, Mesonero y Romanos, Modesto Lafuente, Bretón de los Herreros, García y Gutiérrez, Angel de Saavedra, Eugenio de Ochoa, don José Zorrilla y Espronceda; amén de numerosos escritos ya en prosa o ya en verso que íbamos recibiendo en menor cantidad, fruto de ingenios tan notables como Hartzenbusch, los Bermúdez de Castro, José Joaquín de Mora, don Tomás Rodríguez y Rubí, don Mariano Roca de Togores, Escosura, Pastor Díaz, Ventura de la Vega, Baralt, García y Tassara, doña Gertrudis Gómez de Avellaneda, doña Cecilia Bohl y otros poetas o escritores contemporáneos.

   Válgame no solamente el sentimiento de la justicia y el de mi propia gratitud, sino también el del amor a las Letras y a mi Patria y mi raza, para hacer constar aquí todo lo que el despertamiento y progreso de la literatura colombiana deben al lejano influjo de las obras españolas a que he aludido, leídas con avidez por nuestra juventud en la época a que me refiero. Ellas nos dieron a gustar el sabor de la buena prosa y buena poesía de España, y despertaron en nosotros la curiosidad de lo desconocido, moviéndonos a solicitar en los grandes clásicos las fuentes y los tesoros de aquella insigne literatura castellana que es orgullo y gloria de la humanidad.

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*    *

   El espíritu observador y el aticismo y agudeza que predominan en Bogotá, junto con el talento descriptivo, predisponían a muchos de nuestros hombres inteligentes a ensayar sus fuerzas en la descripción y crítica de las costumbres nacionales; y de ello dieron excelentes pruebas unos escritores tan notables como Juan Francisco Ortiz, Rufino Cuervo, José Manuel Groot, José Caicedo y Rojas, Ulpiano González, Eugenio Díaz, Rafael Eliseo Santander, José Angel Gaitán y algunos más de la primera y segunda generación de nuestro siglo. Puede afirmarse con seguridad que en la subsiguiente se hizo sentir con eficacia la influencia de los escritos de Larra, Mesonero y Romanos y Lafuente, sostenida muchos años después y con muy distintos estilos, por don Antonio de Trueba, Selgas y Carrasco, don Pedro A. de Alarcón, don José M. de Pereda y otros escritores españoles que aquí han alcanzado mucho auge.

   Hijos legítimos de aquel movimiento literario fueron y son nuestros principales escritores de costumbres, entre los cuales —aparte de los mencionados— me complazco en nombrar a don Juan de Dios Restrepo (más conocido con el seudónimo de Emiro Kastos), al agudo y fecundísimo Vergara y Vergara; a don Manuel Pombo, digno por todo de su ilustre apellido; a don Hermógenes Saravia, lleno de chispa y gracia; a don Ricardo Silva, que tiene el dón de hacerse querer con su persona y con su pluma, y a don David Guarín, muy observador de las costumbres populares; talentos muy notables todos, si bien les distinguían muy marcadas diferencias de espíritu y de estilo, y que el primero se haya hecho notar por tendencias eminentemente francesas, que hacen recordar a sus lectores la escuela o manera de Balzac.

   Por lo tocante al movimiento dramático, fuerza es reconocer que era casi nulo entre nosotros, no obstante la aparición intermitente de algunas compañías españolas no poco estimables, entre las que se distinguieron la de Torres, Gallardo y Rendón, de una época, y la de Fournier, González y Belaval, de la subsiguiente. Debióse al estímulo que la segunda de esas compañías dio a nuestros ingenios o aficionados, y más aún a la influencia que con sus obras ejercían desde España Bretón de los Herreros, Ventura de la Vega, y Escosura entre los autores cómicos, y entre los dramáticos, Larra, García Gutiérrez, Hartzenbusch, Rodríguez y Rubí y Zorrilla; debióse, digo, a esta influencia y a aquel estímulo, el entusiasmo que posteriormente se despertó, moviendo a don José Caicedo y Rojas, a don Lázaro María Pérez, a Germán Gutiérrez de Piñeres, a vuestro humilde servidor y a varios jóvenes de talento, a componer dramas y comedias que representados en Bogotá, dieron auge a la literatura dramática, durante un breve período.

   Pero en ningún campo se hizo sentir tanto como en el de la poesía lírica el prestigio avasallador de aquellos poetas españoles. Zorrilla y Espronceda primero, y años después don Ramón de Campoamor, se apoderaron, por decirlo así, del corazón y el espíritu de nuestra juventud; y tan poderosamente influyeron ellos y muchos de sus contemporáneos ya nombrados, en la dirección tomada por las almas juveniles de Colombia, que en breve se vio aparecer en ésta toda una constelación de poetas, más o menos bien inspirados, pero todos agitados por el ardor del sentimiento, el calor de la imaginación y la necesidad de dar vuelo y resonancia a sus producciones literarias.

   No llamaron ya únicamente la atención don José Joaquín Ortiz, con su estro religioso y patriótico y la entonación grandilocuente y majestuosa de sus odas; Julio Arboleda, con su impetuosa inspiración que solía ser embellecida por la pasión; don Manuel María Madiedo, con su sentimentalismo ardiente, mezclado de filosofía; don José Caicedo y Rojas, con aquella exquisita delicadeza y amenidad de conceptos y formas que es el rasgo distintivo de sus composiciones; y Caro, el insigne Caro, que en mala hora y muy temprana edad se extinguió llevando a solitario sepulcro las fulguraciones de su privilegiada inteligencia... El caudal se acrecentó casi súbitamente y con tal brillo, que desde 1850 pudo decirse en nuestro país: tenemos una literatura, muy joven aún, pero ya rica y abundante en promesas lisonjeras.

   A la manera que un arroyo, apacible en sus fuentes y estancado después por fuertes obstáculos en largo trecho, se convierte al cabo en torrente caudaloso cuando de súbito se le apartan los diques que lo contenían, el genio poético, instintivo en Colombia, como que es una necesidad producida por los elementos físicos y morales de nuestra sociedad; el genio poético, repito, estalló por doquiera, que tal es la expresión adecuada, y se difundió, desbordado también, como una fuerza que había bregado por abrirse paso y repentinamente se sentía libre.

   Y poco importa que en aquel movimiento explosivo de los entendimientos predominase un romanticismo exagerado, vehemente y mal avenido con nuestra naturaleza tropical, nuestra organización republicana y nuestras costumbres democráticas... a medias. El romanticismo, dígase lo que se quiera, es una gran cosa: ¡despierta las pasiones generosas, removiendo fuertemente las fibras del corazón; suscita la fecunda curiosidad de lo desconocido; abre al entendimiento, sorprendido en su primitiva ingenuidad, hermosos y vastos horizontes; y estimula a las almas ricamente dotadas por el soplo divino, a solicitar y perseguir las supremas maravillas de lo ideal y levantarse a las remotas y encumbradas regiones de lo perdurable!

   En todo caso, puede sentarse como axioma, conforme a la naturaleza de las cosas, que si el clasicismo de ordinario es la forma literaria de la edad madura y de la más refinada cultura intelectual, así de los pueblos como de los individuos, el romanticismo (no extravagante ni mal entendido, sino racional) es comúnmente la escuela natural de la juventud, ora sea del corazón del hombre individual, ora del alma candorosa de las sociedades incipientes.

   Comoquiera, es pertinente tributar en esta disertación retrospectiva un homenaje de admiración y de profunda gratitud a todos aquellos bardos pensadores que, cual preciosos lazos de unión entre la Madre Patria y nuestra República soberana, hicieron con su ardiente soplo brotar, de entre las cenizas amontonadas en el hogar colombiano por la guerra y el retraimiento, el fuego sagrado de la poesía y del amor a las letras castellanas; fuego que, propagándose día a día, ha hecho germinar los tesoros ya considerables de nuestra literatura. ¡Honor y gratitud, pues, a Larra y de Rivas, y Espronceda, y Zorrilla; y al maravilloso Bretón de los Herreros, y a Hartzenbusch, y a García y Gutiérrez, y a Rodríguez y Rubí, y a los Bermúdez de Castro; y a tantos insignes poetas y escritores que, desde 1843, comenzaron a electrizar, desde allende los mares, el alma de nuestra juventud, al punto de producir con tan profunda conmoción abundantísima cosecha de producciones poéticas y literarias!

   ¿Se llevará a mal que yo enumere aquí una parte siquiera de aquella generación de pensadores y poetas nuéstros a que me refiero, —generación que al presente raya entre los cuarenta y cinco y los sesenta años—, poco más o menos? Sea tolerado a quien jamás ha sentido las venenosas mordeduras de la envidia ni del odio, aprovechar esta ocasión solemne para nombrar siquiera a varios de los que, obreros de luz, sin esperanza de salario en nuestro prosaico tiempo y nuestra mal asentada y mal traída sociedad, han contribuído con su fe, su inteligencia y sus esfuerzos a crear, al menos en el campo de la poesía, un caudal que será contado por mucho en la literatura colombiana.

   Y como apenas es lícito y discreto designar nombres, y pocos, —reservando la enunciación extensa para mejor ocasión, pues no será oportuna en un discurso—, permitidme recordaros que nuestras letras deben mucho, si he de limitarme a la generación mencionada:

   En el género rigurosamente clásico, a don Miguel Antonio Caro, que ha dado ejemplo de seriedad en la composición, de completa pureza en el lenguaje, y de elevación de estilo y rectitud de ideas.

   En el género filosófico, de suyo muy difícil, a don Rafael Núñez, que así ha sabido pulsar robusta lira como manejar las riendas del Gobierno.

   En el género religioso, a la insigne poetisa doña Silveria Espinosa de Rendón, que ha sabido enseñar la piedad con su vida y con sus cantos; a doña Vicenta Fernández de Ramos y a don Mario Valenzuela y a don Rafael Celedón, dos bardos que, señalados por la mano de Dios para servirle en los altares y las misiones católicas, se prepararon con el canto para la oración sublime del Apóstol.

   En el poema, a más del ilustre Arboleda y de Gutiérrez González, a don Enrique Alvarez y don Roberto MacDouall.

   En el género festivo y espiritualmente picaresco, que requiere talentos muy especiales, conocimiento del corazón humano y arte para producir una versificación muy retozona, bastará citar al docto Director de esta Academia, señor don José Manuel Marroquín; al ingenioso cuanto desventurado Joaquín Pablo Posada; a don Ricardo Carrasquilla, feliz combinación de grande ingenio y altas virtudes; a don César Conto, notable por su rara agudeza y sus trabajos filológicos, y al malogrado José María Vergara y Vergara, tan fecundo y agudo, y que fue habilísimo en varios géneros de literatura.

   En la leyenda se han distinguido don Lázaro María Pérez, don Próspero Pereira Gamba, don Santiago Pérez, y algunos otros compatriotas que han alcanzado reputación considerable.

   Y en cuanto al género sentimental y al descriptivo, —los más tentadores para las almas expansivas—, si puedo citar más de veinte poetas y de seis poetisas notables, de la generación a que me refiero, permítaseme nombrar solamente ahora a Gregorio Gutiérrez González, al dulce y melancólico, y original y popularísimo cantor del amor y del maíz; a don Diego Fallon, peregrino ingenio de maravillosa fantasía y correctísima dicción, y a don Jorge Isaacs, tan apreciable por su célebre María 3.

   A esa bella generación de poetas, junto con los cuales se han distinguido numerosísimos prosistas, —generación de la cual soy contemporáneo—, ha sucedido la que nos viene empujando con su rico caudal de nuevas inspiraciones. En ella figuran con muy notable brillo don Enrique Alvarez, don Rafael Tamayo, don Roberto Mac Douall, don Lorenzo Marroquín, los hermanos Flórez, don Ramón Ulloa, los León y Gómez, Restrepos y Mejías, y cosa de una centena más, y de ocho a diez poetisas, entre las cuales brillan doña Eva Verbel, tan notablemente inspirada, doña Agripina Montes del Valle, rica de sentimiento y fantasía, y doña Mercedes Alvarez de Flórez, tan bella de alma como de apostura 4.

   Una vez cumplido por mi parte el deber de justicia de hacer estas reminiscencias, deficientes por extremo, —porque en un discurso no cabe la enumeración completa—, pero que patentizan la fecundidad del suelo colombiano para contribuir al enriquecimiento de las letras, es pertinente inquirir la causa de una abundancia tan considerable de poetas y poetisas en Colombia, así como de atildados prosadores que no son poetas, al menos por la forma de sus escritos; abundancia que contrasta con la relativa escasez de ingenieros, naturalistas y otros servidores de las ciencias llamadas naturales y exactas.

   ¿Cuáles son las causas que más directamente influyen en la conservación del lenguaje, con su riqueza, nobleza y pureza tradicionales; en los progresos de la Literatura de tal suerte combinados que ésta tenga su carácter propio, esté depurada en su gusto y sea de fecundos resultados; y en el desarrollo particular de la poesía, como expresión del ideal y de las facultades imaginativas y artísticas de una sociedad? Acaso no hay región alguna del mundo tan apropiada como la América Española para servir de campo de observación, y para ofrecer elementos a la resolución del problema que acabo de proponer 5.

   Con efecto, si las variedades etnográficas son patentes en la América Española, donde se han confundido tres razas, en diferentes proporciones mezcladas, no es menos evidente que la española, por virtud de la conquista y de una colonización de tres siglos, impuso su lengua, su carácter, su religión, sus tradiciones y costumbres, y por tanto su espíritu; implantó sus instituciones, y dejó en el Nuevo Mundo su profundo sello, su huella indestructible y el soplo de su genio y de sus esperanzas.

   Los cinco rasgos característicos de toda nacionalidad, —lengua, religión, tipo físico, sentido moral e instituciones sociales— quedaron vivos, idénticos o iguales, como herencia de España, en todas nuestras Repúblicas, hijas de la Revolución iniciada en los comienzos de este siglo. Y como consecuencia de esta revolución y del advenimiento de una organización republicana y democrática, a los anteriores elementos de identidad se añadió el de las formas y tendencias políticas más o menos concordantes.

   Pero hasta aquí llegaba la similitud, y aun ésta quedaba sujeta a numerosas modificaciones provenientes de la variedad misma de la población, la cual, cuando se trasplantó de España al Nuevo Mundo, trajo la diversidad de tipos sociales que distinguen tanto al Andaluz del Aragonés, al Valenciano del Gallego, al Castellano viejo del Catalán, y al Manchego y Extremeño del Vascongado y del Asturiano.

   En América el campo es inmenso: en lugar de una península europea, fue un vasto Continente el que sirvió de imperio a la raza española, y la ofreció espacio para sus cruzamientos y expansión. Y de este Continente, apenas Chile y las regiones del Plata, en rigor, pertenecen a la zona templada, con condiciones de existencia relativamente análogas a las de Europa. Lo principal de nuestra América Española, así de las regiones continentales como de las insulares, está contenido entre los trópicos.

   De ahí diferencias muy sustanciales en el modo de ser de los pueblos hispanoamericanos. La topografía y los climas, los hechos políticos y las relaciones comerciales, han ejercido y ejercen irresistible influjo sobre el desarrollo del idioma y la Literatura, y principalmente sobre la índole de la Poesía en estas sociedades. Inmenso como es el territorio americano, y surcado de extremo a extremo por las Cordilleras de los Andes y sus multiplicadísimos estribos, ofrece al inmigrante europeo obstáculos muy considerables para que avance, en solicitud de nuevo hogar, hasta las comarcas interiores y muy elevadas del Continente. A más de esto, el comercio, que de suyo es cosmopolita y ha menester grandes facilidades de comunicación, se fija de preferencia en los litorales, así marítimos como fluviales, donde puede establecer con mayor provecho y actividad sus transacciones.

   Consecuencia de estos hechos son, por una parte, la formación de grandes centros de población en los litorales salubres, y por otra, la frecuentísima comunicación que se ha ido estableciendo entre aquellos centros y los pueblos de Europa. De esta comunicación han nacido necesariamente el trato con inmigrantes, viajeros y navegantes de muy diversas razas, y un comercio literario, considerablemente activo, con países de lengua distinta de la castellana, y en particular con Inglaterra y Francia, Italia y Alemania.

   Fácilmente se comprende cuánto aquellas inmigraciones, aquel tráfico mercantil y aquella comunicación con los principales pueblos europeos, no habrán ido modificando las necesidades sociales, las ideas, las costumbres, el movimiento de las clases industriales, el de toda la prensa, el lenguaje, y hasta la raza hispanoamericana, sujeta a cruzamientos cada día más multiplicados e intensos. El viajero que recorre las diversas comarcas de la América Española, y el que tiene frecuentes ocasiones de leer los periódicos y libros de las Repúblicas a que aludo, no puede menos de percibir, en todos los rasgos de las costumbres, en el lenguaje común, en la prensa y en los apellidos extranjeros que abundan, las pruebas de la influencia decisiva que ejercen las inmigraciones, al contacto de los viajes y las relaciones políticas y comerciales.

   Colombia ha tenido suerte muy distinta. Es un vastísimo país esencialmente montañoso en sus más ocultas y sanas regiones, y sus cinco cordilleras y las ramificaciones de éstas lo han destinado a un aislamiento relativo, no obstante su prodigiosa riqueza natural y su feliz situación geográfica en medio de los dos grandes Océanos y entre el Amazonas y el Orinoco. Las comarcas de los litorales son más o menos insalubres, a causa del ardor de sus climas tropicales y de sus selvas y grandes ríos que en los inviernos desbordan, y donde la vida fermenta y se desarrolla con exuberancia; en tanto que en las regiones interiores se combinan con primoroso atractivo el esplendor de una Naturaleza de imponderable hermosura, la variedad de los climas, —determinada solamente por la altura y la exposición de sus lugares, —la benignidad general de las estaciones, —reducidas a dos épocas, una de lluvias y otra de sequedad, que se alternan—, y la fecundidad de un suelo pronto siempre a devolver al agricultor hasta ciento por uno.

   Estas condiciones físicas de Colombia han determinado, salvo algunas notables excepciones, la aglomeración de lo más sano, inteligente, robusto y vigoroso de su población en las altas mesetas, las vertientes de las montañas y los ríos y amenos valles del interior, generalmente secuestrados de un tráfico frecuente con el mundo comercial y del gran movimiento de la civilización. La industria ha sido, por tanto, casi nula, y el comercio exterior muy limitado; la inmigración extranjera nos ha faltado por completo; las relaciones internacionales se han reducido casi a la esfera diplomática, y a lo que han podido procurar a nuestros jóvenes acomodados y nuestros negociantes ricos sus viajes por los países extranjeros; y obligada nuestra sociedad a vivir una especie de vida propia y sin extraño contrapeso, necesariamente ha dado un giro particular a sus ideas, su carácter, sus costumbres y sus aspiraciones.

   La explicación que de aquestos hechos se desprende, por lo tocante a nuestro modo de hablar y nuestra literatura, es natural y sencilla. En tanto que nuestra sangre (pues en lo general somos hijos de castellanos y andaluces), nuestra religión espiritualista y unitaria, nuestra historia y tradiciones y nuestros climas tropicales nos impulsan a ser ardientemente apasionados, caballerescos, patriotas, impresionables, entusiastas, adictos a lo grande y a lo bello, lo extraordinario y lo heroico; el aislamiento en que hemos vivido nos ha privado de la necesaria expansión de nuestro temperamento, y ha dado a nuestra actividad social las condiciones propias de un pueblo poco o nada cosmopolita.

   Hemos descuidado el estudio de las ciencias exactas y los trabajos industriales, porque aquél y éstos han menester para su desarrollo, elementos con que sólo brinda una grande actividad económica, sin la cual no hay entre los pueblos tráfico activo y fecundante. El mundo exterior nos conoce muy poco, y sus raros viajeros que nos visitan nos aprecian casi únicamente por la grandiosa y rica naturaleza que nos rodea, y que nos oprime con la enormidad de su poder. La onda que el comercio exterior arroja, bastante debilitada, sobre algunos de nuestros puertos marítimos, no alcanza a penetrar siquiera en nuestros valles, ni menos a subir hasta nuestras comarcas montañosas. Los intereses materiales no han tenido fuerza para desarrollarse, o si han aparecido por momentos, se han estancado en la común atonía.

   Así, faltando el contrapeso de los intereses y de los grandes hechos económicos, la parte culta de nuestra sociedad se ha dado, ya en un sentido, ya en otro, a lucubraciones idealistas. Hemos dado preferente importancia a las Ciencias Políticas o Sociales, casi siempre reducidas a teorías, y nuestros partidos han sido más vehementes que en ninguna otra parte, abusando de la ingenuidad e intrepidez de los pueblos para hacer de nuestras públicas controversias una tempestad casi permanente.

   Nuestra guerra de Independencia removió profundamente, sacudió y revolvió todos los sedimentos de nuestra sociedad, desde el más encumbrado caballero de origen castellano hasta el más humilde chibcha y el más deprimido descendiente de Guinea. De la revolución surgieron, junto con la gloria y las tradiciones épicas de la Patria republicana, un espíritu militar inquieto y antojadizo y unas tendencias democráticas mucho más sentimentales que científicas.

   Las relaciones de los sexos, aún no pervertidas por el sensualismo y el espíritu calculador de las sociedades refinadas, fueron más que nunca asunto de sentimiento delicado; de suerte que entre nosotros el amor continuó siendo juventud del alma, tierno y ardoroso culto rendido a la belleza, la gracia y el candor, ingenua inteligencia de corazones generosos.

   La naturaleza nos ha convidado sin cesar a la contemplación de lo bello y lo grande, y nos ha penetrado con sus misteriosos efluvios de inagotable poesía... Esa imponderable red de torrentes que se desploman de nuestras montañas, asordando con sus cataratas y cascadas a las brisas de los bosques; esa vegetación maravillosamente variada que reviste las breñas, las campiñas y los valles con todos los colores del iris, y toma todos los tamaños y formas posibles, desde lo enano y adormecido y crespo de los fríos páramos hasta lo gigantesco y exuberante de las selvas ardientes; esos dilatados valles donde innumerables ríos y riachuelos bañan con cristalinas ondas los pies y el regazo de Flora, ebria de perfumes y palpitante de vida y amor; esas llanuras infinitas del Oriente, que con sus vastísimos horizontes provocan a soñar con lo perdurable y lo sublime; esas cordilleras de incomparable majestad y riqueza, que se bifurcan, se dividen y ramifican en serranías que asombran la mirada, señoreadas algunas por lomos y cúpulas de inmaculada blancura y resplandecientes aspectos; ese frecuente rugir de los volcanes y de las tempestades que agitan nuestras cordilleras; este cielo profundamente azul, en cuyo fondo brillan los astros de ambos hemisferios con un esplendor desconocido en otras regiones: todo esto, tan grande, tan bello, tan maravilloso, himno inmenso del Divino, del Eterno Poeta y Artífice que dio vida a lo Infinito y se recrea sin cesar en la sempiterna vida de su obra inefable... todo esto ha hecho de los colombianos un pueblo de poetas, desde el apóstol como Paúl, y el hombre de Estado como Núñez, y el patriota creyente como Ortiz, y el estadista como Camacho Roldán (poeta prosista), y el filósofo como Madiedo, y el institutor como Carrasquilla y Pérez, y el artista como Fallon, y el historiador como Quijano Otero, y el profesor como Marroquín, y el soldado como Pinzón Rico y Ulloa, y el erudito como Caro, y el abogado como Manuel Pombo, y el banquero como Quijano Wallis, y el comerciante militar como Lázaro María Pérez, ¡hasta el humilde campesino, y el olvidado llanero, y el artesano y el arriero, que expresan con bambucos, galerones y torbellinos toda la alegría y la tristeza, la esperanza y los desengaños de sus almas generosamente apasionadas!

   ¡Considérese, pues, si no hemos de ser más o menos poetas en Colombia!

   Y esta condición y las circunstancias físicas y sociales que llevo enumeradas, han motivado también la conservación de nuestra lengua, de tal modo, que generalmente la hablamos mejor que algunos pueblos de España misma y casi todos los de la América española. Hemos tenido la fortuna de crear la unidad completa de idioma en nuestro país, a tal punto, que hasta el indio más serrano y el negro más selvático hablan castellano. La exigüidad de nuestras comunicaciones con el mundo exterior nos ha preservado en mucha parte de la invasión de los galicismos, los anglicismos y los italianismos, en otras comarcas muy aclimatados. El hábito general de escribir para el público a fuer de políticos, cuando no politicastros, nos ha familiarizado con el fácil manejo de la lengua; y el cultivo de la poesía y otros ramos literarios nos han inducido a luchar frecuentemente con las dificultades de la forma, para acertar con el buen lenguaje lo mejor posible, conforme al tipo superior que nos dejaron Garcilaso y Hurtado de Mendoza, Mariana y Granada, Solís y Herrera, Calderón y Cervantes, Fray Luis de León y otros maestros.

   Reconociendo sin dificultad nuestra pequeñez y el deplorable atraso en que vivimos, razón tenemos, sin embargo, para proclamar que somos un pueblo esencialmente literario; y no sin honor podemos afirmar que, condenados por la Naturaleza a un aislamiento internacional que la industria y la habilidad política irán venciendo con el tiempo, ¡hemos sacado de nuestra difícil situación todo el partido posible, cultivando las más nobles facultades del alma, que la raza española ha sabido mantener en épocas de imperecedera memoria!

   Tenemos, a no dudarlo, una literatura nacional, formada a través de mil vicisitudes y en medio de borrascas sin cuento; y de su existencia dan testimonio el activo y variado periodismo que durante más de doce lustros ha alimentado nuestras prensas, y cerca de ochocientos libros que el ingenio colombiano ha producido desde los tiempos de patrióticos albores en que el ilustre Caldas revelaba las ciencias en Colombia, hasta el momento actual.

   ¿Pero a qué condiciones habrá de sujetarse nuestra literatura para alcanzar todo el brillo y todo el honor a que tiene derecho el ingenio colombiano? Es necesario que ella sea al propio tiempo original o verdaderamente nacional, y metódica o respetuosa por las reglas a que han de someterse la ciencia en el pensar y el arte en el decir. ¡Ni servilismo, ni anarquía! Debemos reprimir, por una parte, el vicioso espíritu que nos induzca a las imitaciones, sobre todo, si son extrañas a la índole de nuestra lengua, nuestra raza y nuestro modo de ser; y por otra, los ímpetus que nos arrastran a una desordenada dirección del sentimiento y de la mente.

   ¿Se quieren ejemplos saludables tomados de nuestro propio suelo? Fácil es darlos; y espero que la modestia de mis compatriotas no será parte a condenar o contrastar mi propósito.

   Bien sienta al venerable decano de nuestros poetas y prosistas el manejar la pluma con la elegancia y energía de Jovellanos y pulsar la lira con la castiza grandilocuencia de Herrera y de Quintana; y eso no obsta para que sea completamente original cuando canta la majestad del Tequendama, o la santidad del misionero en La Goajira, o las sublimes hazañas de Bolívar y las épicas glorias de la Patria 6.

   Puede un artista escribir con el exquisito sabor de un clásico español, atildado en su decir y atento a las reglas del buen gusto, y cantar con deliciosa delicadeza y amenidad las cristalinas ondas de Torca, o narrar con sencillez encantadora las escenas de Ranchería, o las travesuras de El Duende en un convento, o las viejas historias de la época colonial, tan españolas por sus personajes como nacionales por el teatro que tuvieron 7.

   Otro escritor, insigne maestro en filología, educa a la juventud con enseñanzas científicas, ajustándolas todas al estilo académico; y sin embargo, les da completa novedad de formas, y cuando suelta la vena de su agudeza, ora en artículos de costumbres llenos de sal ática, ora en composiciones líricas en que el Robo de las Sabinas, los percances de una Serenata, y las miserias de una Perrilla se disputan la risa del lector; o cuando empuña con sencillez el buril del biógrafo de la virtud, sabe en todo caso ser clásico y ser original, acomodarse a las enseñanzas de lo pasado y ser de su tiempo y de su país 8.

   Aqueste otro, eximio en el conocimiento de los clásicos y magistral intérprete de Virgilio, sírvese de su consumada ciencia literaria para cantar con nobilísima entonación de patriota y poeta original... por ejemplo, la Estatua de Bolívar, símbolo de la más pura y la más alta gloria nacional 9.

   Esotro, castigando severamente las faltas gramaticales de los colombianos, y aun de todos los hispanoamericanos, y sirviéndose para su enseñanza de una prodigiosa erudición y de las más ricas galas de lenguaje, logra, sin embargo, dar a sus Apuntaciones Críticas formas enteramente nuevas, y originalidad colombiana a su estilo y todas sus observaciones 10.

   Alguien toma por asunto de sus estudios el libro más universal, más estudiado y conocido, después de la Biblia, —El Quijote—, y halla modo, expresándose en lenguaje académico, de sacar numerosas máximas y lecciones de Economía Política (lo que es el colmo de la originalidad sensata) del poema inmortal del ingenioso Hidalgo 11.

   Harto se comprenderá que no he de citar como modelos, por lo tocante al casticismo ni a la sujeción al rigor de las reglas, al inolvidable Gutiérrez y González, nuestro más popular poeta lírico, ni al ingenioso y fino observador de costumbres, Eugenio Díaz. Pero ¿quién no reconoce que el mérito mayor del bardo antioqueño y del novelista bogotano consistió en la espontaneidad de los sentimientos, la verdad y originalidad de las descripciones, y todo lo que hizo palpitar la imagen de la Patria en las poesías líricas y el poema del Maíz del uno, y la Manuela del otro?

   Nuestro amadísimo Vergara y Vergara, a quien la muerte no ha podido separar de nuestra vida moral, era clásico por su educación, su instrucción y sus aspiraciones, que no por su estilo ni sus travesuras de lenguaje; buscaba en España sus mejores modelos, y aun dio en la flor de imitar a Fernán Caballero, a Trueba y a Selgas y Carrasco. Pero estas imitaciones, y otras más, sólo fueron de formas y tendencias; nunca de pensamiento, de lenguaje, ni rigurosamente de estilo. Sus escritos fueron profundamente originales, así en sus Versos, llenos del más delicado sentimiento, como en sus numerosos artículos de costumbres, tan chispeantes y humorísticos, y en sus novelas y biografías enteramente nacionales, como en su Historia de la Literatura Neogranadina, monumento desgraciadamente inconcluso. Precisamente lo que más vivirá de los primorosos escritos de Vergara, es aquello que fue más nacional y original; lo que mejor le pintó a él mismo y pintó a su país por diversos aspectos.

   Arboleda, —que al poder de la elocuencia juntaba el calor de la imaginación poética, el brillo de la espada del guerrero, y altas concepciones de hombre político—, supo escribir y cantar con la elegancia y pulcritud de un atildado filólogo, familiarizado con todos los clásicos; y al propio tiempo supo ser colombiano y original, tanto en sus cantares líricos como en su poema de Gonzalo de Oyón, en el que la energía del pincel corrió parejas con el atrevimiento de la imagen y la gallardía de la frase.

   Por último, —si para citar buenos ejemplos se pudiese llegar pronto a lo último—, dos poetas nacionales que han alcanzado considerable y merecido renombre, nos dan la prueba del aplauso que acompaña a la originalidad. El uno, que de los campos ilimitados de la poesía filosófica se ha elevado a las altas regiones del poder y de la gloria que acompaña a los grandes ciudadanos, ha nutrido su alma melancólica con meditaciones profundas; y sin dejar de ser correcto en la dicción, vigoroso en la frase y científico en las concepciones, se ha distinguido por la singularísima novedad y originalidad de sus siempre conceptuosas poesías, y su excelente prosa, llena de pensamientos condensados con un vigor y una maestría que no parecen propios, por lo común, del libre estilo a que los poetas líricos se habitúan 12.

   El otro, —que parece ser el tipo de un modesto y tenaz caballero andante de la benevolencia, la filantropía y la caridad—, ajusta su dicción a los grandes modelos clásicos, solicita con amor de anticuario las ignoradas creaciones de levantados ingenios, y rinde culto a las enseñanzas académicas; y con todo, romántico en buena parte, por la índole de su ingenio, patriota por tradición y por temperamento, y vario en sus facultades de percepción y concepción, tan magistralmente ha cantado las Cataratas Americanas y la magnificencia de las Antillas y la Zona Tropical, —siempre nuevo, siempre original y siempre americano—, como los encantamientos propios de la Mujer, desde el Edén hasta el salón moderno, las dichas y los contratiempos del matrimonio (ajenos para él hasta ahora), y las tentadoras travesuras del Bambuco y el Torbellino colombianos 13.

   Por lo visto, los ejemplos no faltan. ¿Qué falta, pues, para que nuestra literatura tome resueltamente el giro que a su gloria conviene, y adquiera el aplomo y la consistencia necesarios a su prosperidad? Fáltanos, en primer lugar, la paz de la Nación, sin cuyo amparo no es posible ningún trabajo verdaderamente sólido y fecundo; la calma de meditación que desarrolla, madura y engrandece los talentos, y da a los pueblos pensadores la conciencia de sus nobles destinos. Falta, en segundo lugar, que metodicemos y sostengamos con perseverancia y ánimo sereno esta provechosa reacción que de años atrás se viene verificando entre nosotros, y en muchas comarcas de la América española, en el sentido de combatir las imitaciones noveleras, de depurar el gusto literario, de defender la autonomía y las glorias de nuestra rica y grandiosa lengua, de encaminar las Letras hacia lo serio y provechoso, sin apartarlas del bello ideal que deben perseguir, y de estrechar íntimamente la unión moral, intelectual y social de la gran familia de pueblos fundada en ambos mundos por la raza española.

   Sí; esta raza tiene derecho incontrovertible a ocupar uno de los primeros puestos, con eminente brillo en el concierto de la civilización. Ha llenado el mundo con su antigua literatura, su heroísmo, su grandeza política y sus hazañas intercontinentales; ha sido fiel a la dulce religión fundada por Jesús, y a ella debe sus más insignes progresos, méritos y tradiciones; tiene asentados sus reales en las cinco partes del mundo, con su nobilísima cabeza en Europa y su más juvenil y considerable masa en una parte inmensa de América; es conocida por su caballeresca hidalguía, su ardor para toda lucha heroica, su intelectualidad viva y elástica, y su carácter amable, alegre, hospitalario y generoso, así como por su indomable patriotismo; su lengua es la segunda en riqueza de cuantas se hablan en Europa y América, y la primera en armonía y grandilocuencia, en majestad y variedad de giros y locuciones; y con cerca de setenta millones de almas que tienen su espíritu y sus tradiciones, ora monárquicas, ora democráticas, bien puede aspirar a ejercer con sus Letras y sus Artes, su Industria y su Comercio, su Diplomacia y sus Armas, una influencia poderosa en los destinos humanos!

   Procuremos, pues, ante todo, la buena inteligencia y la unión de nuestra noble raza; y puesto que nosotros, amigos y servidores de las Letras, tenemos un poderoso vínculo de fraternidad ya establecido, aprovechémonos de él con eficacia. Constituyen este vínculo las Academias fundadas en casi todas nuestras Repúblicas; y así como estas naciones americanas son histórica y etnográficamente hijas de España, tales corporaciones son hijas correspondientes de la Real Academia Española. Formemos entre todas, con la ilustre Academia madre, una grande unidad de pensamiento y lenguaje, de esfuerzos y trabajos, de luz y de enriquecimiento y depuración de las Letras castellanas e hispanoamericanas; ¡y un día será dado a nuestros hijos saludar con orgullo el advenimiento de toda la raza española a los altos destinos que la Divina Providencia le tiene seguramente reservados!

   Y aquí cabe y es obligatorio rendir un homenaje de agradecimiento a los hombres que, con sus escritos y su ejemplo, han contribuído eficazmente a producir en Colombia la reacción filológica que nos ha traído al camino de la purificación de la lengua y de la reivindicación de los tesoros de la literatura española, en otro tiempo mirados con escaso respeto. A Benedetti, Arroyo, Ulpiano González y otros preceptistas primero, y después a los señores Marroquín, Pérez (don Santiago), Caro, Cuervo, González Manrique, los dos Guzmanes, Isaza, Suárez (don Marco Fidel), Henao y otros pocos buenos hablistas, débese la provechosa reacción a que he aludido; reacción sin la cual no hubiéramos llegado al punto en que nos hallamos, de estrecha confraternidad literaria con la madre España.

   Pero para facilitar nuestra obra, sepamos ser cristianos, y por lo mismo, pacíficos, benévolos y tolerantes Trabajemos por cimentar a todo trance la paz, madre fecundísima de la libertad, la industria y el progreso; no demos cabida, en el santuario de las Letras y las Ciencias, a la soberbia que nos vuelve huraños, ni a las iras de las pasiones políticas, que nos engendran odios; consideremos siempre que la fraternidad de los espíritus en su peregrinación hacia la eterna Luz, es incompleta sin la fraternidad de los corazones; ¡y no olvidemos que Dios ampara siempre con su misericordia los grandes esfuerzos guiados por las grandes virtudes!


NOTAS
1 Entre nuestros poetas del presente siglo, puede decirse que formaron el primer grupo, como que florecieron más o menos durante las primeras décadas, pero nacidos en el siglo xviii, don Rafael Alvarez y Lozano, don Juan de Dios Aranzazu, don Mariano del Campo y Larraondo, don Antonio José Caro, don José Fernández y Madrid, don José María García y Tejada (Pro.), don Primitivo Gruesso (Pro.), don José Angel Manrique, don Andrés María Marroquín, don Francisco Mejía, don Atanasio Menéndez, don José María Sáiz, don José María Salazar, don Marcelo Tenorio, don Miguel Tobar, don Francisco Urquinaona, don Mariano Urrutia (Pro.), don Francisco María Urrutia y don Francisco Antonio Zea.
2 Pertenecen o pertenecieron al segundo grupo (generación nacida entre 1800 y 1820):
   Doña Josefa Acevedo de Gómez, poetisa y notabilísima escritora, así como doña Silveria Espinosa de Rendón, poetisa; y poetas como Arboleda Julio, Blanco José Angel, Caicedo y Rojas José, Caro Diego C., Caro Francisco Javier, Caro José Eusebio, Correa Ventura, González Ulpiano, Groot José Manuel, Gutiérrez de Piñeres Germán, Gutiérrez de Piñeres Vicente, Gutiérrez y Vergara Ignacio, Lleras Lorenzo María, Madiedo Manuel María, Maldonado Domingo Antonio, Marroquín Juan Antonio, Ortiz José Joaquín, Ortiz Juan Francisco, Parra Ricardo (de la), Piedrahita José Gregorio, Royo José Manuel, Santander Rafael Eliseo, Torres Francisco de Paula, Torres y Torrente Bernardino, y Vargas Tejada Luis.
3 De la generación que comenzó a formarse para las Letras hacia 1844, compuesta de poetas de muy diversa índole y nacidos entre 1821 y 1843, he podido formar, aunque temeroso de incurrir en involuntarias omisiones, la siguiente lista:
   POETISAS: Doña Isabel Bunch de Cortés, doña Indalecia Camacho, doña Waldina Dávila de Ponce, doña Vicenta Fernández de Ramos (†) , doña Mercedes Hurtado de Alvarez, doña Helena Miralla y Zuleta, doña Mercedes Párraga de Quijano (†) , doña Felisa de la Peña (†) , doña Agripina Samper de Ancízar (Pía Rigán), doña Dolores Toscano de Aguiar.
   POETAS. (De los cuales muchos han fallecido); Arbeláez Juan Clímaco, Argáez Jerónimo, Arias y Vargas Leopoldo (†) , Borda José Joaquín (†), Bravo Pascual (†), Camacho y Pradilla Pedro Alcántara (†), Capella y Toledo Luis, Caro Miguel Antonio, Carrasquilla Ricardo, Casas y Rojas Jesús, Celedón Rafael (Pro.), Conto César, Crespo Lucio, Díaz y Granados Domingo (†), Díaz y Granados Gabriel (†), Domínguez y Espino Mateo, Echeverri Camilo Antonio, Escobar Arcesio (†) , Esguerra Arsenio, Faccio y Lince José María (†), Fallon Diego, Flórez Luis (†) , Gaitán José Benito, Galán Angel María, Galindo Aníbal, González y Manrique Mariano (†), González y Manrique Venancio, González y Toledo Aureliano, Guarin David, Guerra Martín, Gutiérrez y González Gregorio (†), Hererra Vicente (†), Holguín Carlos, Holguín Vicente, Isaza y C. Pedro A., Isaacs Jorge, Jaramillo y Córdoba Federico (†), Lleras José Manuel (†), Macías y Escobar Emilio, Maldonado Bruno, Mantilla Daniel (t), Marroquín José Manuel, Montenegro Wenceslao, Narváez Juan Salvador de (t) , Núñez Rafael, Ortiz y Barrera Francisco (†), Paúl José Telésforo (Ilustrísímo señor Arzobispo de Bogotá), Páez Adriano, Peña Belisario, Pereira y Gamba Benjamín, Pereira y Gamba Guillermo, Pereira y Gamba Próspero, Pérez Felipe, Pérez Lázaro María, Pérez Santiago, Pinzón Lucio, Pinzón y Rico José María (†), Pombo Manuel, Pombo Rafael, Posada Joaquín Pablo (†), Posada Manuel, Posse y Martínez Alejo, Pradilla Antonio María (†), Puente Celso de la (†), Quijano y Otero José María (†), Quijano y Wallís José María, Rivas Medardo, Rojas y Garrido José María, Salazar Antonio, Salazar Octavio, Samper José María, Saravia Hermógenes, Sicard y Pérez Adolfo, Sicard y Pérez Ernesto (†), Solano Zenón (†), Tanco Jenaro S. (†), Tanco y Armero Nicolás, Tejada Jesús Temístocles (†), Torrente Bernardo (†), Torres y Caicedo José María, Trujillo José Ignacio, Valenzuela Mario (Pro.), Valenzuela Rómulo, Valenzuela Teodoro, Velásquez Pedro (†), Vergara y Vergara José María (†).
4 A esta última generación, nacida de 1845 a 1865 o 1867, pertenecen:
   POETISAS. Doña Mercedes Alvarez de Flórez, doña Dorila Antommarchi de Rojas, señorita doña Elmira Antommarchi, doña Hortensia Antommarchi de Vásquez, señorita doña Helena Faccio y Lince, doña Mercedes Grillo de Salgado, doña Agripina Montes del Valle, doña Ignacia Márquez de Fraser, doña Isabel A. Prieto de Landázuri, señorita doña Bertílda Samper y Acosta, señorita doña Eva Verbel.
   POETAS. Alandete Francisco de P., Albán Carlos, Alvarez Enrique, Añez Julio, Arciniegas Ismael Enrique, Arríeta Diógenes A., Becerra Vicente, Botero Juan José, Botero y Guerra Camilo, Bravo Pedro A., Buitrago Filemón, Campuzano Nicolás, Campuzano Ricardo, Cano y G. Fidel, Carrasquilla Francisco de P., Carrasquilla Rafael María (Pro.) , Casas José Joaquín, Castilla Clodomiro, Crespo Ismael, Cucalón Inocencio, D'Alemán José María, Dávila y Flórez Manuel, De Francisco Ricardo, Delgado Roberto, Del Valle Miguel M., Díaz y Guerra Alirio, Escobar Emilio A., Escobar Antonio, Espinosa Manuel Medardo, Faccio y Lince Jenaro, Fernández Enrique W., Feuillet Tomás Martín, Flórez Alejandro R., Flórez Leonidas, Flórez Manuel de Jesús, Florez y R. Julio, Garavito Julio, Garavito y A. José María, Gómez Ruperto S., Gómez y Restrepo Antonio María, González y Camargo Joaquín, González y Umaña Eduardo, Gutiérrez Francisco Antonio, Gutiérrez y Ponce Ignacio, Hernández y T. Eusebio, Hoyos José Joaquín, Jaramillo y F. Aureliano, Jiménez Rafael I., Ladrón de Guevara Teodoro, León y Gómez Adolfo, León y Gómez Ernesto, Lobo Guerrero Eugenio, Lombana y Domínguez José María, López y C. Ricardo, Lleras Enrique, Lleras Lorenzo, MacDouall Roberto, Márquez Próspero, Marroquin Lorenzo, Martínez León A., Medina y Delgado Miguel, Mejía Antonio J., Mejía Epifanio, Mejía Francisco, Mejía Juan de Dios, Mejía y Toro Jesús M., Montoya Vicente A., Mosquera Rubén J., Narváez Roberto, Noguera J. A., Obeso Candelario, Ortega Alfredo Tomás, Ospina y Narváez Francisco, Paláu Lisímaco, Patiño y Angel Francisco, Paz Vicente N., Paz del Castillo Ildefonso, Peña y V. Belisario, Pérez Antonio José, Pérez José Joaquín, Pérez Manuel José, Pérez y Triana Santiago, Pinto y V. José María, Pinzón y W. Nicolás, Pombo y Ayerbe Jorge, Pombo Jorge A., Posada Carlos, Porras Belisario, Porras José Angel, Ramírez Filemón, Restrepo Antonio José, Restrepo Luis Antonio, Restrepo Martín, Restrepo y G. Enrique, Rivas y Frade Federico, Rivas y Groot José, Rivera y Garrido Luciano, Roa Jorge, Román Enrique S., Royo y Torres José Manuel, Sáenz y Echeverría Carlos, Salazar Abraham, Salazar Antonio I., Salazar Vicente, Samudio Arsenio, Sánchez Juan Antonio, Silva José Asunción, Suárez y Lacroix Joaquín, Suárez y L. Roberto, Tamayo Rafael, Tirado Basiliso, Tobón Juan Cancio, Toro Antonio José, Toro Manuel S., Torres Carlos Arturo, Torres y Mariño Rafael María, Ulloa Ramón, Uribe Diego, Valencia y Cajiao Manuel, Valencia y C. Miguel, Valverde Olegario A., Vega Alejandro, Vélez Ambrosio, Vélez Baltasar, Vélez Joaquín Pablo, Vélez Luciano, Vélez y R. Pedro, Vergara Francisco José (Pro.), Villa Eduardo, Villar Enrique, Villegas Alejandro.
5 Como se ha visto, nuestra primera generación literaria de este siglo contó en su seno 19 poetas; la segunda, dos poetisas bien conocidas y 25 poetas; la tercera ha contado 10 poetisas y 88 poetas; y la cuarta, numera ya (salvo omisión involuntaria) 11 poetisas y 129 poetas. Esto hace un total de 284 servidores de Apolo. Se puede suponer que si por ignorancia u olvido, se han omitido algunos nombres, no excederán de 15 a 20 respecto de todo el lapso de ochenta y cinco años.
6 Se alude a don José Joaquín Ortiz.
7 Alusión a don José Caicedo y Rojas.
8 Don José Manuel Marroquín.
9 Don Miguel Antonio Caro.
10 Don Rufino José Cuervo.
11 Se alude a don Carlos Martínez Silva.
12 Alude el orador a don Rafael Núñez.
13 Aquí se refiere el orador a don Rafael Pombo.

RESPUESTA A JOSE MARIA SAMPER

Por José Manuel Marroquín

   Si para nuestro nuevo colega es tan grato no tener, al tomar su puesto en la Academia, que evocar fúnebres memorias, no lo es menos para mí el saborear las muy dulces que hace nacer el cuadro que acaba de ponernos a la vista. Y confieso que el patriótico interés por el desenvolvimiento de la literatura en nuestro suelo no es lo que comunica mayor encanto a las reminiscencias, que agradablemente encadenadas, forman parte del discurso que acabamos de oír. El ha excitado en mi corazón juveniles afectos, ya amortiguados por el tiempo, haciendo desfilar por delante de mi imaginación las sombras queridas de muchos amigos a quienes no he de volver a ver en la tierra, o que se hallan ausentes, o que por cualquier caso se han convertido para mí en extraños, con quienes el señor Samper y yo vivimos ligados en una época en que amábamos la poesía como voz y lenguaje del corazón, como expresión de los sentimientos que hervían en nuestros pechos.

   Pero por muy apacibles que para mí hayan sido estas impresiones, y por más grande que sea la certidumbre que abrigo de que de ellas han debido participar muchos de los circunstantes, no me es lícito en esta ocasión extenderme más sobre ellas, por lo que tienen de personal. Más propio del lugar y del acto presente será encarecer la oportunidad y la destreza con que el señor Samper ha sabido resumir en breves términos copiosísimos e interesantes datos para nuestra historia literaria, haciendo que una mirada sola abarque todos los progresos que en el período de mayor actividad ha hecho entre nosotros la amena literatura. Ninguno podía mejor que él trazar el cuadro que hemos contemplado: ninguno ha tomado tanta parte como él en el movimiento literario, ni la ha tomado tan constantemente; ni su amor a las Letras se ha entibiado un solo instante; ni ha habido atenciones domésticas, ni tribulaciones, ni prosaicas tareas, ni luchas políticas, ni marciales fatigas que le hayan hecho caer de la mano la pluma y el plectro.

   Esta laboriosidad y esta constancia en el cultivo de las Letras es, en su sentir, el mérito que la Academia ha querido premiar, al llamarlo a su seno Por extremo ambicioso se muestra al echar de menos, como parece hacerlo, los lauros que otros ganan luciendo erudición y ofreciendo en sus trabajos modelos de aquel atildamiento y primor que solemos admirar en escritos elaborados a sabor y espaciosamente, con aquel sosiego, en aquel lugar apacible y con aquella quietud de espíritu que son grande parte para que hasta las musas más estériles ofrezcan partos al mundo que le colmen de maravilla.

   La misma abundancia y variedad de las producciones del señor Samper están patentizando cuál ha sido la agitación de su vida y cuál la parte que ha tomado en nuestra perpetua lucha política, y en cuanto ha interesado a nuestra sociedad y a nuestro público.

   La armonía que vemos reinar en el mundo moral e intelectual se debe en grandísima parte a la diversidad de vocaciones: unos son llamados a la vida activa, y a éstos dota la Providencia de movilidad y ardimiento, a fin de que se hallen a la vez en todas partes, de que inflamen los ánimos, cuando lo pida la ocasión, con palabras de fuego; para que arrebaten los corazones con cantos salidos del corazón; para que a su tiempo den el ejemplo de la acción y se arrojen primero a ejecutar las empresas que hayan encomiado o a defender los principios que hayan sostenido. Otros son llamados a pacíficos estudios, y éstos se hallan dotados de cierta curiosidad, pueril a los ojos de los que van arrastrados por los torbellinos que agitan al mundo, pero noble y fecunda y engendradora de las ideas y de las invenciones que salen a avivar todo movimiento; curiosidad que da importancia a las cosas menudas que pueden ser materia de prolija investigación, se hallan dotados de paciente laboriosidad, que se da por recompensada cuando, tras las vigilias de largos años, halla una fórmula que puede escribirse en una línea, o el medio de suprimir un tornillo en una máquina grande y complicada; se hallan dotados de una serenidad de ánimo mediante la cual les es dado no distraerse de sus solitarias y calladas lucubraciones, aunque a la puerta de su retrete rujan las tempestades que conturban la atmósfera o las que levantan las pasiones de los hombres.

   Por harto afortunado debe tenerse el que sintiendo una de estas vocaciones, halla en sí las facultades que ha menester para corresponder a la suya. Harto mérito tiene y tiene harto derecho a las distinciones con que la República literaria suele honrar a sus proceres, quien, como el señor Samper, entregándose a la vida activa en servicio de su Nación, da a la palabra todas las formas de que es susceptible para sustentar sus principios con rectitud de conciencia; para hacer amar lo bello; para perseguir la iniquidad y para impulsar todo adelantamiento.

   Para mí, oír al señor Samper quejársenos de que no se nos puede presentar aquí con diplomas de erudito, de humanista o de filólogo, es lo mismo que sería oír a nuestro Rufino Cuervo lamentarse de que no era tribuno, ni orador parlamentario ni fogoso poeta.

   Pero ¡qué! ¿Entre los que pertenecemos a las Academias de la Lengua, no somos muchos los que podemos envidiarle al señor Samper glorias de aquellas que él no quiere contar entre las suyas? ¿En nada habrá de tenerse el ser autor de una de las rarísimas piezas dramáticas nacionales que han captado el aplauso de nuestro público y que éste ha hecho repetir de una manera insólita? ¿Los ingeniosos bocetos en que ha fijado para siempre la fisonomía moral, y hasta la física, de muchos de sus conciudadanos, podrían haber sido fruto de un talento inculto? ¿Sus arengas en el Congreso de la República en 1876, no le colocaron entre los oradores capaces de adornar bizarramente los arranques del intrépido y ardiente patriota con todas las galas que ofrece la lengua castellana? ¿Sus libros de viajes y sus novelas, señaladamente la del Soldado-Poeta, no deleitan a los lectores como los libros de gran fama? ¿Qué no daríamos los aficionados a escribir bagatelas por poder estampar nuestro nombre al pie del artículo Literatura fósil, en que el señor Samper la bautizó y en que con sólo bautizarla la estigmatizó para siempre?

   Nada diré de sus composiciones en verso, poderosa reserva que le quedaría si todo lo que ha escrito en prosa viniese a faltarle; porque se juzga de ordinario que la poesía, a lo menos por sí sola, no da títulos para pertenecer a las corporaciones sabias, en que se trata únicamente de la conservación y pureza del lenguaje.

   Puede que entre sus obras parezcan pocas las de mérito literario: son tantas las que ha producido, que aquello no es extraño: en donde hay mil cosas de una especie entre cien mil de otra, parece que no hay ninguna de las primeras. Si se formase una colección de lo excelente que ha escrito el señor Samper, esta colección (que nunca dejaría de ser abultadísima) no podría leerse sin admiración.

   Al discurrir nuestro nuevo colega sobre el desenvolvimiento de varios géneros literarios, ha afirmado que el de la dramática era entre nosotros casi nulo en cierta época, e insinúa que la aparición de compañías de verso habría debido darle vigor e incremento. Esto me ha sugerido la idea de que sería curioso, y acaso útil, indagar por qué nosotros que abundamos en trabajos históricos y biográficos y de viajes; en obras didácticas; en libros y disertaciones sobre las ciencias políticas, morales, filosóficas y eclesiásticas; en periódicos políticos, religiosos, literarios y de todos los linajes imaginables; nosotros, que sobreabundamos en poesía lírica de todas las denominaciones conocidas y de otras muchas más, nos hayamos mostrado tan estériles en materia de composiciones dramáticas.

   Afirmo esto, no sin hacerme cargo de que, según los datos acopiados por nuestro diligente bibliógrafo don Isidoro Laverde Amaya, y por otros allegados muy recientemente por nuestro Secretario don Rafael Pombo, llegan casi a doscientas las piezas nacionales. Pero, fuera de que este número no es crecido, si se compara con el de nuestras producciones de cualquiera otra clase, el mérito de las más de tales piezas es tan escaso que si con poseerlas nos ufanáramos, liaríamos lo mismo que el labrador que se ufanase al contemplar un sembrado profusamente cubierto de vana hojarasca....

   Confío en que la memoria de mis oyentes estará ya repasando los nombres de las piezas malas que en nuestra tierra se han dado a luz, y ahorrándome la pena de mencionarlas. Con más facilidad se hará recuerdo de las buenas; ¡con demasiada facilidad! Y aun entre las poquísimas que pueden calificarse de buenas, hay algunas recomendables solamente por el buen gusto que las ha preservado de defectos, pero que no ha alcanzado a dotarlas de singulares perfecciones; en casi todas faltan la originalidad, la animación, el lenguaje apasionado, las situaciones altamente dramáticas o cómicas; el medio (con que tan difícil es acertar) entre el lirismo y la elocución pedestre; el diálogo vivo en que de cada palabra brote una emoción; en suma, el no sé qué que caracteriza las piezas que nos cautivan; que excitan en nosotros los afectos que se ponen en juego; que, llevándonos de sorpresa en sorpresa, van haciendo crecer nuestro embeleso, y que, gracias a todo esto, ganan duradera y extendida fama. La desazón que experimento al tener que declararlo así, agraviando a varios y muy queridos amigos, se mitiga con la satisfacción de poder señalar entre las honrosas excepciones una pieza cómica del señor Samper a que me referí más arriba, pieza que ha pasado lucidamente por la única prueba en que de veras se aquilata una obra escénica, la de verse muchas veces ejecutada y aplaudida. Me complazco en apuntar otra excepción; el drama Cuerpo y Alma de don Carlos Posada, representado hace muy poco en esta ciudad, con éxito no inferior al de las mejores piezas. Acaso habrán quien repare en que no me he acordado de Las Convulsiones, de Vargas Tejada: confieso que con gusto las he visto representar; pero también quiero se me confiese que un país en que Las Convulsiones descuellan ha de ser harto pobre en achaque de literatura dramática.

   Varios son los pareceres de los entendidos acerca de la causa de esta nuestra pobreza. No ha sido el señor Samper el único que ha echado la culpa de ellas a la falta de compañías que ocupen nuestra escena. Pero hay muchos otros países en que de continuo trabajan actores sobresalientes, sin que ello haya servido de estímulo a sus ingenios; porque es de notarse que en todo el Nuevo Continente, desde el Cabo de Hornos hasta la península de Alaska, se adolece de la propia esterilidad que en esta Atenas americana, en que dizque abunda el talento, pero en que andan escasos los talentos para pagar buenos actores.

   Y si por vocación, por inclinación, o por sentirse con las facultades necesarias, hubieran de consagrarse nuestros ingenios a componer obras teatrales, no lo omitirían, ciertamente, por no tener seguridad de que éstas habrían de ser puestas en escena. Si no podemos presumir de sabios ni de consumados escritores, nosotros nos llevamos la palma en cuanto a desinterés. Nosotros consumimos gustosísimos gran parte de nuestro tiempo, de nuestra salud y de núestra hacienda en empresas y labores literarias, sin aspirar a otra satisfacción que la de ser elogiados por cuatro amigos. Sacerdotes del templo de las Musas, costeamos de nuestro peculio el incienso que quemamos al pie de sus altares.

   Sienten otros que si aquí no se escribe para el teatro es porque carecemos de argumentos nacionales. Es ciertamente difícil hallar en nuestra sociedad y en nuestra historia asuntos trágicos o dramáticos. Nuestra sociedad es tan semejante a las europeas, que toda acción trágica o dramática que expongamos en la escena, será tan colombiana como francesa o española. Poco importa que un autor haga pasar la acción en Bogotá, en Medellín o en Cartagena, y que ponga a sus personajes nombres y vestidos indígenas: el argumento, los incidentes, las pasiones y los hombres siempre resultarán cosmopolitas.

   Y esto mismo está poniendo de manifiesto lo poco que los que se sienten con fuerza para ser autores deben curarse de si los argumentos han de ser nacionales o extranjeros.

   La historia de los aborígenes americanos no brinda con argumentos, porque de ello sabemos tan poco, que si probamos a sacar a las tablas hechos suyos, haremos algo por el estilo de lo que hizo el buen Solís cuando puso en boca de Jicontencal y de Magiscatzin, arengas de senadores romanos. Y Dios sabe si, aunque conociésemos por sus cabales la historia de los antiguos pobladores de estas comarcas, hallaríamos en ella cosa digna de ser representada. Varios granadinos o colombianos del primer cuarto de este siglo hicieron la prueba y sólo merecieron gratitud por habernos preservado, con el ejemplo de lo que les acaeció, de toda tentación de disfrazar de europeos a los indígenas americanos para hacerles parodiar en el teatro el lenguaje y los actos de la gente culta y hasta los sentimientos caballerescos propios de los siglos medios.

   La historia de la conquista y colonización de estas regiones y las de todo lo que a ellas ha seguido, deben ser forzosamente tan fecundas en hechos dramatizables como cualquier otra historia. Mas si escogemos hombres blancos y acontecimientos de ahora ha doscientos o trescientos años, no haremos otra cosa que sacar personajes españoles a un escenario americano. Si ocurrimos a la época de la guerra de independencia, podremos servirnos de personajes nuéstros, pero históricos que se introduzcan en obras de imaginación, se han de sacar a la escena o tales como fueron o felizmente idealizados. La dificultad de sacar a los nuéstros, a hombres cuyos hijos o cuyos nietos viven entre nosotros, es sobrado manifiesta. Idealizar a un personaje histórico no es dable sino cuando lo tomamos de bastante remoto tiempo o de país bastante lejano, para que la distancia, haciendo el oficio que suele, lo vuelva como impalpable y desvanezca las líneas de su imagen. En Ricaurte en San Mateo se nos presenta al héroe requebrando a una doncella y gastando ternezas con un hermano, lo que ha hecho que yo, dando a la juventud muy poco patriótico ejemplo, me haya reído cuando he visto representar la pieza, como me he reído al comparar al Ricaurte del drama con el Ricaurte ex-Secretario del Tribunal de Cuentas, de quien me consta por tradición de familia y por cartas suyas que poseo, que no era, ni con mucho, hombre de andarse en semejantes niñerías, y que de más a más era casado in facie ecclesiae con la señora doña Juana Recamán, a quien casi alcancé a conocer.

   Pero esta cuestión relativa a las fuentes históricas del drama, es baladí. El drama, tal como se le concibe y se le escribe en nuestros tiempos, no es histórico sino accidentalmente. Hoy lo que importa es tomar una pasión, ponerla frente a frente con otra pasión o con el deber y la conciencia; hacerles librar combate, y presentar al cabo un vencedor y un vencido. ¿Qué interesa que la pasión y su adversario estén encarnados en un lapón rudo o en una damisela parisiense? Si se ha de pintar el carácter de una doncella que arriesga su vida por la salud de su pueblo, ¿de qué sirve que ésta se llame Judit o Carlota Corday o Natalia o Dolores? El punto finca en que el carácter se pinte y se sostenga bien. No niego que hace gran prueba de su ingenio el que saca a las tablas un personaje histórico y acierta a figurarlo tal como debió ser; pero ese mérito es independiente de la belleza que con peculiaridad exige la poesía dramática. Menos negaré que entre lo que se ha escrito en lo antiguo y en lo moderno haciendo aquella prueba, hay obras inmortales; pero todas ellas han sido hijas del genio; y así como el genio no sigue reglas, no puede deducirse reglas de lo que hace el genio.

   En los orígenes del teatro griego, la poesía escénica resumía en sí la religión, la historia y toda la demás literatura; y de ahí vino el sacar a la escena personajes y hechos mitológicos o históricos. Luego por espíritu de imitación se siguió observando la misma práctica; y no hacía todavía un siglo que los que aspiraban a sobresalir como dramaturgos no se conformaban con bajar a la sepultura sin haber compuesto un Fedra o un Edipo, o siquiera alguna pieza que llevara el nombre de un héroe que hubiese florecido del siglo xv para atrás. A los clásicos antiguos se les debe imitar en todo: hasta en el cuidado de elegir asuntos acomodados al gusto, a los conocimientos y a las costumbres de la época para la cual escribían.

   Por el prurito de imitarlos sin discernimiento se han malogrado acaso los esfuerzos de algunos ingenios que han empleado en dar formas dramáticas a sucesos históricos, los talentos de que habrían podido hacer mejor uso si hubieran buscado en su propia fantasía los asuntos de sus obras. Muchos son los que han caído y los que caen todavía en el error de figurarse que un grande y peregrino suceso, sólo por serlo, es argumento para drama.

   ¡Cuántos, así alucinados, han bregado por añadirle al suceso escogido, atropellando la historia, antecedentes, circunstancias y consecuencias que den materia para llenar tres o cinco actos! Los que caen en esa alucinación se parecen a ciertos poetas cándidos que creen haber encontrado asunto para una composición, cuando lo que han encontrado es un título.

   Los argumentos para la comedia pueden hallarse aquí como se hallan dondequiera que haya hombres, porque allí habrá vicios y risibles flaquezas. Y así como el ejemplo de los que han compuesto dramas y tragedias sobre asuntos nuéstros confirma lo que de los tales tengo dicho, el de varios de los que han escrito comedias sobre hechos y costumbres nuéstros, demuestra que la elección de argumentos de esta clase puede ser acertada. Díganlo las ya citadas piezas del señor Samper y de Vargas Tejada, El espíritu del siglo de J. Manuel Lleras, y otras de que no haría caso omiso si por su brevedad no diesen a conocer que sus autores mismos las miraron como meras travesuras.

   Hay quien atribuya la pobreza de nuestro teatro nacional a que, no favoreciendo Melpómene y Talía sino a los hombres de ciertas razas o naciones, a nosotros nos han tocado sus desdenes, no obstante que somos de la progenie de Lope, de Calderón, de Tirso, de Moreto, de García Gutiérrez, de Hartzenbusch y de Bretón.

   Ni aquello es extraño ciertamente, pues vemos que no hay nación favorecida con todas las dotes intelectuales, y que varias se distinguen de algún modo señaladísimo por alguna de éstas. De ello dan buen testimonio la moderna Italia, única en lo que concierne a las Bellas Artes; Francia, maestra universal en lo tocante a la novela; Alemania, cuna de aquellos pacientes analizadores que tan raras veces se ven imitados; España, que dio al mundo más escritores ascéticos sublimes que todas las otras naciones los han dado medianos.

   Y, para impugnar estas afirmaciones, no se nos cite a Manzoni a fin de presentar a Italia como propicia para la novela; ni a Bello para hacernos pensar que Venezuela es tierra de filólogos; ni a Longfellow y a Bryant, para hacer pasar a los Estados Unidos como semillero de poetas líricos. También de la Beocia salieron Píndaro y Corina; y de la patria de Calderón salió Cornelia.

   Causará quizás maravilla a los pocos avisados el que, siendo fruto silvestre y abundante de nuestra tierra la poesía lírica, escaseen tanto en ella las disposiciones que la dramática requiere. Estos dos géneros son esencialmente diferentes. La lírica puede ser, y es con frecuencia, brote fácil y espontáneo del talento solo, y a veces del solo sentimiento. Ahí están para hacerlo patente las coplas populares, capaces a menudo de hacernos llorar como las elegías que se han acompañado con liras de oro, o de regocijar apaciblemente el ánimo como las odas de Anacreonte. Ahí están, asimismo, mil composiciones de ignorantes que hallan eco en todos los corazones. La poesía lírica es como los árboles y las flores silvestres, que compiten en belleza con los que engalanan los vergeles. Pero la poesía dramática es como una planta que no se desenvuelve ni prospera sino en determinado terreno y a favor de esmerado cultivo. El del arte escénico exige, si ha de hacerse con lucimiento, ciencia y meditación, y consiguientemente dilatados desvelos.

   Y he aquí otra causa de lo raro y de lo difícil que es producir aquí obras teatrales. Las necesidades de la vida pública y las de la vida privada nos atafagan y no nos permiten vacar a doctas y serias tareas; y así, si sentimos que de nuestra mente rebosan las ideas, nos desahogamos apenas escribiendo artículos y poesías líricas.

   Todos asienten a que la dramática requiere profundo y dilatado estudio; pero no falta quien sustente que el que se haga en el teatro mismo puede suplir y aventajar al que hace un escritor en su gabinete sepultado entre libros. En confirmación de este aserto puede aducirse el ejemplo del príncipe de los trágicos ingleses, el de Tamayo y Baus, y el de otros ciento que trabajando en el teatro han aprendido a trabajar para el teatro.

   No es, pues, la menos plausible entre las opiniones expuestas la de que, si tuviésemos actores, tendríamos autores. Y yo me decidiría por ella si no ocurriera la objeción arriba apuntada de que en otros países americanos, sobrando quien represente, falta siempre quien escriba.

   Ojalá que muchos paisanos nuéstros confundan a los que discurran que aquí se carece del talento especial para el arte de que he tratado. Ojalá que demuestren prácticamente que podemos competir con España y con Francia en el menester de surtir la escena colombiana de piezas dignas de nuestro culto y mal contentadizo público.

   La Academia Colombiana celebra hoy dos importantes actos, y muy de propósito los ha reunido a fin de que el uno dé solemnidad al otro, y de que ambos la den al aniversario de la fundación de esta ciudad. Festeja, como de costumbre, la fecha de su inauguración y recibe entre sus individuos de número al señor don José María Samper, de cuyas luces, de cuyo amor a las letras y de cuya insigne laboriosidad espera poderoso auxilio en las tareas que le incumben.

   Concluyo dando a la Academia cordial enhorabuena por la adquisición que hoy hace, y bendiciendo a la Divina Providencia, que ha sido servida de permitir que celebremos el presente aniversario sin enlutar ninguna de las sillas que hemos visto ocupadas en los diez últimos.